Uno

Mi segundo toro de la tarde cayó de costado, con el estoque clavado en el corazón. Estaba acabado, lo mismo que yo. Para entonces ya había matado casi quinientos toros en mis nueve años de carrera, pero recuerdo aquel momento y aquel toro porque me hallaba en un estado mental lamentable. Era un toro feo, un pinto con manchas blancas y negras y astas como plátanos pequeños. La empuñadura de mi espada proyectaba una sombra sobre su lomo manchado de sangre. Cuando la luz empezó a apagarse en sus ojos, le temblaron las patas y sacudió el rabo mientras defecaba sin poder contenerse: eran las heces líquidas de la muerte. De la boca húmeda y cubierta de arena le colgaba la lengua, también húmeda.

Había sido una estocada rápida y limpia, la mejor desde la cornada de Écija. El filo curvado de la espada había segado la aorta, tras su corazón. No le salió sangre por la boca, pero por el filo de la espada resbaló un chorro caliente que empapó la parte interior de mi manga. Así era como debía suceder: un chorro de sangre caliente sobre la manga de seda, el símbolo perfecto del acto sexual. Eso era lo que mi público esperaba de mí… y lo que yo me exigía a mí mismo.

Fue entonces y sólo entonces cuando me eché a temblar sin poder evitarlo. Era el último domingo de mayo de 1969, en la costa del Cantábrico. La suavidad de la primavera, las brisas marinas y el aire de montaña en la España verde deberían haberme refrescado y haberme dado fuerzas. Mi patria era la España seca, la meseta central, donde en esa época del año los campos estaban resecos por culpa de las brisas africanas. Ese día, sin embargo, el tiempo fresco no me ayudó en absoluto. La seda de mi traje de luces me pesaba como si fuera una armadura y el sudor me escocía en los ojos. Parpadeé, intentando ver.

—¡Dos orejas! ¡No, el rabo! ¡El rabo! —el público discutía sobre los trofeos que yo merecía.

Lo peor de todo era mi pierna mala. La notaba débil, tenía espasmos y me dolía terriblemente. Sin embargo, no me atrevía a mostrar mi debilidad, pues cada paso que había dado ante el toro me había costado un tremendo esfuerzo de voluntad. Cuando saqué la espada del toro muerto, el arma —tan ligera— me pareció pesada como el destino. No me atrevía a limpiarme la cara con la manga. Permanecí en pie, solo, mareado por los pañuelos que agitaba el público —los ricos en el tendido de sombra y los pobres, en el de sol— y me di cuenta de que tenía la mano vacía. Mi mozo de espadas me había quitado el arma de la mano. Tal vez el tiempo me estuviera gastando una broma.

Me sentí solo y desnudo. Un torero hace lo que hace mientras va vestido de seda y pasamanería de pies a cabeza. En un mundo habituado a la pornografía y a ver desnudos a los famosos, yo sé cómo tratar a la multitud sin necesidad siquiera de desabrocharme la bragueta. Como mucho, y si el toro me embiste, la multitud consigue vislumbrar una parte de mi piel a través de la ropa rasgada. Puede que me vean vulnerable, herido, desmayado o trasladado a la enfermería en brazos de otros hombres. En el peor de los casos, verán a algún que otro matador muerto en un ataúd negro, rodeado por las tradicionales velas.

Pero… ¿desnudo? Nunca. Juan Belmonte[3] escandalizó a todo el mundo al posar desnudo para un escultor durante la época de la Segunda República, pero muy pocos se molestaban en recordar lo que había hecho. Así pues… ¿por qué ese día me sentí desnudo?

En ese momento, desde el palco de honor, el presidente decidió los trofeos. El sonriente alguacilillo se puso manos a la obra con el cuchillo y sostuvo frente a mí las partes cortadas: dos orejas y rabo. «Cálmate, Antonio», me dije.

Desde las tribunas y palcos de la plaza de toros me llegaba el rugido del público, que me asfixiaba como si fuera una tormenta de arena. Era su primera tarde de toros aquel año y estaban ansiosos de emociones. Por una vez, me obsequiaban con aquel rugido delirante, como habían hecho con Manolo Benítez en el toro anterior. Mi sensacional colega de Málaga había cortado también las dos orejas y el rabo y el público había enloquecido. Yo les había hecho enloquecer aún más.

—¡Que le den el toro entero! —gritaba alguien.

Las dos orejas y el rabo… Tal vez con eso me ganara unos cuantos segundos en los telediarios. En los teletipos de EFE, en un cuerpo de letra pequeño bajo el gran titular EL CORDOBÉS TRIUNFA EN SANTANDER, podría leerse: «Antonio Escudero también triunfa». La publicidad me hacía muchísima falta. Hasta el momento, mi regreso no había sido demasiado exitoso. La cornada de Écija, trece meses atrás, me había afectado mucho más de lo que yo creía. Mi regreso empezó en Jaén, pero allí estuve fatal. Luego llegó la Feria de Sevilla, donde conseguí una oreja. El público de Sevilla es muy exigente, así que una oreja significaba una gran concesión. Y por último, justo la semana anterior, la Feria de San Isidro en Madrid, donde me quedé paralizado y no pude terminar la faena. El público de Madrid me silbó y me lanzó botellas de cerveza. En ese momento me sentía tan abatido y cansado como durante cada una de esas tardes.

Había, además, varias preguntas que me rondaban. ¿Durante cuánto tiempo seguiría obedeciéndome mi pierna mala? ¿Acaso podía frenar la caída en picado de mi carrera? Mi profesión era mi gran amor y mi musa. Estaba perdiendo mi única pasión y fuente de inspiración al mismo tiempo, lo único que había podido poseer y amar profundamente.

