Dieciocho

Mientras Juan hurgaba en su maleta, en busca de los pantalones y del jersey, su rabia empezó a transformarse en un silencioso nerviosismo. Iba de un lado a otro de la habitación, con un cigarrillo entre los labios: comprobaba si la puerta estaba cerrada, inspeccionaba la ventana, se aseguraba de que no hubiese nadie en el cuarto de baño… Se sobresaltó cuando en la calle se oyó el estallido del tubo de escape de un coche y el sudor le bañó el rostro. Parecía que estuviera rodeado de afiladas cuchillas invisibles que le provocaban desconcierto. Tenía arañazos en el pómulo y en la nariz.

Al principio, su nerviosismo parecía tan solo la consecuencia natural de todo lo que había sufrido, pero a medida que pasaban las horas empecé a darme cuenta de que la semana que había permanecido retenido por Paco le había transformado de una forma extraña. Se había convertido en un espectro con la apariencia de mi Juan, en alguien a quien yo apenas reconocía a pesar de que llevaba la misma ropa que el último día que nos habíamos visto en el coto. Parecía apático, distante, gris… Era como un cuerpo sin alma. En cierta manera, yo había imaginado que celebraríamos el reencuentro con algún tipo de contacto físico: tal vez no hacer el amor inmediatamente, pero sí acariciarnos, consolarnos y tranquilizarnos el uno al otro.

Yo fumaba y le observaba, sentado en el borde de la cama con el bastón a un lado. Tras las interminables veinticuatro horas de Arlés, apenas conseguía aferrarme ya a mi autodisciplina. Me notaba frío, extrañamente vacío. Además, volvía a ser un lisiado, un hombre de treinta años que necesitaba apoyarse en un bastón para caminar. Al cabo de un rato, Juan se detuvo junto a la ventana y contempló, a través de los postigos, el inmenso y brumoso puerto con su fantástico panorama de grúas y superestructuras de barcos. En realidad, no estaba mirando nada. Tenía un tic bajo el ojo izquierdo.

—Seguro que el toro mató a aquel tipo —dijo con una voz hueca y apenas audible— y ahora la policía nos estará buscando.

—Bigotes dijo que aún estaba vivo. Paco lo llevará a un médico, no te preocupes, hará lo que sea para tapar este asunto.

Desde el puerto nos llegó el largo lamento de la sirena de un barco. Supuse que ese sonido le traía a Juan recuerdos del muelle de Santander y pensé que tal vez ahora empezaba a arrepentirse de haberse dejado llevar por el impulso que nos había unido.

—¿Cómo me liberasteis?

Le conté la historia y, cuando terminé, Juan apretó las mandíbulas.

—O sea, que ahora todo el mundo lo sabe, ¿no?

—Lo saben Tere e Isaías, tuve que decírselo. Los chicos de la cuadrilla lo intuyen, pero se muestran más… más comprensivos de lo que yo esperaba.

Por primera vez desde que Juan estaba en libertad, su mirada y la mía se encontraron directamente, en la semipenumbra. Poco más de una semana antes yo había contemplado esos mismos ojos tan de cerca que creí haber besado el alma de Juan, pues en su mirada había visto destellos de cariño y pasión. Había acariciado sus manos, esas mismas manos que sabían tomar un polluelo de perdiz, excavar la tierra en busca de agua y plantar semillas. Había descubierto el poder de Juan para hacer crecer la hierba en un terreno baldío, para hablar con linces y ciervos, para caminar por la luna… Pero ahora veía en sus ojos que su alma huía de mí, que se iba alejando, que se volvía cada vez más pequeña. Ni siquiera había agradecido que a mí me hubiera faltado tiempo para renunciar a todo por él.

Mis angustiosas sospechas de la semana anterior empezaban a convertirse en certezas.

—¿Qué te hicieron, cuando a mí me llevaron a ver a Paco? —le pregunté.

—Nada.

—¿Nada?

—Me dejaron vestirme y luego me sentaron en uno de los despachos, con los grilletes puestos.

—¿Y después?

—Después me llevaron a algún sitio.

—Yo oí el motor de un coche.

—Fuimos mucho rato en coche, pero no sé hacía dónde porque me habían tapado los ojos. Creo que era una casa en el campo, en un sitio muy silencioso. Allí me encerraron.

—¿Te torturaron?

—No. Dijeron algo de reservar la diversión para más adelante.

¿Por qué iban a resistir la tentación de tratar de la peor forma posible a un maricón indefenso, de tratarle con el desprecio que reservaban a las mujeres de mala reputación? ¿Por qué la «moral cristiana» quería hacernos creer que los hombres heterosexuales no eran capaces de alcanzar ese grado de desprecio? Los machos victoriosos siempre habían tratado así a sus prisioneros, desde los albores de los tiempos, con la ilusoria certidumbre de que estaban actuando con corrección moral y de que estaban defendiendo la civilización. Las espantosas imágenes inundaron de nuevo mi mente… y eso era lo que Juan temía, que yo imaginara esa escena. Incluso sabía que yo habría sido capaz de matarle con mis propias manos, si hubiera podido hacerlo antes que sus secuestradores, para ahorrarle la agonía y la vergüenza: que le habría apuntado a la cabeza y habría apretado el gatillo. Eutanasia, sí. Como cuando un soldado le dispara a su compañero herido para evitar que caiga en manos del enemigo.

