Dieciséis

Mi último toro acababa de empezar a trotar por la plaza de toros romana, que tenía forma ovalada. El animal había sido motivo de preocupación para mí desde la primera vez que lo vi en el corral, esa misma mañana. El ganadero me había dicho que esa era la primera salida al ruedo del toro. Tenía un nombre inglés, Baby, un verdadero nombre yeyé, que aparecía siempre en la música rock and roll yanqui que yo había escuchado a lo largo de mi vida.

Oh, baby, baby

Sin embargo, Baby no tenía nada de yeyé, pues parecía sacado directamente de las pinturas prehistóricas de una cueva. Era un toro azabache, escurrido y revoltoso, rápido como un gato y estrellado, pues tenía una mancha blanca en forma de estrella sobre la frente. Los cuernos eran los clásicos de la ganadería Camarga: enhiestos y rectos, apuntando al cielo. Los toreros los llamamos toros veletos, porque sus astas tienen forma de candelabro. A ningún torero le gusta ver aparecer esos cuernos por la «puerta de los sustos», porque si te embiste el toro, es muy fácil que un cuerno así te abra un boquete en el cuerpo lo bastante grande como para que pase un camión. Preferimos los toros cornigachos, es decir, con los cuernos vueltos hacia abajo, o cornivueltos, es decir, con los cuernos vueltos hacia la cabeza. Cuernos como plátanos y, a poder ser, como plátanos maduros, que se doblan más fácilmente.

Me abstuve de recorrer con la mirada la multitud que permanecía sentada en el tendido de sombra. ¿Habría llegado ya Paco?

Baby levantó su larga cola como si fuera un león a punto de saltar sobre su presa y se lanzó primero contra el capote de Manolillo y luego contra el de Bigotes. Su cuerno bueno, el izquierdo, impactó como un petardo contra la barrera e hizo saltar astillas. Cuando se volvió, giró sobre sus patas traseras como un caballo joven bien adiestrado. Desde luego, me iba a costar bastante trabajo mantenerlo alejado de mí.

Cuando Baby hubo inspeccionado todo el perímetro de la plaza, corrió a medio galope hacia el centro del ruedo, señalizado con un círculo blanco de tiza. Allí se detuvo, estiró el cuello con gesto desafiante y viró en redondo en busca de enemigos. De su boca salían brillantes hilillos de saliva. Tenía una mirada noble e inteligente y yo deseé que a ningún chavalillo se le hubiera ocurrido torear a Baby con una chaqueta en las dehesas pantanosas porque, de ser así, me enfrentaba a un toro acostumbrado al engaño del capote.

El abarrotado anfiteatro prorrumpió en gritos de alegría al ver el toro. Todos los rincones de aquella antigua estructura, hasta el más pequeño, estaban llenos de gente. Algunos espectadores se habían sentado incluso encima del antiguo muro romano. Los rumores de mi retirada se habían filtrado a la prensa española y unos cuantos aficionados españoles se habían apresurado a viajar hasta Arlés para verme por última vez. A quinientos kilómetros de distancia, José estaba en ese momento en otra corrida, protagonizada por otros toreros y otros toros.

A lo largo de la barrera, una hilera de miradas sombrías siguió las evoluciones de Baby. Volví la mirada hacia mis dos subalternos. ¿Podía confiar en ellos para que me cubrieran las espaldas, ahora que ya casi había terminado todo?

—Cornea por la izquierda, pero al menos embiste derecho como un trolebús —apuntó amablemente Isaías. «Como si no me hubiera dado cuenta», pensé.

Santí, que estaba junto a Isaías vestido con ropa de calle, recorrió las gradas con la mirada buscando a Paco. Si había algo que pudiera apartar de mi mente el injustificado encarcelamiento de Juan, era ese animal. Primero teníamos que humillarlo un poco, pero como no teníamos picador que pudiera hacerlo, no nos quedó más remedio que agotar al toro con los capotes.

—Dobladlo bien —les dije a Bigotes y Manolillo.

