Nueve

Fue necesario que pasaran dos semanas más —durante ese tiempo, disfrutamos de una erótica siesta en la cabaña y de otra no menos erótica entre los matorrales, en un apartado barranco— antes de que me atreviera a mencionarle el Pacto a Juan.

Estábamos ya a finales de junio, lo cual significaba que había transcurrido un ciclo completo de la luna desde que Juan y yo nos conocíamos. Con el permiso de José, yo había llevado a Faisán a la granja, pues al viejo caballo le encantaba dar largos paseos por el coto, que lo tranquilizaban y lo mantenían en forma. Juan montaba mi yegua ruana y hablaba de tener un día su propio caballo. Pero antes, dijo, quería comprarse una Vespa para poder ir por ahí. Y después, algún día, un coche para poder ver el mundo, sobre todo Madrid, dijo.

En ese momento, sin embargo, estábamos sentados entre las sombras de los matorrales, relajados tras haber hecho el amor, y Juan frunció el entrecejo con un gesto de incredulidad.

—¿Que me case con José? —repitió.

Tal y como yo me temía, se quedó boquiabierto cuando le describí el plan que habíamos trazado José, Sera y yo. Era demasiado para él: que mi hermana fuera como yo y que tuviese una novia… A Juan jamás se le había pasado por la cabeza que una mujer pudiera sentirse atraída por otra en ese sentido. Nos habíamos abrochado ya los pantalones y estábamos contemplando un pequeño desfiladero donde una corza y sus dos crías pacían entre los arbustos. Las garrapatas que se alimentaban de ellos parecían manchitas negras sobre el pelaje. Juan guardó silencio durante largo tiempo, mientras observaba a través de los prismáticos: esas garrapatas le preocupaban.

—Majín —dijo finalmente—, tus proposiciones siempre son muy serias.

—Es verdad.

—Si hacemos lo que tú dices, ninguno de los dos será libre.

—Es la única forma de que podamos ser libres. El matrimonio es como una goma elástica que sujeta lo que tú quieras que sujete. José no te pedirá nada, excepto tu apellido y la protección que puedes ofrecerle. Y Sera hará lo mismo.

—Lo pensaré —dijo en tono evasivo mientras guardaba de nuevo los prismáticos en su funda—. Todo está sucediendo muy deprisa. Hace unas semanas, ni siquiera te conocía.

—¡Ten piedad de mí! Mi familia me está acosando. Por lo menos… ¿saldrías de vez en cuando con José, si consigo organizarlo?

Estábamos ya junto a los caballos, comprobando las cinchas.

—¿Que salga con una mujer? —dijo por encima del hombro, mientras apretaba con fuerza la cincha de la silla. Mozuela, la yegua, protestó por el tirón.

—Si vas a casarte con ella, primero tendréis que salir juntos.

Faisán tenía una garrapata en el pecho y se la quité con cuidado.

—¿Y quién ha dicho que me voy a casar con ella? —Juan estaba indignado y montó la yegua.

—Bueno, aunque no te cases con ella —dije sin perder la paciencia—, ¿por qué no salís juntos? A José le caes bien y ella es muy divertida. Para dirigir el coto tienes que aprender a moverte en sociedad, amiguito, aprender a comportarte con las mujeres.

—Ya sé cómo comportarme con las mujeres —dijo en tono glacial—: Evitándolas. —Hizo girar a Mozuela y se alejaron a medio galope.

«Maldita sea», pensé, «he vuelto a pasarme de la raya». Espoleé a Faisán y les alcancé. Ambos aflojamos el paso hasta casi detenernos.

—Además —dijo mientras encendía un cigarrillo—, las mujeres como ella no se casan con los tipos como yo. A tu familia le daría un ataque.

—Conseguiré convencerles.

Juan se burló.

—¿Y también convencerás al pelmazo de tu hermano?

—Juan, escúchame. Si no te casas, vas a poner en peligro esta vida que acabas de iniciar. La gente empezará a murmurar. Ya pasaste por este infierno en tu pueblo y en la mili… El único motivo por el que yo no he levantado aún sospechas es porque los toreros no suelen casarse hasta que se retiran… no quieren que sus esposas e hijos estén sufriendo todo el día. Pero en cuanto me retire… si no me dirijo a galope tendido hacia el altar, la gente empezará a murmurar. Piensa en lo que te digo: tú eres soltero, yo soy soltero y pasamos mucho tiempo juntos… Si mi familia lo descubre, lo descubrirá también la policía.

En los ojos de Juan había una mirada triste: sabía que yo estaba en lo cierto. Sin embargo, aún me quedaba mi mejor pase, que había reservado para el final.

—Bueno, hombre, es una oportunidad perfecta para que conozcas Madrid. A José le encanta Madrid: la buena vida, los bares, los restaurantes… Te lo pasarás muy bien con ella.

—Yo no puedo permitirme la buena vida que lleva ella —frunció el entrecejo.

—Bueno, José no es tan remilgada como piensas. Llévala al cine.

—¿En su coche?

—¿Y por qué no? Pronto tendrás tu propio coche.

Para organizar algo entre José y Juan, me haría falta trabajar con seres humanos y utilizar el capote de mi elocuencia como nunca antes había hecho. Así pues, la noche siguiente me detuve en Toledo y fui a casa de mi madre. Paco tenía que vivir en la capital por su trabajo, pero se pasaba allí fines de semana enteros estudiando minuciosamente antiguos documentos de los archivos familiares. Mi hermano acababa de mandar a su esposa y a los niños a la casa que tenían en Santander hasta que empezara de nuevo el colegio, para poder dedicarse a sus investigaciones también entre semana. Mientras yo ansiaba pasarme el verano entre las piernas de un hombre, Paco ansiaba pasárselo enfrascado entre las páginas de unos cuantos libros polvorientos.

—¡Hombre! —me dijo con una alegría muy ceremoniosa cuando entré en la biblioteca—. ¿Cómo estás?

Mi hermano estaba sentado a la larga mesa de refectorio, sobre la cual se apilaban libros, manuscritos y notas. Bajo aquel techo alto y lúgubre, cuyas vigas estaban pintadas, la figura solitaria de Paco estaba iluminada por una lámpara de lectura que tenía una lupa. Muy cerca de él había varios arcones antiguos de madera de roble: estaban abiertos y rebosaban de libros y documentos amarillentos. Los puristas de hoy en día creen que esos valiosísimos documentos estarían más seguros si se guardaran en vitrinas de cristal que los preserven de las condiciones ambientales.

Obedeciendo a esa pasión de los españoles por el orden un tanto enmarañado, Paco había metido los documentos en carpetas etiquetadas: cartas, donaciones, inventarios de patrimonio, escrituras de propiedad cuyas primeras anotaciones estaban en árabe… Había también unos cuantos árboles genealógicos, ya amarillentos, de los tiempos de la Inquisición: los linajes «puros» —es decir, los católicos puros de la «raza» castellana, es decir, los visigodos no «contaminados» por sangre árabe, mora, bereber o judía— se habían hecho constar en tinta azul. Paco se refería con orgullo a nuestra familia como azules, pero yo había descubierto casualmente que aquella palabra se usaba desde hacía mucho tiempo en la familia y tenía otro significado que Paco desconocía. Las genealogías más antiguas habían desaparecido, posiblemente con nuestra tía roja.