—Será mejor que te vea un médico —dije.

—No es necesario.

—Por lo menos, deja que te examine yo.

—¡Te he dicho que no! —Juan se estaba enfadando—. No me pasa nada, sólo tengo unos cuantos arañazos. Y estoy muerto de hambre.

Me acerqué al teléfono y llamé al servicio de habitaciones. Si le hubieran ultrajado, estoy seguro de que Juan movería cielo y tierra para ocultar las pruebas físicas de ese ultraje, porque eso era lo que le habían enseñado a hacer, aunque jamás se lo hubieran dicho abiertamente. A todos nos habían enseñado aquel mandamiento secreto. Y a mí me habían enseñado a perseguir ávidamente ese ultraje, verificarlo y obligar a Juan a afrontarlo. Sería entonces cuando diera comienzo el último y sobrecogedor drama teatral: él recurriría a la autodestrucción para castigarse a sí mismo por el ultraje, tal y como habían hecho las mujeres de La Mora violadas por las tropas africanas de Franco. Aunque lo ocurrido no fuera culpa suya, Juan se castigaría a sí mismo. Y si él se acobardaba ante la autodestrucción, entonces era mi deber destruirle. Había millones de melodramas heterosexuales en el cine y en el teatro que se basaban en ese mismo tema.

—¿Por qué nunca me crees cuando te digo la verdad? —me preguntó por encima del hombro, sin mirarme.

Después de comer, Juan se tumbó vestido sobre su cama. Me dio la espalda y se quedó en el borde del colchón. Yo me fui a mi habitación y dormí a intervalos. Cuando me desperté por la tarde, Juan seguía durmiendo y la puerta estaba cerrada con llave, así que bajé cojeando al vestíbulo y allí encontré a Tere e Isaías. Acababan de registrarse en el hotel y estaban comiendo. Me senté con ellos y, sin decir una palabra, dejé el sobre con los documentos legales frente a mi apoderado.

Isaías sonrió discretamente.

—Buen trabajo —dijo.

Más tarde, en su habitación, nos sentamos a tomar un brandy en el balcón mientras contemplábamos el puerto envuelto en humo. «En Francia», pensé, «la neblina tóxica también contamina la atmósfera». Isaías tomó su encendedor y quemó en el cenicero los documentos uno a uno, además de las copias que yo había hecho. Nos quedamos mirando cómo se retorcían los papeles hasta convertirse en cenizas negras.

—Bueno, ahora hablemos de lo que va a pasar a partir de ahora —dijo Isaías.

—Necesito que alguien vele por mis intereses mientras yo estoy en el extranjero. Tengo que asegurarme de que el trabajo en el coto sigue avanzando.

El viejo miró a su mujer.

—Déjanos solos unos momentos —le dijo.

Tere se mantuvo firme. Estaba de pie detrás de mí y colocó las manos sobre mis hombros con un gesto entre maternal y posesivo.

—¿Te parece que esta conversación es demasiado indecorosa para una mujer? Bueno, pues no pienso marcharme.

Sopló una ligera brisa marina que se llevó parte de las cenizas que había en el cenicero.

—Intento cumplir con mi deber —masculló Isaías—, pero rezaré para ser un poco más comprensivo, porque ahora mismo no lo soy. No entiendo a este jovencito.

—Pues rézale a la Virgen de las Mercedes —replicó Tere—, que a lo mejor se apiada de ti.

—Mujer —gruñó él—, ya eres demasiado vieja para volverte moderna. Ve a buscar tu máquina de escribir, que tenemos trabajo.

La tranquilidad del refinado y limpio comedor del Hotel Bezique era más de lo podíamos soportar, tras la noche surrealista y violenta de Arlés. Era ya por la mañana y en el centro de nuestro mantel de hilo, blanco como la nieve, había un cuenco lleno de anémonas recién cortadas en los campos de flores de Niza. Teníamos frente a nosotros tazas grandes y humeantes de café au lait, el segundo que tomábamos esa mañana, y restos de panecillos, mantequilla francesa de la buena y mermelada de pera. El plato de Juan, que había devorado dos tortillas de jamón, estaba vacío. Había migas por toda la mesa y los ceniceros rebosaban colillas.

Seguíamos sin tener noticias de José y Sera. Nos mirábamos unos a otros medio adormilados, mientras removíamos el café y le echábamos terrones de azúcar. Isaías agitó la cabeza y me pasó el periódico. En la tercera página del rotativo marsellés había una noticia breve fechada en Arlés: el día anterior por la mañana (decía el artículo) habían encontrado campando a sus anchas por el anfiteatro a uno de los toros de la corrida del domingo. Al parecer, varios delincuentes de la zona se habían colado en el recinto para organizar una corrida nocturna. La sangre humana encontrada en la arena indicaba que alguien había resultado herido, pero los jóvenes, cuyas identidades se desconocían, habían huido y se habían llevado al compañero herido. El artículo proseguía con un sermón sobre los peligros de jugar con reses bravas. El toro, Baby, había sido devuelto a su rancho con gran solemnidad y ya se había programado su participación en varias corridas en otras tantas plazas de toros de Provenza.

