Epílogo de la autora

Las sombras del atardecer se iban haciendo cada vez más largas, mientras el sol iniciaba su ocaso por el sur. Faltaba un mes para que llegara el otoño. Antonio apuró su copa y contempló con mirada triste los pastos irrigados. Ahora estábamos en la otra casa, sentados en las sillas de mimbre del patio bebiendo vino de manzanilla importado. Ese vino español pega fuerte, igual que el whisky. Los galgos de Antonio estaban tumbados a sus pies, sobre las baldosas del suelo. Se me ocurrió en ese momento que no me había contado la historia porque sentía la necesidad un tanto exhibicionista de «confesarse», sino porque él mismo aún intentaba entenderla.

—Madre mía —masculló—, ahora entiendo por qué sabes lo que sabes sobre los hombres.

—Si yo fuera Andrew Morton y tú Lady Di —bromeé—, no tendrías secretos para mí.

—¿Otra copa? —me preguntó mientras sujetaba la botella.

Las típicas historias de amor raramente se convierten en algo más que en un entretenimiento pasajero. Nuestra cultura tiende a resumir las vidas de hombres y mujeres en los fotogramas de una película que no dura más de ciento veinte minutos, o en las páginas de un libro de bolsillo olvidado en el asiento de un avión. Esos hombres y mujeres se conocen una noche y se aparean, como dos linces en celo. A veces, uno de ellos es mayor que el otro. Existe una obsesión por los aspectos prácticos, es decir, quién le hace qué a quién. Independientemente de si hay un final feliz o triste, la historia es corta y pocas veces se nos permite presenciar las distintas fases de la luna.

Sin embargo, mi musa me visitaba ahora bajo la forma de una biografía atractiva y cambiante. Antonio y Juan, José y Serafita. Mi musa había decorado la cripta de mi imaginación con un retrato de cuatro jóvenes en la España de los años 60. Tras cada imagen de ese retrato se ocultaba una sorpresa, un giro inesperado: un muchacho solitario y ansioso vestido con un mono azul manchado de sangre que ofrecía impulsivamente una copa, guiado por la inocencia y la confianza; un torero con el traje manchado de sangre que se abría paso hacia él, como un Zeus pensativo y cansado, muerto de sed tras una larga sequía de fantasías y dispuesto a aceptar el brebaje de amor que le ofrecía aquel Ganímedes de la clase obrera; José, un caballero andante que ocultaba sus ojos color avellana bajo un sombrero cordobés mientras obligaba a su caballo de guerra a ejecutar un piaffe[11] perfecto; y Sera, la delicada damisela que llevaba el pasaporte y las joyas en el monedero y escalaba el muro de su jardín como un guerrero ninja… y que a la postre había resultado ser el cerebro del grupo. Y sin embargo, lo único que quedaba de aquellas imágenes era el presente.

La historia de Antonio había dejado unas cuantas preguntas sin respuesta: ¿habían llegado a reanudar él y Juan su relación? ¿O sólo siguieron juntos por conveniencia… por motivos económicos? Ni siquiera conocía aún al mítico Juan Diano. Juan estaba en Vietnam, hablando con el Gobierno vietnamita sobre el gauro, una especie salvaje de buey que había conseguido sobrevivir a la destrucción masiva de su hábitat natural —la jungla— durante la guerra de Vietnam. Juan partía de Ciudad Hô Chi Minh por la noche y estaba previsto que llegase mañana a última hora a San Diego.

En esta ocasión, yo estaba allí para acompañarles en un viaje de unas cuantas semanas: primero iríamos a ver los bisontes que no habían visto nunca, y luego tenía pensado acompañarles a una conferencia internacional sobre protección del medio ambiente que se celebraba en la isla de Jersey. Coto Morera estaba en el orden del día de la conferencia y, por primera vez, se iba a hablar en público sobre los trabajos de conservación de la vida salvaje que se habían llevado a cabo en el coto. Y después de Jersey, a España: estaba nerviosa y entusiasmada, porque no había vuelto al país desde 1971, cuando Franco aún vivía. Estaba convencida de que las cosas habrían cambiado muchísimo.

Antonio y yo necesitábamos estirar un poco las piernas, así que nos pusimos en pie, llenamos de nuevo las copas y fuimos a dar un paseo. En los pastos, los últimos tallos de hierba habían perdido ya las semillas. Las sombras gris-azuladas del invierno acortaban cada vez más las tardes y se había levantado una brisa inquietante: probablemente, más vientos de Santa Ana que descendían hacia la costa desde el desierto del interior. Al contemplar la silueta de Antonio, que se recortaba contra las montañas rocosas del fondo, recordé que tenía ya cincuenta y dos años. Sin embargo, en su expresión había ahora algo extraño que le hacía parecer muy joven y muy vulnerable. Compartir su historia conmigo no había supuesto ningún alivio para él.

—¿Te contó Juan alguna vez lo que le obligaron a ver? —le pregunté.

—No —me respondió con voz ronca—, y yo jamás se lo pregunté. —A la luz del día, y ahora que se había quitado el sombrero, sus rizos despidieron un brillo plateado cuando se pasó los dedos por las sienes—. La mina que Paco enterró en nuestros corazones siguió estallando durante años. No lo sé, tal vez pensó que podría destruirnos por control remoto. Parafraseando al honorable señor presidente Lincoln, es posible conseguir que la gente viva atemorizada la mayor parte del tiempo.

—¿Juan se… se acepta a sí mismo, como has hecho tú? ¿Ha salido del armario?

—Como máximo, admite que le gusta practicar el sexo con hombres. Y la verdad es que le gusta mucho.

Por sus palabras, parecía que nunca se habían declarado formalmente. Según las normas de la vida gay oficial, se supone que uno debe declarar sus sentimientos porque, si no lo hace, no podrá obtener su tarjeta verde de gay… por así decirlo.

—Me imagino que la década de los setenta sería bastante dura para vosotros.

—Mientras los demás se iban a las discotecas a divertirse, los cuatro españoles tozudos trabajaban como burros e intentaban sobrevivir. Juan se fue a la Universidad, así que pasábamos mucho tiempo separados. En su corazón había una caverna, la caverna de las No Mercedes, y de vez en cuando se perdía allí dentro durante unos minutos, o durante unos días. Su única forma de curarse era el trabajo. No recurría a mí cuando necesitaba ayuda o comprensión. Ya sabes, esa obsesión suya por no deberme nada.

«Veteranos de guerra, supervivientes de los campos de concentración, hombres y mujeres traumatizados en cárceles de máxima seguridad… Todos ellos tienen una caverna interior en cuyos muros están pintados sus recuerdos», pensé.

—Y entonces… ¿estudió cuatro años en Cornell?

—No pudo entrar en Cornell. Al parecer, el expediente académico español de Juan no era lo bastante bueno para ellos, pero le aceptaron en la Universidad Davis de California y en la Universidad de Colorado. Como nos gustaba más California, nos instalamos allí y él se hospedó en Davis. La verdad es que estudió como un jesuita: aprendió inglés, consiguió becas, fue el cuarto de su promoción… Y los demás nos sacrificamos para que él y Sera pudieran seguir estudiando. Teníamos una especie de fondo familiar y nos ayudábamos unos a otros. Pura nos ayudaba de vez en cuando con algunas inversiones, pero sin la ayuda de Tere e Isaías todo habría resultado mucho más difícil.

—O sea, que los Eibar fueron comprensivos…

—Bueno, la verdad es que, durante mucho tiempo, Isaías fue más leal que comprensivo —dijo en tono irónico—, pero encontraron la forma de darme trabajo como representante comercial en el extranjero para Escudero S.A. y me pagaban a través de un banco de Nueva York. Y lo cierto es que aumenté nuestras ventas en Estados Unidos. Paco quiso armar jaleo: se puso en contacto con el gabinete ministerial de Franco y dijo que Isaías me estaba mandando dinero ilegalmente, pero Isaías es muy buen abogado… y todo era perfectamente legal, así que el régimen no intervino.

Nos detuvimos junto al huerto de olivos y contemplamos la lápida de mármol que había en el suelo. Para mi sorpresa, en la lápida podía leerse FAISÁN 1950-1979. Me embargó la emoción: el pobre caballo había seguido a su familia humana hasta el Nuevo Mundo y había muerto en el exilio. La tumba estaba envuelta en sombras cálidas y temblorosas.

»Pero Isaías no siempre podía mandarnos dinero —prosiguió Antonio—. Tuvieron una mala racha con el negocio de los olivos: sequía, malas cosechas… Lo poco que ganaban lo necesitaban para pagar a la gente de allí y para el coto. Así que me prostituí por dinero como nunca antes había hecho, ni cuando era torero: fui asesor cinematográfico sobre temas de España, escribí un libro que probablemente no ha leído nadie… —se echó a reír—. Y luego llegaron los ochenta, y en este país de Dios todo el mundo se hizo rico con el mercado de valores y el negocio de los ordenadores, menos los cuatro españoles tozudos, que se arruinaban cada vez que montaban un negocio.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, yo estaba convencido de que me iba a hacer rico importando caballos españoles —sonrió con ironía, mientras contemplaba la tumba de Faisán.