También habían desaparecido misteriosamente otras cosas de aquel tesoro de valor incalculable. Gracias a que durante la adolescencia me había dedicado a curiosear entre los archivos de la familia, recordaba un documento fechado en 1222 que describía una ceremonia religiosa durante la cual se convirtieron en «hermanos» un tal García y un tal Pedro, el hermano de Sanches que más tarde fue asesinado. Aquellas ceremonias medio olvidadas no eran desconocidas para unos cuantos eruditos españoles, que no se habían atrevido a mencionarlas desde la caída de la República. Supongo que mi intuición me había llevado a creer que se trataba de ceremonias que autorizaban las relaciones sexuales entre hombres y que databan de una época remota y mucho más tolerante que la actual. Seguramente Paco había destruido el documento, pero yo no podía interesarme por su paradero porque levantaría sospechas. Así pues, me mordí la lengua, tomé la licorera de cristal que había en una enorme vitrina de madera de roble y me serví un brandy.

—Así que has descubierto algo sobre la cripta… —dije por encima del hombro.

En la mirada de Paco, tras sus gafas bifocales, apareció un brillo casi siniestro.

—Exacto. ¿Dónde he puesto el libro? —se lamentó—. Si lo tenía aquí mismo hace un segundo…

Paco tiró al suelo una hoja de papel con anotaciones y luego se inclinó para buscarla a tientas. A pesar de las bifocales, apenas veía. Recogí la hoja del suelo en silencio y se la devolví. Paco encontró el libro que estaba buscando y lo abrió por una página que había marcado.

—Mira, fíjate en lo que dice aquí sobre las Mercedes —insistió—. Jamás le había prestado mucha atención a este párrafo.

Noté los nervios en el estómago. El libro que tenía Paco entre las manos, Hazañas de Sanches, era uno de los más antiguos: era un tratado de historia copiado a mano, encuadernado en cuero y escrito con tinta sepia en un peculiar castellano antiguo, en letras cursivas, que sólo Paco era capaz de leer. Dijo que había visto libros de características similares en los archivos del monasterio de Santo Domingo de Silos. Desde luego, y a juzgar por los materiales utilizados, aquel databa por lo menos del siglo XIII.

Paco dejó resbalar su dedo delgado y de huesos finos por el texto.

—Habla de la antigua vía… habla de que la cripta no estaba lejos, al sur de la iglesia —dijo—. Pero… ¿qué iglesia? ¿La del castillo o la de Las Moreras? Si se trata de esta última, entonces la cripta de las Mercedes tiene que estar en alguna parte del coto.

—Seguramente se refiere a la que estaba cerca del castillo —dije—. ¿Por qué iba a estar en el coto, sin protección alguna?

Me callé la verdadera respuesta a aquella pregunta: que la cripta de las Mercedes era bastante más antigua que el castillo, de una época en que aquellos ritos ceremoniales se aceptaban abiertamente. Por tanto, no necesitaba la protección de ningún castillo.

Seguimos enfrascados en el libro durante un buen rato. A nuestras espaldas, las altas ventanas acristaladas dejaban ver Toledo y su paisaje de tejados y antenas de televisión. La silueta lejana del Alcázar medio en ruinas estaba rodeada de andamios, pues lo estaban rehabilitando como atracción turística y monumento al asedio sufrido por el bando nacional en la ciudad. Más allá del Alcázar, las sombras azuladas se cernían sobre el cañón del río Tajo, que rodeaba la ciudad por tres de sus lados. Yo había nacido en el año 39 en aquella misma casa, justo en el momento en que las armas enmudecían. Las ventanas estaban herméticamente cerradas para evitar que el humo y el ruido de los coches impregnaran la sala. Ni siquiera el glorioso mito de los Escudero le daba a mi madre la fuerza necesaria para quedarse en Toledo durante los fines de semana de verano, cuando millones de turistas alemanes, franceses, belgas y yanquis invadían en sus coches nuestra ciudad. Mamá y Tita ya habían huido hacia El Refugio, una modesta y moderna casa que yo les había comprado a las afueras de la ciudad.

Paco acababa de sacar un viejo mapa militar de la zona y me pregunté dónde lo habría conseguido. Estaba muy ocupado añadiendo notas y marcas. Siguió con el dedo la antigua vía romana, desde el castillo hasta el coto, y se detuvo en la zona en que se encontraba la cripta de las Mercedes, donde había trazado las nuevas fronteras de la pequeña parcela que yo había reservado.

—Modificaste las fronteras cuando creasteis la fundación —dijo—. Dejaste fuera esta pequeña parcela de aquí. ¿Por qué?

—Para crear una especie de barrera entre la propiedad privada de Las Moreras y el coto —dije—. Me gusta tener un poco de intimidad.

Paco asintió. Seguramente, le parecía un argumento razonable.

—Si la cripta de las Mercedes no es la que hay en Las Moreras, ¿dónde crees que puede estar? —me preguntó.

—Supongo que el castillo era el lugar más apropiado —dije encogiéndome de hombros.

—Puede ser —dijo Paco—, pero… ¿por qué?

Volví a encogerme de hombros.

—Parece lógico que el castillo tuviera un espacio de culto. Y además, el castillo pertenece a la época correcta.

—Sí… lo cual también parece lógico. Pero en esta página, las Hazañas hablan de las nuevas pinturas que se habían añadido a la cripta… es decir, que había pinturas antiguas. Más antiguas que este libro. ¡Piénsalo un momento, Antonio! Debe de ser uno de los murales religiosos más antiguos de España. Estoy seguro de que es una auténtica maravilla… si es que la cripta aún existe.

—No olvides que los nacionales bombardearon el castillo —dije—. Si la cripta de las Mercedes estaba allí, ahora no será más que un montón de polvo.

—¿Por qué? —dijo Paco—. Tal vez esté oculta bajo las ruinas.

—La onda expansiva de los obuses al estallar, hombre —me impacienté ante su falta de sentido práctico—. Por fuerza tuvieron que destrozar los frescos que había bajo tierra. Bueno, qué más da, yo nunca he tenido tanta fe como tú en ese montón de papelotes.

—Pero hombre —dijo—, el papel es el camino hacia la fe. Si no… ¿de dónde salen todos esos decretos papales… e incluso nuestro árbol genealógico?

—Hacia tu fe, no hacia la mía —me encogí de hombros otra vez—. Criar animales te enseña lo fácil que es mentir respecto al pedigrí. Lo único que tengo que hacer para saber que en nuestro linaje hubo árabes, es mirarme al espejo. Desde luego, este pelo encrespado no es de los arios godos católicos, amiguito. Nuestro padre y nuestra madre eran primos. Los Escudero practicaron la endogamia, pero la endogamia revela muchos secretos.