Juan, vestido con su chaqueta marrón, guardaba silencio y contemplaba la piscina a través de la ventana. Varias mujeres ataviadas con minúsculos biquinis que apenas cubrían su desnudez gritaban alegremente y chapoteaban en el agua. Estábamos en Francia, donde los biquinis eran aún más microscópicos que en España. ¿Cómo podía ser que sólo hubiesen transcurrido cinco meses desde el momento en que Juan había comprado aquella chaqueta marrón en Santander? Le imaginé depositando los billetes sobre el mostrador, uno tras otro, sin dejar de pensar en mí ni un segundo.

Yo había limpiado el anillo y me lo había vuelto a poner en el dedo. En ese momento, estaba fumando un puro pequeño, el primero en bastante tiempo. Tere había traído su talonario y estaba extendiendo los últimos cheques para pagar a los chicos de la cuadrilla por su trabajo. Me entregó mis honorarios en metálico, en enormes billetes franceses.

—Bueno, chicos —dije mirando a mis hombres—, esto sí que es el final. De los toros, por lo menos.

Los miembros de mi cuadrilla intercambiaron miradas. Estaban absortos en sus pensamientos: tal vez se estuvieran preguntando con qué clase de desagradables rumores sobre mí se encontrarían al regresar a España. Los Eibar ya se habían armado de valor para soportar tanto los rumores como las preocupaciones. Al término de nuestra larga reunión del día anterior, habíamos redactado documentos nuevos en virtud de los cuales ellos recibían poderes notariales para ocuparse de mis asuntos. Juan, por su parte, había firmado otro poder notarial para su exigua cuenta bancaria. Las leyes españolas limitaban la cantidad de oro o dinero en efectivo que se podía sacar del país, lo cual significaba que tanto mis fondos como los de Juan debían quedarse en los bancos españoles. Sin embargo, habíamos acordado con los Eibar que nos mandaran un cheque de vez en cuando.

—Isaías hará declaraciones —les dije a los chicos— sobre mi retirada y dirá que me tomo unas largas vacaciones en el extranjero. Si alguien os pregunta algo, decidle que hable con Tere o con Isaías. Ellos se encargarán de velar por nuestros intereses y utilizarán Las Moreras como casa solariega. Si tenéis algún problema con Paco, hablad con Isaías, pero no creo que os cause ninguno. Paco estaba muy preocupado por otras cosas y, además, es tan miope que no creo que os reconociera en la oscuridad.

—Así pues… ¿piensas quedarte en el exilio? —me preguntó Bigotes.

Arrugó la frente, con una expresión de tristeza. Exilio es una pa-labra espantosa en España, pues se ha pronunciado demasiadas veces desde 1930, y muchísimas más desde 1492: judíos, árabes, moros, gitanos, republicanos y homosexuales se han visto obligados en múltiples ocasiones a empaquetar lo imprescindible y huir a cualquier parte. Allí mismo, en Francia, vivían famosos artistas españoles —Picasso, cantaores flamencos…— que no estaban de acuerdo con el régimen franquista.

—Por lo menos —dije—, tenemos que estar fuera un tiempo.

—Hasta que «el Viejo» muera, por lo menos —dijo Isaías frunciendo el ceño.

—Cuando «el Viejo» muera —asentí—, quizá la situación se tranquilice un poco.

—¿Y dónde vais a vivir? —quiso saber Tere—. ¿Aquí, en Francia?

—Todavía no lo sabemos —dije.

Sólo los Eibar sabían que Juan y yo esperábamos noticias de mi hermana. Mis hombres todavía no sabían nada de la relación entre José y Sera.

Había llegado la hora de marcharse, pues les quedaba un largo trayecto en el Mercedes. Isaías y Tere habían devuelto ya el Citroën de alquiler y volvían a casa con los chicos de mi cuadrilla. Mientras firmaba el contrato de venta del Mercedes y se lo entregaba a Tere e Isaías, les dije:

—Mis cosas de torero también son vuestras, por si alguna vez queréis abrir un museo. Y si no, se las dais a cualquier novillero con futuro… si es que encontráis alguno.

—Los toros ya son historia para nosotros —masculló Isaías.

Pagó la cuenta y salimos del comedor. Bajo el toldo de la entrada principal del hotel, cuya decoración simulaba la época romana, los miembros de mi cuadrilla me tendieron sus manos fuertes y curtidas y yo se las estreché. Me pregunté si me darían también un abrazo de despedida y, sí, lo hicieron. Me palmearon cariñosamente la espalda, lo mismo que a Juan. ¿Quién podía saber lo que el futuro le deparaba a nuestro país? Tal vez no volviéramos a vernos nunca.

—Una vez más… mil gracias —les dijo Juan, en un tono muy apagado.

—Buen viaje —dije yo con voz ronca— y buena suerte.