Mis dos subalternos entraron en el ruedo con pies de plomo. Mantuvieron las distancias mientras hacían correr al toro, revolverse sobre sus patas traseras, acometer una y otra vez. Disgustada porque yo aún no había salido, la multitud empezó a silbar. Yo lo observaba todo sin moverme, con los ojos entornados: Baby seguía sus capotes igual que un gatito sigue el cordel de un ovillo. La Virgen de las Mercedes empezaba a sonreírme. No parecía un toro chaqueteado, lo cual significaba que a mí aún me quedaba alguna oportunidad.

Al cabo de un rato, Baby empezó a cansarse y yo salí al ruedo con un nudo en el estómago. Mi pierna respondía bien, mucho mejor que en el último año. La afición enmudeció.

—¡Eh-heh, toro! —resonó mi voz, entre los muros romanos de la plaza.

Baby viró en redondo para mirarme. Sacudí el capote para citar al toro y Baby arremetió contra el blanco móvil. Lo recibí por la derecha, el lado más seguro, y lo puse a prueba con el borde del capote. El toro giró sobre sus patas traseras y arremetió de nuevo. Instantes después, Baby volvía a tener la mirada fija en el capote y a mí apenas me dio tiempo a recuperar la posición. La pierna me obedecía sin problemas. Esta vez Baby pasó mucho más cerca que antes, pero se estaba volviendo más lento. Mi estómago se relajó un poco: cada pase mío era una plegaria de pura voluntad. En esta ocasión, nada de adornos: eso sólo se puede hacer con un toro tardo que está derrengado.

Finalmente, Baby estaba preparado para una verónica, el principal lance del toreo de capote. Cité al toro: el astado rozó mi pierna con la cabeza y empujó el capote como si fuera una ráfaga caliente de viento mistral. Guié su viaje con la capa de seda y lo alejé de mí.

—¡OOOOLÉ! —los franceses gritan «olé» con el mismo arte que cualquier español. El grito de aquella biomasa humana me infundió nuevas energías.

«Camina hacia mí, Juan».

Los cuernos del ganado tienen vida, están llenos de vasos sanguíneos y nervios. Los de Baby exploraban el capote como si fueran dedos o antenas de mariposa, como si quisieran averiguar qué se ocultaba tras aquella capa de seda. Baby era listo, lo veía en su mirada. En la tercera verónica, su cuerno rastreó el capote y decidí que había llegado el momento de dejarlo correr. Terminé con una media-verónica: le di vuelo al capote y luego lo plegué abruptamente a un costado. Para seguir ese movimiento circular, Baby tuvo que sacudir el cuerpo y frenar en seco, cosa que supuestamente le daba al matador el tiempo necesario para volverle la espalda al toro, alejarse con elegancia hacia las gradas y recibir el aplauso de la afición. Pero yo no tenía la más mínima intención de volverle la espalda a Baby.

En el siguiente lance, Baby arremetió directamente contra mí. La multitud dejó escapar un grito, porque imaginaron lo que sucedería a continuación: que el toro me voltearía en el aire con sus cuernos. Con el capote en una mano, me planté allí donde estaba y me quedé completamente inmóvil. Por última vez, ordené y dispuse que la mirada de Baby siguiera el capote, lo engañé y lo hipnoticé para que no lo perdiera de vista. Con una sola mano, sacudí el capote hacia atrás y guié el toro hacia la salida natural. Al pasar junto a mí, Baby se me enganchó y rasgó con el cuerno —tan afilado como la punta de la navaja de Juan— la pechera de mi taleguilla. Me arrancó el macho de la charretera izquierda.

La multitud se estremeció. Todo el mundo vio el macho balanceándose en la punta del asta del toro.

—¿Has visto? ¡Mon dieu, regardez! ¡Mira, mira! —un millar de dedos señalaron al toro, mientras la gente comentaba la escena en distintos idiomas.

Justo entonces, Bigotes sacudió su capote desde la barrera más cercana. Eso era lo que yo deseaba que hicieran mis hombres y para ello les pagaba con lealtad, cariño y, sí, también con pesetas. Cuando Baby se lanzó hacia el nuevo cite, yo aproveché para salir sano y salvo de la plaza. Tenía el cuerpo empapado de un sudor pegajoso: un pase más, y ahora yo sería hombre muerto.