«Un paso adelante, pierna. Muy bien. Otro paso adelante». Ese día, sin embargo, mi corazón volvió a llenarse de la rabia de los bravos —procedente no ya de algún rincón de la tierra, sino del universo—, y obligué a mi pierna a trabajar. Desesperado y enfadado, ante un toro con astas como plátanos pequeños que me permitiría ciertas filigranas, me entregué al público por completo. La bailarina de striptease se desprende de su ropa, pero el torero se desprende de su margen de seguridad. Me paré apenas a unos centímetros de sus cuernos, con el capote detrás de mí, y provoqué al toro con el muslo. En el último segundo, cuando el monstruo pinto entró en acción, moví el capote hacia delante para atraer su mirada. Su cuerno en forma de plátano me pasó junto al muslo y su lomo cubierto de sangre me rozó la bragueta. Aunque sean pequeños como plátanos, esos cuernos también pueden causar la muerte. Igual que hace el especialista en una película, el torero debe calcular sus posibilidades de forma inteligente, pues el peligro acecha en cada toro.

¿Durante cuánto tiempo podría seguir haciendo lo mismo? Tenía ya casi treinta años y hacía nueve que era matador. Ya era demasiado viejo y demasiado rico para seguir sintiendo esa necesidad de ponerme frente al toro. Había otras necesidades que me atormentaban. Estaba, desde luego, la necesidad de mantenerme apartado de los cuernos. Y también la necesidad de retirarme y emplear todo mi tiempo en mejorar mis tierras. La necesidad de enriquecer mi vida, de conocer el mundo un poco mejor, de viajar fuera de España, de ver lo que otras personas hacían en otros lugares del mundo… Y también estaba aquella otra gran necesidad que exigía ser aplacada.

Incliné la cabeza hacia atrás y me obligué a permanecer allí con un aspecto arrogante y bravo, muy torero. ¿No era aquello lo que esperaban de mí en la plaza: que me convirtiera en un símbolo para todos aquellos hombres que gritaban extasiados, en el sueño de todas aquellas mujeres? No. Yo estaba allí por mí mismo. Yo estaba allí a causa de mi necesidad, o de una de mis necesidades. El deseo de un destino propio, de una vida de riesgo y libertad, en lugar de la seguridad asfixiante que suponía ser el heredero de los Escudero.

Con manos temblorosas, mostré los trofeos a la multitud.

—¡Bravo! ¡Macho! ¡Machote túuuu!

El agudo grito procedía de una mujer joven que estaba sentada en la fila delantera del tendido de sombra, una chica muy yeyé. Sus amigos, incómodos, intentaban hacerla callar. Su grito atrevido, y la clase de lenguaje que supuestamente sólo utilizaban los hombres, era tan sorprendente para los viejos de la plaza de toros como el yeyé de la música rock and roll que invadía nuestras fronteras. A los Beatles no se les permitía actuar en España, pero todo el mundo tenía sus discos, introducidos clandestinamente en el país.

En aquel momento, los mulilleros arrastraban fuera del ruedo a la bestia pinta. No mucho más tarde, en el matadero municipal que había allí cerca, un grupo de hombres lo colgarían por las patas traseras, lo desollarían y le sacarían las entrañas. Después lo cortarían en dos a lo largo de la espina dorsal. Al día siguiente por la mañana, en el mercado municipal, los carniceros anunciarían carne de toro de lidia. Los bares ofrecerían aperitivos a sus clientes masculinos: trocitos de testículos fritos pinchados en palillos. Sólo las chicas yeyé más audaces se atreverían a comérselos.

Los miembros de mi cuadrilla me observaban con gesto interrogante tras la barrera. Detecté miradas de preocupación en sus rostros curtidos por el sol. Allí estaban Bigotes y Manolillo Vandilaz, dos hermanos que rondaban ya la treintena: se contaban entre los mejores subalternos del mundillo taurino, además de ser matadores fracasados y especialistas en rescatarme con sus capotes; estaban también Santí y Fermín, los picadores, muy buenos en su especialidad: en sus rostros amplios, medio ocultos bajo el ala de sus sombreros de borlas, también detecté miradas de preocupación; y estaba Braulio, mi mozo de espadas y ayudante personal. Todos se daban cuenta de lo mucho que me había esforzado. Junto a ellos estaba Isaías Eibar, mi apoderado y abogado, que también parecía preocupado.

Había llegado el momento de dar la vuelta al ruedo. Dios, cómo me dolía la pierna derecha. Seguramente había estirado demasiado algún nervio al tensar el cuerpo durante el último pase de pecho, justo antes de la estocada. En Écija, el asta se había clavado en la parte superior del muslo, había desgarrado la arteria, había penetrado en la pelvis y había dañado los nervios. Si Manolillo no se hubiera arrancado la corbata para hacerme un torniquete, me habría desangrado y habría muerto antes de que pudieran llevarme a la enfermería de la plaza. La gente hizo cola en el exterior para donar sangre. Fueron necesarias ocho transfusiones. La cuestión es que los médicos querían amputarme la pierna, pero yo protesté tanto e Isaías protestó tanto que finalmente me concedieron una oportunidad. Estuve cuatro meses ingresado en el Sanatorio de Toreros. Después hizo falta un año de recuperación y fisioterapia, e incluso la ayuda de un entrenador de fútbol, para que yo pudiera volver al ruedo. Además, tuve que hacer un gran esfuerzo para superar la adicción a la morfina. Incluso ahora anhelaba, a veces, el alivio que me proporcionaba la diosa blanca.

Les hice gestos a Bigotes y a Manolillo. Cuando entraron en el ruedo, apoyé los brazos en sus hombros fornidos. Los dos subalternos habían luchado conmigo durante ocho años, se habían sentado a la cabecera de mi cama, me habían ayudado a dejar la morfina… Para mí eran como dos hermanos y les quería como jamás había querido a mi único hermano de sangre. El público pensaría probablemente que les estaba agradeciendo el buen trabajo que habían realizado aquella tarde. Y así era, pero el abrazo tenía una segunda intención: necesitaba apoyarme en ellos.

«Camina, Antonio. Coloca una zapatilla de seda delante de la otra. Haz que se mueva esa puñetera pierna».

Dimos la vuelta al ruedo muy despacio, los tres juntos, y pasamos de la sombra al sol. Debió de ser todo un espectáculo. Mi traje de luces era nuevo: lo había hecho el segundo mejor sastre de toreros de España y me había costado veinticinco mil pesetas. Ahora estaba destrozado y manchado de sangre. La manga derecha estaba completamente empapada. A todo el mundo le gusta ver esa eyaculación de sangre en la seda del torero… a todo el mundo, excepto a Braulio, a quien seguramente le daría un ataque. Sin embargo, el pobre intentaría limpiarlo, porque sabía lo justo que andaba yo de dinero.