Paco frunció el entrecejo. Sabía que mi cinismo como criador respecto a los documentos se remontaba a la historia religiosa, hasta los primeros concilios e, incluso, hasta las Sagradas Escrituras. El papel existe en el mundo del tiempo, donde los seres humanos pueden manipularlo. Si Dios no es capaz de evitar que los seres humanos jueguen con las vidas de los demás de la forma más espantosa posible, desde luego tampoco será capaz de evitar que alteren los así llamados «textos sagrados». Ese era mi punto de vista.

—Pero Antonio, ahora en serio —dijo—. La bisabuela Carmen debió de contarte algo sobre la cripta. Estabais muy unidos.

—Por desgracia, José y yo estábamos demasiado ocupados haciendo travesuras como para prestarle atención. Y la verdad es que me arrepiento mucho.

Paco, sin embargo, siguió hablando con la pasión y la vehemencia de Lord Carnarvon tras la pista de la tumba de Tutankamón.

—Dios mío, es cierto —dijo Paco mirando por la ventana—. La cripta de las Mercedes podría estar sepultada bajo toneladas de piedras. Ah, si tuviera dinero, organizaría una excavación…

Satisfecho porque Paco había echado a correr tras una pista falsa igual que una partida de galgos, dije:

—Bueno, mira… Si quieres organizar una excavación en el castillo, tienes mi permiso y podemos ir a medias, si quieres. Pero tienes que encargarte de negociar con el Ministerio de Cultura… para el tema de los permisos y todo eso. Ya sabes lo poco que me gusta tratar con funcionarios.

—¿Hablas en serio? —Paco me miró como si no me creyera.

—Muy en serio —dije—. Un importador yanqui se ha retrasado en el pago de una factura muy elevada. Voy a tener un poco de dinero extra.

Tomé el ABC del día, que estaba sobre la mesa, y le eché un despreocupado vistazo. No había ninguna columna de José, pero sí había un artículo en la página tres que hablaba del CYS. Últimamente, Juan me había absorbido tanto que no había seguido las actividades del CYS. Ahora, gracias a una Ley de Prensa menos rígida, de vez en cuando era posible encontrar en los periódicos alguna que otra noticia protagonizada por el grupo terrorista: la paliza que había recibido en Barcelona un poeta catalán liberal; actividades de vigilancia en los centros turísticos del Mediterráneo contra «el uso en público de vestimenta y lenguaje inadecuados»; protestas contra la musica yeyé… Y si el CYS hacía todo eso en público, seguro que en secreto hacían cosas mucho peores, como los Escuadrones Siniestros durante la época de la Guerra Civil, que secuestraban a las personas y las torturaban o ejecutaban en lugares secretos. En público, los sectores más conservadores condenaban esa clase de extremismo; en privado, la mayoría de ellos probablemente lo aplaudían.

—El CYS ha estado muy ocupado —comenté.

—¿El qué? —Paco seguía pasando hojas.

—Los Caballeros del Yugo Sagrado.

—Ah, eso. Sí, bueno, he estado tan ocupado que no he seguido las noticias.

—Cinco siglos de terror —dije—, una guerra que ha matado a la mitad de la gente de este país… y ellos siguen creyendo que el terror funciona.

Paco no contestó. Murmuraba para sí mismo mientras seguía concentrado en el libro. Terminé mi brandy: había llegado el momento de sacar otros temas.

»Bueno, el coto tiene muy buen aspecto. Este año está todo más verde. Pico le ha dado el visto bueno a nuestro aprendiz. Y ya hemos visto un lince.

Paco se puso de pie y se desperezó: tenía los músculos entumecidos después de pasar tantas horas sentado.

—Así que tu amigo campesino ya ha abandonado la idea de ser torero.

Estaba tan nervioso que noté cómo se me encogía el estómago. Era fundamental permanecer muy quieto ante los envites de aquel toro bravo.

—Sí. Isaías estaba bastante decepcionado —me encogí de hombros—. Los cinco muchachos fracasaron. Y por poco dejo que Juan Diano se vaya también, pero a Santí se le ocurrió que podíamos mandarle a trabajar al coto.

—Tienes muy buen concepto de él, ¿no? ¿Cómo se apellida?

—Juan Diano Rodríguez —procuré darle un tono afable y coloquial a mi voz—. Pico y el comité del pueblo le sometieron a una dura prueba antes de concederle la beca.

—José demuestra cierto interés por él. Todo el mundo la vio pasear con él durante las pruebas de selección.

Me alivió bastante que fuera el propio Paco quien sacara el tema.

—Pobre José —dije—. Ya tiene treinta años y también está pensando en el matrimonio.

—Me alegra oír eso.

—De hecho, José me ha dicho que le gustaría salir con Juan.

Paco se quedó boquiabierto.

—¿Qué?

—Ya me has oído.

—Dejando a un lado el hecho de que pertenece a la clase obrera, es más joven que ella, ¿verdad?

—Si sus intenciones son honradas, ¿qué más te da? No haces más que quejarte de que José aún no se haya casado.

—¿Honradas? —protestó Paco—. Todo el mundo pensará que es un gigoló y un cazafortunas cuando les vean juntos.

—La fortuna la tiene asegurada con Coto Morera —dije—. Seguramente no llegará a millonario, pero pronto se convertirá en un respetable y acomodado profesional. Desde luego, no tendrá ningún problema para mantener a una familia. José quiere salir con él y yo estoy de acuerdo.

—No hablas en serio.

—Asumo toda la responsabilidad. Después de todo, fui yo quien les presentó.

Paco me observó fijamente. Su rostro —caracterizado por una nariz aguileña y unos ojos oscuros y de párpados caídos que, en cierta manera, ponían de relieve nuestros ancestros mezclados— se contrajo visiblemente por la rabia. En aquel momento, parecía un miembro de la familia real británica indignado ante la idea de que la princesa Ana se casara con un plebeyo. Le devolví la mirada, con una expresión impasible en mi rostro mestizo.

—Antonio, esto es una broma, ¿no? —dijo.

—Mira, Paco —me senté en el borde de la mesa de refectorio—, ahora te hablo como criador de animales. Sera y yo somos primos terceros. No hay nada mejor que un cruce de vez en cuando, ¿verdad? Si no, la próxima generación de Escuderos nacerá con dos cabezas.

Mi hermano se irguió.

—No pienso repetir ese grosero comentario en presencia de Mamá —dijo, con los labios apretados—, pero te aseguro que la próxima vez que visites El Refugio descubrirás que le ha dado un síncope.

—Vamos, Paco. ¿Has visto a Juan? Es un excelente espécimen de la raza castellana, mucho mejor que yo. Si fueras un padre purista y miembro de la Falange, preferirías que tu hija se casase con él antes que conmigo.

Paco jugó su última carta.

