Tres

Paramos a comer en La Granja y a última hora de la tarde ya nos hallábamos bastante al sur de Madrid, en nuestra tierra, esa región agreste y escasamente poblada conocida como Montes de Toledo. Paco avanzaba con prudencia por la estrecha carretera, una antigua ruta que habían utilizado durante dos mil años las caravanas de mercaderes y las tropas de infantería para atravesar aquellas sinuosas colinas de granito, gneis y pizarra en dirección al sur; desde allí se dirigían hacia las tierras de labranza casi llanas de La Mancha y por último hacia Andalucía, tras atravesar Sierra Morena. Al tomar una curva, Paco estuvo a punto de atropellar a un hombre que circulaba sin prisa alguna, montado en una mula, por el centro de nuestro carril.

—¡Estos campesinos! —maldijo—. ¿Es que no han oído hablar de los coches?

Unos cuantos kilómetros más adelante, cruzamos en nuestros dos vehículos un puente romano sobre un barranco, al final del cual se hallaban ya mis primeros campos de olivos.

Mientras Paco escuchaba en Radio Madrid el parte del mercado de valores, yo me dediqué a contemplar los olivares. Pertenecían a una variedad muy resistente llamada cornicabra. Cuando me convertí en matador, amplié en mil hectáreas los olivares que había heredado. Isaías y Tere habían insistido mucho: «Te dará lo suficiente para tener un buen negocio cuando te retires», me habían dicho. «El aceite de oliva español se las va a hacer pasar canutas al italiano, ya verás», habían añadido. Había pagado los árboles con lo que saqué de venderle a un acaudalado coleccionista catalán de arte un retablo del siglo XIV. Mi familia se había enfadado muchísimo. «¿Cómo has sido capaz de vender tu patrimonio?», me dijeron. Ahora, sin embargo, me alegraba de haber hecho caso a los Eibar. Entre los árboles jóvenes que había plantado hacía una década, se encontraban otros especímenes nudosos que se remontaban a una ampliación anterior, en la época de Felipe II. Y había también unos cuantos ejemplares antiquísimos que seguían aferrándose a la vida y que me recordaban a mis antepasados árabes y bereberes… e incluso a los antepasados romanos que mencionaba la tradición de mi familia.

Igual que yo, mis olivares se estaban recuperando aún de las cornadas que habían recibido de las tormentas, de la sequía y de la guerra. Muchos árboles habían sido destruidos durante las sangrientas batallas que tuvieron lugar en septiembre de 1936, cuando el ejército de Franco arrasó estas tierras mientras se dirigía hacia el norte, a Toledo. Cuando los trabajadores de la aldea arrancaron las cepas muertas, encontraron casquillos de bala, botones de metal y hasta fragmentos de huesos. Le regalé la madera sin vida a un artesano de la aldea, para que pudiera abrir su propio taller.

Ahora, sin embargo, la noche era tranquila y la corteza volvía a cubrir los boquetes de los troncos. Las flores, de un color blanco cremoso, se habían convertido ya en delicados frutos. Los vistosos abejarucos revoloteaban entre los árboles y buscaban su cena allí donde crecían las flores silvestres.

—La cosecha tiene buen aspecto —comentó José.

Asentí con un gruñido. En una colina de granito a la derecha de la carretera se erguía la conocida mole de nuestro pequeño castillo… nada que ver con el de Ávila. Desde aquellos muros, hubo una época en que obligábamos a pagar un impuesto a los comerciantes que pasaban por la carretera y vigilábamos los posibles ataques desde el sur al trono católico en Toledo, que Sanches había jurado proteger. De ahí procedía nuestro nombre, Escudero. En 1936, un escuadrón republicano se refugió entre esas paredes, pero sus integrantes fueron prácticamente reducidos a cenizas por la artillería de Franco. Ahora se hallaba casi en ruinas y se había convertido en algo que ni siquiera un hispanófilo extranjero querría restaurar y habitar, como estaba ocurriendo en otras partes del país. José y yo nunca habíamos jugado allí de niños, pero Paco había desafiado a participar en gloriosos combates medievales a las víboras que allí vivían.