Los hombres metieron su equipaje y sus cosas en mi viejo y sucio Mercedes. Por una vez, no hubo discusiones respecto a dónde colocar la caja de los estoques. Santí abrió educadamente la puerta para que Tere e Isaías pudieran sentarse en el asiento trasero. Ayudé a Tere a sentarse y le besé la mano cuando ella se acomodó. Ella me acarició la mejilla con su mano regordeta, la mano de una ruda pescadora vasca capaz de guiar un pesquero en plena tormenta en el golfo de Vizcaya. Segundos después, el Mercedes se perdió entre el tráfico del mediodía.

Juan y yo regresamos al vestíbulo del hotel. Yo tenía una extraña sensación de vacío. «¿Y ahora qué?», me preguntaba. Juan dijo que quería dormir un poco más y le di la llave.

—No dejes entrar a nadie en la habitación excepto a mí —le dije.

—Sé cuidarme solito —masculló él. Después se dirigió al ascensor.

Ya empezaba a ser hora de tomar una copa, así que me acerqué cojeando a la terraza. Un camarero impecable me trajo en una bandeja inmaculada un impecable vaso de ginebra Bombay. Y allí me quedé, vestido con mis pantalones blancos de lino, mi jersey de punto y una mirada ojerosa. Las gafas de sol y el bastón completaban el retrato perfecto del parásito de la Costa Azul, que dedica su tiempo a idear una conspiración al estilo James Bond. Sólo que yo no miraba a las chicas en biquini de la piscina, sino que me sentía como si acabara de traspasar una puerta que daba… a ninguna parte.

Una hora más tarde, cuando iba ya por la segunda ginebra y empezaba a estar borracho, otro impecable camarero me trajo un telegrama: era de José y llegaba desde Lisboa. «¿Qué estará haciendo en Portugal?», me pregunté. En el telegrama, José decía que su avión aterrizaría en Marsella a las tres y veinte de la tarde. Ni una palabra sobre Sera.

Con la cara pegada al cristal de la zona de espera, seguí la maniobra que realizó el DC8 para aparcar junto a la terminal. Me había tomando un café exprés que me había despejado un poco. A lo lejos, vi la figura menuda de mi hermana, que bajó la escalerilla del avión cargada con su ligero equipaje de fin de semana, y cruzó la pista. Segundos después llegó a la zona de espera: llevaba unas gafas de sol francesas y un traje pantalón de Berhayer, bastante arrugado por el viaje. Me saludó con un gritito muy femenino y muy familiar, además de muy apropiado en público para alguien que no ha visto a su queridísimo primo en diez años. Conociéndola como la conocía, supe que José seguía actuando. Me abrazó casi con desesperación, entre el ruido de los aviones.

—¿Rescataste a Juan? —me susurró.

—Sí. ¿Dónde está Sera?

—Si todo sale bien, llegará en el próximo vuelo procedente de París. ¿Dónde está Juan?

—Descansando en el hotel. ¿Cómo lo habéis hecho?

José volvió a abrazarme y yo me di cuenta de que estaba temblando. Hundí la nariz en su agradable perfume y la cara en su mata de pelo de sacerdotisa egipcia. Después echamos a andar agarrados del brazo, como si fuéramos novios, seguidos por el mozo de aeropuerto que llevaba sus dos bolsas.

—En el último momento, convencí a mi jefe para que mandara a otra persona a Barcelona y a mí me dejara hacer un reportaje sobre las corridas de toros portuguesas —sonrió—. Algunas ganaderías portuguesas son mejores que las nuestras y… bueno, qué quieres que te diga, me encantan las verónicas de Mario Coelho. Pasé el reportaje por teléfono y le dije a mi jefe que necesitaba unas vacaciones. Después tomé el primer vuelo a Niza y, desde allí, a Marsella.

—¿Cómo consiguió Sera el pasaporte?

José estaba un poco rígida, como un estoque que se curva al probarlo contra la barrera.

—Utilicé uno de mis diamantes —dijo lacónicamente— para sobornar a una colega del periódico que me debía un gran favor. Le dije que una amiga mía quería irse de compras a París, pero que su católica mamá no se lo permitía. Y se tragó la historia. Le llevé una foto de Sera, él se encargó del pasaporte y lo dejó en un sitio donde ella pudiera recogerlo.

Nos sentamos a esperar durante una hora en el bar del aeropuerto y en ese tiempo José se dedicó a fumar un cigarrillo tras otro, inquieta. Su rostro se ensombreció cuando le conté lo que estaba ocurriendo con Juan.

—A lo mejor es sólo que está muy afectado —dijo—, pero se repondrá.

Cuando aterrizó el avión de Air France, la esbelta Sera descendió en quinto lugar por la escalerilla. Viajaba en primera clase. Instantes después, abrazamos a Sera y ambas mujeres dejaron escapar unos cuantos grititos más, muy apropiados para hermanas separadas durante mucho tiempo y que ahora se reunían después de diez años. De vez en cuando, yo soltaba alguna que otra exclamación discreta.