—Y las familias como la nuestra no deberían permitir mezclas de sangre sin hacer antes ciertas averiguaciones. ¿Qué crees que descubriríamos si investigáramos a la familia de Juan Diano?

En su voz había una sutil amenaza, un tono extraño e inquietante que nunca antes le había oído. El ratón de biblioteca tenía ahora un aspecto siniestro y, durante unos instantes, el estómago se me encogió aún más. Pensé en lo fácil que sería que salieran a la luz aquellas asociaciones políticas tan poco recomendables de las que me había hablado Juan, por muy efímeras que hubieran sido.

—Tendrás suerte si encuentras a su familia —dije encogiéndome de hombros—. Emigraron.

—Cuando una familia emigra, siempre hay un motivo —dijo Paco con aires de misterio.

—Sí —le contesté—, se llama pobreza.

Paco debió de llamar a Mamá inmediatamente. Un poco más tarde aquel mismo día, cuando llegué a El Refugio para cenar, Mamá estuvo a punto de decirme cosas bastante peores que canastos. Hice todo lo posible para no iniciar una discusión a gritos con ella y con la tozuda Tita. Me autoasigné el papel de hermano bondadoso que había presentado a su hermana un hombre de quien no esperaba tener que preocuparse. Incluso intenté usar el argumento del matrimonio por amor, pero ambas mujeres me observaron con frialdad: ellas se habían casado por obligación. Y entonces empecé a enumerar la larga lista de mujeres de la aristocracia que se habían prometido a plebeyos desde el año 1900.

—La princesa Margarita con Peter Townsend…

—El Townsend —me interrumpió Tita— salió rana.

Las dos mujeres rebatieron todos y cada uno de los matrimonios morganáticos que yo iba mencionando, y me recordaron que la mayoría de ellos habían terminado en divorcio o en escándalo. Desde luego, estaban mucho más informadas que yo sobre el tema, así que no me quedó más remedio que probar otra táctica.

—¿Sabéis que Juan va a empezar el Preu? —les pregunté.

—Y si es un estudiante, ¿cómo va a mantener a tu hermana? —insistió Mamá—. ¿O el noviazgo durará hasta que él se gradúe? ¿Cuántos años? ¿Cuatro, cinco? José ya tiene treinta años. Pasada esa edad, es peligroso tener hijos.

—Con los sueldos de los dos, y el apartamento de José, se las arreglarán.

—¿Que José le mantenga con su sueldo? —farfulló Mamá—. ¡Eso es inmoral! ¿Dónde se ha visto que una mujer decente lo permita?

—Ella no le mantendrá, porque Juan ganará un buen sueldo. Tiene la beca del coto… para estudiar ciencias y veterinaria.

—¿La beca? —Tita arqueó las cejas. Sabía perfectamente que la beca era generosa.

—La junta directiva ya lo ha aprobado —dije—. De hecho —añadí—, Isaías está tan contento que quiere hacer un poco de publicidad del coto. Va a salir un artículo en el ABC.

—Estoy segura de que José le ha dado la idea a su jefe —comentó ácidamente Tita.

—Isaías y Tere creen que es una joya. Ya veréis, preguntadle a Tere.

—Tere no tiene hijos —refunfuñó Mamá— y recoge a cualquier chucho callejero que pase por ahí.

—¿Y qué esperas de un par de don nadie vascos cuyas familias apestan a bacalao? —añadió Tita.

Continué hablando y tracé el retrato de un joven y brillante experto en fauna salvaje. Juan destacaría, les dije, en el nuevo movimiento de conservación de la Naturaleza que estaba surgiendo en España, se convertiría algún día en el director de Coto Morera y viajaría a importantes conferencias internacionales. Y así seguí durante un rato. Mamá y Tita se mordieron los labios y vacilaron. En los últimos tiempos, habían avanzado lo suficiente como para contemplar la posibilidad de comprar un perro de raza extranjera, por no hablar ya de llevarlo al veterinario. Si el españolito tradicional tenía que llevar a su perro a alguna parte porque estaba enfermo, la mayoría de las veces lo llevaba a la bruja de su pueblo. La antigua misión aristocrática de cuidar de los animales de caza les seguía resultando atractiva a mi madre y a mi tía, por muy moderna que pareciese ahora. Era obvio que Juan no acabaría convertido en un guardabosques, que para ellas era prácticamente lo mismo que un criado: sería un guardabosques con formación «científica» y los científicos, a pesar del desprecio con que la Iglesia Católica Romana les trataba por haber descubierto desagradables verdades (como por ejemplo, que la tierra era redonda), no eran criados.

Utilizaba el capote de mi elocuencia igual que un abogado en un juicio por asesinato.

—Juan sí que es un caballero —sostuve—, y no como muchos que conozco yo y que van por ahí reivindicando ese nombre. José podría haber elegido peor. Y de todas formas… bueno, es cosa suya. Igual lo planta de aquí cuatro días.

—Canastos… si de verdad Juan es tan maravilloso como dices tú —replicó mi madre— será muy tonta si lo planta.

—Ya haré yo de carabina, si con eso te sientes mejor —dije—. ¿Qué mejor carabina que un hermano capaz de darle una paliza a Juan si le falta al respeto? ¿No? —Vacilaron de nuevo, pues sabían que mi actitud protectora con José era sincera e inflexible—. ¿Os acordáis de la paliza que le di a Victoriano Palma? —las presioné un poco más.

Se acordaban. Palma era un torero que había tomado la alternativa más o menos al mismo tiempo que yo. Había abusado de su relación profesional conmigo para tratar a José con muy poco respeto, impulsado por el aura moderna que envolvía a mi hermana. Y yo había tratado a Victoriano peor que a cualquier toro: le había mandado dos semanas al hospital. El tribunal retiró todos los cargos contra mí e Isaías había sabido aprovechar hábilmente la publicidad: un torero que defiende el honor de su hermana vende bien entre los católicos. Durante el resto de la temporada, la recaudación de taquilla aumentaba un treinta por ciento cada vez que yo figuraba en el cartel.

—Yo respondo de Juan —dije—. Y Sera tendría que salir con nosotros de vez en cuando… Ya sé que me he portado muy mal con ella. Ahora espero que podamos pasar un poco más de tiempo juntos. ¿Os parece bien que yo sea la carabina de mi hermana y José la carabina de Sera?

La pregunta de verdad, sin embargo, la formulé en silencio. ¿Acaso no habían aceptado siempre, igual que la madre de Sera, que José era la compañera perfecta para ella?

Mamá miró a Tita para obtener la autorización de otra persona, como hacía siempre. Tita se irguió.

—Muy bien —anunció mi estricta tía—. Si la mamá de Sera está de acuerdo, nosotras también.