—Sí… los yanquis y los españoles compartimos la creencia de que uno puede ganar mucho dinero con el negocio de los caballos. Yo ya me pillé los dedos una vez.

—José y yo le buscamos un adiestrador y lo llevamos a varias exposiciones. Era el embajador perfecto de su raza, pero el problema es que aquí la gente prefiere otras razas. Esta historia de los caballos me dejó en números rojos y no mereció la pena. Tuve que vender el diamante de mi anillo y los gemelos de diamantes para que Juan pudiera empezar a ejercer.

Así pues, aquel era el motivo por el cual estaba vacío el engaste de su anillo. Antonio derramó una libación de jerez sobre la tumba del caballo.

—Oye, amigo, no te olvides de venir a buscarme cuando llegue el momento.

Como si fuera una respuesta, una repentina ráfaga de viento azotó los olivos.

—¿Y cómo ganaba José su parte del fondo familiar? —le pregunté cuando echamos a caminar de nuevo.

—Con el periodismo. Todo el mundo quería pagarle una buena suma de dinero para que escribiera crónicas políticas sobre España, pero ella dijo que no, porque eso podría haber resultado peligroso para los amigos que dejamos en España. Empezó de cero y ahora vende sus reportajes a revistas importantes, como el National Geographic.

—¿Y Sera?

—Estudió Historia del Arte y Fotografía en la Universidad de California en San Diego. Después fue a la escuela de cine de la Universidad de California en Los Ángeles. Ahora es la fotógrafa y corresponsal de José. La verdad es que forman un buen equipo. Cuando la televisión norteamericana empezó a mostrar interés por los documentales de Naturaleza, José y Sera formaron parte de ese proyecto desde el principio.

—¿Seguís casados?

—No. Dos divorcios amistosos.

—¿Os delató Paco?

—Creemos que no.

—¿Aquella gente eran realmente el CYS?

—Si lo eran, imagino que le echaron cuando no consiguió entregarme. Paco tuvo una mala racha con posterioridad a eso. Cuando se produjo la reestructuración del Gobierno, echaron a su jefe y Paco perdió su empleo. Por lo que dijo Mamá, se recluyó y se obsesionó con unas cuantas investigaciones históricas. Su esposa abrió un taller de corte y confección para poder mantener a sus hijos. Y entonces Paquito, el más pequeño de los niños, se empeñó en conocernos a José y a mí. Paco murió de una úlcera sangrante, hace un par de años, y su mujer aún se dedica a hacer vestidos para las aburridas damas católicas de la clase alta.

Me acordé en ese momento del recorte de prensa enmarcado.

—¿Qué ocurrió cuando murió Franco?

—Hubo champán para dar y vender, la gente bailaba por las calles… No soy monárquico, pero Juan Carlos ha sido un buen rey. España se está curando de sus heridas. Ahora tenemos libertad religiosa y de culto, las estrictas leyes sobre la moral de los españoles ya han desaparecido… Nosotros tomamos la decisión de vivir a caballo entre los dos países. Aquí teníamos la oportunidad de trabajar con un gran zoológico que promovía la cría en cautividad de la fauna salvaje… y eso era importante para nosotros. Lo que hicimos fue convertir Rancho Diana en una especie de apeadero: recuperamos la fauna española de los comerciantes de animales y de los excedentes de los zoos, comprobamos que los animales estén sanos, empezamos el registro de los antecedentes y el pedigrí de cada animal… Y desde aquí, los mandamos de vuelta a España.

—¿Y qué sentisteis al volver por fin a España?

En los ojos de Antonio apareció una mirada ausente.

—Esperamos para besar la tierra hasta llegar al coto. Pico y Magda no habían sobrevivido para darnos la bienvenida. Ahora vive allí Santí, con su familia.

—Santí… también ha sido muy leal.

—Sí, la verdad es que somos muy afortunados… Estábamos rodeados de buena gente.

—¿Y cómo se introdujo Juan en la veterinaria de la fauna salvaje?

—Trabajó como voluntario en el zoo de San Diego y luego le contrató la Reserva de Fauna Salvaje. Ni te imaginas lo orgulloso que estaba cuando empezó a ganar dinero de verdad. Y la gente apreció enseguida su don. Está tan ocupado con su trabajo que tengo que consultar su agenda para ver cuándo podemos comer juntos. Quería ser el mejor veterinario de España y… ¡caramba!, ahora le llaman de todo el mundo. Se ha especializado en mamíferos ungulados. No hace mucho, el Gobierno de China le invitó a viajar a su país para realizar un curso de acupuntura para animales de gran tamaño. Es más rico y más famoso que yo cuando era torero.

En la expresión de Antonio, sin embargo, había una tristeza extraña y destructiva. Estaba a punto de preguntarle si alguna vez había sentido celos de la fama de Juan cuando oímos el crujido de las ruedas de un todo terreno en el camino.

—Son José y Sera —dijo Antonio.

—¿De dónde vienen? —le pregunté mientras volvíamos.

—Han asistido a un seminario sobre félidos pequeños.

Cuando Antonio me habló por primera vez de José, su hermana gemela, y de Sera, su novia de la infancia, supe de inmediato que me llevaría bien con esas dos mujeres. De hecho, las tres habíamos pasado juntas una agradable tarde, conversando y bebiendo agua mineral en lugar de manzanilla. José y Sera habían dejado el alcohol. Eran bastante más abiertas que Antonio y también se mostraban más dispuestas que él a reírse de los dramas del pasado.

Ahora, la voz bulliciosa y escandalosa de José recorrió el patio de un extremo a otro, como las primeras ráfagas de viento de Santa Ana. José era una lesbiana elegante: vestía un traje pantalón vaquero y un jersey de cuello alto y cargaba con un pesado maletín. Llevaba la melena cobriza muy corta y entre sus rizos —igual que entre los de su hermano— había hebras plateadas. Tras ella estaba Sera, menos esbelta que en las fotos antiguas que yo había visto, con el pelo veteado de blanco. Su tez blanca estaba bronceada ahora y llena de pecas; de sus hombros delicados colgaba una pesada bolsa en la que llevaba su cámara de video Hi8. Costaba creer que Sera hubiese sido alguna vez tan poquita cosa, una muchacha silenciosa y delicada, pues ahora era un profesional brillante.

—¡Hooolaaaa, Patríiiiiiiiii! —canturreó José. Tanto ella como Sera me obsequiaron con sendos abrazos demoledores.

Las dos mujeres llenaban la casa de energía. José se dirigió al patio y tomó de los árboles unos cuantos aguacates y limones. Sera se los llevó a la cocina y empezó a cortarlos para hacer guacamole. Desde la cocina, nos gritó que éramos unos vagos a la hora de cocinar. Comimos tarde, según el horario madrileño. José se dejó caer en una de las sillas del patio con una botella de agua mineral.

—¿Qué tal el seminario? —le preguntó Antonio.

—Bueno, dijeron cosas bastante interesantes sobre el comportamiento de los félidos. Estaba el director del zoo de Varsovia y… —José hizo una pausa muy expresiva— tiene un macho de lince español.

—No me digas —de repente, la mirada inquieta de Antonio se iluminó.

—Anoche nos reunimos unos cuantos en el bar. Le emborraché y accedió a cambiar el lince por un ciervo de una línea de sangre nueva.

Con una amplia sonrisa, José sacó el contrato de su maletín. Habían puesto por escrito los términos del contrato en un mantel de papel y habían hecho copias del improvisado documento en la fotocopiadora del hotel.

—Buen trabajo —dijo Antonio, que por primera vez conseguía echarse a reír.

En mi mente, sin embargo, se acumulaban las preguntas: ¿a qué obedecía ese distanciamiento entre Antonio y Juan? ¿Qué había ocurrido con la cripta de las Mercedes? Hacia el final de su historia, Antonio no había vuelto a mencionar dicha cripta y yo no recordaba haber leído nada sobre el extraordinario descubrimiento arqueológico en España de una cueva con pinturas murales de una diosa.

José acababa de encender el carbón en una barbacoa estilo norteamericano. Ya era evidente que el viento de Santa Ana, que arrastraba el humo en dirección a los establos de los caballos, empezaba a soplar de nuevo. Sera dejó sobre la mesa un plato de nachos y el guacamole que había hecho. Me fijé en su mano: Antonio me había dicho que parecía tallada en marfil, pero ahora era robusta y estaba llena de callos.

—Por lo que veo, los Escudero os habéis aficionado a la comida de aquí —bromeé.

—Donde fueres… —dijo Sera mientras mordisqueaba un nacho.

—A Juan le costó mucho tiempo decidirse a comer maíz —dijo José sonriendo por encima del hombro—. Decía que el maíz es para las vacas.