El anfiteatro entero se puso en pie con un tremendo rugido. Todo el mundo vio la chaquetilla rota. Tere e Isaías estaban pálidos como la cera, lo mismo que el resto de mi cuadrilla. Me planté frente a la afición y levanté el capote. Ahora que mi carrera tocaba a su fin, había llegado el momento de comportarse como un macho. Teniendo en cuenta lo mal que estaban las cosas, me sentí extrañamente bien, casi exultante de alegría.

«Va por ti, Juan».

Varios muchachos franceses, que llevaban fajines rojos y pantalones blancos, saltaron al ruedo para jugar con el toro. Aquello era un verdadero caos: Baby perseguía a un chico, luego a otro, mientras los jóvenes franceses corrían de forma temeraria ante sus cuernos y trataban de recuperar mi macho. El aliento cálido de Baby en sus riñones les servía de estímulo para protagonizar hazañas olímpicas de velocidad y destreza. Para evitar que el espantoso cuerno izquierdo de Baby terminara empalándoles en un acto de aterradora sodomía, los muchachos se subían de un salto encima de la barrera y se quedaban allí sentados, agarrados a la barandilla que había un poco más atrás, hasta que Baby se alejaba a toda velocidad.

Por lo general, y una vez hubiera puesto a salvo mi propio pellejo, aquel espectáculo me habría gustado, pero de repente me sentí agotado por los acontecimientos de toda la semana y apoyé la cabeza en la barrera. Uno de los chicos había conseguido recuperar el macho y lo llevaba en la mano: blandió su trofeo con un gesto triunfal y una expresión de júbilo. El público enloqueció: todos habían hecho una buena inversión con su dinero, tanto los turistas como los franceses.

Cuando llegamos al hotel, eran ya las seis y media de la tarde. Paco aún no había aparecido, ni tampoco había llamado. Ahora que ya no había que tener en cuenta la posibilidad de que me matara un toro, tuve la sensación de estar de nuevo al borde de la locura.

El habitual grupito de parásitos rebosantes de alegría trató de colarse en mi habitación mientras yo me cambiaba, pero esta vez no les permitimos entrar y solicitamos al personal del hotel que mantuviera despejado el vestíbulo. Isaías y Tere, exhaustos, se fueron a su habitación para echar una siesta. Sólo los miembros de la cuadrilla, sudorosos y vestidos aún con sus trajes de torero, se quedaron conmigo. Las velas votivas ardían todavía frente a la Virgen de las Mercedes. Mientras Santí me ayudaba a despojarme de la chaquetilla azul rota, mis subalternos siguieron con la mirada mis movimientos cansados. Llegados a este punto, ya intuían que algo terrible estaba sucediendo en mi vida: vi su lealtad, pero también vi su miedo.

Había tanto silencio que se oía el murmullo de las llamas de las velas. Justo cuando me disponía a decir algo para romper aquel irritante silencio, sonó el teléfono, con un repiqueteo tan agudo que me llevé un susto de muerte. Descolgué el auricular y me lo acerqué al oído.

—¿Diga? —dije—. ¿Sí?

—¿Antonio? —era la voz de Paco.

—Sí —de nuevo se me hizo un nudo en el estómago.

—La plaza de toros a medianoche —dijo—. Dirígete al centro del ruedo… solo. Allí haremos el intercambio. Nada de trucos. Llevaremos pistolas con silenciador. Si tenemos que dispararos a ti y a Juan, nadie oirá nada.

—¿La plaza de toros? —repetí incrédulo, pero Paco ya había interrumpido la comunicación.

Encogido, con los hombros encorvados, colgué el auricular. Un escalofrío me recorrió la espina dorsal de arriba abajo. Las palabras de mi hermano me habían traído a la memoria ciertos hechos históricos: las ejecuciones masivas que habían tenido lugar en plazas de toros, que eran lugares bastante apropiados para ocuparse de los prisioneros. Llevaban a hombres, mujeres y niños al ruedo de arena y allí los ametrallaban como si fueran ganado. ¿Qué pretendía Paco, recordarme la historia de nuestro país? ¿O acaso pretendía humillarme en mi propio terreno? Si esa era su intención, había cometido un error táctico, porque yo conocía el terreno mucho mejor que él. Por primera vez, vi un leve destello de esperanza.

