Doce

Todo lo que hicimos en Madrid a lo largo de aquel día sólo sirvió para mejorar nuestra pequeña representación teatral y aumentar el deseo de sucumbir a nuestros placeres secretos.

Para empezar, hicimos unas cuantas compras estratégicas. Sera tenía la excusa perfecta: debía comprar ropa de bebé como regalo para una amiga casada que estaba embarazada. José, por su parte, iba en busca de un camisón nuevo, así que las dos mujeres se fueron de compras a El Bebé Inglés y a Nieves. Los hombres seguimos camino hacia la armería Diana, pues Juan necesitaba una chaqueta que le resguardara del frío y de la lluvia y se moría de ganas de comprarla en aquel lujoso establecimiento de artículos deportivos situado en la calle Serrano. Puesto que era Antonio Escudero quien le acompañaba, la mitad del personal se apresuró a atender a aquel atractivo muchacho norteño, a quien Escudero presentó como director en prácticas de Coto Morera. Juan se lo pasó en grande fingiendo que tenía intención de comprar una magnífica escopeta y un número indeterminado de cajas de munición. El dueño de la tienda quería charlar sobre toros y perdices, así que él y yo nos fuimos al bar de al lado a tomar un whisky.

Cuando regresamos, Juan se estaba contemplando en el espejo con expresión grave. Había elegido una chaqueta de caza gris, de dril, con muchos bolsillos y forro de piel de borrego que se podía quitar o poner gracias a una cremallera. El otoño estaba a punto de llegar y yo ya le había advertido de que en el coto soplaba un viento helado.

—¿Te parece bien? —me preguntó.

—Me parece bien —le contesté.

Cuando el dependiente dejó discretamente la factura sobre el mostrador, mi amigo palideció. Sólo con lo que costaba el forro, habría comido durante un mes entero en su época de emigrante. Rellenó el cheque con su caligrafía de escolar, casi en posición de firmes, aunque seguía teniendo el aspecto de una mendiga gitana que paga cincuenta gramos de tocino contando una a una las perras gordas[7] sobre el mostrador. Cuando salimos de la armería Diana, Juan se volvió para lanzarle una mirada ansiosa a su carísima chaqueta, que estaba sobre el mostrador. Se la entregarían en mano en la dirección de Isaías.

—Te gusta salir con los ricos, ¿eh? —me burlé de él.

—Me gustaría ser lo bastante rico como para no asustarme cada vez que compro algo —replicó él.

En la esquina, Juan le compró un boleto de lotería a un ex combatiente tullido. Al pobre hombre le habían amputado las piernas, y se desplazaba gracias a un carrito de fabricación casera. Llevaba varias tiras de boletos de lotería sujetas a las solapas. El Gobierno se compadecía de los veteranos de guerra inválidos y les buscaba trabajo… por lo menos, a los que lucharon en el bando nacional.

—Si me toca —sonrió Juan—, me compraré un Mercedes blanco.

En Nieves, José y Serafita seguían encerradas en uno de los probadores. Las dependientas entraban y salían sin cesar, y soltaban grititos de alegría cuando alguna de las prendas le sentaba bien a aquellas dos ilustres clientas. Nosotros dos no queríamos que alguien nos viera revoloteando entre tanta lencería fina, así que nos fuimos al bar de al lado a tomar otro whisky y un aperitivo. Cuando volvimos, las dos mujeres ya habían llegado a la caja registradora. José hizo un poco más de teatro, por si acaso aparecía por allí algún inspector de la policía y empezaba a hacer preguntas.

—Mira, mi amor —susurró con voz ronca junto al oído de Juan. Le rodeó la cintura con un brazo y le dejó echar un vistazo al contenido de la bolsa de papel que tenía en la mano: un delicado conjunto de camisón y bata de fino encaje de bolillos—. ¿Te gusta?

Juan contempló la delicada prenda y se ruborizó por enésima vez aquel día.

—Es… eh… muy monín… —dijo mientras él también le ceñía la cintura. Aquel era, seguramente, el cumplido montañés más pintoresco que Juan conocía.