En el taxi, José explotó y se desmoronó: apoyó la cabeza en el regazo de Sera, lloró desconsoladamente y maldijo los años que se habían pasado fingiendo, mintiendo y soportando que todo el mundo quisiera casarlas. De repente, se abrió paso en mi mente la certeza de que yo había estado tan ocupado en mi propio drama con Juan que en realidad le había quitado importancia a la situación de las mujeres. Las torturas y las humillaciones que habían vivido eran igual de graves que si hubiesen sido físicas, pero ellas lo habían soportado durante muchísimo más tiempo que Juan y yo. ¿Qué eran unos pocos meses, comparados con años y años de sufrimiento? Ahora, la más fuerte de las dos era Sera, que conservaba la dignidad y consolaba a su amiga en voz baja. Se tomaron de la mano y pensé que sus dedos eran como raíces unidas. Me sobrecogió contemplar de forma tan manifiesta y clara, como si lo hubiera iluminado un relámpago, el amor que se profesaban. El taxista francés, que no entendía ni una palabra de todo aquel alboroto, se encogió de hombros y siguió conduciendo.

De regreso al hotel, Juan pareció recobrarse brevemente de su apatía cuando las dos mujeres le abrazaron con un cariño que nacía del hecho de que le habían aceptado como su mejor amigo del género masculino. Fuimos a la terraza del hotel y nos bebimos una botella de champán mientras Sera nos relataba su historia. Su plan de huida había sido muy sencillo: no había ningún aspecto que resultara sospechoso en la vida cotidiana de una joven española de clase alta. Durante varios días, ella y José no se habían visto ni se habían comunicado siguiendo otro sistema que no fuera el ordinario. El día antes, y con la excusa de que necesitaba algunos cosméticos, Sera se había escabullido unos momentos para ir sola a la farmacia del barrio, la misma que frecuentaba siempre con su mamá. En el edificio de apartamentos que había justo al lado de la farmacia, el conserje le entregó un sobre lacrado que contenía, claro está, el valioso pasaporte. Al día siguiente, Sera volvió a escabullirse para otro recado que podía llevarse a cabo sin la presencia de una carabina: en esta ocasión, la excusa fue una visita a la tienda de lencería que había a pocas manzanas de su casa. «Tengo que devolver este camisón que he comprado porque la muy tonta de la dependienta me dio una talla equivocada. Sí, sí, vuelvo enseguida».

Salió tan pancha por la puerta: sólo llevaba una poco de ropa interior y una bolsa de Chanel que podía pasar como equipaje de fin de semana. En un compartimiento secreto de su monedero había escondido sus joyas, el pasaporte y el poco dinero que había podido juntar. Nada más. Sin llevarse siquiera una chaqueta, caminó hasta la esquina y allí tomó un taxi hacia el aeropuerto de Barajas. La mayoría de los vuelos que salían del país iban a París, así que compró un billete para París. Después llamó a su madre, fingiendo que aún estaba en la tienda de lencería, y le pidió consejo para comprar un sujetador. Su mamá siguió sin enterarse de nada y le aconsejó que se comprara uno negro de encaje.

Sera se unió entonces a una familia española de buena posición que se iba de vacaciones por primera vez al extranjero. Se iban en avión a París, luego a Roma, a Londres y por último a Nueva York. Sera se puso a charlar con ellos y les dijo que iba a París a reunirse con su hermana, que estaba allí de vacaciones. De esa forma, pudo pasar la aduana española en la agradable compañía de la familia, sin que nadie se fijara en ella. Era la clase de huida discreta que hubiera sido bastante más difícil diez años atrás, antes de la llegada del turismo a España. Para cuando mamá empezó a preocuparse porque su querida hijita aún no había regresado de las compras, el avión de Sera ya estaba despegando.

—Y en París hice algunas compras —dijo Sera—. Compré unos cuantos cosméticos en el aeropuerto y un impermeable en la tienda duty-free. O sea, que tampoco era mentira —un ligero rubor, mezcla de emoción y alegría, le cubrió las mejillas.

José tenía de nuevo una expresión valiente en el rostro.

—Bravo —dijo apretándole la mano a Sera—. Ni Jaime Bond lo hubiese hecho mejor.

—Pero mañana Jaime Bond echará de menos su hogar —contestó Sera con los ojos empañados. Había dado un paso muy grande y eso le empezaba a pesar: la casa materna y todas sus cosas habían desaparecido y habían sido sustituidas por lo desconocido.

—Así pues… ¿exilio? —dije.

—Bueno —dijo José en tono desdeñoso—, cualquier día de estos se nos muere «el Viejo». En cuestión de un par de años, habrá democracia en España y podremos volver a nuestro hogar.

—La libertad ya es un buen hogar —añadió Sera en voz baja.

—Eso se dice pronto —respondí con amargura.

Juan frunció el entrecejo.

—¿De qué vamos a vivir? —preguntó.

Los dos días siguientes los pasamos aclimatándonos. Sera llamó a su madre y le dijo que estaba bien, pero doña Margarita se enfureció ante lo que ella consideraba un disparate. ¡De compras en Francia! ¡Eso es lo que pasa por tener tanta libertad! Le ordenó a Sera que volviera inmediatamente a casa.