—Antonio… ¿qué leches está pasando? —me preguntó Bigotes, un tanto irritado.

Me volví muy despacio para mirarles. Como decimos los toreros, había llegado el momento de la verdad. En mi imaginación, estaba ya adelantando el encuentro y me di cuenta de que necesitaba la ayuda de mi cuadrilla, pero debía empezar por tratar a mis hombres como si fueran toros: guiarles con mi capote verbal y dejar que me rozaran al pasar junto a mí.

—Lo que está pasando —respondí— es un toro con cuernos como misiles yanquis.

—¿Por qué?

—Era mi hermano —dije. Sus rostros se ensombrecieron y Santí frunció el entrecejo—. Mi hermano quiere ciertas cosas de mí —se me hizo un nudo en la garganta, pero hice un esfuerzo por seguir hablando—. Él y su grupúsculo político han secuestrado a Juan Diano —los tres entornaron los ojos y contuvieron la respiración—. No sé si pertenecen al CYS, pero le han tomado como rehén pensando que así podrán obligarme a llevar a cabo las maniobras políticas que ellos quieren. Tengo que pagar un rescate por Juan. Quieren que nos encontremos a medianoche en la plaza de toros.

Los miembros de mi cuadrilla trataron de asimilar las implicaciones de todo aquello. Se preguntaban qué motivos podía tener Paco para elegir a Juan como forma de presionarme. Sabían lo que el coto significaba para mí y sabían, sobre todo, que Juan se había convertido en un amigo de confianza y socio mío. Y también sabían que yo le debía mucho a Juan por aquella vez que me protegió en Santander. Todo eso tenía sentido y sin embargo… sin embargo, me daba cuenta de que en sus pensamientos había un rastro de sospecha. La lealtad y el respeto peligraban en un delicado equilibrio: en el otro extremo de la balanza, estaban la aversión, el rigor moral, el ridículo y las burlas.

Afronté sus miradas y permití que vieran mis sentimientos sin tener que pronunciar ni una palabra.

—¿Un rescate? —preguntó Santí—. ¿Mucho dinero?

Yo le había estado dando vueltas a la cabeza a la pregunta que me había hecho Isaías: ¿por qué tenía Paco que quedarse con todo?

—Todo lo que tengo —dije.

—¿Las tierras también? —exclamó Bigotes.

—Todo.

—Cabrón hijo de puta —masculló Santí.

—Perdóname porque es tu hermano —dijo Manolillo—, pero no se lo merece. Todo lo que tienes lo has pagado con años de sangre.

Era un buen comienzo, pero no podía suplicar nada. Ellos eran quienes debían ofrecerse.

—No quiero darle ni una peseta, pero si no coopero, le harán… le harán daño a mi amigo —dije muy despacio.

El uso de la palabra «amigo» abrió la puerta a las conjeturas y, desde luego, no hacía falta que les dijera lo que significaba «daño». A lo largo de los interminables conflictos de España, los dos bandos se habían mostrados muy generosos en cuestión de mutilaciones y torturas. Todos apreciaban a Juan y la idea de que Paco —a quien no apreciaban en absoluto— ordenara que se le hiciera daño, empezó a decantar sus simpatías hacia mi lado de la balanza. Y después de todo, yo seguía siendo el hombre junto al cual habían toreado durante ocho años. Si conseguía que sus simpatías se decantaran definitivamente hacia mí, que estuvieran totalmente de acuerdo conmigo, tal vez hasta me ofrecieran su ayuda. ¿Quería llamar a la policía francesa? No, no si podía evitarlo, porque el asunto podía acabar convirtiéndose en un incidente internacional.

Me acerqué a la caja de estoques, la abrí y contemplé el brillo de las hojas. Tomé la larga espada de matar y me fijé en los destellos que recorrían el filo ligeramente curvado.