En su siguiente día libre, Juan acudió —aunque a regañadientes— a su primera cita con José. Una vez en Madrid, mi amigo necesitaba un sitio donde dormir y alguien que le aconsejara en cuestiones de ropa… y no podía ser yo, así que Isaías y su esposa Tere se hicieron cargo de Juan. Los dos estaban muy impresionados con mi amigo y con su nuevo puesto en el coto. Habían visto a Juan y a José charlando durante las pruebas de selección y creían que era maravilloso y muy edificante que los dos jóvenes se sintieran aparentemente atraídos el uno por el otro. Tere e Isaías disponían de dos habitaciones libres en su espacioso piso de Madrid, así que le propusieron a Juan que utilizara una cuando estuviera en la ciudad y le dieron una llave. De esta forma, nadie le vería en las proximidades del apartamento de José, que se hallaba en el Paseo de la Castellana.

Fue Isaías quien acompañó a Juan a una sastrería y le vistió de pies a cabeza. Una vez terminadas las compras —un traje completo, de corte informal, más sus primeros zapatos de verdad—, Juan ya se había gastado casi todo lo que había conseguido ahorrar.

—Ahora entiendo —refunfuñó— por qué los ricos necesitan seguir siendo ricos.

A última hora, yo no pude asistir a la cita. En las últimas semanas había dedicado muy poco tiempo a pensar en el trabajo y ahora no me quedaba más remedio que prepararme a fondo para la Semana Grande de Bilbao. Tuve que irme a la hacienda de Álvaro a torear unas cuantas vaquillas y después Sera dijo que estaba resfriada, así que finalmente Isaías y Tere se ofrecieron voluntarios para sustituirnos en las labores de carabina e invitaron a la joven pareja a disfrutar de una agradable velada en la ciudad. Mamá, Tita y Paco consideraron que era una oferta razonable. El plan era que las dos parejas tomaran unas copas en el Jockey Club, luego se fueran a cenar al Palace y más tarde a bailar en el Whisky a Gogó hasta que Tere e Isaías se retiraran. Primero acompañarían a José a su apartamento y luego Juan se iría a dormir a casa de los Eibar.

Estaba muy ansioso por saber cómo había ido la cita, pero al día siguiente Juan no me llamó. Se limitó a tomar el tren que iba a Toledo y luego hizo autoestop hasta el coto, es decir, que no tuve la oportunidad de hablar con él.

Aquella misma tarde, José y yo quedamos para comer en Aranjuez, que se hallaba a mitad de camino entre nuestras respectivas casas. No nos fiábamos del teléfono y preferíamos hablar en privado.

Mientras bebíamos vino tinto, mi hermana me habló en un tono un poco irónico.

—Isaías y Tere lo hicieron muy bien. Juan iba vestido igual que un novillero un poco entrado en años… No, en serio, estaba muy guapo. Estoy segura de que tú no habrías podido resistir la tentación de tocarle. Obviamente, Isaías, Tere y yo tendremos que enseñárselo casi todo… Socialmente, me refiero. Al principio estaba bastante nervioso y cohibido y tuve que emplearme a fondo… Pero aprende rápido —el corazón de José se había ablandado un poco—. Por cierto —añadió—, te pido disculpas por haberle llamado campesino. Me gusta ese chico, tiene algo especial. Más aún, me inspira confianza.

—Acepto tus disculpas.

Casi de inmediato, los círculos sociales empezaron a darle a la lengua. ¿Era cierto que María Josefina Escudero estaba saliendo con el ayudante del guardabosques de Coto Morera? ¿Tenía María Josefina intenciones de casarse por fin? ¿De verdad quería casarse con alguien de condición social inferior a la suya? ¡Qué atrevimiento el de ese tal Juan Diano, que se permitía aspirar a algo que estaba por encima de sus posibilidades! Los comentarios sonaban exactamente igual que las novelas románticas que se publicaban por entregas en los periódicos españoles. Esas novelas eran, precisamente, el único motivo por el cual mucha gente seguía comprando el periódico, pues la censura había minado su fe en la prensa.

* * *

Sera y yo teníamos que formalizar nuestra relación: era inevitable. Además, entre los cuatro aún teníamos que perfilar los detalles de nuestro Pacto secreto. Puesto que era bastante complicado que pudiéramos reunirnos los cuatro para tratar el tema en privado, nos vimos obligados a hacerlo en público.

Eran la diez en punto de una noche que pasó a ser histórica, y hacía tanto calor que hasta los turistas estaban fuera de combate. Dejamos atrás Toledo, que se consumía a fuego lento sobre su monte de granito, y cruzamos el puente de Alcántara para ir a cenar a un pequeño restaurante que estaba en el campo, donde no hacía tanto calor. La atmósfera que se había creado a nuestro alrededor parecía más bien la de una cumbre de emergencia para decidir la entrada de España en la OTAN, que no la de dos parejas que se disponían a formalizar sus respectivos noviazgos.

Sera y yo nos sentamos en la mesa que había en un rincón de la terraza, donde podíamos disfrutar de cierta intimidad. Estoy seguro de que hasta nos habría parecido un lugar agradable, de haber estado menos nerviosos. Soplaba una brisa ligera que refrescaba el ambiente y agitaba el mantel entre nuestras rodillas temblorosas. El restaurante era un híbrido entre la decoración típicamente castellana y las lámparas chinas que colgaban del emparrado que había sobre nuestras cabezas. Las lámparas se balanceaban por la brisa y proyectaban una red de colores exóticos sobre nosotros. Puesto que era bastante tarde, los turistas ya habían cenado y los camareros estaban empezando a recoger las mesas.

José y Juan estaban en la barra, donde mantenían su charla privada. Desde la mesa que ocupaban en el centro de la sala, Mamá, Tita y la madre de Sera se abanicaban y nos observaban como halcones. Ya habíamos tenido que discutir con ellas para poder sentarnos donde no pudieran oírnos.

Serafita lanzó una mirada al trío de damas, se estremeció y se echó por encima un jersey fino. Aún no habíamos pedido: de hecho, ni siquiera habíamos mirado la carta.

—O sea —dijo—, que Juan y tú sois… —hizo una discreta pausa.

—Sí.

—Me alegro de que estés con alguien, Antonio. José me ha dicho que Juan es buena persona. Sé que te has sentido muy… solo. Hace mucho tiempo que te notaba algo y ahora sé que era soledad.

Su preocupación me emocionó y se me hizo un nudo en la garganta.

—¿Qué tal… qué tal va todo entre José y tú?

Sera vaciló.

—Escucha —le dije—. Ahora ya no tenemos por qué estar solos. Tienes amigos en los que confiar… me tienes a mí, tienes a Juan. Puedes contármelo todo. Os quiero a las dos y me preocupa vuestro bienestar. Te aseguro que seré una tumba.

Sera suspiró, mientras jugueteaba con su copa de vino.

—Un poco mejor.

—¿De verdad?

—No le digas nunca que te lo he contado —dijo Sera. El corazón le latía en la garganta—. Le dije que no puede darme órdenes como si fuera un hombre. Me he pasado la vida viendo cómo mi padre le pegaba a mi madre. Tonio, tú no… tú no me pegaras, ¿verdad?

Me impresionó su valentía, pues hacía cinco siglos que las mujeres vivían sometidas por ese yugo.