La charla de José era imparable como el caudal de un río, pero Antonio había vuelto a encerrarse en su mundo de sombrías reflexiones. Habían llegado a tomarle cariño al sur de California, igual que sus antepasados.

—Pero esta vez no tenemos intención de matar a los indios —dijo José en tono irónico. Cuando llegaron, ansiaban poseer su propia parcela de tierra. Un agente inmobiliario les trajo hasta aquí, vieron aquellos olivos de más de trescientos años… y se quedaron. Tía Pura les había entregado su dinero antes de morir, así que se ahorraron pagar el impuesto sucesorio. Con la herencia compraron aquellas ciento veinte hectáreas, dos fincas colindantes y las dos casas. Ciertamente, los bienes raíces eran muy baratos en los 70… Durante un tiempo, Sera y Antonio vivieron en aquella casa y José y Juan en la de al lado. Cuando California se volvió un poco más liberal en lo que respecta a los derechos de los gays, las dos parejas se divorciaron e intercambiaron las casas.

José y Sera también viajaban bastante y se dedicaban a filmar reportajes sobre la destrucción en todo el mundo de la vida salvaje. El Discovery Channel acaba de emitir un documental sobre los esfuerzos de la gente de los pueblos por reforestar África. ¿Quién dirigía Rancho Diana mientras ellas estaban fuera? Antonio y unos cuantos voluntarios.

—Yo me quedo en casa y limpio los corrales —dijo Antonio, en tono irónico, desde el otro lado del patio. Se puso en pie y salió—. Hora de dar de comer a los gatos —dijo por encima del hombro. Los galgos se levantaron y trotaron tras él.

Observé a José y a Sera con una mirada interrogante. Ellas intercambiaron una mirada y suspiraron.

—¿Qué les pasa a él y a Juan? —pregunté.

—Tuvieron una discusión antes de que Juan se marchara a Vietnam —dijo José—. Fue por la conferencia. Juan no quería hacer la presentación, dijo que era Antonio quien debía hacerla. Pero Antonio dijo que ya estaba harto de estar siempre en el ojo público y propuso hacerlo entre los dos. Juan dijo que no… Le asusta que alguien pueda pensar que son maricones. Juan todavía no lo tiene asumido.

—Bueno, eso no significa que José y yo no hayamos discutido nunca… —apuntó Sera.

—¿Qué dijo vuestra familia cuando os fugasteis?

—Obviamente, Mamá, Tita y la mamá de Sera estaban muy ofendidas. Y luego se ofendieron aún más cuando no fuimos a casa en vacaciones. Paco les dijo que dejaran de hablarnos y eso hicieron.

—Supongo que ya habrán muerto las tres. ¿Llegaron a saberlo?

—Mi madre lo sospechaba —dijo José—. Siempre fue más lista de lo que quería hacer creer, pero jamás preguntó nada.

—¿Volvisteis a España después de que murieran? ¿Por qué esperasteis tanto?

—Por respeto a nuestras madres —dijo Sera—. Ya hacia el final, se atrevieron a desafiar a Paco y a Tita y empezaron a escribirnos. Pero en su mundo social… bueno, no habrían soportado que regresáramos a España como homosexuales declarados.

—¿Isaías y Tere os esperaban en el aeropuerto?

José se echó a reír y bebió un trago de agua mineral.

—En Las Moreras, la casa era mucho más moderna y estaba llena de vida. Nuestros viejos amigos nos ofrecieron una fiesta de bienvenida: estaban todos los que habían puesto dinero en el montepío para que la gente pudiera cazar, estaban los miembros de la cuadrilla de Antonio, la mayoría de los habitantes del pueblo… Mercurio ya había muerto y ahora Candalaria es la alcaldesa del pueblo.

Sera sonrió delicadamente.

—Creo que no había llorado tanto desde el día que Antonio y yo nos prometimos.

—¿Y qué pasó cuando por fin salisteis a cabalgar por el coto?

—Ayy… —a José se le empañaron los ojos.

—Cuando vimos lo verde que estaba todo… —añadió Sera—. Había manantiales por todas partes, los robles jóvenes crecían fuertes…

—Había jabalíes… —en la mirada de José apareció un brillo especial.

—Los primeros jabalíes llegaron tres años más tarde, justo como había dicho nuestro brujo —relató Sera—. Y vimos también el primer rebaño de reses bravas.

Sentí un escalofrío.

—Supongo que cuando las visteis —dije— os echaríais a llorar otra vez.

—Llorar es poco —dijo Sera—. Juan y Antonio se fueron a ver el primer manantial que construyeron… y dijeron que el lugar estaba irreconocible: el barranco estaba lleno de álamos jóvenes y hierba verde. Era fácil ver en la hierba los sitios donde habían dormido las reses… y también las cagadas de las vacas.

—Me imagino que mandasteis traer a Baby de Francia.

—Por desgracia, el famosísimo Baby murió en un accidente de camión —prosiguió José—. Y también tuvimos problemas con algunas enfermedades: nos costaba encontrar ganado que no tuviese la glosopeda. Pero finalmente nos hicimos con un hijo de Baby y media docena de vacas bien hermosas. Y ahora tenemos un buen rebaño, con reses de diferentes razas. Por supuesto, las tenemos que seleccionar, pero ya no las seleccionamos por su bravura… sino por su inteligencia y por su fortaleza. El resultado es que los animales se están volviendo menos agresivos.

—¿Y los habitantes del pueblo se enriquecieron gracias al coto? ¿Se hicieron realidad las promesas?

Sera sonrió.

—Gracias al turismo —dijo—, ahora hay dos hostales, varias tiendas, tres bares y unos cuantos restaurantes. Estamos en la principal ruta turística entre Andalucía y la capital. Los turistas llegan entusiasmados con la idea de un safari y se emocionan cuando ven toros… Y en cuanto a los cazadores, les permitimos cazar perdices y ciervos y están contentos… pero pagan mucho por cazar, muchísimo. Así es como recaudamos dinero. Cuando reducimos el número de animales, llamamos a uno de los mejores chefs de Madrid y organizamos una fiesta por todo lo alto. La gente de la alta sociedad paga por comerse nuestros animales de caza. El dinero va a parar a un fondo para mejorar la infraestructura del pueblo. El artesano de La Mora convierte la piel y los cuernos de los animales en objetos artísticos que se venden muy bien.

No había dicho ni una palabra sobre la llegada de turistas a la cripta de las Mercedes. Tal vez aún no se había abierto al público. En el interior de la casa, sonó el teléfono. Antonio, que volvía de dar de comer a los linces, contestó.

—¿Creéis que la democracia durará en España? —pregunté.

Sera se encogió de hombros.

—¿Durará aquí?

—La verdad es que la derecha española está volviendo a armar jaleo —dijo José—. Dicen que hay demasiada libertad.

—Igual que los fundamentalistas aquí en Estados Unidos.

—Y los extremistas de otras religiones se comportan igual, por todo el mundo —el tono de José, como el de su hermano, era el de alguien cansado de tanto viajar—. Siempre es lo mismo, no se rinden nunca. Siguen pensando que el terror funciona. Y en cuanto tienen un poco de poder, destruyen la tierra.

—¿Qué me decís del comunismo? También destruyó muchas tierras.

—¿Y qué era el comunismo, si no un sustituto del estado confesional?

Suspiré.

—Si los fundamentalistas consiguen la mayoría en Estados Unidos… No sólo odian a los homosexuales, odian lo que ellos llaman religión de la Nueva Era. Es decir, vosotras… y yo.

—Sí, la verdad es que las cosas pueden ponerse bastante feas por aquí —admitió Sera—. Pero en España estarás segura, Paty —me sonrió.

La conversación era bastante deprimente. Había llegado el momento de charlar de cosas menos trascendentes. Desde el interior de la casa nos llegó la voz de Antonio, que seguía hablando por teléfono; estaba enfadado por algo.

—Habéis trabajado mucho para hacer realidad vuestro sueño.

Sera sonrió.

—Antes solía preocuparme por mis uñas y por mi pelo… Ahora me pongo crema en las ampollas y sigo trabajando.

Cuando Antonio volvió, tenía en el rostro una expresión sombría.

—Era Juan, desde Ciudad Hô Chi Minh —dijo—. Le ha surgido un imprevisto y no puede tomar el vuelo de regreso. Dice que se reunirá con nosotros en la isla de Jersey.

—Se va a perder los bisontes —dijo José, que se había puesto en pie y estaba recogiendo los vasos.

—Que se joda —dijo Antonio—. Los veremos nosotros. Siempre está con la misma historia de su independencia.

—Cálmate, Tonio —dijo Sera—. ¿Por qué siempre piensas que es un juego? A lo mejor tiene un buen motivo para quedarse.