Un buitre leonado volaba en círculos sobre el castillo, como si fuera un mensaje de la Naturaleza sobre la muerte de aquellas viejas glorias. La carretera nos condujo a continuación hacia el polvoriento pueblo de La Mora, cuyos habitantes trabajaron en otros tiempos en el castillo. Con una población cada vez más reducida —había llegado a quinientas cincuenta almas en la época de mi padre—, el pueblo no tenía ni electricidad ni alcantarillado y sus habitantes sobrevivían a duras penas como pastores de ovejas y cabras en las colinas. En 1936, cuando Franco avanzaba hacia Madrid al mando del ejército de África, se encontró con la resistencia de la milicia republicana del lugar y de algunos aldeanos. Algunos de esos aldeanos eran mujeres, que defendían La Mora con guadañas y escopetas. Cuando las tropas de Franco ocuparon el pueblo, mataron a los hombres y violaron a las mujeres. Se decía que nueve meses después nacieron en La Mora unos cuantos bebés de piel morena. Sin embargo, era tanta la vergüenza de esas mujeres que todos esos niños desaparecieron durante la guerra o durante la hambruna que vino después.

Aún hoy, al pasar por las estrechas calles de adoquines, se veían los agujeros de bala —como si fueran marcas de viruela— en las paredes de las casas y de los establos. Algunas de las casas estaban vacías, pero la emigración hacia Madrid había cesado, en parte por mis esfuerzos de mantener a la gente ocupada en mis proyectos. Las casas que quedaban lucían tejados nuevos y antenas de televisión y en el pueblo se veían otros signos de prosperidad, como alguna que otra Vespa, macetas de geranios en las ventanas y las excavaciones para el nuevo alcantarillado. Por la noche, la luz llegaba a la mayoría de las casas gracias al nuevo tendido eléctrico. El alcalde hablaba, incluso, de llevar la línea telefónica hasta el pueblo. Sin embargo, los restos de la iglesia de estilo gótico, que fue arrasada por las llamas, seguían abandonados: en el silencioso campanario, una cigüeña batía las alas mientras se acomodaba sobre su enorme nido hecho de ramas. Allí no había cura desde 1936, cuando el último párroco fue crucificado —como venganza— por los aldeanos que habían sobrevivido a la masacre cometida por los fascistas.

Mientras íbamos dando tumbos por la calle principal, adelantamos una larga fila de mulas cargadas con carbón.

—¡Olé-olé, Antonio! —me gritó el anciano conductor. Yo le saludé con la mano.

En las afueras del pueblo se hallaba la planta de prensado del aceite de oliva. Estaba compuesta por varios edificios metálicos, construidos con mis ganancias en los toros, en los que podía leerse ESCUDERO S.A. Los trabajadores, una cuadrilla bastante reducida en aquella época del año, salían en ese momento por la puerta y se dirigían a comer a sus casas. Me saludaron y yo les devolví el saludo, con la esperanza de que dejaran de pensar en mí como el señor feudal que regresa de las Cruzadas.

Más allá de la planta, envueltas en una cálida luz amarilla, se hallaban las cumbres agrestes y solitarias del coto de caza. Era Coto Morera, la parte de mi herencia que más había apreciado desde que era pequeño. El coto tenía casi ciento veinte mil hectáreas, lo cual significa que era muy grande para ser una propiedad privada en un país de las dimensiones de España. Si se hubiera tratado de tierras aptas para la labranza, el Gobierno no habría visto con buenos ojos que no cultiváramos nada, pero lo cierto es que el terreno del coto era demasiado accidentado para plantar olivos. En cambio, era un terreno apto para la fauna salvaje, los árboles silvestres y la maleza.

Hasta que yo heredé el patrimonio, el coto había tenido siempre propietarios absentistas. Los Escudero tenían su residencia en Toledo, en una casa caracterizada por corrientes de aire que había sido construida en el siglo XVI. No se interesaban nunca por el coto, excepto para ir a cazar alguna que otra vez en otoño o en invierno. Mi padre alojaba a nuestros amigos de sangre azul en Las Moreras, el pabellón de caza del coto. Había conseguido incluso que Franco —ávido cazador— fuera alguna vez al coto a cazar perdices. Había antiguas fotos de familia en las cuales aparecían tropas de adultos que posaban con escopetas y cartucheras. Cuando éramos pequeños, nos manteníamos al margen y observábamos un tanto asustados los animales muertos, expuestos en el suelo como si fueran trofeos de guerra.