Mientras la banda municipal interpretaba ruidosamente «El Macario», lancé los trofeos al público. Una mujer se guardó una oreja ensangrentada bajo su blusa de seda blanca, mientras que un turista alemán cazaba al vuelo la cola del toro pinto y se manchaba la mano con mierda verdosa. Los hombres nos lanzaban puros y Bigotes, siempre tan ahorrativo, los recogía. Las mujeres se arrancaban los claveles del pelo y los arrojaban a mis pies. Manolillo los recogía y yo iba saludando al público con un ramillete cada vez más grande. Los toreros son los únicos hombres españoles que se atreven a llevar flores en público: a cualquier otro hombre le parecería que ese acto pone en peligro su masculinidad.

En ese momento vi caer, revoloteando, unas delicadas bragas de encaje. Aterrizaron en la arena, justo delante de mí. En la plaza entera se respiraba una gran alegría, un frenesí casi lujurioso. Las mujeres jóvenes gritaban igual que lo hacían las chicas en un concierto de los Beatles en Londres o en Nueva York. Los hombres vociferaban y se daban palmadas en la espalda unos a otros. Ante nosotros, algunos de los trabajadores del matadero permanecían tras la barrera y gritaban insinuaciones.

—¡Coj… ines!

—¿Dónde está la gua… petona que las ha tirado?

—¡Oye, bravo… a ver cómo toreas eso!

Mis aficionados tenían mucho cuidado de no pronunciar las verdaderas palabras porque, en ese caso, la policía podría detenerles. A pesar del reciente aperturismo de la Ley de Prensa, aún no era posible decir en público las palabras directas, normales. Había muchas cosas normales que ni los hombres ni las mujeres podían hacer, como besarse en público igual que hacían las parejas en Francia o en Italia. Incluso era ilegal que los hombres fueran en pantalón corto por las calles españolas… Dios nos libre de que alguna mujer —o algún hombre— se dejara llevar por la lujuria al ver unas rodillas desnudas.

La policía nacional se apostaba en la plaza con su reluciente uniforme gris para asegurarse de que allí no se produjera ningún escándalo público. En ese preciso instante, los grises observaban a su alrededor con los ojos entornados, tratando de localizar al monstruo depravado que había lanzado las bragas. Y sin embargo, a los toreros se nos permitía exhibir el bulto de nuestra masculinidad y llevar aquellos pantalones de seda pegados a la piel.

Manolillo se inclinó y le crujieron los pantalones. Había engordado un poco durante mi año de inactividad y siempre temíamos que reventara la costura de atrás. Con mucho cuidado y respeto, recogió las bragas y me las dio a mí. Justo en ese momento, y de entre la confusión de rostros masculinos lascivos y sonrientes, uno de los hombres del matadero se inclinó sobre la barrera. Me fijé en él porque estaba muy serio: era el único que no gritaba vulgaridades acerca de las bragas. Sus hombros anchos, nudosos y tensos indicaban que siempre había realizado trabajos de fuerza. Alargó hacía mí su brazo sucio y desnudo: llevaba en la mano un vaso corto. A la sombra de su resplandeciente flequillo rubio, sus ojos azules y de mirada apagada se clavaron durante unos instantes en los míos. A pesar de mi agotamiento, me fijé brevemente en esos ojos: eran tan azules como el aciano que florece en verano por los solitarios caminos rurales de Castilla. Sí, estaba triste, extrañamente pensativo. Tal vez sentía envidia. Tal vez quería ser como yo. Ya había visto antes esa mirada. Estaba cansado de verla. En ese momento, un destello oscuro relampagueó en sus ojos, tan rápido que sólo un hombre como yo pudo captarlo. Sin atreverme a sostenerle la mirada, bajé la vista hacia su brazo desnudo, que seguía sosteniendo pacientemente el vaso y me fijé en las cicatrices de su piel, en las manchas de suciedad y sangre de animales. Tenía las venas del brazo tan hinchadas como las que surcan el vientre de los caballos y las vacas, o de cualquier otro herbívoro grande.

Cuando tomé el vaso nuestros dedos se rozaron. El vaso no estaba muy limpio, pero no me importó y me bebí el contenido de un trago. Era orujo, un licor fortísimo hecho del pellejo de las uvas, que se suele beber en las montañas del norte. Al devolverle el vaso, murmuré un gracias con la voz ronca. Después seguí caminando y me obligué a hacer lo que se suponía que debía hacer con las bragas: me las metí debajo de la chaquetilla, cerca del corazón. Se oyó de nuevo el griterío entusiasmado del público. Algunos toreros consiguen que el público grite aún más alto al besar esas bragas caídas del cielo, pero para mí eso era llevar las cosas demasiado lejos. En esos tiempos cambiantes, se suponía que un torero clásico como yo simbolizaba el apego a las tradiciones. No dejaba de ser curioso que yo representara eso… porque en el fondo de mi corazón yo era el rey de los herejes.

* * *

Cuando regresé tras la barrera, a la sombra, mi trabajo de aquella tarde había concluido. Intervino el clarinero y se oyó la fanfarria que anunciaba el quinto toro. Fortalecido por el orujo, observé a través del sudor que me escocía en los ojos y vi salir el toro al ruedo. Éste también lucía unos cuernos pequeños como plátanos: el ganadero los criaba así para poder venderlos a la nueva hornada de toreros efectistas como Manolo Benítez, cuyo arte tenía más exhibicionismo que fundamento. El toro, sin embargo, no parecía demasiado ansioso de arremeter contra nada con sus pequeños cuernos. Era un animal joven y sobrealimentado que embestía de frente y con elegancia. A Benítez no le resultaría muy difícil hacer toda clase de filigranas con él. Por supuesto, no dejaba de ser peligroso: incluso los toros jóvenes son peligros en potencia y, si uno se descuida, pueden llegar a matarle.

Benítez se arrodilló frente al toro cuando éste embestía y le alzó el capote por encima de la cabeza. Era un farol, uno de sus característicos y extravagantes pases. Su melena al estilo Beatle revoloteó con el capote.