—Quizá traten de engañarme —dije—, de tomar lo que quieren y no entregarme a Juan. Llevan pistolas, probablemente pistolas con silenciador. Yo no tengo armas. Ya sabéis, los toreros no somos peligrosos. Tengo la navaja de Juan, que se quedó en su casa. Y esto… —levanté la espada y noté el roce del pomo en la palma de la mano—. Qué coño, si tengo que cargarme a alguien con esto, lo haré.

La idea de que yo me enfrentara a una banda de esbirros fascistas con un estoque fue lo que finalmente les convenció.

—Tienes los huevos bien puestos, jefe —dijo Bigotes con voz ronca.

—Lo que tengo —dije yo con la misma voz ronca— es más miedo que…

Se me quebró la voz y no pude continuar. En ese momento, me di cuenta de que habían adivinado mis sentimientos y el miedo que tenía a que le hicieran daño a Juan. Empuñé la espada y me volví hacia ellos.

—Vas a necesitar ayuda —dijo Manolillo.

—Para eso he venido yo… para picar hombres en lugar de toros —insistió Santí mientras repetía el gesto de doblar el brazo.

Miré a los demás.

—¿Cuántos son? —quiso saber Bigotes.

—No muchos, creo. No quieren llamar la atención.

Por primera vez desde el domingo, no me sentí como una víctima indefensa y angustiada. José no había llamado y me pregunté vagamente qué estaría haciendo. Eran ya las ocho de la tarde. Mientras los hombres iban a cambiarse, Santí me ayudó a despojarme de la taleguilla. Después me di una ducha rápida y me vestí con ropa deportiva. Al cabo de un rato llegaron Tere e Isaías y les puse al día: sin decir nada en concreto, la pareja me dio a entender que habían decidido ayudarme. Tere apretaba los labios, pero Isaías sacó hacia delante su mandíbula inferior, como un salmón, y estuvo de acuerdo en que no nos quedaba más opción que prepararles una trampa.

—Tendrías que llamar a la policía francesa —dijo Tere.

—No, nada de policía —repliqué.

—Antonio tiene razón —asintió Isaías—, es demasiado arriesgado.

—Tenemos que marcharnos de Arlés esta noche, todos —les dije—, pero lo que me preocupa es que alguien reconozca mi Mercedes en la plaza. ¿Por qué no cogéis el Mercedes y nuestro equipaje y os vais a Marsella, al Hotel Bezique? Los chicos y yo iremos en vuestro coche de alquiler y nos reuniremos con vosotros en Marsella. Si José y Sera no aparecen, tendremos que empezar a preocuparnos por ellas.

Le entregué a Isaías mi tesoro de diamantes, para que lo guardara en lugar seguro:

—Si me pasa algo esta noche, entrégaselos a José.

De regreso a mi habitación, procedimos a inspeccionar nuestro triste arsenal. Además de mis armas de matar toros, los hombres tenían sus propias navajas de bolsillo. Y sus capotes. Y eso era todo.

—Los capotes… llevadlos —dije—, pueden servir de armas.

—Desde luego —asintió Manolillo—. Podemos agitarlos sobre la barrera y distraer su atención. A menos que lleven ametralladoras, la barrera seguramente frenará las balas. Al fin y al cabo, frena al toro, ¿no?

—A lo mejor apuestan a unos cuantos tipos armados entre los asientos —dijo Bigotes—. Los capotes les harán gastar unas cuantas balas.

—En el callejón estaremos fuera del alcance de las pistolas —intervino Santí— y podremos correr por allí sin que nos vean.

—A no ser que se asomen a la barandilla.

—Las pistolas con silenciador no disparan tan lejos, ¿verdad?

Cada uno aportaba sus ideas, mientras yo me esforzaba por recordar las aburridas lecciones de estrategia para cadetes. Pero habían transcurrido ya quince años desde entonces y, de todas formas, yo solía escuchar sólo a medias, impaciente por salir al aire libre y disfrutar del sol y de los animales.

—¿Y qué me dices de tu espada? —preguntó Bigotes.