Fue durante esas cacerías cuando el Bravo se interesó, por primera vez, por la fauna salvaje. En esas viejas fotos se ve al Bravo de niño, toqueteando con aire triste los colmillos ensangrentados en las mandíbulas de un jabalí. Ese niño acarició también la piel moteada, lisa y suave, del vientre de un lince. Vio cómo medían la cornamenta de los ciervos en busca de un nuevo récord. Contempló los cuerpos fláccidos e iridiscentes de innumerables perdices. En Coto Morera, las partidas de caza de seis escopetas habían llegado a cobrar hasta quinientas perdices. El guardabosques murió en 1950, pero nadie le sustituyó; en el 58, cuando murió mi padre, ya no había manera de encontrar en el coto ni jabalíes, ni ciervos, ni lobos ni linces. Quedaban tan pocas perdices que decidí interrumpir las cacerías. Durante siglos se había talado el bosque para hacer carbón vegetal, y eso había acabado con las zonas de pinos y árboles de hoja ancha.

La tristeza que sentía por el estado del coto era tan grande que les dejé la fría mansión de Toledo a mi madre, a mi tía Tita y a Paco y convertí el pabellón de caza en mi hogar. Allí, entre una y otra aparición pública, podía llevar el tipo de vida que yo quería, gracias a que el lugar era bastante inaccesible. Isaías se encargaba de dirigir el negocio desde su despacho en Madrid. El pabellón era también el hogar de José, aunque los dos poseíamos pisos en la capital: ambos adorábamos Las Moreras, y la vida sencilla y dura que llevábamos allí.

Había, sin embargo, otro motivo por el cual José vivía conmigo: la cripta de las Mercedes estaba escondida en el coto. José y yo éramos ahora los guardianes, los únicos que conocían su emplazamiento.

Paco debió de leer mis pensamientos.

—Sí… la Cripta de las Mercedes —dijo—. Tiene que estar por ahí, en alguna parte.

Me desperecé y bostecé.

—Tú y tus fantasías… La cripta familiar está donde ha estado siempre, bajo la capilla de la casa.

—No, no, esa no es la verdadera cripta de las Mercedes. Y pienso encontrar la verdadera —dijo Paco, en tono grave—. Es muy importante que ayudemos a nuestra familia a recuperar su posición en España.

Un kilómetro más allá del pueblo, siguiendo todavía la dirección de la línea eléctrica, dejamos la carretera asfaltada y entramos en Las Moreras, en la parcela donde se alzaba el pabellón de caza. Desde allí, la antigua vía romana sin pavimentar seguía hasta más allá del pabellón, luego giraba y se dirigía hacia las tierras de pasto entre muros de piedra. A dos kilómetros siguiendo esa vía se hallaba la verdadera entrada del coto y la pequeña granja en la que vivía el actual guardabosques. Más allá aún, la antigua vía se perdía en la luz resplandeciente de la tarde, zigzagueaba por un paso natural que atravesaba el punto más alto del coto y luego se dirigía al sur, hacia Andalucía.

Al llegar al pabellón, varios perros que ladraban y varias gallinas que cacareaban rodearon los dos coches cubiertos de polvo. En las casas de mi ama de llaves y cocinera, de mi jardinero y de mis tres guardas, se veían antenas de televisión y jardines en los que crecían cebollas y flores. Un Seat 600 —la versión española del Fiat— frenó bruscamente y levantó una nube de polvo. En los últimos años, el 600 se había ganado el honor de convertirse en «el coche del pueblo». Todo lo demás era viejo, construido con piedras cubiertas de liquen que procedían del saqueo del castillo y otras ruinas de la zona. Los agujeros de bala también estaban presentes en los muros de los establos y de los graneros.

En mitad de un escenario para mí tan entrañable, los ojos azules de Juan Diano me parecieron algo muy lejano, algo que había visto en otra vida.

—¡Don Antonio! —me gritó una mujer del pueblo, que en ese momento bajaba del Seat acompañada por otras tres mujeres. Era Candalaria López, en otros tiempos cabrera y ahora encargada de la planta de aceite de oliva. Me estrechó la mano con la fuerza de un hombre.