—No, claro que no. ¿Y cómo se tomó José tu exigencia?

—Ya veremos. Sabe que tiene que controlarse.

—Bien. No quiero interferir entre vosotras, porque estoy seguro de que tú puedes arreglártelas sola —inspiré aire con fuerza—. Bueno, Serita, tenemos que hablar de otras cosas. Cuanto más tiempo continuemos como hasta ahora, más peligroso será —tenía la cabeza ladeada para que las tres brujas no pudieran ver los movimientos de mi boca. Quién sabe, quizá hasta sabían leer los labios—. ¿Qué opinas del Pacto? —le pregunté—. Podemos seguir como antes. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Sera dejó la copa sobre la mesa y esta vez no le tembló la mano. De haberse tratado de otra chica, no me habría extrañado ver una lágrima en su mejilla de color camelia. Durante muchos años, aquella jovencita había interpretado un difícil papel que podría haber dado prestigio a la profesión y a la industria cinematográfica española, además de suponerle la Palma de Oro en el Festival de Cannes. Había subestimado la hoja de acero espiritual que escondía en su interior, bajo su vestido a la última moda y su aspecto impecable: una hoja fina como el papel y ligera como la brisa pero —al igual que mi estoque— tan afilada como el cristal.

—Sí —dijo en voz baja—, lo entiendo, pero hay algo más, algo en lo que tendrás que ceder cuando seas mi marido.

—¿Sí?

Sera vaciló de nuevo. ¿Acaso nuestro Pacto estaba a punto de irse a pique por culpa de un pequeño escollo?

—Quiero estudiar una carrera —dijo bruscamente—. No quiero morirme de aburrimiento como hasta ahora. ¿Me dejarás ir?

Durante un segundo, vislumbré de nuevo las murallas tras las que aún vivían encerradas tantas mujeres.

—No es que yo te deje, Sera. Es que harás lo que tú decidas.

Su mirada resplandeció de alegría.

—¿De verdad?

—De verdad —no pude evitar una sonrisa—. Tú y Juan os podéis ayudar el uno al otro con los deberes. ¿Qué te gustaría estudiar?

—Historia del Arte —respondió sin dudar—. Y Fotografía, para poder documentar mis trabajos.

—Entonces hazlo. Te mandaré a la Universidad.

De repente, y por primera vez, Sera sonrió. Era una sonrisa amplia, que procedía de algún lugar remoto oculto en su interior. ¡Y yo que siempre la había considerado una chica limitada! El nudo que me atenazaba la garganta se hizo más grande.

—Entonces… ¿estamos de acuerdo en todo?

—Sí, ya está todo decidido. —Se contuvo para no mirar a Juan y a José, a quienes podíamos ver a través de la puerta del bar—. Quiero que termine esta etapa y que dejemos de vivir con miedo.

Suspiré aliviado. Durante apenas un instante, la angustia de todos aquellos años apareció brevemente reflejada en la joven actriz que tenía frente a mí. Tenía veintisiete años y amaba a José desde los doce. De repente, una lágrima resbaló por su mejilla perfecta.

—Serita —dije en voz baja—, intenta fingir que lloras de alegría.

—Lloro de alegría. —Sera se secó la lágrima con la punta de la servilleta, para no estropear el maquillaje—. Antonio, te estoy tan agradecida… De cara a los demás, seré la esposa más devota del mundo. —Se tragó las lágrimas y bebió delicadamente de su copa de vino.

—No habrá marido más devoto ni más respetuoso que yo —dije—. Vamos, anímate, no llores más. Tendremos una vida mara-villosa los cuatro. Ya verás, hasta nos divertiremos. ¡Bien sabe Dios que nos lo merecemos!

Y ahora había llegado el momento de poner en marcha los convencionalismos sociales que todo el mundo quería ver. Tomé su minúscula y pálida manita entre mis manos curtidas y la sostuve con delicadeza. Cuando la solté, en su palma había un brazalete de oro con una esmeralda brasileña, una pieza de art nouveau que databa de antes de la Guerra Civil. Había rebuscado entre mi tesoro de joyas pertenecientes a los Escudero hasta encontrar algo que fuera apropiado como regalo de compromiso. Las tres damas lo habían estudiado minuciosamente con la lupa de Tita y le habían dado el visto bueno.

—Tonio —dijo mirándome a los ojos—. Temo por ti y por Juan… Vuestros encuentros son… peligrosos.

Desde la distancia, probablemente daba la impresión de que Sera estaba haciendo una sentida y profunda declaración sobre nuestra futura vida en común.

—No seas tonta —le dije mientras le ponía el brazalete en la muñeca—. Todo saldrá bien. Hace más de mil años que la gente organiza cosas así.

La entrega del brazalete era la señal que esperaban José y Juan, quienes —a juzgar por sus expresiones serias—, aún no habían dado por terminada su propia negociación sobre la OTAN. Se acercaron a nuestra mesa y se sentaron con nosotros.

—¿Y bien? —nos preguntó José—. ¿Está todo decidido?

—Todo decidido —dijo Sera.

José soltó un gritito de mejor amiga, para complacer a nuestro público, y abrazó a José con gran decoro. Unas cuantas personas volvieron la cabeza en el restaurante y aparecieron sonrisas de aprobación en varios rostros iluminados por la luz de las lámparas chinas. A todo el mundo le encantaba presenciar la escena de una joven pareja moderna que se prometía en matrimonio.

—¡Sera, me alegro mucho por ti!

En ese momento llegó un camarero con una bandeja. Yo había pedido una botella del mejor jerez seco y vasos de caña.

—Un brindis —nos apremió José—. Sonreíd todos.

Llené el vaso de Sera y, tras vacilar unos instantes, Juan llenó el de José. No hacía falta ser muy listo para darse cuenta de que Isaías le había enseñado a servir. Mi amigo observaba con cierto nerviosismo el brazalete de esmeraldas de Sera. Antes del brindis, sin embargo, José y Juan aún tenían que tomar una decisión.

—Bueno —dijo José mirando a Juan—, ¿y tú qué dices? —entornó la mirada, como un zorro—. Una oportunidad como esta… no se tiene cada día.

Juan siguió sentado, encogido y en silencio. Contuve la respiración, pues me daba cuenta de que José le estaba poniendo a prueba una vez más para ver si iba tras el dinero de los Escudero.

—Todo ha ido muy deprisa —murmuró.

—Tonterías. El Cordobés era albañil —dijo José arrastrando las palabras— y en un mes se convirtió en el ídolo de los ruedos. Pero él no dudaba como tú.

Los vasos, llenos de jerez de una tonalidad pajiza, permanecían intactos. Juan me observó y vi la tensión en su mirada.

—¿No crees que vale la pena? —insistí con suavidad.

Mi amigo jugueteó con su vaso de jerez, del cual aún no había bebido. De repente, supe que estaba pensando en la primera vez que hicimos el amor en la cabaña. Suspiró profundamente y asintió.