El público ya estaba muy animado por su anterior faena y por la mía, así que de inmediato se oyó un formidable ¡OOOOOOOLÉEEE!, que hizo temblar la plaza de toros. Al escuchar al público, nadie imaginaría que treinta años antes esa misma instalación municipal había sido usada como campo de prisioneros tras la caída de Santander. En esa misma plaza metían a los prisioneros del bando republicano, que morían ametrallados por soldados fascistas sentados en esos mismos asientos. En alguna parte bajo la capa de arena nueva sobre la que ahora caminábamos, probablemente aún quedaban restos de sangre humana.

Mientras tanto, algunos espectadores se inclinaban sobre la barandilla para palmearme los hombros y felicitarme. Si les estrechaba la mano, se darían cuenta de que estaba temblando, así que seguí dándoles la espalda y mirando hacia la plaza. Manolo se había puesto ya en pie y procedía a un nuevo y extravagante pase, aunque manteniendo los cuernos como plátanos del toro a una distancia segura. Al público le importaba un bledo, pues lo hacía con un estilo espectacular.

Mi apoderado me pasó un pañuelo con disimulo. Ahora que nadie me miraba pude por fin secarme la cara empapada de sudor.

—Buen trabajo —dijo Isaías. Cálmate, hombre… Pareces un boxeador que acaba de perder por K.O.

Me frotó paternalmente la espalda con la mano. Me gustó el contacto de su mano por encima de la seda y la pasamanería de oro. Durante ocho años, aquel fornido hombre de negocios de origen vasco había sido mi apoderado, abogado y segundo padre. Cuando decidí que quería ser torero, mi verdadero padre me había buscado un despiadado apoderado fascista, pero yo me deshice de él y lo reemplacé por Isaías al morir mi padre. Isaías y su encantadora esposa Teresa —a quien todos llamábamos Tere— eran mucho más liberales, gracias a Dios. Mi familia despreciaba a los Eibar, porque eran vascos y habían salido de la nada: sus antepasados eran pescadores de sardinas.

Isaías notó que temblaba por debajo de todas aquellas capas entalladas de ornamentos toreros.

—Te acaba de llegar una oferta de la agencia —me dijo el buen hombre—. Sótano está ahí arriba, en la tercera fila. Ha mandado un mensaje.

—Vaya, ese cabrón se acuerda de que existo —dije con voz ronca.

Por el rabillo del ojo vi al empresario Miguel Sótano, sentado en la segunda fila: estaba fumando un puro y parecía un gángster muy elegante en su traje estilo inglés hecho a medida, aunque demasiado estrecho para él. Era uno de los tres grandes… controlaba una cadena de doce plazas de toros en el norte de España. La oferta, sin embargo, no me entusiasmaba demasiado y tampoco quería que me vieran mirar embobado a Sótano, como un chaval que consigue su primer contrato importante. Tomé la jarra de cerámica y dejé caer un chorro de agua primero sobre mis labios y luego sobre mi corto pelo. Agua del norte, para refrescar a un sediento hombre del sur.

Al otro lazo de la plaza, el tipo del matadero se mantenía apartado de sus compañeros, todos ellos vestidos con monos de trabajo. No estaba contemplando la extravagante faena de Manolo con el capote, sino que parecía mirar en mi dirección. Quise arrebatarle el abanico a una señora y aliviar mi rostro acalorado con un poco de aire del norte, pero la gente lo habría visto como una señal de debilidad. Habría dado mucho que hablar.

Isaías seguía pensando en los negocios.

—Sótano te quiere en la Semana Grande de Bilbao —me dijo en voz baja—. Sustituirías a Zamora, que sigue fuera del ruedo por su herida. Sótano ofrece setecientos cincuenta, pero estoy intentando que suba hasta el millón.

Un millón de pesetas por una tarde. Ya había estado antes en la categoría del millón, así que mi regreso estaba garantizado. Lo único que tenía que hacer ahora era esforzarme más y más y conservar mi espíritu durante otras veinte tardes en España, y unas cuantas más en Francia y Portugal. Y después pasarme el invierno matando toros en México y Sudamérica. Por primera vez en mi vida, ese año de futuros contratos se me antojó espantoso.

—Ya hablaremos más tarde —murmuré.

—La manga, Antonio —oí la voz de Tere.

A través de una neblina de sudor, vi a mi segunda madre inclinarse sobre la barandilla con su pañuelo de encaje en la mano. Tere era corpulenta y de busto prominente, como la proa de un pesquero vasco. Se recogía el pelo, que era gris como el acero, en un moño. Había burlado el dogma social español al viajar con su marido y ayudarle en sus negocios: Tere dirigía su despacho y le llevaba los libros. La pareja no tenía hijos. ¡Cuántas veces le había pedido a la Virgen que, en una próxima vida, Isaías y Tere tuvieran hijos y yo fuera uno de ellos! Les había dedicado el toro pinto a los Eibar: mi resplandeciente capote de paseo adornaba la balaustrada justo delante de Tere.

Tere me tomó la muñeca y me limpió discretamente una enorme mancha de sangre de la manga. Su gesto maternal me tranquilizó y se me despejó la mirada. Junto a Tere estaba mi hermana gemela José, que me observaba con el ceño fruncido en un gesto de preocupación fraternal. José había nacido cinco minutos antes que yo y, en momentos como ése, siempre me recordaba que ella era la mayor. José estaba allí al abrigo social de Tere, su carabina, como si fuera una barca de remos atada al majestuoso pesquero.