Nos manteníamos alerta, pero no apareció nadie de la organización de Paco. Sin embargo, y a pesar de la cantidad de exiliados que vivían en Francia, no nos tranquilizaba la idea de quedarnos en ese país. Durante varias décadas, una Francia más humanizada, en la que la Iglesia había sido apartada del poder, se había convertido en una especie de paraíso para los refugiados españoles. Después de la Segunda Guerra mundial, De Gaulle incluso había exigido que los Aliados invadiesen España y acabasen con el régimen de Franco. Sin embargo, cabía la posibilidad de que el brazo vengativo de Paco pudiera traspasar fronteras y encontrarnos en Francia, así que queríamos poner unos cuantos países de por medio. Llamé a nuestra tía roja de Nueva York y, sin necesidad de que yo le diera explicaciones claras, ella intuyó que había ocurrido algo terrible y nos invitó a hacerle una visita.

Una noche nos reunimos los cuatro para debatir la cuestión. José había bebido mucho. El humo de los cigarrillos y nuestras frustraciones viciaban el aire de la habitación del hotel.

—Es obvio que tenemos que ir a los Estados Unidos —dije—. Nuestra tía vive allí, lo cual quiere decir que ya tenemos casa.

—En Estados Unidos son protestantes, ¿no? —preguntó Juan.

—Hay muchos católicos que viven allí —dije—, pero la religión dominante es la protestante.

—Los protestantes también quemaban a la gente —declaró haciendo hincapié en sus palabras—. Eso me dijo el protestante al que conocí en Bilbao, el misionero. Algunos protestantes son tan malvados como nuestros católicos.

—Sí —dijo José—, eso es verdad. La diferencia principal es que los protestantes se deshicieron de la Virgen.

—Bueno, ¿y por qué vamos a ir a los Estados Unidos —refunfuñó Juan—, si a los protestantes norteamericanos les gusta asesinar a la gente tanto como a los católicos de nuestro país?

—Aquí en Francia —señaló José—, por lo menos la gente ya no cree en nada y dejan a los demás en paz.

—A Paco no le costaría mucho encontrarnos aquí —dijo Sera.

—Los yanquis están cambiando —insistí—, están viviendo su propia revolución.

Finalmente, guardamos silencio. José se tomó un último vaso de jerez, mientras contemplaba los ceniceros rebosantes de colillas y nuestras expresiones lúgubres. Juan nos daba la espalda y estaba sentado con los hombros encorvados.

—Ya que intentamos ser tan democráticos, votemos —dijo José—. ¿Quién quiere ir a los Estados Unidos?

—Yo —dije.

—Y yo —dijo José arrastrando las palabras.

—Entonces yo también —dijo Sera con los labios apretados.

Todos miramos a Juan. Él se encogió de hombros, pues había perdido la votación.

—De acuerdo, iré —dijo—, pero que conste que no me gusta.

Averiguamos que desde Marsella no había vuelo directo a Nueva York, así que nos fuimos a Niza. La excusa que habíamos inventado, la de estar de vacaciones, daba bastante buen resultado, pero después de comprar los billetes de avión a Nueva York, nos dimos cuenta de que pronto se nos acabaría el dinero. Hacía ya cinco días que habíamos rescatado a Juan y todavía no teníamos un plan definido. Y además, nos hacía falta conseguir un poco de información clandestina sobre los Estados Unidos. Empezamos a buscar con discreción y finalmente yo conocí a un camarero francés que trabajaba en un barco de crucero. Tenía un permiso de dos días entre travesía y travesía y hablaba español bastante bien. Aquel hombre era maricón, y tuve la sensación de que podía confiar en él. Me reuní con él en nuestra habitación del hotel y él creyó que yo era un soltero que viajaba solo: las chicas no quisieron que alguien pudiera asociarlas con él y, en cuanto a Juan, no quería ni oír la palabra maricón, así que se ausentó de la habitación mientras nosotros charlábamos.

El camarero me ofreció unos cuantos consejos muy útiles.

—Cuando llegas a la aduana de Nueva York —dijo—, cuando miran tu documentación, una de las primeras cosas que te preguntan es si eres homosexual, porque es una pregunta estúpida que le hacen a todo el mundo. Los norteamericanos quieren hacernos creer que en su país no tienen un numeroso ejército nacional de homosexuales. Evidentemente, tienes que decir que no, porque si dices que sí, no te dejarán entrar en el país. En cuanto al alojamiento, hay algunos barrios de Nueva York donde los hombres ya no esconden que viven con otros hombres… y las mujeres con otras mujeres. Y también hay un par de tertulias homosexuales, que te pueden orientar bastante. Las leyes siguen siendo bastante estrictas, así que debes tener cuidado. Es como aquí las provincias: cada estado tiene sus propias leyes contra los homosexuales. Si no tienes cuidado, puedes terminar en la cárcel. Las Tumbas es una cárcel muy famosa de Nueva York. Tengo un amigo que estuvo allí. Y luego te deportarían a España.

Mientras yo me echaba a temblar ante la idea de la deportación, el hombre anotó la dirección y el teléfono de un par de asociaciones de maricones, como la Sociedad Mattachine. Como quien no quiere la cosa, pregunté por asociaciones de mujeres y me habló de Hijas de Bilitis.