—Entonces… ¿está todo decidido? —dijo José, muy animada.

—Todo decidido —dijo Juan.

—En cuestión de un par de meses —dijo José en el mismo tono animado de antes— Juan y yo nos enfrentaremos a la familia y conseguiremos que accedan. Quedará mejor si salimos juntos unas cuantas veces más. Estoy segura de que accederán, ahora que Antonio y Sera se van a casar. Y si no aceptan… bueno, soy mayor de edad, o sea que no podrán impedírnoslo. Y si es necesario, nos fugaremos.

No pude evitar una sonrisa, al pensar en Juan regalándole a José alguna joya de compromiso. Ni el veterinario más inexperto manejaría su primera jeringuilla con tanta inseguridad como Juan, llegado el momento, manejaría el brazalete o el broche. Seguramente, Isaías y Tere le ayudarían a encontrar algo apropiado.

Sera tomó su vaso de jerez. Había recobrado la compostura por completo y lucía de nuevo una sonrisa luminosa.

—Chin chin —dijo—. Por nuestra felicidad.

Cada uno levantó su vaso.

—Por la felicidad —coreamos.

De repente, Sera pareció muy interesada en la carta del restaurante.

—No miréis —dijo, en voz baja—, pero mi mamá viene hacia aquí. —Y luego, en un tono de voz un poco más alto—: Antonio, cariño, ¿has comido aquí alguna vez? ¿Me recomiendas las chuletas de cerdo?

—Las chuletas están muy buenas —dije—. Doña Margarita, ¿ustedes qué van a pedir? Estábamos hablando de las chuletas.

—¿De las chuletas? —preguntó doña Margarita al llegar—. Se os veía tan serios que hemos pensado que pasaba algo.

—¿Y qué iba a pasar, Mamá? —dijo Sera en tono alegre. Levantó la muñeca y le mostró a su madre el brazalete.

Doña Margarita tomó aire, emocionada.

—Entonces, ¿está todo decidido? —preguntó.

—Todo decidido —dije.

—¡Hijos míos! —Doña Margarita soltó un gritito y abrazó a su hija. Por encima del hombro de su madre, Serafita nos obsequió a los tres con un guiño de película.

—¡Elena! ¡Tita! —llamó doña Margarita—. ¡Ya está todo decidido!

En aquel momento, las tres mujeres debieron de sentir el mismo alivio que siente un torero cuando, tras la peor tarde de su carrera profesional, consigue matar al toro en el último intento.

—¡Calla, Mamá! —susurró Sera.

—¿Y por qué se tienen que callar? —comentó José en un tono un poco irónico—. Seguro que os organizan una boda en la catedral de Toledo y que os casa el primado de España ante más de mil invitados.

—Jovencito —dijo mi madre observando a Juan— es usted un privilegiado por estar en el seno de nuestra familia en un momento tan importante de nuestra historia.

La mirada de Juan dio a entender que ya lo sabía.

—Siéntense con nosotros, señoras —le indiqué al camarero que trajera más sillas—, y compartan nuestro brindis. Camarero, traiga más vasos, por favor.

Entre Juan y yo, sin embargo, no todo estaba decidido. Habíamos rehuido el acto sexual completo, pues nos habían educado como se educaba a los hombres españoles, y esa cuestión nos preocupaba y nos hacía recelar a ambos… especialmente a Juan Diano, procedente de un pueblo de costumbres muy tradicionales. Por mi parte, yo había empezado a obsesionarme con la idea de si Juan me quería de verdad… o si sólo me estaba utilizando por interés.

Finalmente nos dispersamos. Juan regresó al coto en el coche del yerno de Pico, que se lo había prestado amablemente mientras él y su esposa estaban de visita en el coto. Mi madre, Tita, Sera y su madre se encaminaron hacia El Refugio. Ansiosos por hablar en privado, José y yo volvimos a Toledo. Ahora que compartíamos nuestras vidas secretas, mi hermana y yo nos sentíamos espiritualmente más unidos que nunca.

Aquella noche fui consciente, como nunca antes lo había sido, de lo mucho que odiaba Toledo, de lo mucho que detestaba la frialdad del granito de aquellas calles estrechas y las fachadas señoriales, sin ventanas, decoradas con escudos de armas. Cuando cruzamos la plaza que había frente a la catedral, vimos a través de las vidrieras de colores el intenso resplandor de las velas que se consumían en el interior de aquella prisión gótica. De noche, las enormes puertas macizas estaban cerradas. Soplaba de vez en cuando una inquietante ráfaga de brisa que parecía arrastrar ecos de otros tiempos, como si fuera la banda sonora perdida de un documental sobre solemnes autos de fe: los interminables cantos y plegarias, la multitud apiñada alrededor de un cadalso sobre el cual varios condenados temblorosos escuchaban sentencias que les obligarían a hacer penitencia o a ser encarcelados durante años, o incluso a arder en la hoguera durante horas.

Y sin embargo… todo aquello pertenecía al pasado. Ahora, las únicas espadas que se fabricaban en Toledo eran las que usaban los diestros para matar toros o las que se llevaban los turistas como recuerdo de la ciudad. Toledo estaba llena de letreros luminosos de restaurantes, de cientos de personas que paseaban, de turistas japoneses con cámaras fotográficas y del rugido de los motores de coches fabricados en el extranjero. En lugar de monjes que entonaban el tedeum, se escuchaban los últimos éxitos de Marisol, de los Monkees o de los Carpenters.

José y yo pasamos de largo frente a varias tabernas típicas llenas de turistas y nos dirigimos a nuestro bar favorito, El Tambor. Era un local acogedor y moderno, con paredes de azulejos, luces brillantes y un aparato de televisión que reponía un concierto del Festival de Música de Santander. Tras entrar, nos sentamos en una mesa apartada y después, por turnos, echamos un discreto vistazo a nuestro alrededor para ver si nos había seguido alguien.

—Odio esta ciudad —dijo José, haciéndose eco de mis pensamientos.

—En Madrid también quemaban a la gente.

—Sí, pero aquí persiste el olor.

—No es sólo el catolicismo, sino todas las religiones. O por lo menos, las que levantan imperios.

—¿Qué quieres decir? —me preguntó.

—Lo veo cuando viajo. Primero, la religión se une al poder secular. Impone un conjunto de leyes y se sirve del terror para que la gente las obedezca. El poder secular hace que se respeten esas leyes y, para conseguirlo, se sirve del terror. Es decir, que el poder secular y la religión, que juntos forman el yugo perfecto, conservan su posición gracias al terror.

—Ya sabes que uno de los grandes sueños de la Humanidad es construir el imperio perfecto —se encogió de hombros—. Y lo siguen intentando.

El camarero nos trajo dos cafés exprés.

—Juan sigue teniendo miedo —dijo José mientras bebía un sorbo. Se había echado el jersey de angora por encima de los hombros sin demasiada gracia.

—Cuando un toro se retrasa a una posición defensiva —dije— tienes que sacarlo de ahí muy despacio.