—Le quedará mucho más monín la noche de bodas, ya verás —intervino amablemente Sera. Las dos mujeres se abrazaron entre discretos grititos—. Ayyy, José, me alegro tanto por ti… —dijo Sera, soltando una lagrimita.

Salimos los cuatro de la tienda con aires majestuosos y dejamos allí la delicada prenda, para que se la entregaran al conserje de José. Detrás de nosotros, las dependientas se deshacían en sonrisas nostálgicas, completamente abrumadas por la experiencia. ¡Ayyy, Virgencita, pues no era ese Antonio Escudero con su prometida… Y María Josefina Escudero con su prometido! ¡Qué maravilla, qué bien que sean clientes nuestros! ¡Dentro de pocos meses, seguro que vienen a comprar el ajuar de sus bebés!

Ya en la acera, nos echamos a reír disimuladamente. Parecíamos dos parejas muy elegantes y nos sentíamos un poco rebeldes y traviesos. La gente nos miraba.

—Y pensar que en realidad el encaje de bolillos es para el amiguito de Antonio —dijo José entre risas.

—Estará de lo más monín cuando se lo ponga —dijo Sera, también entre risas.

Juan estaba aprendiendo a contraatacar.

—Sigue, sigue —dijo—, pero ya veréis cómo me lo roba en cuanto tenga una oportunidad. Es a él a quien le gusta vestirse de seda, no a mí.

A las cuatro de la tarde, el cuarteto de herejes que formábamos se reunió con Paco para disfrutar de una larga y aburrida comida en el restaurante El Coto, que estaba enfrente del edificio de la Bolsa. Paco había vuelto a la ciudad, pero seguía enfadado porque casi le habíamos atropellado con los caballos en el camino del coto.

—¿Quién ha ganado la carrera a caballo? —gruñó.

—Yo —dijo Juan.

Paco arqueó las cejas.

—¿Y José no ha intentando matarte?

—Todavía no —dijo Juan.

José le dedicó una tierna sonrisa de prometida a Juan.

—Quién sabe… A lo mejor hasta dejo de fumar por él —añadió.

Paco arqueó aún más las cejas.

—¿De verdad le has pedido eso? —le preguntó a Juan.

—No me gusta ver fumar a las mujeres —respondió Juan tranquilamente.

Paco se quedó momentáneamente sin habla, dio una palmada para llamar al camarero y pidió más sangría.

—¿Has encontrado algo interesante en el coto? —le pregunté.

—Todavía no. Tenemos que seguir adelante con lo de la excavación… Hablaré con mi jefe sobre los permisos… Y a ver si encontramos algún arqueólogo que no esté ocupado ahora mismo…

Saqué del bolsillo interior de mi chaqueta un cheque del Banco de Madrid, por valor de cien mil pesetas, que Isaías había extendido por mí.

—Toma… lo que te prometí. Esto es para la excavación —dije.

Paco se guardó el cheque en el bolsillo.

—Pensaba que ya no te acordabas.

—Te pido disculpas, pero es que el dinero no me llegó hasta el otro día. El importador yanqui ha pagado por fin la factura del aceite.

Mientras comíamos cigalas a la sombra de los árboles, mi hermano bebía sangría y nos observaba a los cuatro sin hacer comentarios. Por nuestra parte, aquella comida era una maniobra política, pues yo quería hacerle entender a mi hermano que el prometido de José valía su peso en oro. Así pues, hablamos sobre los planes que tenía Juan de ir a la Universidad y después, como quien no quiere la cosa, mencioné el discreto interés que la Reserva Natural de la isla de Jersey había mostrado por el trabajo de conservación de la Naturaleza que había hecho nuestra familia. Dicha asociación había oído hablar de nosotros a través del príncipe Felipe.

Paco se limitó a gruñir y a partir la cola de otra cigala. En su opinión, los Windsor significaban dinero fresco.

Al poco rato, nos separamos de Paco y nos sumergimos en la interminable noche de Madrid. Primero nos dejamos ver en el bar Cowboy, donde nos topamos con un par de aficionados y columnistas muy conocidos y les invitamos a unas copas. Después nos fuimos al Oliver, donde nos codeamos con actores y gente del mundo del espectáculo. Juan pagó generosamente sesenta pesetas por una ronda de bebidas y lo hizo sin palidecer apenas. En mitad del gentío, me las arreglé para que alguien empujara a Juan contra mí, momento que él aprovechó para ceñirme disimuladamente la cintura mientras fingíamos hacer esfuerzos por mantener el equilibrio.