—Ah, y por supuesto, necesitas la tarjeta verde para poder trabajar, así que ten cuidado. Y si decides casarte con una norteamericana para poder quedarte, ándate con ojo: las autoridades vigilan estrechamente a los extranjeros solteros que intentan casarse en el país.

Cuando se marchó, me dirigí con toda la información a la habitación de al lado, donde me esperaban Juan, José y Sera. Estábamos atónitos ante la idea de que la gente como nosotros se organizara abiertamente, y también políticamente. Contemplamos la página de notas boquiabiertos como pueblerinos.

—Bueno —dijo José—, unamos fuerzas como un sindicato vasco. ¡Me gusta!

—Tendríamos que seguir adelante y casarnos —dijo Sera— como habíamos planeado. De esa forma, no tendremos problemas para conseguir la tarjeta verde.

—Siempre nos podemos divorciar más adelante —dije yo.

Hasta Juan tuvo que aceptar que aquella era la estrategia más razonable para los cuatro. Así pues, a la mañana siguiente hice que un joyero arreglara uno de los anillos y compramos dos más. Aquella misma tarde, en la oficina correspondiente del Ayuntamiento de Niza —y con la bandera tricolor francesa colgada de una pared—, las dos parejas de maricones se convirtieron en dos matrimonios. Yo puse uno de los anillos en el dedo de Sera y Juan puso otro en el de José. Ahora sólo llevaríamos el yugo en público, pero podríamos quitárnoslo en un santiamén y usarlo como cachiporra para golpear al enemigo. Repetimos los votos ante un sacerdote católico, para que los matrimonios fueran legales en España. Después hice copias de esos documentos y se los mandé a Isaías por correo. Juan cumplió todas las formalidades como si fuera un sonámbulo.

Esa noche, José, Sera y yo telefoneamos por fin a nuestras mamás viudas y les dimos la gran noticia. ¡Pues sí, nos habíamos fugado! Sí, sí, eso era justo lo que habíamos hecho. Les confesamos que nunca nos había gustado la idea de una boda por todo lo alto en la catedral de Toledo, con cientos de invitados y el antiguo velo nupcial de Mamá en la cabeza de José. Dijimos que era mejor así, una ceremonia más sencilla y más moderna. Dijimos también que nos íbamos de luna de miel y que sería larga porque queríamos viajar y divertirnos. Por último, prometimos llamar… es decir, si Mamá, Tita y doña Margarita no estaban demasiado enfadadas con nosotros.

Mamá se tomó la noticia con una serenidad sorprendente, mucho mejor que las otras dos damas… hasta el punto de que yo empecé a preguntarme si no habría intuido ya algo. Tal vez nuestra madre fuera más lista de lo que nosotros creíamos. Bueno, por lo menos estábamos casados, gracias a Dios. Confesó que había estado muy preocupada y que le habían salido callos en las rodillas de tanto rezar. ¿Tenéis bastante dinero? Si os hace falta algo, ya me las arreglaré para mandaros unas pesetas. Y cuidado con los carteristas. Por cierto, ¿habéis hablado con Paco? Hace dos semanas que no le veo…

—No… pero dale tú la noticia —dije.

Nuestro DC9 avanzó con gran estruendo por la pista del aeropuerto de Niza y despegó. La sensación de la gravedad en el estómago era algo que yo ya conocía por los muchos viajes que había hecho en invierno para ir a torear a las Américas. José y Sera también conocían esa sensación, pero a Juan no le gustó nada su primer vuelo. Cuando fuimos ganando altura y alejándonos del suelo, cerró los ojos y apoyó una mano en su estómago revuelto. Al cabo de un rato, se decidió a mirar por la ventana, pero para entonces ya estábamos sobre el azul púrpura del Mediterráneo, brumoso por la contaminación.

—Ayyy, madre mía —gimoteó.

—Estamos lejos del suelo, ¿eh? —se burló Sera.

—¿Y qué pasa si el avión se cae? —quiso saber.

Sentado al lado de José, Juan finalmente abrió los ojos y contempló a través de la ventanilla, sin demasiado entusiasmo, las nubes que íbamos dejando atrás. El miedo que le causaba la idea de estar a ocho kilómetros del suelo, y el no saber cuánto tiempo tardaría el avión en caer si los motores se paraban, quedó amortiguado por el zumbido de otro miedo en lo más profundo de su corazón.

—Mirad, estamos sobrevolando España —dijo José de repente.

Sin poder evitar los remordimientos, los cuatro pegamos la nariz a las ventanillas del avión. Era cierto: por los mapas que había en el bolsillo del asiento delantero, vimos que nuestro avión se dirigía al sur de la Península Ibérica. Allí abajo vimos montañas bañadas por el sol, tal vez Sierra Morena, pero no estábamos lo bastante al norte como para ver los Montes de Toledo ni las cimas de la Cordillera Cantábrica. Juan apretó las mandíbulas y cerró los ojos, pero yo me sentí como si me arrancaran la médula ósea con hierros candentes. ¿Cuándo llegaría la libertad a España? Y si llegaba… ¿cambiaría lo bastante nuestro país como para que pudiéramos regresar? Jamás había pensado en lo mucho que amaba mi país hasta que lo vi alejarse tras la resplandeciente cola de nuestro avión. En algún lugar remoto a nuestra derecha, hacia el noreste y oculta tras el horizonte, había una pequeña parcela de tierra que reverdecía poco a poco: nuestro coto.