Aquella misma noche, un poco más tarde, José y yo nos sentamos en la oficina del rancho. Sera estaba en la habitación de al lado, que era la biblioteca: la oíamos pasar las páginas de un libro. José bebía un último refresco mientras trabajaba con un ordenador prehistórico. Se estaba bajando el registro de los antecedentes y el pedigrí del ciervo, pues debía preparar la documentación del animal antes de poder llevarlo a Polonia. Los antepasados del ciervo se remontaban a 1898: la reserva natural de Argentina había llevado un registro muy estricto.

—Las Escudero siempre han sido las que han guardado los árboles genealógicos —dijo—. Ahora guardamos los árboles genealógicos de los animales salvajes. Supongo que a Nuestra Señora de las Mercedes le encantará la idea.

Asentí.

»Y lo mismo sucede con los nativos americanos que hay en mi familia. Las mujeres siempre guardaban los Cinturones Rojos, es decir, la historia de la familia.

De repente, el ordenador se colgó.

—Mierda —dijo José—, he perdido el trabajo de media hora —reinició el PC—. Los archivos de los Escudero no habrían sobrevivido mil años si la tecnología hubiese sido tan poco fiable en aquella época. —Abrió un cajón que estaba cerrado con llave, sacó un fajo de fotocopias y lo dejó caer delante de mí—. Pero sobrevivieron porque estaban escritos en papel y pergamino. La gente los transportaba de un lado a otro en sus alforjas: el papel se helaba, se achicharraba con el calor del verano, se mojaba… y jamás le sucedió nada. Probablemente, esta es una de las pocas cosas que jamás consiguieron quemar. Los originales están en lugar seguro.

Empecé a pasar las hojas y me di cuenta de que aquello era el árbol genealógico de los Escudero. Se me pusieron los pelos de punta. Europa sigue siendo un laberinto de secretos celosamente guardados; incluso hoy en día, para algunos europeos nada tiene más valor que un pedazo antiguo de papel que demuestre el derecho de una familia a algo.

—Aquí está doña Carmen —dijo José pasando las páginas hacia atrás—. Y su línea de sangre…

Las páginas se remontaban cada vez más atrás en el tiempo, más allá incluso de las fechas más famosas de la historia de Estados Unidos: 1812, 1776, 1620, 1492… Del castellano del Romanticismo al del Siglo de las Luces, luego al del Renacimiento y, por último, a la casi ininteligible escritura medieval. Había distintos árboles genealógicos que coincidían en el tiempo y los apellidos no siempre concordaban en cuanto a la grafía.

—Este es el auténtico —añadió José—. La familia tenía uno falso, que era el que enseñaba a la Inquisición, pero Paco siempre creyó que el auténtico era el otro. Es cierto que tenemos sangre bereber, morisca y sefardí. Aquí, en 1478, es cuando Francisco, el más joven de los hijos, se casó con la hija de una familia judía de Toledo. Eran gente muy sabia. Se trataba de un matrimonio dinástico… se intercambió información. Esa rama del árbol genealógico desaparece como por arte de magia. Fíjate en la fecha: era la época de la Reconquista, cuando se expulsó a los judíos de España. No sabemos adónde fueron.

Noté un vacío en el estómago.

—Tal vez emigraron a las Américas.

El ordenador parecía volver a funcionar. José abrió de nuevo el registro de los antecedentes y el pedigrí del ciervo.

—Pura siempre decía que, incluso hace mucho tiempo, Norteamérica era el lugar idóneo para huir cuando las cosas se ponían feas en España.

José terminó el pedigrí del ciervo, lo imprimió y llamó a Sera.

—Tengo que mandar un fax a Varsovia con información sobre el traslado en barco. Enséñale a Paty la biblioteca mientras yo me peleo con el fax.

La habitación de al lado no era, desde luego, una biblioteca digna de aparecer en las páginas de Architectural Digest[12]. Había estanterías de acero industrial que llegaban hasta el techo. Estaban abarrotadas de libros sobre veterinaria, fármacos, fauna, flora y gestión de reservas naturales, además de la antigua colección de libros de tía Pura: tratados de filosofía, espiritualidad, cultura, lingüística… Cuando pasó las manos por los lomos de los libros, Sera se convirtió de repente en la suma sacerdotisa de la cripta de las Mercedes. Seguía teniendo aquella mirada maravillosa de la que me había hablado Antonio. Era la mirada de un pajarillo carnívoro, un alcaudón tal vez: una mirada aguda, despierta, capaz de calcular la paralaje.

—Siempre tuvimos una imagen muy exótica de tía Pura —sonrió Sera—. Creíamos que sabía cosas… que tenía información oculta que nadie más de la familia conocía. Y cuando llegamos aquí, descubrimos que tía Pura no sabía gran cosa, pero que había ido recogiendo libros de aquí y de allá, con la esperanza de que alguien consiguiera recons-truir el puzzle algún día. Dijo que teníamos que volver a empezar, buscar la información en el mismo sitio que la buscaban nuestros antepasados: en las diosas y en los dioses, en la tierra, en la vida.

—¿Descubriste el significado de Nueve?

—Aún estoy trabajando en eso. ¿Qué le estabas contando a José de los inmigrantes españoles?

—Antes de que los protestantes irlandeses y escoceses se instalaran en el sur —dije—, España trató de colonizar la zona. Santa Elena y otras colonias. Había refugiados de la Inquisición, musulmanes, judíos sefarditas, castellanos… Se casaron entre ellos, pero también con gente de raza negra y nativos americanos. Tenían la piel oscura, así que el Sur los clasificaba como «gente libre de color». No podían votar, no podían tener tierras…

Sera me observó fijamente.

—No lo sabía.

—Yo tampoco. Nadie me habló nunca de la «gente libre de color» de mi propia familia. A los protestantes norteamericanos les encanta hacer creer que ellos son los fundadores de este país, pero los norte-americanos también tenemos historias ocultas… también tenemos nuestra cripta de las Mercedes.

Emocionada, Sera abrió mucho los ojos.

—Ni el mundo es tan grande —dijo—, ni nuestra historia es tan larga.

Una vez enviado el fax, las tres estábamos demasiado inquietas como para dormir, así que salimos de la casa y paseamos un rato en la oscuridad. José y Sera paseaban con las manos a la espalda, como los hombres europeos. El viento de Santa Ana soplaba entre los olivos y arrastraba por la tierra tormentas de electrones. En los pastos, las figuras borrosas de los ciervos permanecían inmóviles y escuchaban en silencio, mientras los caballos galopaban y jugaban, inquietos también por las ráfagas de electrones. Contemplamos los olivos, que superaban en edad a los Estados Unidos.

—Juan me enseñó a observar a los animales —dijo José—. En cada rebaño hay animales que no tienen hijos, pero colaboran en el ciclo de la vida de otra forma. Trasladan las semillas en sus tripas y en su pelaje y las llevan a otras praderas; destruyen árboles y traen pastos; sus cuerpos alimentan a los depredadores, mantienen con vida a los depredadores. Hay ciclos más largos que la procreación… y nosotros ayudamos a que prosigan esos ciclos más largos.

—Los malos han tratado de cortarnos las ramas —dije—, pero siempre nos vuelven a crecer.

Y así pues, partimos de viaje a la isla de Jersey sin Juan. Antonio echaba chispas por culpa de Juan, pero José y Sera le dijeron que se lo tomara con calma.

El Parque Estatal Custer, en Dakota del Sur, es un buen sitio para ver bisontes. Fuimos los cuatro en avión hasta Bismarck y allí alquilamos un todo terreno con cadenas y neumáticos para la nieve, por si acaso nos hacían falta. El invierno estaba empezando ya en el norte del país, así que tuvimos que apresurarnos para llegar antes de que el parque cerrara hasta la temporada siguiente. Durante el viaje, Antonio puso una y otra vez la última cinta de los Gipsy Kings, hasta que acabamos cantando a gritos.

—Ciudadanos del mundo, como nosotros —dijo de aquella familia de gitanos refugiados.

Finalmente, la Familia Brava se tranquilizó un poco y entre los tres empezaron a contarme las aventuras y desventuras de Juan como brujo.

—Bueno, aquí no lo llaman brujería —dijo José—. Los ecologistas ni siquiera se atreven a llamarlo parapsicología, sino que intentan convencer a todo el mundo de que son muy científicos. Hablan y hablan de lo bueno que es Juan en sus diagnósticos, pero a veces…

—A veces —intervino Antonio—, los zoológicos necesitan saber cosas de sus animales que no pueden descubrir en los tubos de ensayo. Le dan vueltas y más vueltas y por último llaman a Juan.

—Cuéntale a Paty lo de los elefantes del zoo de Madrid —dijo Sera.

—¡Elefantes! —repetí asombrada.

Mientras me lo contaba, Antonio sonreía y movía la cabeza de un lado a otro.