Un poco más tarde seguimos nuestra ruta y llegamos al Nicca. A pesar de que estábamos en agosto y Madrid estaba medio vacío porque sus habitantes huían del calor, el moderno club estaba abarrotado de jóvenes yeyé, extranjeros en su mayoría. De vez en cuando, José y Sera se tomaban de la mano en público, porque entre las mujeres españolas estaba bien visto… especialmente si cada una llevaba un acompañante masculino que se desvivía por ella.

Tras una visita al baño, me estaba abriendo camino hacia la barra —donde la cabeza de Juan, coronada por su melena brillante como un casco de bronce bajo las luces y el humo, sobresalía medio palmo por encima de las demás— cuando me fijé que en la barra había un extranjero, mayor que nosotros, que le observaba de lejos y luego empezaba a acercarse a él. Yo conocía perfectamente esa clase de mirada y me parecía descaradamente temeraria por lo transparente de sus propósitos. Si aquel hombre no actuaba con un poco más de discreción, a la mañana siguiente se despertaría en una cárcel española. Era el clásico yanqui imperialista y vividor, que asume como si tal cosa que cualquier jovencito extranjero se va a abrir de piernas delante de él. En Nueva York había conocido a tipos como él y, de repente, me cegaron los celos.

Juan se estaba riendo por alguna de las impertinencias de marimacho que solía soltar José. Su sonrisa, que iluminaba la habitual expresión sombría de su rostro, era maravillosa. Me abrí paso entre la gente con determinación, me coloqué detrás de Juan y le protegí del intruso. En mitad del gentío, le hablé en voz baja al oído.

—A tu espalda, guapo.

Sin ni siquiera volver la cabeza, Juan se apoyó suavemente en mí. Y entonces, por encima del hombro y con los ojos entornados, permitió que el turista captara su desdeñosa mirada de macho. Frustrado, el extranjero desvió su rumbo y se fue en busca de otra presa.

A medianoche, se nos pudo ver a los cuatro comiendo un último bocado: comida china en Casa de Ming. Un amigo, diplomático de la ONU, había iniciado a José en la cocina china y ella no se cansaba nunca. Aprendimos a comer con palillos, intercambiamos langostinos y leímos nuestras galletas de la fortuna haciendo esfuerzos por contener la risa. Curiosamente, a Juan y a mí nos tocó la misma predicción: EN TU VIDA HABRÁ UNA EMOCIONANTE Y AUDAZ AVENTURA.

Eran ya las dos de la madrugada y estábamos en un club nocturno donde una banda tocaba jazz latino a un volumen ensordecedor. Los cuatro sosteníamos con suma habilidad nuestras copas mientras las dos traviesas mujeres trataban de enseñar a bailar la rumba a los dos traviesos hombres. Sera nunca había salido de España, pero José había ido una vez a Santo Domingo con otros periodistas, en un viaje pagado, y allí había aprendido a bailar. Juan permanecía muy serio mientras trataba de repetir correctamente el sutil movimiento de caderas. Yo era un poco más hábil, pero la pierna mala me fastidiaba de vez en cuando.

Hacia las tres de la madrugada, y cuando ya nos empezaban a fallar las fuerzas, llegamos al club Mayte para tomar la última copa. Tengo que agradecer a la Virgen que en aquel momento hubiera por allí unos cuantos actores famosos —como Omar Sharif, Paco Rabal y un par de starlets de lo que podía pasar como «cine de la nueva ola» a los ojos de unas leyes de la censura que habían experimentado una tímida relajación—, porque eso significaba que nadie nos prestaría mucha atención y que podríamos quedarnos tranquilamente en un rincón con la copa en la mano.