El hecho de llevar una carabina decía mucho sobre mi hermana, bautizada con el nombre de María Josefina Carmen, aunque yo siempre la había llamado José. Había rehusado convertirse en una chica yeyé. Existían ciertas diferencias entre ser yeyé y ser simplemente moderna. José había superado una breve etapa de marimacho, durante la cual escandalizó a la familia al decir que quería matar toros igual que hacía yo. Ahora, sin embargo, era una respetable chica «moderna». En una España cambiante, donde algunas chicas solteras tomaban en secreto la píldora, comprada en el mercado negro y traída clandestinamente desde Francia, José nunca había hecho lo inconcebible: declarar su libertad sexual. A los treinta años, seguía llevando en público el yugo de la compostura propia de las clases altas: hasta los domingos, en misa, iba acompañada de su carabina. Hablaba de casarse y salía con hombres que eran del agrado de la familia. Había considerado sin demasiado entusiasmo una o dos proposiciones… y luego las había rechazado. Mi madre y mis tías se lamentaban de que María Josefina fuera mucho más remilgada con los hombres de lo que ellas habían sido jamás. Sus pantalones y su chaqueta de lino, diseñados por Berhayer, se hallaban dentro de los cánones españoles de moda conservadora, teniendo en cuenta que a los ojos de nuestra Mamá ninguna mujer decente se ponía esos trapos extranjeros que llamaban «pantalones». Ningún tufillo a escándalo yeyé había contaminado jamás la perfumada estela de mi hermana.

Sólo yo, su gemelo, conocía al indomable marimacho que aún vivía en lo más profundo de su interior y la inquietud que últimamente la dominaba. Para mí parecía una sacerdotisa egipcia exiliada, allí sentada con una fantástica peluca pelirroja. Su pelo era tan espeso y rizado como el mío, pero rojo: el pelo bereber rojo cobrizo que aún se ve en España, una reliquia genética de los invasores que llegaron desde el norte de África hace mil quinientos años. Sus rizos huían de la esclavitud de las horquillas y se alborotaban con el aire húmedo del mar.

Unos cuantos años atrás, José empezó a hacer cosas modernas que sumieron a la familia en un gran caos. Le gritó a nuestra madre que quería hacer algo con su vida. Desafiando la ley española, abandonó aún soltera nuestro hogar en Toledo y se fue a Madrid a buscar trabajo. De haber seguido con vida nuestro padre, podría haber ordenado que la arrestaran. Como hombre de más edad en la familia me había tocado a mí detenerla, pero no lo hice.

Poco después, José se metió en una de las profesiones más masculinas de España: el periodismo. Su linaje, y ciertas teclas que yo pulsé, le sirvió para conseguir que la contratara el periódico monárquico ABC. Allí hizo otra cosa moderna: convertirse en la primera crítica taurina de la historia. El antiguo crítico del ABC había muerto y José le mostró al redactor jefe algunos ejemplos de su trabajo. Era tan buena que el redactor jefe no pudo decir que no. Además, era un monárquico liberal con muy poco apego al catolicismo. Tener a una redactora era una buena forma de tocarle las narices al régimen.

Al principio, tanto los toreros como los apoderados y los empresarios se burlaron de José, pero ahora temblaban cuando ella se sentaba frente a su pequeña Olivetti portátil en su habitación de hotel. José sabía de toros. No tenía necesidad de aceptar sobornos porque ya era rica. Hacía alusiones directas a la corrupción en la fiesta, a toreros yeyé que lidiaban toros con los pitones «afeitados»… Sobre todo, José sabía cómo picar con veneno de escorpión. También a mí llegó a picarme en alguna ocasión, si había tenido una tarde mala. Mucha gente compraba el ABC sólo para partirse de risa con cada una de sus pullas. De hecho, su disposición para atacar incluso a su propio hermano le otorgó prestigio como periodista honesta e incorruptible. Al viajar por toda España en compañía de Tere, cuya reputación era intachable, mi hermana había conservado intacta su propia reputación.

En ese momento, José sabía lo bastante como para advertir el cansancio en mi mirada. Se inclinó por encima de la barandilla y me llegó la fragancia de su perfume francés favorito, Le Dé.

—Aguanta, no te rindas —me dijo. Conseguí sonreír y le apreté la mano. De niños siempre me decía eso cuando, trepando juntos a la morera que había junto a nuestra casa, yo resbalaba y me caía.

A la izquierda de José estaba Paco, mi hermano menor. Tenía veintinueve años: pulcro, esbelto e impecablemente vestido, con sus aires de profesor de historia, protector de la gloria familiar y secretario del ministro de Cultura y Educación. Padre de familia serio y responsable, estaba criando a sus tres hijos para que fueran tan insoportables como él mismo. Paco era la clase de historiador español que insistía en que la Inquisición tendría que haber matado a más gente. Creía que el patrimonio de los Escudero se había desperdiciado conmigo y rezaba cada noche para que un toro me matara y así él pudiera ocupar mi puesto. Como eso no sucedía, Paco quería que me retirara, que me casara y que me metiera en política.

Paco se sentaba apartado de José, como si temiera que se le pegaran los aires modernos de ella. Me sonrió, mostrando sus puntiagudos dientes blancos, que le daban aspecto de hurón.

—Dos orejas más cerca del matrimonio —me dijo.

El picador de Manolo Benítez estaba ahora en el ruedo, sobre un caballo de rejoneo equipado con un peto protector. Sin inmutarse, el hombre esperó la embestida con la vara preparada. Cuando el toro se lanzó contra el peto, el picador le clavó la vara de hierro en el hinchado músculo del cuello. Al sentir el hierro, el toro empujó al enorme caballo hacia la barrera, igual que si fuera una almohada de plumas. A medida que el picador hundía la vara, aumentaba la rabia del toro: tal vez fuera un toro joven alimentado con grano, pero desde luego era bravo y siguió luchando con el picador mientras le brotaba sangre de la testuz.

Recuerdo que en aquel momento pensé que no se puede acobardar a los bravos. Ni a los hombres bravos, ni a los toros bravos. No, señor. Cuanto más hondo les claves el hierro, más pelean.

Aunque no lo bastante pronto para mí, la corrida había terminado. Cubiertos con nuestros capotes de paseo, los tres matadores atravesamos despacio el ruedo hacia la puerta en mitad del estruendo final de los aplausos y una lluvia de flores.

En el exterior, a la sombra del muro de la plaza de toros, los aficionados se agolpaban junto a nuestros coches. La multitud más numerosa y escandalosa se apretujaba junto al Mercedes del Cordobés. Vi fugazmente la melena yeyé de Manolo asomar entre la multitud. Desde allí, Manolo iría al aeropuerto y regresaría a su casa de Córdoba en su avión privado. Manolo era el único torero que podía permitirse un avión privado. El resto de nosotros aún recorríamos el país en coche, a la vieja usanza.