—¿Estás seguro de que seguirá adelante con nuestro Pacto?

—No lo sé. Se comporta como si estuviera loco por mí… pero no me dice lo que siente.

—¿Tenéis problemas de celos?

—Bueno… lo normal.

—¿Le has dicho que le quieres?

—No.

—Tú eres tonto. Deja ya de quejarte.

Después de tomar el café, paseamos agarrados del brazo por las calles. Unas cuantas personas me reconocieron, pero nos dejaron en paz. Aquellas calles eran las mismas que habían recorrido, camino de la hoguera, los temblorosos condenados a muerte.

—¿Recuerdas la primera vez que viste las partes íntimas de una mujer? —me preguntó de repente.

A veces, mi hermana hablaba con tanta franqueza que conseguía hacerme ruborizar.

—Sí, eran las tuyas.

—¿Cuántos años teníamos? ¿Once?

—Recuerdo que estábamos en las colinas, buscando monedas romanas entre los matorrales.

—Y yo recuerdo —dijo en tono irónico— que te di una excelente clase de anatomía. Y que tu interés era puramente teórico. Lo único que hiciste fue tomar apuntes.

—Ningún hombre ama a las mujeres más que yo. Lo que pasa es que no me interesa mantener relaciones con ellas.

—Y tú fuiste muy amable y también me enseñaste tus partes íntimas.

—Estoy en deuda contigo, José. Podría haber transcurrido un siglo antes de que me enterara de que las mujeres también tenéis un miembro. Ese dato me fue muy útil algunas noches, ya que no podía complacer a una dama de otra manera.

—¿Con quién fantaseabas en aquella época?

—Pues con el primero que pasaba. Y supongo que tú pensabas en Sera.

—Nuestra existencia en común —dijo— es como una de esas maravillosas alfombras bordadas que tejen las monjas de un convento durante toda su vida. Aún la recuerdo a los ocho años, cabalgando sobre su poni galés con la melena al viento.

Me pregunté si una parte de esa devoción no se debería al hecho de que no habían tenido libertad para buscar otras parejas.

—José, no sé cómo preguntarte esto, pero… ¿cómo lo hacéis? ¿Tú eres…? O sea…

—No hace falta que seas tan caballeroso, Tonio. ¿Quieres saber si yo hago de hombre?

Tragué saliva con cierta dificultad. Cuando llegamos al cañón del Tajo, nos asomamos a la balaustrada de piedra que impedía que la gente cayera por un vertiginoso acantilado y contemplamos el meandro que traza el río, formando un foso natural perfecto, alrededor del peñasco sobre el que se halla Toledo. En las noches de luna, el agua resplandecía allí abajo y las corrientes formaban trenzas plateadas entre las sombras de los chopos y de los sauces. Esa noche, sin embargo, el río estaba oscuro, desdibujado.

José se estremeció de frío y se puso el jersey.

—Bueno, hay unos arneses… —dijo José—. Pero me arriesgo a que la sirvienta encuentre ciertos objetos, o sea que… No, a Sera y a mí nos va muy bien sin accesorios de ninguna clase —me lanzó una mirada severa—. La verdadera pregunta es sobre ti y sobre Juan, ¿no? A los dos os incomoda hacer de mujer, ¿no?

Asentí.

—Madre de Dios —exclamó—, qué manera de complicar las cosas tenéis los hombres. Os merecéis todo el sufrimiento que hacéis pasar a vuestro género.

—Estoy completamente de acuerdo —dije, con humildad.

—¿Has pensado en lo insultante que es para las mujeres la creencia de que entregarse es una vergüenza?

—Es más complicado. Lo que le molesta a Juan es… a ver… acabar convirtiéndose en el campesino que se somete a su señor.

—Pues entonces, que el campesino se folle primero a su señor —se encogió de hombros y nos quedamos mirándonos—. Ay, Señor, a veces me das miedo —dijo—. Harías cualquier cosa por él. Morirías por él.

Me giré y contemplé el río.

»Bueno, y si estás dispuesto a dar tu vida por él —dijo a mi espalda—, ¿por qué te preocupa tanto entregarle tu virginidad?

Era la clase de pregunta incómoda que podría haber formulado un inquisidor. No muy lejos de allí, se besaban, apoyados en la balaustrada, un joven de la ciudad y una turista vestida con minifalda. Seguramente se habían conocido en un bar y permanecían ajenos a nuestra presencia. La chica no parecía una hippy… sino más bien una joven en viaje de estudios que había escapado de la vigilancia de sus guardianes. Afortunadamente para ellos, no había ningún policía a la vista.

—Cien pesetas a que la chica le da una bofetada antes de que él consiga meterle la mano en las bragas —susurró José.

—Cien pesetas a que le deja —contraataqué yo.

El joven deslizó la mano y empezó a subirle la falda, que era de muy buena confección. Antes de que el bajo de la falda llegara a la mitad del muslo, la chica le dio una bofetada. Después se fue, indignada, y el muchacho se quedó allí frotándose la mejilla, enfadado y desconcertado por las costumbres extranjeras. Mientras José y yo recorríamos una tortuosa callejuela en dirección a nuestro coche, saqué un billete de cien pesetas del bolsillo y pagué la apuesta.

Me abstuve de volver al coto hasta después de la Semana Grande de Bilbao. Las cosas fueron de aquella manera con mi afición vasca: una oreja y unos cuantos gritos por parte de los que creían que no me había empleado a fondo. Cuando volví a ver a Juan, el pobre estaba hecho un manojo de nervios.

—Sí, ya sé que dije que estaba todo decidido —me comentó—. Y no, no quiero que me pillen. A lo mejor a ti no te sucede nada… porque tienes influencias. Pero a mí podría pasarme algo malo y tú no podrías ayudarme.

—Hacerlo bajo los puentes también es peligroso.

—Igual cambio de idea.

—Me estás ocultando algo.

—Mira, es por una cosa que me contó Faelín.

—Otra vez Rafael.

—No, escúchame. Me contó una historia espantosa. Tenía un amigo que conocía a un tipo que cayó en manos del CYS. Lo pillaron con el hijo de una familia muy rica. La familia se enteró y mandaron al CYS tras él. Un escuadrón siniestro del CYS se lo llevó a una casa apartada y allí le torturaron. Le pusieron hierros candentes en sus partes, le metieron hierros candentes por el culo… Murió, pero se echó tierra sobre el asunto.

La mirada de Juan se perdió en el horizonte.

—¿Dónde está Rafael? —quise saber.

—Ya te lo he dicho, se fue a Francia. Dijo que no quería vivir en un país donde aún hacían cosas así a la gente. Dios mío, estás celoso.

—Quisiera poner la calle bocabajo para que nadie pudiese caminar por ella después de ti.

El miedo de Juan era contagioso y yo también empecé a asustarme. Decidí que necesitábamos un sitio seguro. Había llegado el momento de llevarle a la cripta de las Mercedes.