—Los olivos tienen buen aspecto, ¿verdad, don Antonio? —dijo.

La voz potente y escandalosa de Candalaria aún conservaba un acento de antaño. Su madre figuraba entre las mujeres violadas por las tropas de Franco en 1936. Durante años, su familia había responsabilizado de aquella atrocidad a todos los clérigos y a todos los aristócratas, aunque, en mi caso, Candalaria mostraba signos de haber hecho una excepción.

—Sí, tienen muy buen aspecto —contesté, con la esperanza de que un día dejara de llamarme don.

—¡Estuvo usted fantástico, don Antonio! —gritó Eustacio, el jardinero—. Le vimos en la tele.

—Nos alegramos mucho de que esté usted bien —dijo su esposa.

Les saludé a todos y me alejé. Incluso en mi abatimiento, me alegraba de volver a casa. Frente a mí se alzaba la casa, de dos plantas. José y yo habíamos plantado una hilera de pinos y de moreras a su alrededor, para resguardarla de los vientos en invierno y suavizar un poco su siniestra silueta. El estilo arquitectónico era un reflejo de la época en que la familia adoptó un férreo puritanismo posterior a la Inquisición. El patio principal quedaba prácticamente empotrado, de forma bastante tosca, en una pequeña y austera iglesia del siglo XIII que estaba justo al lado y que sin duda había sido la capilla familiar. Ahora teníamos electricidad y agua corriente dentro de la casa. Aún no teníamos calefacción y, de momento, nos arreglábamos con estufas de butano con ruedas que transportábamos de una habitación a otra según hiciera falta. En el tejado, cuyas tejas estaban cubiertas de musgo, se alzaba orgullosa nuestra propia antena de televisión, cerca de un enorme nido de cigüeñas que había en un ángulo. Conservábamos el nido como símbolo de nuestro deseo de que regresara la fauna salvaje. Además, el aleteo de las cigüeñas y sus estridentes llamadas le daban vida a la casa.

La desgastada puerta de la iglesia estaba abierta y las cuatro mujeres entraron. Una de ellas llevaba un ramo de flores de jardín que había recogido. Yo había animado a los habitantes de La Mora a rezar en esa iglesia, lo cual no era sino otro esfuerzo para reducir las distancias entre mi familia y el pueblo. No habían pedido que los domingos acudiera un sacerdote, y yo tampoco me había ofrecido a traer uno, pero le rezaban siempre a Nuestra Señora de Las Mercedes porque el coto era lo que les daba de comer. En el interior de la iglesia, las mujeres quitaban el polvo, revoloteaban de un lado para otro, encendían frente a la Virgen las velas que se habían apagado y arreglaban las flores.

Cuando bajamos del coche, con los miembros entumecidos tras pasar tantas horas en la carretera, el calor y la quietud cayeron sobre nosotros como un mazazo. Dirigí la mirada hacia la morera, un árbol persa de más de nueve metros de altura que proyectaba su sombra sobre el muro de la casa orientado hacia el sur. A pesar de mi tristeza, la morera despertó en mí la habitual sensación de cariño. Sus bayas doradas alimentaban a todos los pájaros de por allí, desde las gallinas hasta los pájaros cantores que llegaban desde África. El nombre del pabellón hacía pensar que en tiempos medievales había una arboleda de moreras, pero sólo una había sobrevivido. Las raíces de la morera bebían del mismo manantial de agua subterránea que llenaba nuestro pozo y erosionaba los minerales de nuestras paredes. Igual que los Escudero, la morera había estado allí siempre. A su vez, la morera también nos había servido como alimento a José y a mí. Crecimos jugando entre sus ramas y escondiéndonos entre sus hojas, hasta que a la familia empezó a inquietarle nuestra camaradería y nuestra rebeldía. Quién sabe qué era lo que les daba miedo, si el incesto o tan sólo la amenaza de unas ideas rebeldes compartidas. En cualquier caso, a José la enviaron a un colegio de monjas de Toledo y a mí a la misma academia militar de Toledo en la que se había formado Franco. Los oficiales estaban tan atentos a cualquier comportamiento «vicioso» que jamás llegué a saber si había otros chicos atormentados por las mismas necesidades que me atormentaban a mí.