Un batallón de grises vigilaba con nerviosismo. Tenían las porras de goma preparadas, a punto para machacar cráneos. Sus miradas iban de un lado para otro.

Eran tiempos inestables, de gran confusión. Como antiguo bastión republicano, Santander era un hervidero de rumores. ETA, la organización independentista vasca de izquierdas, planeaba un nuevo atentado con bomba para vengar las detenciones de la semana anterior. Los demócratas cristianos se retorcían las manos. Se estaba formando una nueva organización terrorista de derechas, el CYS, cuyo nombre completo era Caballeros del Yugo Sagrado. El yugo fue adoptado por los Reyes Católicos, Fernando e Isabel, tras su «limpieza» de España. Vivían según la doctrina del Nuevo Testamento, «mi yugo es fácil». El símbolo había sido recuperado por la Falange, nuestro movimiento fascista, que había controlado España desde que en 1936 estallara la larga Guerra Civil. Ahora el yugo era el CYS: cualquier cosa que oliera a costumbres extranjeras o a inmoralidad extranjera era despreciable para el CYS. Parecía, incluso, más de derechas que la Falange. A juzgar por sus panfletos, impresos en algún viejo mimeógrafo y repartidos por todo Santander, el CYS pensaba que nuestro dictador, el general Franco, se había ablandado un poco con la edad.

En esos días, la mayoría de rumores empezaban con la misma pregunta: «¿Qué pasará cuando “el Viejo” muera?». Franco era un anciano y estaba enfermo: a menudo le temblaban las manos o daba cabezadas en los actos públicos. Los rumores decían que tal vez restaurara la monarquía, que el príncipe Juan Carlos de Borbón podría regresar al trono. Pero los cinco siglos de estado confesional, interrumpidos por dos efímeras repúblicas, habían llevado finalmente a un rechazo de la religión oficial. Se estaba acabando la paciencia de mucha gente con la Iglesia Católica y su indiferencia hacia los derechos humanos. Desde la Guerra Civil, el descenso en la asistencia a la iglesia había sido drástico y se decía que España estaba dejando de ser católica. ¿Aceptaría nuestro país la restauración del trono?

Para salvar la situación, Franco y su Gobierno iniciaron un moderado aperturismo. Incluso los obispos españoles empezaban a darse cuenta con retraso de que a la Iglesia le había llegado el momento de aflojar un poco. Sin embargo, las exigencias de cambios más rápidos se acumulaban, tan ruidosas como los olés: trabajadores, estudiantes, mujeres, incluso los sacerdotes proscritos… Franco estaba tomando medidas drásticas otra vez. Los arrestos estaban a la orden del día. El juicio contra el líder comunista Julián Grimau había conmocionado al mundo entero. Grimau fue torturado y arrojado por una ventana antes de ser finalmente ejecutado. El CYS estaba repartiendo folletos en los que anunciaba su intención de restituirle a España su «primitivo destino moral».

—¡Manolo! ¡Ayyyy, Manolo! —gritaban los aficionados. Algunos tiraban de los adornos dorados de la chaquetilla de Benítez.

—Mierda… esto se pone feo —me dijo Isaías junto al oído.

Junto al coche de mi colega cordobés se hallaba mi polvoriento Mercedes negro, un modelo de 1957. Delante de nosotros iba mi picador más joven, Santí Hijuelos. Igual que un guardaespaldas, Santí se aprovechaba de la anchura de sus hombros para abrirse paso entre el gentío. Detrás de mí, Bigotes trataba de distraer a la gente regalando los puros que había recogido antes.

Cuando llegamos al Mercedes, oí junto a mí la voz poderosa de un hombre:

—¿Antonio?

Me volví. Era el empleado del matadero. El dueño de aquellos ojos azules se había abierto camino hasta allí para abordarme. Ahora estaba tan cerca de mí que pude oler el tabaco barato de su cigarrillo a medio fumar. Aparentaba unos veintitantos años. Medía unos cuantos centímetros más que yo y bajó su cautivadora mirada para buscar la mía. Su cara, amplia y algo ruda, no era exactamente atractiva, pero había en ella un gesto vehemente que me llamó la atención. No llevaba anillo de casado. Seguramente ayudaba a su padre a mantener una familia numerosa y aquel debía de ser su segundo o tercer empleo. Casi con toda probabilidad, buscaba una dádiva. No era un buen momento para acercarse a mí, pero los pobres y los desesperados raras veces se paran a pensar en horarios. Mi ayudante personal siempre tenía un billete preparado para estos casos. Braulio lo sacó, pero el chico del matadero se irguió con ademán orgulloso y se quitó el cigarrillo de los labios.

—No —dijo—, no quiero ni una pesetuca.

Hablaba un castellano bastante pintoresco, un dialecto propio de las montañas del norte. Su gente pertenecía al linaje más septentrional, formado a partir de una mezcla de celtas y visigodos. Sin duda, sus irascibles antepasados, gente de montaña y costumbres paganas, habían lanzado rocas contra los árabes en la batalla de Covadonga… y seguramente también habían lanzado unas cuantos pedruscos contra las tropas cristianas. Bajo una boina desteñida, su pelo liso tenía un color dorado oscuro como el de los filamentos sedosos de las mazorcas que crecían en los campos de su tierra natal, en la región de La Montaña. Aquella mañana se había afeitado temprano, pero en sus mejillas se veía ya un rastro de barba color castaño claro.

Me extrañó que rechazara el dinero. Tal vez fuera un refugiado de algún pueblo agonizante de las montañas. Tal vez fuera la clase de soltero rural que se va a trabajar a la ciudad y manda la mayor parte de su sueldo a la familia. Braulio insistió y le tendió el billete, pero el chico del matadero me observó directamente a los ojos con una mirada feroz y ansiosa.

—Antonio, ¿está usted bien? —me preguntó.

No me llamó «don Antonio». No había rastro de servilismo y eso me gustó. Tenía carisma, una especie de orgullo igualitario. Los aficionados no solían preguntarme qué tal estaba, sino que por lo general querían saber cuánto dinero ganaba o con cuántas mujeres salía. Aquel hombre, sin embargo, había visto a través de mi armadura de seda blanca. Había visto que yo temblaba y por eso me había ofrecido su vaso de orujo.