El vuelo se nos hizo más largo que un día sin pan. José se tomó varios whiskys. Juan levantó entre nosotros dos un muro de amenazadores nubarrones: yo era el avión y volaba por mi cuenta y riesgo hacia ese frente de tormenta.

José y yo no habíamos hablado de la estrategia que pensábamos adoptar con tía Pura. Nos sentíamos incómodos ante la idea de pronunciar las terribles palabras maricón y maricona en presencia de nuestra distinguida y noble tía. Tras quinientos años de silencio, esas palabras producían el mismo impacto que una bomba al caer. Así pues, decidimos «dejar que las cosas evolucionaran propiciamente», por utilizar la expresión de José, hasta el momento en que la buena mujer se diera cuenta de que había dado cobijo a dos parejas prohibidas. Me pregunté si nos aceptaría. Que hubiera dado su apoyo a la República no significaba que estuviese dispuesta a tolerar algo así en su familia.

Cuando ya nos estábamos acercando a Nueva York, un rumor de papeles invadió la cabina del avión, pues los pasajeros estaban empezando a rellenar los formularios de la aduana. Al cabo de un rato, el avión viró sobre la isla de Manhattan. Juan abrió mucho los ojos, de nuevo asustado por la aterradora proximidad de las cimas de cemento de los rascacielos y de los cañones urbanos que se abrían bajo nosotros. Entre los edificios corrían ríos de tráfico que se movían lentamente, en sombras. Pronto encaramos el puerto: el agua era de un azul grisáceo y la surcaban las innumerables estelas en forma de V que dejaban los barcos. La sombra de nuestro avión se deslizó sobre el agua.

—¿Dónde está Nuestra Señora de la Libertad? —quiso saber José.

—Allí abajo —dije—, en aquella islita.

—No la veo.

—Allí abajo, tonta.

—Olé Libertad —exclamó Sera—, allí está.

—Desde aquí parece muy pequeña —dijo José.

—Pues es grande —dije—, muy grande. La primera vez que llegué a Nueva York —añadí— me fui en ferry hasta la isla para rezarle. Creía que era un santuario y quería saber cuándo se celebraba la romería para ayudar a llevarla a hombros. Es demasiado grande, pero pensé que a lo mejor sacaban una más pequeña que sí se pudiera llevar a hombros. Después descubrí que los yanquis no le rezan y me dio mucha pena por ella. Le dije guapa unas cuantas veces para que se pusiera contenta. Había un hombre que vendía flores: se las compré todas y las dejé a los pies de la Libertad. Y luego apareció un policía que quería detenerme por ensuciar.

—¿Y por qué los protestantes permiten que haya una estatua de la diosa de la Libertad? —se preguntó José—. ¿Se les habrá olvidado que es una diosa pagana?

Nuestra animada charla contrastaba con el silencio de Juan, a quien le temblaba la barbilla por el nerviosismo. Le puse una mano en el brazo para que se calmara.

—No te preocupes, ya verás cómo todo sale bien —le dije.

—Eso ya me lo dijiste una vez —me contestó en tono irónico.

Las ruedas del tren de aterrizaje chirriaron sobre el cemento yanqui de la pista de aquel aeropuerto que llevaba el nombre de un presidente católico asesinado. Recordé al hombre al que había visto sostener los polluelos de perdiz entre las manos, con la chaqueta tan ceñida que hacía resaltar los músculos de sus hombros. Aquel era el hombre al que yo amaría mientras viviese, pero ese hombre había desaparecido en combate y yo no sabía si alguna vez regresaría de su guerra civil particular.

Los agentes de aduanas aparecieron ante nosotros. Nos trataron de una forma bastante grosera, igual que al resto de personas que hacían cola. En España, y aunque sus modos fueran fascistas e intimidantes, los agentes de aduanas siempre eran educados con los extranjeros. Nervioso por la grosería de los agentes, el bullicio de un país nuevo y las voces que hablaban en idiomas desconocidos a su alrededor, Juan me agarró de la manga como si fuera un niño. Les dijimos que éramos turistas y que teníamos intención de visitar a un pariente. Las joyas, que habíamos repartido entre los cuatro en concepto de «efectos personales», pasaron la aduana sin problemas. Las piedras preciosas estaban en los bolsillos y, afortunadamente, no nos registraron. Nos dimos cuenta de que los agentes registraban a los viajeros con un aspecto muy yeyé pero a nosotros, que íbamos vestidos con ropa española de corte clásico, no nos molestaron.

Pasada la aduana nos esperaban dos amigos neoyorquinos de tía Pura, con un cartel escrito a mano en el que se podía leer ESCUDERO. Nos dieron una cálida bienvenida en castellano. Desde la terminal internacional, nos dirigimos hacia el exterior para enfrentarnos al calor más salvaje y húmedo que habíamos experimentado en nuestras vidas. Cuando los amigos de tía Pura nos llevaron en coche al piso de ésta, en la calle 59 Este, el calor ya casi nos había asfixiado.