Mi pierna derecha y la izquierda de Juan se rozaban suavemente bajo la mesa. No faltaba mucho para que pudiéramos estar a solas, pero entre nosotros aún se alzaba la sombra oscura y fría del feudalismo. ¿Qué podíamos hacer para que esa sombra se desvaneciera bajo el sol? La penetración era el símbolo del dominio feudal y esa cuestión delicada e incómoda seguía interponiéndose entre nosotros. Ni él debía pertenecerme a mí, ni yo a él. Sólo las mujeres pertenecen. Y los hijos, los campos, los animales, la tierra… Por lo menos, eso dice la religión oficial.

Poco rato después estábamos ya en el Citröen de José, de camino a nuestros respectivos alojamientos. Se apoderó de todos nosotros un aire pensativo, una especie de tristeza latente por el hecho de que íbamos a tener que vivir siempre entre complicadas mentiras para disfrutar de un poco de libertad. José conducía y Sera, amparada en la oscuridad, le sujetaba la mano libre entre los dos asientos reclinables. En el asiento trasero, Juan había colocado la mano bajo mi chaqueta y la había apoyado suavemente sobre mi pecho. Notaba la calidez de su palma a través de la camisa.

—Dios mío, que decentes y aburridas son las noches de buena vida —dijo José—. Espero que cuando muera «el Viejo», podamos volver a ver películas picantes y podamos volver a frecuentar los cabarés.

—Tonio —dijo Sera—, ¿cómo es la buena vida… en el extranjero?

—Ya viajaremos —le dije—. Nos lo pasaremos bien y tú misma lo descubrirás.

Sera me observó a través del espejo retrovisor.

—¿Hay bares para… para la gente como nosotros?

—Serita, me encanta que seas tan ingenua —dijo José—. Pues claro que hay bares para la gente como nosotros.

—Hace dos años —empecé a decir—, iba a Ciudad de México para una corrida de toros y me quedé en Nueva York para visitar a la tía Pura. Fui a uno de esos bares.

—¿Los yanquis son… como nosotros? —preguntó Sera.

La conversación parecía incomodar a Juan, pues él no se consideraba «diferente». Por encima de la camisa, froté suavemente su mano contra mi pecho y traté de describirles lo que había visto.

—En Nueva York —dije— se hablan diez veces más idiomas que en Madriz. El español lo hablan de una forma tan distinta que ni yo lo entendía. Ni los taxistas hablan inglés, porque la mayoría son inmigrantes como tú, Juan, que acaban de bajarse de un barco: paquistaníes, turcos… Les enseñas un mapa de la ciudad y señalas el sitio al que quieres ir. Lo que yo hice fue formular unas cuantas preguntas discretas y luego señalar el lugar en el mapa. En Estados Unidos también hay leyes muy estrictas y la policía se pasa la vida cerrando esos bares. Me han dicho que las cárceles son tan espantosas como las nuestras. Bueno, es igual, el caso es que el bar en cuestión era un club privado y cuando entré, me encontré a doscientos hombres bailando.

—¿Quieres decir… hombres bailando la rumba juntos? —me preguntó Juan incrédulo. Había abierto unos ojos como platos.

—Los yanquis no bailan esas cosas tan tradicionales —dije—. Bailan como gogós. No os lo podéis ni imaginar. Tipos vestidos con vaqueros, sin camisa, descalzos y sudando como caballos de carreras. Tenían unos cuerpos espectaculares y bailaban en pareja, sin miedo a acariciarse allí mismo, en la pista de baile. Me quedé en la barra mirándoles, vestido con mi traje inglés y mi corbata italiana, y se me olvidó por completo que tenía un vaso de whisky en la mano. Estaba… eh… más que excitado, amiguito. Creo que ni parpadeé durante una hora por lo menos.

Era difícil explicarles cómo me había sentido al entrar en aquel bar, pero me puse a filosofar con vehemencia, animado por el alcohol. Las lágrimas se me agolpaban en la garganta.

—A las personas nos clasifican como si fuéramos animales —dije—. Los bravos por un lado, por el otro los mansos, los que llevan el yugo… Nos pasamos la vida arrastrando un arado en los campos de la fe: aramos para la Iglesia, aramos para la gente que tiene dinero… El mundo en el que vivimos ya no quiere animales bravos y por eso los destruyen, porque son un símbolo muy peligroso para la gente que posee los campos de la fe. Los que le dispararon a Fede colgaron su cabeza disecada en la pared de trofeos de la Historia. Y aquellos muchachos yanquis que vi bailar… han conseguido zafarse del yugo y ahora vuelven a ser bravos.