Paco y José se alejaban en dirección al coche de José. Santí me tiró del brazo con gesto apremiante.

—Gracias por su interés. ¿Necesita algo? —le dije al chico del matadero.

Él le dio una lenta calada a su cigarrillo y vaciló durante un momento.

—Necesito ser torero —dijo.

La mayoría de los aspirantes era tan pobres que la única forma que tenían de acercarse a los toreros era acorralarles a la salida de la plaza. Entre los miles y miles de aspirantes siempre había uno que tenía un don especial, uno al que se podía enseñar. Yo jamás había tenido ningún protegido, pero Isaías me había insistido mucho en que entrenara a uno antes de retirarme. Mi obligación era, decía Isaías, asegurarme de que en el mundo siempre hubiera toreros clásicos.

De repente se produjo una desagradable confusión entre la multitud. El Cordobés estaba dentro de su coche y varios aficionados decepcionados estaban zarandeando el vehículo. Mi cuadrilla y yo fuimos empujados hacia uno de los laterales de mi Mercedes. De hecho, me quedé inmovilizado entre los muslos del chico del matadero: me invadió el olor a entrañas de toro y a sudor agrio. Su rostro estaba junto a mi mejilla, lo bastante cerca como para besarlo. Resbalé con mis zapatillas planas de seda —porque están hechas para caminar sobre la arena, no sobre el pavimento— y para evitar caer al suelo entre sus piernas y ser pisoteado, solté mi capote de paseo y me agarré a su cintura. Él me tomó por el fajín rojo y me arrastró hacia su cuerpo. Nadie vio lo que sucedió a continuación: fue uno de esos momentos entre desconocidos, en un país puritano cuyo Gobierno trata por todos los medios de controlar hasta el más mínimo impulso sexual. En mitad de aquel tumulto de cuerpos, su entrepierna presionó «accidentalmente» la mía. Me di cuenta de que estaba excitado. Sorprendido, noté mi propia excitación. Como buen español, yo siempre estaba alerta ante cualquier oportunidad de latrocinio sexual y mis sentidos reaccionaron, a pesar de lo extraño de las circunstancias. Una erección resulta bastante dolorosa si uno lleva unos ajustados pantalones de seda de torero, pero mis manos se aferraron «accidentalmente» a sus caderas y le atraje con fuerza hacia mí. Noté bajo las manos sus nalgas tensas. Él contuvo la respiración, sorprendido y excitado a la vez.

En ese momento la multitud nos empujó otra vez y casi nos aplastó salvajemente a los dos. Noté un dolor feroz en la herida de Écija y mi erección despareció al instante.

—Ayy… la pierna —dije entrecortadamente.

—Aguante, majín —jadeó él—. Yo le protejo.

Apoyó los brazos en el techo del coche y los pies en el bordillo e hizo tanta fuerza hacia atrás como pudo. Me cobijó entre sus brazos y sus rodillas con una fiera actitud protectora, mientras luchaba como un levantador de pesas para empujar a la gente hacia atrás y abrir un poco de espacio alrededor de mí. Aún así, la multitud le empujó de nuevo hacia mí unas cuantas veces más. Su voz ronca me dejó casi sordo, cuando le gritó a todo el mundo que me estaban haciendo daño. Algunos de los espectadores que estaban más cerca le ayudaron a empujar a la multitud hacia atrás. Fue en ese momento cuando Santí, el tanque humano, se precipitó hacia donde estábamos nosotros. Un segundo después aparecieron varios grises blandiendo sus porras. Varias cabezas empezaron a sangrar. La policía se llevó a rastras hacia sus furgonetas a dos o tres desafortunados. La multitud cedió un poco. Mientras Santí abría a toda prisa la puerta trasera del Mercedes, el chico del matadero me empujó dentro del coche. Tiré de él tras de mí, para asegurarme de que no le arrestaran los grises. Braulio rescató del suelo mi pisoteado capote de paseo y nos lo tiró por encima. Jadeando, nos amontonamos todos en el asiento trasero.

—¿Está usted bien? —me preguntó el chico del matadero.

Me había llamado majín, que era el término montañés para referirse a un «tipo atractivo». Ese bruto que trabajaba en un matadero me había manoseado en público. Majín. Majín. Menuda osadía.

—Sí, gracias. ¿Y tú? —había empezado a tratarle de tú.

El resto de mi cuadrilla se amontonó dentro del coche. Formábamos una biomasa masculina y caliente de seda sudorosa y pasamanería de metal. Braulio metió la caja de las espadas en el maletero del coche y subió de un salto. Las puertas se cerraron de golpe. El conductor y los miembros de mi cuadrilla observaron al chico del matadero, que ahora mantenía la mirada baja, en su regazo, como si le hubiera invadido una repentina timidez. Sin duda, estaba aterrorizado tras haberse dejado llevar por su impulso en mitad del gentío y se estaría preguntando si yo haría que le arrestaran y le acusaran de un acto indecente.

—Este chico ha arriesgado su vida por salvar al jefe —explicó Santí al resto de mi cuadrilla—. A Antonio casi lo aplastan como si fuera una chinche.

Cuando el conductor puso en marcha el motor, la cuadrilla murmuró su aprobación en lo referente a aquel acto heroico. Isaías se inclinó sobre el pecho ancho de Fermín y le estrechó la mano al chico del matadero.

—Al Hotel Roma —le dije al conductor—. Y deja a nuestro amigo a unas cuantas calles de aquí, no sea que le pillen los grises.

—Malditos grises —gruñó Santí.

Gracias al estrecho pasillo que abrió la policía, nuestro coche avanzó trabajosamente entre la multitud hasta llegar a la avenida principal.