—Bueno… una elefanta murió y el resto de los elefantes se volvieron muy agresivos. Uno de ellos casi mata al cuidador. El personal del zoo estaba muy intrigado, hasta que el conservador de mamíferos se decidió a llamar a Juan. Juan estuvo observando un rato a los elefantes y luego le dijo al conservador que los pobres animales estaban enfadados porque a la hembra muerta la habían sacado demasiado deprisa del recinto y la manada no había podido llorar su muerte. Los elefantes siempre lloran la muerte de sus compañeros y, para hacerlo, levantan el cuerpo del animal muerto, o sus huesos. El zoológico había donado a un museo el esqueleto, y les costó bastante recuperar unos cuantos huesos. El cuidador los dejó en el recinto de los elefantes: los animales se acercaron de inmediato, levantaron los huesos y se los fueron pasando. La manada permaneció junta un buen rato y se acabaron los problemas.

—Y ahora, los del zoo piensan que Juan es capaz de caminar sobre el agua —dijo Sera.

—No camina sobre el agua —Antonio estaba un poco molesto—. Simplemente se fija en cosas que otras personas pasan por alto.

A medida que nos acercábamos al Parque Custer, los componentes de aquella Familia Brava me contaron innumerables anécdotas, especialmente de la época en que sus relaciones eran tempestuosas.

—Peleas —dijo José alegremente—. Uuuy, nuestros dos muchachos tuvieron unas cuantas peleas.

Me estaba preguntando si se habrían llegado a pegar cuando Sera me leyó el pensamiento.

—Mucho ruido y unos cuantos gritos —dijo—, como hacemos ahora José y yo. José, cuéntale la historia del jarrón.

—Si no se la cuentas —farfulló Antonio—, te interrogará al más puro estilo Morton[13] hasta que confieses.

—Ocurrió después de instalarnos en California —dijo José—. Estábamos con unos amigos en el norte de Hollywood, en la octava planta de un bloque de apartamentos. Fue la última vez que me emborraché. Sera se enfadó tanto conmigo que se marchó. Yo salí al balcón y esperé a que saliera por la puerta. Cuando salió, me asomé al balcón y dejé caer un jarrón Ming desde la octava planta, como si fuera una bomba. Se estrelló en la acera, justo al lado de Sera.

Sera tenía un brillo acerado en la mirada.

—José tuvo que apoquinar uno de sus diamantes para pagar el jarrón —dijo.

José se echó a reír.

—Lo mejor fue lo que me dijo Juan: «Sólo la hermana de un señorito tiraría un jarrón tan caro. Yo habría tirado una piedra… y no habría fallado».

De vez en cuando, la conversación derivaba hacia las enfermedades humanas contagiosas que estaban arrasando el planeta. Los cuatro estaban obsesionados con las enfermedades humanas, porque algunas procedían de los animales. Nada de todo aquello me resultaba sorprendente, dados los muchos años que llevaban enfrentándose a epidemias animales: empezando por la epidemia de glosopeda que arrasó España en los últimos años de la década de los 60, hasta la fiebre porcina, enfermedades degenerativas del cerebro, tuberculosis en los linces salvajes y otras muchas enfermedades espeluznantes. Todo eso explicaba en parte que jamás se hubiesen sido infieles.

—Y además, estábamos tan ocupados con la política medioambiental —añadió José al tiempo que se encogía de hombros— y con los animales enfermos, que no teníamos tiempo para infidelidades.

—Imagínate —intervino Antonio— que yo me dejo la piel tratando de proteger a nuestros animales de la brucelosis y cosas así, y luego voy y me lío con un tipo sin ni siquiera ver su certificado médico.

—La Virgen de las Mercedes protege a los inocentes, pero no a los estúpidos —añadió José.

Era el momento perfecto para hacer otra pregunta.

—No habéis dicho ni una palabra sobre la cripta de las Mercedes —dije.

Sus reacciones me parecieron un tanto extrañas: Antonio se puso a mirar por la ventanilla; José bajó la mirada; y Sera, que estaba conduciendo, mantuvo la vista fija en la carretera.

—Esa es la historia más rara de todas —dijo José.

—¿Por qué?

—La cripta de las Mercedes ha desaparecido.

—¿Desaparecido? —parpadeé incrédula.

—Tras la muerte de Franco —prosiguió José—, pretendíamos comunicarle al Ministerio de Cultura la existencia de la cripta de las Mercedes… queríamos que el ministerio se hiciera cargo de la cripta y la restaurara. Y entonces, en el invierno de 1977, Isaías y Tere nos llamaron hechos un mar de lágrimas. Apenas se atrevían a darnos la noticia: el techo de la cripta se había desplomado.

—No nos lo podíamos creer, ni siquiera cuando Tere nos mandó fotos —añadió Sera—. Cuando por fin volvimos a España, cabalgamos hasta allí para ver qué había ocurrido: la cabaña había desaparecido. Sólo quedaba un agujero en el cual habían empezado a crecer algunos álamos, seguramente por las semillas que habían llevado hasta allí los pájaros.

Yo estaba boquiabierta.

—¿Cómo pudo suceder algo así?

—Al replantar tanto, seguramente provocamos un cambio en la hidrografía de la zona —reconoció Antonio—: Raíces, manantiales… El nivel freático debió de subir. Ahora hay un manantial en la antigua entrada natural de la cripta.

—¡Qué desgracia! —dije—. ¿Y no vais a excavar?

—¿Para qué? El agua ha destruido las pinturas. Es mejor gastar el dinero en ocuparnos de los vivos, en plantar más árboles…

—Que se haya perdido la cripta, después de tantos siglos…

José ladeó un poco la cabeza.

—No se ha perdido. Sólo ha cambiado.

Las vastas llanuras del Oeste norteamericano, que ya empezaban a blanquear tras las primera y débiles nevadas, impresionaron a mis amigos tanto como a mí me había impresionado España cuando visité ese país por primera vez. Ya estábamos cerca del Parque Estatal Custer. Hacia el nordeste, el cielo encapotado amenazaba tormenta. La carretera de dos carriles cruzaba franjas abiertas de pastos en los que crecía esa hierba de las altiplanicies cuyas semillas son ricas en proteínas. A lo lejos, los bosques de pinos formaban manchas de color azul oscuro.

Y entonces, a bastante distancia de donde nos hallábamos, vimos los primeros puntos marrones cerca de la carretera.

—Uuuuy —dijo Antonio, que era quien conducía en ese momento—, ahí los tenemos.

Cinco minutos más tarde, circulábamos a tres kilómetros por hora, rodeados de bisontes. Aquellos enormes animales estaban por todas partes y se movían inquietos de un lado a otro: evidentemente, la mente colectiva del rebaño había decidido ir en busca de refugio. Junto a un arroyo cercano, los machos de más edad se abrían camino entre las vegas de sauces y aplastaban todo lo que encontraban en su camino; los bisontes jóvenes trepaban hasta los arcenes de la carretera; las hembras pululaban con sus crías por la carretera, delante y detrás de nuestro coche. Antonio lo detuvo, un tanto preocupado. Todos contuvimos la respiración, pero los animales —acostumbrados a los turistas— no nos prestaron ninguna atención. Absorbimos con la mirada la fuerza y la belleza de aquellas bestias.

—Imaginad un millón de bisontes corriendo juntos como si fueran un único ser —dije.

—Olé los bisontes —dijo José en voz baja.

A través de la ventanilla abierta, Sera grababa con su cámara de video Hi8 y registraba en imágenes el penetrante olor de los animales, sus roncos gruñidos. Frente a nosotros, un bisonte solitario —una bestia enorme con una joroba tan grande como una montaña— caminaba por la línea blanca, en mitad de la carretera. Nos colocamos a su altura y permanecimos en el arcén, a una distancia prudente. Avanzaba con paso resuelto y sacudía de un lado a otro su inmensa cabeza. La barba lanuda le daba un aire de indescriptible sabiduría. Costaba creer que aquellos animales tan grandes fueran capaces de salir en estampida y correr como caballos salvajes.

—Oye, Antonio —bromeó José—, ¿no te gustaría plantarte frente a ese bicho con tu capote?

—Te aseguro que no —dijo Antonio.

Detuvimos el coche y seguimos con la mirada el paso del bisonte, que se alejaba por la carretera desierta. Varias hembras de bisonte pasaron junto a nuestro vehículo, con los cuernos en dirección a la tormenta que se avecinaba. Al cabo de unos instantes, empezaron a caer los primeros copos de nieve.

—¿Cómo llaman las tribus nativas a la Virgen? —preguntó Sera mientras cargaba otra batería en la cámara.

—Mujer Bisonte Blanco —dije.

—Juan lamentará haberse perdido esto —dijo José.

Antonio no hizo ningún comentario. Se limitó a conducir, con los ojos empañados. Las ráfagas de copos de nieve, que se estrellaban contra el parabrisas del coche, eran más intensas ahora. En Rapid City nos esperaba la calidez de una habitación de hotel.