Mi mirada se encontró con la de José. Ella también recordaba nuestra forma de mantenernos en contacto gracias a las cartas secretas que transportaba el chófer de la familia. Finalmente, el comandante me puso de patitas en la calle y le dijo a mi padre que yo no servía para oficial del ejército. José, sin embargo, permaneció en el colegio hasta los dieciocho años. Sera también estaba interna allí, así que las dos niñas se hicieron muy amigas. Le tomé la mano a José y ella me apretó los dedos.

La cuadrilla descargó mis cosas y se marchó de inmediato. Se amontonaron todos en el coche de Manolillo y Bigotes y se fueron a trabajar para un chico nuevo cuya próxima actuación en Ciudad Real había anunciado Isaías. Mis contratos cada vez más escasos habían obligado a mis hombres a buscarse otros trabajos.

—Buena suerte —les dije.

Me saludaron y se alejaron envueltos en una nube de polvo.

Ante nosotros se alzaba la enorme puerta de artesonado de la casa, que giraba sobre unas bisagras de hierro forjado ya oxidadas. Mi ayudante personal, Braulio, siempre tan serio y atento, la abrió y José y yo entramos al patio. Cuando ella y yo nos instalamos en Las Moreras, el patio estaba vacío y el suelo de piedra estaba cubierto de tejas rotas que el viento había arrancado. José y yo, sin embargo, habíamos hecho maravillas: contratamos a un aldeano, Eustacio, como jardinero y ahora aquel patio con soportales estaba lleno de árboles luminosos y rosales que crecían en enormes vasijas de terracota. La fragancia fresca y lozana de las plantas se percibía en la quietud del ambiente y los árboles proyectaban sus sombras sobre la fuente central en la que en otros tiempos abrevaban los caballos de batalla. Ahora, la pila de mármol estaba cubierta de musgo y el agua inmóvil: la pila se llenaba gracias al pozo medieval que había debajo, en cuyas profundidades ronroneaba una nueva bomba eléctrica de agua de fabricación alemana. La había comprado yo durante una de mis excursiones eróticas a Hamburgo, para que todos tuviéramos el agua que necesitábamos. Aquel pozo no nos había fallado nunca.

Al abrigo de los soportales, rodeado de macetas colgantes llenas de geranios rojos, había un agradable rincón amueblado con sillas de ratán, alfombras y cojines árabes, y un comedor exterior. En verano, prácticamente hacíamos vida en el patio: sólo nos retirábamos a las habitaciones de arriba por la noche o en invierno.

—¡Tonio, hijo mío! —exclamó doña Elena, mi madre.

Mi madre y Tita estaban sentadas, muy erguidas, en sus sillas de ratán y parecían dos damas de la corte inmortalizadas en una fotografía de la época victoriana. No cabía duda de que eran hermanas, pues ambas llevaban vestidos idénticos de seda negra confeccionados por Crippa, la casa de modas más decorosa de Madrid. Yo jamás había llegado a entender esa obsesión nacional por vestir de negro: hasta los británicos tienen suficiente sentido común como para vestirse de blanco en los países cálidos. Puesto que eran viudas, tanto Mamá como Tita evitaban las joyas demasiado llamativas. Sus minúsculos relojes de oro eran de fabricación española, porque para ellas los suizos eran extranjeros, protestantes y, por tanto, inmorales. Ambas damas se hacían aire con sus abanicos, un pasatiempo tradicional que la mayoría de mujeres españolas de cierta edad no estaban dispuestas a abandonar en beneficio del moderno aire acondicionado. El calor de finales de primavera era una oportunidad inmejorable para que los buenos católicos hicieran un poco de penitencia.

Mamá y Tita habían estado viendo las noticias en nuestro flamante aparato de televisión, que iluminaba con su inquietante parpadeo plateado las bóvedas cubiertas de musgo de los soportales. Por la pantalla pasó como una exhalación nuestro gran ciclista Bahamondes, pedaleando enérgicamente. «El Águila de Toledo» era más famoso que yo… ¿Por qué Paco no le tentaba a él para que se metiera en política? Sí, los tiempos estaban cambiado y el fútbol y el ciclismo eran ya más populares que los toros.