Las luces nocturnas de Madrid pasaban velozmente a nuestro lado y yo notaba otra vez las lágrimas en la garganta. Esa noche quería más. Había llegado el momento.

Eran ya las cuatro de la madrugada de aquel domingo fatídico. La luna estaba baja en el cielo, hacia el oeste, aunque un poco pálida por el resplandor de la ciudad. José y Serafita nos dejaron frente al flamante edificio de catorce plantas en el que los Eibar y yo teníamos nuestros pisos y luego se marcharon. Juan y yo nos quedamos allí mirando hasta que las luces traseras desaparecieron al final de la calle.

—Así que cuerpos espectaculares, ¿eh? —dijo Juan en tono un poco irónico.

—Sí, pero eso fue antes de ver el tuyo.

Di unas cuantas palmadas para llamar al sereno. Aquel era el momento más peligroso de la noche: que nos vieran entrar juntos en el edificio. Podríamos haber prolongado la farsa un poco más, entrar por separado y llamar al sereno dos veces para que nos abriera la puerta con sus llaves, pero estábamos demasiado ansiosos y sentíamos un deseo incontenible de estar juntos, así que decidimos prescindir de ese último detalle.

Mientras esperábamos, le pasé a Juan una copia de la llave de mi casa y después aspiramos con fuerza el aire del amanecer. El cielo empezaba a clarear. Pasaron unos cuantos trabajadores en bicicleta, vestidos con sus monos azules, camino de algún empleo esclavizante que les obligaba a trabajar también en domingo. Pasó también, con su característico ruido de cascos, un burro que tiraba de un carro cargado de habas recién cortadas. Bajo sus pobladas cejas de pueblerino, el conductor del carro nos miró con desaprobación, pues para él no éramos más que un par de juerguistas. En la misma calle, más abajo, alguien abrió la puerta de una churrería para dejar entrar a un hombre, inclinado bajo el peso de un enorme saco de harina. Nos llegó el olor del aceite caliente y de los churros que estaban friendo para el desayuno.

Finalmente apareció el sereno, un hombre de pelo cano que se acercó a nosotros con paso vacilante y una gran anilla llena de llaves, y nos abrió la puerta. La ventana del conserje estaba cerrada, como cada noche.

Mi amigo y yo subimos en ascensor hasta la planta 13. Cada piso ocupaba una planta entera y puesto que sólo había un ascensor y una escalera, las dos últimas plantas eran relativamente seguras. Así lo había querido Isaías, para que nadie pudiera llegar hasta mi puerta sin pasar antes por la suya. Juan se bajó en la planta 13 y yo seguí hasta la 14.

Ya en mi piso, tuve que cumplir con las formalidades de alguien que se dispone a meterse en la cama, a sabiendas de que Juan estaba haciendo lo mismo en ese momento: abrir un poco los postigos, apartar la colcha… Mi cama, de matrimonio, era de sencilla madera de teca y fabricación danesa. Las sábanas eran de hilo irlandés y había un montón de almohadas sobre el lecho. Me gustaba mucho aquella habitación: allí había permanecido convaleciente durante varias semanas, después de salir del Sanatorio de Toreros, y allí había dado mis primeros pasos apoyado en las muletas. Saqué un montón de toallas, porque el amor entre hombres es a veces un poco sucio y no queríamos dejar delatoras manchas en las sábanas, no fuera que las descubriera la sirvienta. De todas formas, era domingo y la sirvienta tenía fiesta. Después apagué las luces y me asomé a la ventana para fumar un cigarrillo y calmar los nervios mientras esperaba. Para despistar a cualquiera que estuviera controlando el ascensor desde abajo, habíamos decidido que Juan bajara en ascensor hasta la planta 12 y luego subiera en silencio por la escalera, hasta mi rellano. Me temblaban las rodillas.