Desde allí nos dirigimos a Billings, devolvimos el coche alquilado y a punto estuvimos de perder el avión. Luego iniciamos el largo periplo hasta Minneapolis, Nueva York, un vuelo larguísimo hasta el aeropuerto londinense de Gatwick y cuando ya estábamos en las últimas, tomamos otro vuelo de enlace. En el aire, nuestro avión se ladeó sobre el archipiélago Anglonormando, formado por tres islas cargadas de historia cuyos nombres habían sido tomados de las de tres razas de vacas: Jersey, Guernesey y Alderney. El archipiélago estaba tan sólo a dos millas náuticas de la costa francesa. Nuestro pequeño avión aterrizó en el aeropuerto de St. Helier y allí tomamos un taxi que nos llevó a través de granjas de mariposas, campos de flores que hacían de la floricultura un negocio boyante y prados salpicados de elegantes vacas de la raza Jersey; luego pasamos frente a tiendas de aspecto próspero y bancos cuyos empleados estaban muy ocupados porque, gracias a los privilegios que les concedía la Corona británica, las islas eran un verdadero paraíso fiscal. Llegamos al Hotel Guerdon completamente agotados y allí nos encontramos con centenares de asistentes a la conferencia.

—Juan no se ha registrado todavía —farfulló Antonio en el mostrador de recepción—, y esta noche ya no hay más vuelos. Tampoco ha dejado ningún mensaje.

—Mañana por la mañana sale un vuelo de Gatwick —dijo José.

—¿Y si no toma ese vuelo? —pregunté.

—Entonces uno de nosotros tendrá que hacer la presentación. El muy puñetero…

—Bueno, podemos hacerlo nosotros —señaló Sera—. Después de todo, tenemos la cinta. Y si alguno de vosotros tres vuelve a discutir sobre quién hace la presentación, ¡ya la haré yo!

Aquella noche empezaron las reuniones informales en los bares de los hoteles o en las diferentes recepciones que se celebraban en las suites. Sin embargo, nadie tenía buenas noticias: los bosques y las praderas estaban desapareciendo; había familias enteras de animales amenazadas por la guerra, por la caza furtiva, por la desaparición de su hábitat natural, por los residuos tóxicos, por la agricultura de monocultivo, por la cantidad cada vez mayor de refugiados, por el crecimiento de la población en todas partes… Las necesidades humanas legítimas se satisfacían a costa de sacrificar la Naturaleza. Sin embargo, y por motivos misteriosos que poca gente es capaz de llegar a comprender, la Naturaleza es parte de ese vasto complejo de ciclos que contribuye a la existencia de la Humanidad.

La Familia Brava se encerró en su propia suite y se preparó a toda prisa para sustituir a Juan en la presentación.

—Los puristas creen que no deberíamos tener ganado en el coto. Tendré que hablar sobre esa cuestión.

Por la mañana, los asistentes a la conferencia se reunieron en el inmenso auditorio para escuchar los discursos de bienvenida que iban a pronunciar la Princesa Diana y el director de la Reserva Natural de la isla de Jersey. Antonio guardó a su lado un asiento para Juan, pues a pesar de todo mantenía las esperanzas. Yo eché un nervioso vistazo al asiento vacío y luego al programa. La presentación de Coto Morera estaba prevista a las tres de la tarde.

La princesa terminó su discurso entre grandes aplausos y nos obsequió con su legendaria y cálida sonrisa. En ese preciso instante, un hombre se acercó despacio por el pasillo: llevaba un maletín en la mano y caminaba con la misma resolución que un toro bravo que se dirige a beber agua. Probablemente, había permanecido en silencio al fondo de la sala, esperando a que la princesa terminara su discurso. Cuando el hombre detectó el asiento vacío al lado de Antonio, le reconocí por las fotografías que había visto.

A pesar de sus cuarenta y siete años, sus vaqueros y su chaqueta de ante arrugada por el viaje, Juan era el típico montañero escultural del Cantábrico. Gracias a las suelas de sus botas de montaña, medía casi metro ochenta. Sin embargo, el esfuerzo por ganar la batalla diaria a sus recuerdos le hacía parecer más viejo que Antonio y le daba más fuerza a su presencia. El pelo se le empezaba a caer y lo llevaba revuelto, seguramente de dormir en el avión. El tono rubio platino de su melena le daba el aspecto de un hablante nativo de gaélico. En su rostro esculpido y de facciones bien marcadas se veía un rastro de barba. La piel parecía áspera y porosa y los ojos, de un azul muy claro, estaban hundidos en sus cuencas: daba la sensación de que aquellos ojos podían girar 360 grados y ver todo lo que estaba a su alrededor. Me fijé en sus brazos, largos y musculosos, y pensé que no tendría ningún problema para introducirlos en el interior de una vaca y ver si estaba embarazada, o para darle la vuelta a un tigre sedado. Cojeaba ligeramente, como Antonio. Qué curioso que fueran idénticos en eso.

Juan se sentó en el asiento vacío, miró primero a Antonio y luego a las dos mujeres.

—He estado a punto de perder el vuelo que salía de Gatwick —susurró—. Casi me da un infarto al pensar que no llegaba a tiempo.

Antonio le miró sin sonreír, pero no dijo nada. José hizo rápidamente las presentaciones.

—Juan, esta es Patrí.

Juan murmuró que estaba encantado y me estrechó la mano.

—Sí, Patrina, he oído hablar mucho de ti por teléfono.

Ya le había añadido el sufijo montañés a mi nombre. Juan miró de nuevo a Antonio, un poco nervioso.

—Bueno, me voy arriba a ducharme y a cambiarme —dijo. Después se alejó por el pasillo.

Cuando el conferenciante de las dos de la tarde terminó su charla sobre la cría en cautividad del tití león, Juan y Antonio seguían sin haber cruzado una sola palabra. Juan ya le había entregado la cinta al proyeccionista y ahora permanecía sentado, muy nervioso. Tenía entre las manos las notas de su conferencia: «Veintidós años de cambio en Coto Morera, España, a cargo de su director, Juan Diano».

A las tres en punto, Juan recorrió el pasillo en dirección al atril. Bajo las luces brillantes y el emblema de la Reserva Natural de Jersey —un dodo— Juan parecía extrañamente joven mientras ajustaba el micrófono. Aquella era la primera vez que pronunciaba un discurso en una conferencia sobre protección del medio ambiente: el muchacho de pueblo que soñaba con ser el mejor veterinario de España, se había convertido en una figura de renombre internacional en su especialidad. Se había afeitado y peinado y llevaba ahora un traje europeo de color gris oscuro que le daba un aire muy conservador. En realidad, era la viva imagen de hombre de la España rural que ha ido prosperando con los años. Entre el público, algunos hombres se sentían muy identificados con Juan, pues eran gays y sabían que Juan vivía con Antonio desde hacía muchos años. La noche anterior, yo me había dedicado a dejarme caer por las fiestas que se celebraban en las distintas habitaciones y había conocido a unos cuantos gays y lesbianas ecologistas. Entre ellos, el director jefe de un importante zoo estadounidense, un hombre vestido de cuero que se desabrochó alegremente el chaleco para enseñarme el piercing que llevaba en el pezón.

Antonio, José y Sera permanecían muy rígidos en sus asientos, con las miradas fijas en la tarima. Unos cuantos de los que formaban nuestro grupo habían llegado en el mismo avión desde España: al lado de Antonio estaba Santí y, junto a éste, Candalaria, que se había pasado los últimos veinte años luchando sin descanso por renovar la tierra donde habían enterrado a su madre; y al lado de José estaba Paquito, que había querido vivir con su tío y con su tía una jornada tan señalada como aquella. José le había pasado un brazo por los hombros a su sobrino, en un gesto protector.

Observé detenidamente el clásico perfil español de Paquito: se parecía mucho a Paco, su padre. Sin embargo, mi gaydar había empezado a vibrar y me decía que era posible que en su sangre se hubieran colado genes heterodoxos, tal y como había apuntado Antonio.

Juan apoyó las manos a los lados del atril.

—Damas y caballeros —dijo en inglés. En su delicada voz de tenor se adivinaban aún las huellas de su acento montañés. Apartó la mirada de sus notas y su timidez le obligó a hacer una pausa. En la sala, el público esperó en tensión, preguntándose qué ocurría. Las palabras que pronunció a continuación no dejaron indiferente a nadie—. En España hay un rincón cuyo aspecto no tiene nada que ver con el que presentaba hace veintidós años. Ahora tiene el aspecto de lo que yo más amo en este mundo. Puede ustedes ir allí y ver mi pasión, la pasión de mi familia, la pasión de mi amigo y colega Antonio Escudero. Nuestra pasión por devolver la vida a Coto Morera…

Me quedé casi sin aliento al escuchar la alusión tan directa que Juan había hecho a su relación con Antonio. Observé de reojo a Antonio, y después al resto del grupo, y me di cuenta de que todos estaban tan asombrados como yo.