Observé fugazmente al chico del matadero. Ahora que sabía que yo guardaría su secreto, había recobrado la compostura. Se atrevió a levantar de nuevo la cabeza, pero no a buscar mi mirada. Su perfil adusto —mirada penetrante, boca bonita, barbilla ancha— destacaba en mitad de un maremágnum de seda de torero. De ser tan sólo un rostro más entre miles de personas, aquel joven emigrante resplandecía de repente como un ser individual y enigmático. Quería que nos acompañara al hotel. Legítimamente, podía agradecerle lo que había hecho permitiéndole que formara parte del séquito que me acompañaría aquella noche, es decir, llevarlo a tomar copas y a cenar con nosotros. Pero eso era lo único que podía hacer, porque daría que hablar a la gente, especialmente en esta profesión donde la adoración de un hombre por parte de otros hombres se alimenta hasta llegar al rojo vivo. Todo torero es objeto de insinuaciones por parte de otros hombres. Yo ya había recibido mi parte de discretos manoseos en fiestas y de cartas de amor anónimas.

Las habladurías son un asta más afilada que el matrimonio. El aperturismo jamás había hecho mella en el núcleo de la moral férrea que, de nacimiento, había forjado tantos espíritus españoles. Personas que sólo habían ido a la iglesia dos veces en su vida se atreverían a tirarme piedras a mí. Las habladurías podían llevar a la silenciosa sentencia de muerte que supondría el escarnio y el fin de mi carrera: años en la cárcel bajo cargos falsos (pues era delicado mencionar la palabra maricones en la prensa, por mucho que las leyes antivicio los consideraran criminales), torturas por parte de la policía (si se podía conseguir que los cargos políticos resultaran lo bastante graves…). Sabía cómo había muerto el gran poeta maricón García Lorca, sabía quién era aquel torero al cual Lorca alababa en su poema «Llanto»… Ignacio Sánchez Mejías también era maricón. Fue una suerte para él que un toro lo matara antes de la Guerra Civil… porque de no haber sido así, seguramente alguien le habría metido un par de balas por su culo de torero.

Así pues, le lanzaría a aquel chico del matadero la misma indirecta que le lanzaba a cada aspirante callejero. Si el chico era lo bastante listo, captaría la indirecta y tal vez volviéramos a vernos en un futuro cercano.

Cuando el coche se detuvo en una esquina, dije:

—Bueno, que tengas buena suerte en los toros. Isaías, dame una de mis tarjetas, por favor, y un bolígrafo. —Mi apoderado obedeció. En la tarjeta figuraba mi dirección y mi número de teléfono en la provincia de Toledo—. ¿Cómo te llamas? —le pregunté.

—Juan Diano Rodríguez.

En el dorso de la tarjeta escribí «Juan Diano Rodríguez es un buen hombre. Hágame el favor de ayudarle en lo que pueda», y la firmé. Por lo menos, le ayudaría a encontrar un empleo mejor que el que tenía.

—¿Aceptarías un consejo? —le dije a Juan mientras le entregaba la tarjeta.

—Claro.

—Elige a tu maestro cuidadosamente. Acude a él y pregúntale si quiere enseñarte. Y hazlo ahora, no esperes. Ya eres un poco mayor para empezar.

—Gracias.

Tomó la valiosa tarjeta, se arrastró por encima de las inmensas rodillas de Fermín y salió del coche. Cerró de un portazo y yo tuve la misma sensación que si la puerta de bronce del destino, inmensa como la de una catedral, me hubiera pillado los dedos al cerrarse. Mientras nos alejábamos, aquel joven vestido con un mono azul desapareció entre la ya numerosa multitud nocturna. Se estaría abriendo paso por las aceras, guardaría la tarjeta en el bolsillo y regresaría al enorme y siniestro matadero municipal, donde ya habrían colgado de los ganchos los seis toros muertos. Lo único que veía yo era madres que paseaban con cochecitos de niños, padres muy bien vestidos con niños muy bien vestidos, turistas con aspecto de haberse perdido, parejitas que paseaban con gran decoro, sin tomarse de la mano en público, dos chicas españolas que llevaban minifalda y dejaban a su paso un reguero de chicos españoles que se volvían a mirarlas y murmuraban piropos prohibidos…

—Antonio, no has sido muy amable —refunfuñó Isaías—. Podrías haber invitado al chico a cenar. Es una buena publicidad. Un aficionado protege a Escudero de la multitud. Muy buena publicidad.

Isaías siempre había sido un demócrata cristiano muy previsible.

—Tenía cara de necesitar una buena cena —añadió Bigotes.

—Esta noche estoy demasiado cansado para buscar publicidad —dije, tratando de aparentar indiferencia.

—Ha rescatado al jefe a propósito —intervino Braulio, con sequedad—. Para poder acercarse a él. Sólo buscaba dinero.

—No —replicó Bigotes—. Su actuación ha sido auténtica, yo lo he visto. No había previsto el tumulto.

Mientras mi cuadrilla discutía, el Mercedes incrementó la velocidad y nos dirigimos por el paseo del puerto hacia El Sardinero, el barrio que hay frente al mar y en el cual se hallaba nuestro hotel. Era difícil imaginar que, treinta años atrás, el puerto fuera bombardeado por Franco y sus aliados italianos. Ahora había sido reconstruido en todo su esplendor por las familias acaudaladas de la ciudad. Había barcos de crucero atracados frente al muelle y yates que habían echado amarras en el Real Club Náutico para pasar la noche. Redujimos la marcha al encontrar a los entusiasmados espectadores que salían del partido entre el Racing de Santander y el Real Madrid.

Me daba vueltas la cabeza. Qué encuentro tan maravilloso… Sí, Juan Diano no sabía que la multitud nos arrastraría, pero se había aprovechado de forma impulsiva, como cualquier hombre en un vagón de metro abarrotado. Se había apretujado contra mí, no se había molestado en impedir que nuestras caras se tocaran, me había susurrado un ardiente cumplido junto al oído… majín. Majín. Aún oía el tono ronco de su voz, aún notaba su cálido aliento en mi mejilla. ¿Qué era lo que sabía de mí? ¿O tal vez había improvisado sobre la marcha?

Al Cordobés le habían arrancado los adornos de la chaquetilla, pero a mí me habían robado una sensación. El chico se había arriesgado mucho. ¡Qué hombre! Pero ahora ya no estaba.

—Isaías —dije—, ponte en contacto con la policía. A ver si puedes conseguir que suelten a aquellos tres hombres, los que han detenido junto a nuestro coche. No quiero que les pase nada malo por mi culpa.