Finalmente, sin embargo, oí a Juan entrar muy despacio en mi apartamento con la copia de la llave y echar el cerrojo. Después apareció junto a la puerta de la habitación, avanzó a tientas y casi tropezó con una silla. Por fin íbamos a tener lo mismo que la gente civilizada: una habitación limpia y una puerta con cerrojo.

—¿Has visto a alguien? —susurré.

—No, a nadie.

Uní mis labios a los de Juan y nos besamos tan apasionadamente como aquella primera vez en la cabaña. Habían transcurrido ya varias semanas desde la última vez que habíamos estado juntos y Juan tenía prisa. Yo sólo esperaba que no fuera brusco conmigo.

—Despacio —le susurré.

—Majín… —sólo me llamaba así cuando me deseaba de verdad—. Majín, ¿no te cansas de tanto beso?

—¿Acaso me canso del cielo, o de la luna?

Nos desnudamos lentamente, tomándonos nuestro tiempo, y nos tendimos uno junto al otro en la cama. Disfrutamos del lujo de revolcarnos sobre sábanas limpias. «Estoy enamorado de ti», quise decir, pero me contuve por miedo a que él no estuviera aún preparado para decirme lo mismo. Tal vez lo estuviera dentro de una o dos horas. Me tomó por las caderas con gesto posesivo y me obligó a cambiar de posición para asegurarse de que mi pierna mala no sufriera. El toro joven e irresponsable, que antes clavaba los cuernos en cada árbol que le salía al paso, se estaba transformando en un amante sensible y considerado, cosa que era de agradecer. Sus caricias y su forma de moverse conmigo eran delicadas, casi terapéuticas. Me acarició con la mano la parte interior del muslo de la misma forma que acariciaría la pata de un caballo para ver si tenía algún tendón hinchado. ¿Dónde estaba aquella personalidad depredadora que yo había rescatado de las calles de Santander? Juan había aprendido a darme placer y me lo estaba dando. Me abandoné a sus caricias sin miedo.

La brisa fresca que venía de la sierra de Guadarrama se coló a través de las lamas de los postigos. Los últimos rayos de luna, ya muy débiles, caían sobre nuestros cuerpos ansiosos como un camuflaje de rayas. En la calle, un tuno paseaba y cantaba canciones universitarias, acompañado de algún guitarrista aficionado. La gazmoñería de las canciones románticas tradicionales nos hizo reír: por primera vez, estábamos desnudos, relajados, cómodos, desinhibidos y nos sentíamos protegidos. Nos quedaban aún muchas horas para jugar, experimentar y explorar. Le besé en todos y cada uno de los rincones de su cuerpo de una forma que él jamás había imaginado.

—Majín, eres un desvergonzado —me susurró. Seguí besándole, a modo de respuesta, hasta que arqueó todo el cuerpo.

El amanecer, como si de una explosión de luz se tratase, se coló a través de los postigos. Los bares cerraban y la gente por fin se iba a casa. Los que tenían que trabajar en la ciudad en domingo empezaban a moverse ya por las calles. Desde la Castellana nos llegaba el sonido impaciente de las bocinas de los coches y las campanas repicaban por todo Madrid, convocando en vano a la gente para que acudiera a las iglesias medio vacías.

Permití que Juan echara un vistazo entre mis piernas y comprobara los daños causados por el toro en Écija. Exploró, primero con los dedos y luego con los labios, la cicatriz rosada de la parte interior de mi muslo.

—Madre de Dios —susurró—, ese toro casi te destripa igual que a un pollo.

No muy lejos de allí, la campana de una iglesia anunció el inicio de la misa matutina, pero nosotros, demasiado concentrados en lo que estábamos haciendo, apenas si la oímos. Nada de rosas marchitas, ni de poemas siniestros y cargados de sentimientos de culpa. Para mí, para nosotros, habían transcurrido ya tres ciclos de la luna. Nos habíamos embriagado de amor y ahora ese amor estaba en nuestros huesos para siempre. Cortos pero intensos chaparrones de verano, que teñían de un delicado verde la tierra abrasada por una sequía eterna. Nuestra piel, nuestras mentes, nuestros sentimientos y nuestras almas querían unirse como las rayas de tigre con que nos iluminaba el amanecer. Teníamos que unirnos en la raíz misma, como los hermanos siameses. Nuestras almas estaban unidas desde el momento de nuestro nacimiento, desde muchas vidas antes. En aquel momento, estaba seguro de que habíamos cabalgado juntos muchas veces por aquellas colinas, pero no era capaz de verbalizar mi deseo de unirme a él, ni siquiera de hacer una sencilla declaración de amor. Y él tampoco pronunció las palabras.