Había dado comienzo la proyección en la pantalla que había en el centro del escenario. La primera parte era en blanco y negro y mostraba escenas recogidas en antiguas fotografías familiares: colinas degradadas por el sobrepastoreo, hileras de ciervos y aves de caza muertas, un niño y una niña —gemelos— que contemplaban aquella devastación con gesto pensativo… Cuando apareció la primera imagen en color, en la cual se apreciaba la transformación del coto, Juan sonrió tímidamente al escuchar la discreta salva de aplausos profesionales que le dedicó el público. Las imágenes mostraban robles adultos cuyas ramas agitaba una brisa cálida; bellotas diseminadas por el suelo; manantiales de agua que brotaban de todas partes; hembras de jabalí que hozaban en los valles verdes y frescos, rodeadas por sus crías de pelaje rayado; majestuosos ciervos macho librando terroríficas batallas con sus cornamentas durante la época de apareamiento; lobos que correteaban entre los matorrales y observaban la cámara con gesto desconfiado; delicados corzos que descendían por un desfiladero… Y pájaros, pájaros por todas partes: buitres egipcios que se estaban dando un festín con los restos de un ciervo muerto; urracas de alas azules que picoteaban la poca carne que quedaba en los huesos, una vez que los buitres se habían marchado; una cigüeña blanca que había construido su nido en el tejado de la casa de Santí; perdices que alzaban ruidosamente el vuelo entre los matorrales…

Y finalmente, la escena de la suelta del ganado: varios hombres descargaban cajones de madera de los camiones. En su interior, se oía el chasquido de los cuernos al impactar contra la madera. Se abría la puerta y el primer animal salía al espacio abierto: no encontraba una plaza de toros, sino el inmenso círculo del horizonte. Por último, el rebaño al completo: alrededor de cuarenta reses bravas, cuyas figuras se recortaban contra el horizonte sobre una meseta tapizada de hierba. El sol iluminaba sus cuernos desde atrás y los animales miraban a la cámara: había un toro de pelaje entrecano —el nieto de Baby—, cuyos cuernos vueltos semejaban una horca; junto a él, unas cuantas vacas acompañadas de sus becerros de apenas un año, todos ellos con los cuernos aún muy cortos. Algunos tenían el pelaje albahío, otros eran pintos y otros, de pelaje colorado.

En una impresionante imagen captada desde un helicóptero, se veía el rebaño en movimiento. Los animales corrían por la meseta igual que una manada de ñúes, dejaban una nube de polvo tras ellos y pasaban junto a un agujero que muy bien podría ser la tumba de la cripta de las Mercedes. Y entonces el helicóptero giraba y les permitía alejarse en la distancia, desaparecer en su propia nube de polvo hacia el indescriptible cielo de la Península Ibérica. Se me hizo un nudo en la garganta al pensar que aquella escena podía llegar a suscitar controversia sobre si las reses bravas debían o no correr en libertad por aquellas tierras.

—Y la imagen tomada desde el satélite es igualmente impresionante —se oyó decir a José, en la voz en off de la grabación.

A continuación apareció en la pantalla una imagen tomada por el satélite LANDSAT y el público contuvo la respiración. Ninguna otra imagen reflejaba la historia con tanta sencillez: situado entre las cumbres grises y los cauces que surcaban los Montes de Toledo, se veía un rectángulo irregular que parecía pintado de un llamativo color verde. Observé las expresiones de los componentes de nuestro grupo y me di cuenta de que todos luchaban por contener las lágrimas y la emoción. José, Sera y Antonio contemplaban en aquella imagen la tierra que entre los cuatro habían regado con su esfuerzo y el amor que se profesaban. En los rostros de Santí, Candalaria y Paquito había expresiones de orgullo.

Me pregunté hasta qué punto conocía Paquito el papel de ave de presa que había interpretado su padre. A la larga, los actos de Paco sólo habían servido para hacer avanzar el ciclo.

Los sonoros aplausos llenaron el auditorio.

—¡Bravo! —gritaron un par de personas entre el público. La presentación de Coto Morera había sido una de las pocas buenas noticias en aquella conferencia de la isla de Jersey. Poco después, Juan inició una conversación con el príncipe Felipe de Grecia y Dinamarca, rodeado de fotógrafos y asistentes a la conferencia. Antonio permaneció en segundo plano, charlando tranquilamente con Candalaria.

—¿No vas con Juan? —le pregunté.

Antonio se volvió bruscamente.

—El príncipe y yo ya nos conocemos —dijo—. Nos presentaron durante una cacería en Sandringham hace treinta años —dicho lo cual, se marchó. Yo intuí que quería estar a solas para pensar sobre lo que había dicho Juan.

Un par de horas más tarde, cuando la noche empezaba a caer sobre la isla de Jersey, fue Juan quien llamó a la puerta de mi habitación, para preguntarme si me apetecía tomar un brandy con él y con Antonio en la terraza de su habitación. José y Sera ya estaban abajo, bien elegantes para la recepción con fines benéficos que se había organizado, haciendo negocios y relacionándose con todo el mundo. En el bar del hotel, entre vasos vacíos de cerveza, era de esperar que los directores de los zoos regatearan entre ellos, a la búsqueda del intercambio más interesante: te cambio tu rinoceronte blanco por mis dos guacamayos rojos. Según las normas de la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas, firmada por más de cien países, estaba prohibido el intercambio de dinero.

Cuando Juan me hizo pasar a su habitación, me di cuenta de que seguía cojeando ligeramente.

—¿Cómo te has hecho daño? —le pregunté.

—No es nada —dijo Juan—. Una hembra de gauro me dio una coz en el muslo, en Vietnam. Lo malo es que fue justo en el mismo sitio donde ya había recibido dos coces anteriormente. Se me reventó una venita.

—Sí, no es nada —dijo Antonio, en tono irónico, desde la terraza—. Ahora tiene varices por toda la pierna. El médico dice que hay que quitarlas.

—No me gustan los médicos —dijo Juan.

Nos sentamos los tres en la terraza de la novena planta. Una brisa ligera y fresca nos revolvía el pelo. En el puerto, parpadeaban las luces de los barcos de recreo y de los pesqueros que se balaceaban sobre el agua. El servicio de habitaciones había subido una botella de whisky escocés y tres vasos. Sobre la mesa estaba el cambio: una moneda con la figura de una vaca lechera. Me fijé en que las dos camas de la habitación seguían intactas y mi intuición me dijo que aquellos dos aún no se habían dejado llevar por el irrefrenable deseo de hacer el amor. Juan estaba sentado y se apoyaba en la barandilla de la terraza. Antonio estaba junto a él, pero en el aire flotaba una tensión espantosa. Antonio guardaba silencio y tenía la mirada fija en su vaso. El aire melancólico que envolvía al torero me recordó la noche que le había conocido, en la parte oeste de Hollywood.

Me dediqué a juguetear un poco con la moneda, para disipar la tensión.

—La diosina de los Cuernos nos sigue a todas partes —dije recalcando el sufijo montañés que le había añadido al nombre.

Juan sonrió discretamente. Aún no acaba de comprender que una dama yanqui pudiese hablar el peculiar español de su tierra.

—Ya verás a la Virgen en España —dijo Juan—. Te llevaremos a los Picos de Europa antes de volver a casa. Las gamuzas aún se atreven a acercase a los campos de heno. Ya verás, es muy bonito. Hemos convertido la granja familiar en una casita para cuando vamos allí.

—O sea, que ya te hablas con tu familia.

—No —dijo—. Mi hermano murió en Alemania, en un accidente laboral. Y mi madre… bueno, se murió de añoranza. Fui a los tribunales y recuperé la propiedad de las tierras.

Se produjo otro largo e incómodo silencio.

—Patrina —dijo Juan—, sé que Antonio te ha estado contando nuestra historia, y sé que te ha dicho la verdad. Su verdad. Pero yo también tengo que contarte un par de cosas. Es lo justo, ¿no? Esta es mi verdad.

Antonio le lanzó una mirada inquieta. Se observaron el uno al otro durante unos segundos.

»Tengo que confesarle una cosa a Antonio —dijo Juan—, una cosa que le he ocultado durante todos estos años. Y tú vas a ser testigo, Patrina.

Antonio cerró los ojos y apretó un puño. «Ay, Dios mío», pensé, «ha llegado el momento. Ahora confesará la verdad sobre Rafael, o sobre algún otro». Me sentí un poco molesta, porque no quería que su historia me arrastrara también a mí. Juan tomó aire, igual que antes de empezar la presentación.

—Aquella noche en el Hotel Roma —dijo—, estuve allí.

Antonio abrió unos ojos como platos.

—¿Qué?

—La noche que nos conocimos. Fui al Hotel Roma.

—No te entiendo —dijo Antonio.

—Después de conocerte, no podía dejar de pensar en ti. Te oí mencionar el nombre del hotel, así que esa noche tomé el trolebús hacia el Sardinero y me di una vuelta por el bar del hotel, con la esperanza de verte. Me escondí entre la gente que había por allí.

—¿Y te dejaron entrar? No me digas que entraste con tu mono del matadero.