Las dos damas pasaban el menor tiempo posible en Las Moreras, pues para ellas tanto los habitantes de mi pueblo como mis colegas toreros no eran más que bárbaros. Hoy, sin embargo, habían llegado en coche desde Toledo y yo me armé de paciencia, porque seguro que habría problemas. Nunca me veían en la tele, por miedo a que les diera un infarto con cada pase mío, pero yo estaba seguro de que la noticia de mi agotamiento físico les había llegado ya a través de la madre de Sera.

—¡Canastos! —exclamó mi madre—. Le estaremos muy agradecidas a Dios el día que todo esto se acabe.

Canastos era la palabrota más fuerte que Mamá y Tita se atrevían a pronunciar. Con «todo esto» se referían a mi carrera en el ruedo.

—Pareces muy cansado —añadió Tita en tono acusador. También se estaba abanicando—. ¿Cuándo vas a descansar?

—Cuando sea viejo —dije.

Mamá agitó el abanico frente a su cara sudorosa. Su mirada penetrante se había desplazado ya hacia José y había advertido que mi hermana llevaba vestimenta hereje, es decir, los vaqueros yanquis.

En otra época, yo me había obligado a querer a mi madre, pero el amor se había convertido en irritación y lástima. Era el arquetipo de mujer en las caricaturas de Mingote, autoritaria y sin embargo atrapada en las tradiciones, la clase de mujer cuyos hijos hacían exactamente lo que ella quería… y lo que ella quería era que los hombres llevaran la batuta. En realidad, Mamá no tenía poder alguno, a excepción de los pequeños privilegios que pudiera haber aceptado de los hombres de la familia. Puesto que yo había hecho muy poco por asumir el mando, ella había recurrido a Paco en busca de apoyo.

Cuando Braulio subió a la parte de arriba con las maletas, la voz de mi madre adoptó un tono de complicidad.

—¿Y bien? ¿Has hablado con Serafita? ¿Habéis decidido algo?

—Una tarde de toros —dije— no es el mejor momento para propuestas de matrimonio.

—Pero a Serafita la viste después de la corrida —me acusó Tita.

El ventilador eléctrico permanecía descaradamente apagado junto al televisor. Lo puse en marcha y lo giré para que el aire les llegara de forma directa a mi madre y a mi tía. Ellas fingieron no darse cuenta y siguieron abanicándose. En la pantalla del televisor, el general Franco pronunciaba un discurso, con esa voz aguda y afeminada de la cual sus enemigos se burlaban a sus espaldas. «El contubernio comunista y judeo-masónico es una amenaza mortal para España», sermoneaba. Tenía setenta y siete años, llevaba treinta en el poder y la mano le temblaba al gesticular.

La cena fue informal pero tensa. Para huir del calor, cenamos en el patio, en la mesa de madera de roble que había bajo los soportales. El menú consistía en chuletas de ternera —de las reses que criábamos nosotros—, marinadas en aceite de oliva —hecho por nosotros— y ajo y acompañadas de un buen vino tinto manchego. La cocinera, Marimarta, asó las chuletas con gran maestría en un fuego de leña que ardía en el rincón opuesto del patio. El fuego desprendía una columna de humo que se elevaba más allá de los soportales y transportaba, hasta perderse en el cielo nocturno, una fragancia a broza quemada.

En silencio, mientras bebíamos vino, mi hermana y yo escuchamos el sermón que me soltaron Mamá y Tita. Paco no dijo ni una palabra, pues las dos mujeres se mostraron muy competentes y reanudaron la arenga justo donde él la había interrumpido: esposa, hijos, savia nueva, una nueva vida para un árbol genealógico en peligro, bla, bla, bla… Casi con toda seguridad, José no haría nada para favorecer el destino de los Escudero y, en todo caso, José era una mujer, lo cual significaba que la continuidad del apellido Escudero dependía de mí. Debía dejar esa vida llena de peligros y sentar la cabeza. Serafita era la mujer ideal para mí: dos familias de alcurnia unidas como ya lo habían estado en el pasado, cuando trabajaron juntas para apoyar a Felipe II. Bla, bla, bla… ¿La de Sera era una familia de alcurnia?, me pregunté. Pero si estaban tan acabados como los Escudero…