Nos lavamos en mi moderno cuarto de baño, que olía a jabón francés y estaba lleno de resplandecientes accesorios de cromo, con una abnegación casi gozosa. Tras nuestros salvajes y poco higiénicos revolcones en la montaña, disponer ahora de tantas comodidades nos parecía un sueño. Después nos dejamos caer de nuevo en la cama. Juan, ansioso por fumar un cigarrillo, encendió uno, le dio un par de caladas y luego me lo pasó. Fumamos medio adormilados, escuchando el repicar de las campanas.

—Me imagino —susurró—, que José y Sera lo habrán hecho en el coche, en algún sitio… antes de que José la llevara a casa.

—No te quepa duda.

—Dime una cosa. ¿Cómo es el… ya sabes… de una mujer?

—Delicado, como si lo hubieran esculpido en coral vivo.

—Hablas como si fuera algo hermoso.

—Lo es.

Se incorporó y se apoyó en un codo.

—¿En serio? —había cierta ironía en su voz.

—Digamos que fui a verlo como quien iría al Prado a ver un cuadro de Goya. Pero un museo no es una casa, amiguito.

¿Por qué seguíamos evitando el momento de decir las cosas?

Nos quedamos dormidos y tuve un sueño extravagante. José y Sera estaban haciendo el amor en una enorme cama de estilo barroco, rodeadas por cortinas y sábanas de seda y por el intenso resplandor de varios candelabros. José llevaba sus zahones de cuero y un impresionante consolador sujeto con correas a las caderas. El consolador tenía un aspecto muy real y era puntiagudo como la verga de un toro. Sera llevaba un fino cordón rojo atado a la cintura. Se reían alegremente, como si no tuvieran preocupación alguna en la vida. De vez en cuando, bebían de un cáliz dorado que había sobre una mesa, junto a la cama, y picoteaban el pan de una bandeja también dorada. Los platos estaban siempre llenos, por mucho que las dos mujeres comieran y bebieran. Había varias filas de arzobispos, iluminados por las llamas, que las observaban en un silencio casi sobrecogedor. Uno de los arzobispos tomó los platos de la mesa y me los entregó: estaban vacíos, rayados y desconchados. Se los tiré al anciano y él echó a correr. José soltó una carcajada y salió corriendo tras él. Le apartó las vestiduras, destapó su culo flacucho y entonces le clavó el consolador. El hombre puso los ojos en blanco como si estuviera en éxtasis, igual que los santos de mirada inocente en los cuadros del Greco. El cáliz y la bandeja reaparecieron, de nuevo llenos de comida. Yo intentaba acercarme una y otra vez para comer. A través de una ventana vi un paisaje en el que estaban esparcidos todos los huertos y todos los campos de trigo de España, como si fueran deseos del corazón al borde de la eternidad. El cielo azul brillaba inundado de risas cada vez más escandalosas.

De repente, me desperté sobresaltado. Había algo que no iba bien. La luz del mediodía se colaba en forma de rayas de cebra a través de los postigos cerrados de la ventana y caía sobre nosotros como una reja de barrotes. En la habitación hacía un calor tan sofocante que yo apenas podía respirar. El rumor del tráfico se extendía a mediodía sobre el cielo brumoso de la capital y formaba una luminosa bóveda de ruido industrial.

Debía de haber soñado el mal presentimiento, porque seguíamos en una habitación limpia —mi propia habitación—, la puerta estaba cerrada con llave y los dos estábamos empapados de sudor. Juan estaba junto a mí, tumbado boca arriba con la expresión inocente de un niño. Era mi casi-prometido, mi casi-novio. Le había faltado muy poco para pronunciar las fatídicas palabras, pero ahora dormía.