—No, ya me había comprado los pantalones y el jersey de punto… ¿te acuerdas? Iba bien vestido, así que entré. Fingí que estaba viendo la tele, pero de vez en cuando te observaba charlar con tus aficionados. —Juan se echó a reír—. Ibas muy emperifollado y a tus aficionados les encantaba. Se te comían con la mirada. Y aquella camisa con chorreras que llevabas, los gemelos de diamantes… ¡Vaya! Y sin embargo, se te veía triste, no tenías buen aspecto. Me di cuenta por los diamantes de que respirabas deprisa, como si estuvieras agitado. Uno de los diamantes de la pechera de tu camisa centelleaba bajo las luces. Me pregunté si te dolía la pierna, si estabas pensando en mí… —Antonio permaneció en silencio. La brisa le revolvía los rizos plateados—. Cuando te fuiste arriba —prosiguió Juan—, quise averiguar en qué habitación estabas, pero me daba demasiado miedo y me fui a casa. Me enfadé conmigo mismo por mi cobardía. Y a la mañana siguiente me desperté y pensé que probablemente estabas a punto de marcharte de la ciudad. Miré la tarjeta que me habías dado y supe que tenía que ir a buscarte.

Antonio seguía en silencio, con una expresión de inquietud. Juan prosiguió con su relato.

»Cuando vendiste tus diamantes para ayudarme a ejercer de veterinario, comprendí de repente que realmente estabas dispuesto a darlo todo por mí, así que hice una cosa a tus espaldas: me fui a ver a Aben Gómez e hice un trato con él. Guardó los diamantes y yo se los fui comprando poco a poco. A veces no podía mandarle más de veinticinco dólares al mes. Gómez murió y su hijo respetó el trato. Con el dinero que he ganado en Vietnam he terminado de pagar. Esta mañana he llegado tarde porque me paré en Nueva York a cobrar el cheque que me entregó el Gobierno vietnamita y luego fui a recoger los diamantes.

Juan sacó del bolsillo interior de su esmoquin un pequeño sobre de papel Manila y esparció sobre la mesa los gemelos para la pechera de la camisa y los gemelos para los puños, todos de oro de veintidós quilates. Estaba también el cabujón, que debía de pesar por lo menos seis quilates. A pesar de la luz tenue que procedía de las farolas de la calle y de las ventanas del hotel, las piedras preciosas resplandecieron hasta casi deslumbrarnos.

Antonio contempló los diamantes y tragó saliva con dificultad. Desde la calle nos llegaban distintos sonidos: las bocinas de los taxis, las voces de unos cuantos asistentes a la conferencia, que discutían acaloradamente sobre algún tema… Juan se había inclinado sobre Antonio por detrás. Con mucha delicadeza, le tomó la muñeca derecha, le quitó el discreto gemelo que llevaba y le puso el de diamante. Después hizo lo mismo con la muñeca izquierda. Movía los dedos con la misma delicadeza que si estuviera procediendo a una complicada operación de sutura. Acto seguido, sustituyó uno por uno los gemelos de la pechera de Antonio, con cuidado de no arrugarle la camisa. Sus mejillas estaban tan cerca que casi se rozaban.

»Dudaste de mí muchas veces, majín —dijo con voz ronca mientras realizaba la operación—. Y yo también dudé de ti. Tuvimos nuestra propia guerra civil, pero ha llegado el momento de hacer las paces, ¿no crees? ¿Qué me dices?

Le tomó la mano derecha a Antonio y durante unos segundos encajó delicadamente el cabujón en el engaste del anillo. Antonio contempló aturdido el anillo. Un segundo después, Juan guardó de nuevo el diamante suelto en el sobre, deslizó la mano bajo la chaqueta del esmoquin de Antonio y le metió el sobre en el bolsillo interior.

»Mañana iré a buscar un joyero y le diré que vuelva a poner la piedra en el anillo.

Una vez cumplida su misión, Juan apoyó los brazos en los hombros de Antonio y dejó descansar las manos sobre las solapas negras de satén del torero. Antonio colocó su mano bronceada y callosa sobre una de las manos de Juan. Por primera vez desde que le conocía, aquel torero que manejaba las palabras con la misma habilidad que el capote se había quedado mudo.

Justo en ese momento, llamaron a la puerta. Mientras Antonio se limpiaba un sospechoso rastro de humedad en los ojos, Juan recobró la compostura y se dirigió a la puerta.

Fuera, en el pasillo, estaba toda nuestra gente. José y Sera llevaban elegantes vestidos de noche y discretos bolsitos en la mano.

—¡Queridos míos! —gritó José, como si no nos hubiéramos visto en varios meses. Paquito llevaba un montón de botellas de champán entre los brazos; Candalaria se había puesto un modesto vestido oscuro de cóctel; y Santí, con un traje negro y barba de ocho horas, se aflojaba el cuello de la camisa. Tanto Candalaria como Santí tenían el aspecto de dos vecinos de pueblo muy poco acostumbrados a la alta sociedad. Sólo faltaban los Eibar, que estaban ya demasiado viejos y enfermos para viajar, y nos esperaban en Las Moreras.

El grupo entró con gran bullicio y la habitación se llenó en un santiamén del humo de los cigarrillos, el tintineo de los cubitos de hielo y el estallido de las botellas de champán que iban descorchando. Puesto que la puerta estaba abierta, siguió entrando gente, entre ellos el conservador aficionado a los trajes de cuero… aunque en esta ocasión llevaba traje y corbata. La cama, todavía intacta, quedó cubierta de chales de noche y monederos… la misma cama donde aquella misma noche, cuando todo el mundo se hubiera ido, los dos hombres sucumbirían seguramente a la pasión y renovarían sus lazos de amistad. José iba de un lado a otro, como si estuviera en la Feria de Abril de Sevilla, con un vaso de agua mineral en la mano. Se acercó a Juan y le dio un beso en la mejilla. Tuve el presentimiento de que José sabía lo de los diamantes. Estar en aquella habitación era como estar en la fiesta que sigue a una corrida de toros, concretamente una en la que el maestro ha cortado las dos orejas y el rabo y su habitación se abarrota de gente que quiere celebrarlo.

De repente, me encontré hablando con Paquito.

—El príncipe Felipe de Grecia y Dinamarca quiere visitar Las Moreras —me confesó casi asustado—. Espero que al menos sirva para que mi madre entre en razón.

—¿Se ha enfadado contigo porque has venido aquí?

—Está furiosa —sonrió el jovencito.

Apartado de todo aquel jaleo, Antonio seguía sentado en la terraza. En la mano sostenía una copa de champán burbujeante que ni siquiera había probado. Jugueteaba con uno de los gemelos de diamante, mientras seguía con la mirada a Juan, que iba de un lado para otro entre la gente. En los ojos de Antonio había vida otra vez. Suspiró profundamente aliviado, y llenó sus pulmones de aire. Cuando hinchó el pecho, la hilera de diamantes de su camisa centelleó como si fuera un castillo de fuegos artificiales… y luego, cuando expulsó el aire, se apagaron las chispas.

Me acerqué a él.

—¿Estás bien? —le pregunté.

—Estoy mejor que nunca —dijo.

Me senté junto a él, con mi copa de champán. Justo en ese momento llegó José, se inclinó y besó a su hermano en la frente. Como siempre, le había leído el pensamiento.

—Así que ahora ya está todo arreglado… —dijo—. ¿Verdad?

—Todo arreglado. —Le tomó la mano a su hermana y se la besó.

—Escucha, Antonio —dije guiada por un impulso—, ¿qué estabas haciendo tú en Numbers?

—¡Qué mujer! ¿Es que no tienes piedad? —Su mirada, sin embargo, centelleaba como los diamantes. Me observó con expresión divertida.

—En absoluto.

Suspiró.

—Numbers… y otros sitios, aunque no muy a menudo.

—¿Era una especie de penitencia —le pregunté— por aquella época en que quisiste comprar el amor?

Se encogió de hombros.

—Comprar el amor no es tan malo, a no ser que uno lo haga por cobardía.

—Pero… ¿por qué? Tú eres como un zorro en un corral de gallinas.

—Pero soy un zorro que cuando llega a casa se tiene que enfrentar a un toro celoso.

—¿Juan sabía que estabas allí?

—Por supuesto. Y no seas ingenua… él también ha estado en sitios peligrosos.

—¿Por qué estabas allí? ¿Por qué los miércoles?

—Porque el miércoles era siempre el día en que Juan me llamaba, estuviese donde estuviese. Yo esperaba junto al teléfono a las siete en punto de la tarde.

—¿Y si no te llamaba?

Antonio levantó su copa de champán y en sus ojos apareció una mirada pícara.

—Muñeca —me dijo—, ¿qué es lo que estabas haciendo en Numbers, eh?

—Buscando a la Virgen —respondí.

—¿Y cómo ibas a encontrar a la Virgen en Numbers?

Le observé yo también con una mirada pícara y levanté mi copa.

—Me visita en forma de musa, de historia —dije.

—¿También en Numbers?

—Sí, también en Numbers.

—Pues entonces, por tu musa.

Y brindamos.