—No puedo ir hasta allí con un estoque en la mano, a la vista de todo el mundo —dije.

Así pues, improvisamos la forma de llevar el estoque bajo mi impermeable London Fog. Mientras me ayudaban, mis hombres no dejaban de murmurar entre dientes lo que pensaban hacer con aquellos cabrones fascistas. El estoque terminó colgado por la empuñadura, con la hoja hacia abajo, de mi tirante izquierdo, lo cual significaba que debía tener cuidado para no clavarme la afilada punta en la pierna. Bastaba un tirón y el estoque estaría listo para entrar en acción.

—Me pregunto —murmuró Santí— si habrán cargado ya los toros en el camión y se los habrán llevado.

—Esa —dije leyendo sus pensamientos— es una idea excelente. Si los toros aún están en la plaza, nos servirán para distraerles, en el caso de que haga falta.

—Te aseguro que Baby será una buena distracción —gruñó Bigotes—. Aunque también es verdad que le puedan pegar un tiro al toro…

—Entonces, soltaremos a todos los toros.

No podíamos presuponer que el CYS se fuera a quedar sin munición, pero estábamos seguros de que todo sucedería con mucha rapidez. Apenas tendrían tiempo de disparar unas cuantas veces. Los silenciadores reducen el alcance de los disparos de una pistola, ¿no? Jamás había oído hablar de silenciadores para ametralladoras, pero recé para que no llevaran armas automáticas porque, de lo contrario, nuestros cuerpos quedarían desparramados por el ruedo. Teniendo en cuenta que estaría oscuro, Paco tendría que preocuparse también de que no dispararan unos contra otros. No éramos más que una pandilla de locos que pretendía enfrentarse a un grupo de asesinos profesionales y todo lo que teníamos eran armas antiguas, nuestra experiencia en el terreno de una plaza de toros y la estrecha relación que nos unía después de tantos años… y, en mi caso, una determinación fanática que ninguno de ellos, ni siquiera Paco, podía igualar. Y además, teníamos otra ventaja: habíamos estado en la plaza de toros aquella misma tarde. Aunque Paco y sus hombres hubieran presenciado la corrida y hubieran estudiado el escenario desde las gradas, seguíamos estando mejor preparados que ellos.

Isaías había permanecido en silencio mientras escuchaba y fumaba un cigarrillo tras otro, pero ahora su yo abogado estaba asustado. Agitó la cabeza lentamente.

—Si alguien resulta… —dijo, pero después se interrumpió—. Olvidad lo que he dicho. Buena suerte, chicos.

Eran ya las diez de la noche. Una vez planificado todo, comimos algo justo antes de que cerrara el comedor y después terminamos de hacer las maletas. Nos tomamos un café que nos habían subido del bar y esperamos, en tensión. Encendí una última y desesperada vela frente al altar de la Virgen de las Mercedes y, cuando la vela se consumió, coloqué el altar con el resto del equipaje.

El tiempo pasaba muy lentamente. A las once y media, bajamos con el equipaje al vestíbulo y provocamos el habitual revuelo que despierta siempre la presencia de un torero. En el hotel ya estaban acostumbrados a los toreros que viajan, que llegan y se van a horas intempestivas ya sea de día o de noche, así que se limitaron a sonreír y a resignarse mientras Isaías pagaba y yo firmaba un par de autógrafos a los botones que nos ayudaron a llevar las cosas a los coches.

Por si acaso alguien nos estaba vigilando, no quisimos hacer en público el cambio de coche y nos marchamos del hotel en nuestro coche habitual. Isaías y Tere siguieron a mi Mercedes en su coche de alquiler hasta que llegamos a las afueras de la ciudad: allí, en una callejuela desierta y sin otros coches a la vista, hicimos el cambio rápidamente. Tere e Isaías subieron a mi Mercedes.

—Nos vemos en Marsella —les dije, metiendo la cabeza por la ventanilla. Isaías me estrechó la mano con fuerza y, un segundo después, los hombres de mi cuadrilla y yo subimos al coche que había alquilado Isaías. Ojalá mi hermana hubiera estado allí. «Aguanta, no te rindas», me habría dicho.