Su cuerpo brillaba cada vez que respiraba, como la ladera lluviosa de una montaña. El ombligo, inundado de sudor, se le movía de una forma adorable. Tenía el pelo mojado, formando mechones, y las pestañas pegadas a las mejillas húmedas. El vello de las axilas se había quedado aplastado, como los helechos tras un fuerte chaparrón, y la barba de varios días que cubría sus mejillas le hacía parecer más delgado y descaradamente atractivo. Tenía el cuello y el estómago cubierto de moretones, resultado de mis apasionados mordiscos, mientras que los pezones —chupados hasta la saciedad como las ubres de una cierva— lucían un delicado color rojo. Dormía con una rodilla doblada, lo cual dejaba entrever su trasero prieto y virginal: una gota de delicioso sudor descendía sigilosamente por la grieta de entre sus nalgas. Sus órganos sexuales, relucientes de sudor, reposaban pesadamente sobre la pierna. La humedad de su cuerpo reflejaba la luz que entraba por la ventana e irradiaba todos los colores del arco iris.

Me incorporé para encender el ventilador. El rumor y el aire fresco despertaron a Juan, que suspiró, se desperezó sensualmente y se pegó a mí. Nos fundimos en un abrazo que se convirtió en el momento más tierno y vulnerable que habíamos vivido hasta entonces. Nuestros estómagos, apretujados, protestaron y gruñeron como el de alguien que sufre retortijones de hambre. Nos miramos directamente a los ojos. Le alisé el pelo despeinado de la frente, mientras reunía valor para decir lo que quería decir.

—Quiero encerrar todas las brisas —murmuré— para que no puedan acariciar ninguna cara excepto la tuya.

Dejó caer la mano, medio dormido, para acariciarme la cadera.

—Otra vez los celos —se burló.

¿Acaso no llegaríamos nunca a estar más cerca el uno del otro? ¿Por qué no me decía lo que sentía de verdad? ¿Por qué no se lo decía yo?

De repente, sonó el teléfono. Los dos dimos un brinco, sobresaltados por el ruido. Me pregunté si sería José. Tenía que dejarlo sonar dos veces y luego colgar, pero no, el teléfono siguió sonando. Cuatro, cinco veces… ¿Quién podía ser? El teléfono no dejaba de sonar, con una insistencia que no presagiaba nada bueno. ¿Sería Mamá, que quería saber qué tal había ido la noche? ¿O Isaías, que quería comunicarme la noticia de un nuevo contrato? Tal vez había llamado a Las Moreras y le habían dicho que yo estaba en la ciudad. ¿Sería Paco?

—¿No lo vas a contestar? —susurró Juan.

—No.

Finalmente, dejó de sonar, pero para entonces el hechizo ya se había roto. Juan le echó un vistazo a su reloj nuevo.

—Madre de Dios, son las dos de la tarde.

—¿En serio? —dije bostezando.

—En mi vida había dormido hasta tan tarde.

Mientras Juan se duchaba, yo seguí holgazaneando un poco más entre las sábanas. Por el aspecto de la cama, parecía que allí se habían apareado dos jabalíes. Y además, estábamos muertos de hambre: la comida china no llena tanto como un buen plato de judías con tocino. La nevera, sin embargo, estaba vacía, y en el piso de abajo tampoco había nada, porque Isaías y Tere no habían tenido piedad de nosotros y se habían llevado hasta la última miguita de comida. En los armarios de su cocina sólo encontramos café instantáneo y paquetes de pasta.

—Voy a comprar churros —dijo Juan mientras se secaba con una toalla—, mientras tú arreglas todo esto.

—Buena idea —dije yo camino de la ducha. Aunque aún tenía la piel húmeda, Juan se había puesto el jersey de punto y los pantalones que había comprado en Santander. Se guardó un billete de cien pesetas en el bolsillo, con el gesto tranquilo de un hombre rico. Antes de ir hacia la puerta, se asomó a la ducha y me acarició con la mano la barbilla mojada. Lo último que vi, cuando me lanzó una sonrisa por encima del hombro, fue un destello de sus ojos azul intenso. Después oí el portazo.

A partir de ese momento, nuestras vidas jamás volverían a ser lo mismo.