La pesada puerta de hierro del destino se estaba cerrando ante mis narices. Tal vez pudiera alargar unas cuantas tardes más mi regreso, pero mi carrera en los ruedos había terminado. Y el campesino montañés no volvería. Tan sólo había sido algo entre desconocidos, una fantasía, el momento más excitante y doloroso que había vivido hasta entonces, el roce de dos cuerpos entre la multitud… Pero se había terminado. ¿De qué servía discutir con Mamá y aferrarme a mi derecho a casarse sólo por amor? Jamás me había sentido así con ninguna mujer. Era mejor terminar de una vez con aquella historia: casarme y continuar en secreto con mis excursiones eróticas, igual que había hecho siempre.

Suspiré profundamente.

—De acuerdo —dije casi sin fuerzas—. Me quedan cuatro corridas: Marbella, Bilbao, San Sebastián y luego Arlés, la última semana de agosto. Me retiraré después de Arlés.

—¿Dónde está eso de Arlés? —quiso saber Tita.

—Arlés está en Francia —le expliqué, pacientemente—. Era uno de los centros culturales más importantes del Imperio Romano.

—Los romanos eran bárbaros —dijo Tita con cierto desdén.

—Cancélalo —dijo Paco—. Mándales un telegrama.

—He firmado contratos. Soy un hombre de palabra, así que terminaré mis obligaciones como debe ser.

—Y después de Arlés… —me presionó Mamá, que no me daba un respiro.

—Después de Arlés, me casaré con Serafita, si es que ella acepta. Ni siquiera sabéis si ella quiere o no.

—Sí quiere.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo ha dicho su madre.

En las caras de Mamá y Tita apareció una expresión de satisfacción y Paco sonrió con aire triunfal: finalmente me habían vencido. Caí a sus pies como un toro moribundo con la espada clavada en el corazón. José me observó con el semblante serio, sacó su pitillera de plata y encendió un cigarrillo turco. De momento, mi madre fingió no darse cuenta de que mi hermana estaba fumando. Marimarta llegó de la cocina con el postre, un tazón de sus famosas natillas, y nos sirvió a todos.

Cuando volvimos a quedarnos solos, Mamá me entregó ceremoniosamente un regalo que debía de haber estado atesorando durante años, a la espera de ese momento. Con manos temblorosas, abrí la cajita y encontré dos alianzas de oro decoradas al más fino estilo de Toledo. Mamá se las había encargado a algún artesano de la ciudad que seguramente tenía más años que Matusalén. Ante el resto de miembros de la familia, mi madre se atrevió incluso a sermonearme de nuevo: dijo que debía colocar los anillos en la capilla, ante la Virgen de las Mercedes; que yo era un hombre curtido; que Serafita era una chica inocente y virginal; y que yo debía rezarle a la Virgen de las Mercedes, dijo, para que guiara mi tosco corazón de hombre.

José fumaba y escuchaba en silencio, sentada de lado. Me guardé la cajita en el bolsillo, procurando que en la cara no me apareciera ninguna expresión.

—Sí, Mamá, por supuesto —dije.

Envalentonadas por la victoria, Mamá y Tita dirigieron ahora la artillería hacia mi hermana.

—Y tú, María Josefina, sabes tan bien como yo adónde te lleva fumar.

—Mamá —contestó pacientemente José—, fumar nunca me ha llevado a cometer indiscreciones. Así que, por favor, déjame tener al menos un vicio moderno.

—María Josefina —dijo Tita con altivez—, no permitiremos que fumes en nuestra presencia.

—Pues entonces fumaré en otro sitio —dijo José al tiempo que se ponía en pie.

Cuando mi hermana se alejaba por el patio, meneando rítmicamente sus caderas estrechas embutidas en unos vaqueros, mi madre le gritó:

—Y esos pantalones son apropiados sólo para los extranjeros, recuérdalo.

—Los pantalones —gritó José por encima del hombro— son una armadura. Por eso los usan los hombres.

Al salir, José cerró de un portazo.

—Dejad en paz a José —les dije, indignado.

—No la llames José —me ladró Paco—. No es apropiado.

—Hace veinte años que la llamo José —le ladré yo a mi vez— y no pienso dejar de hacerlo ahora.

Me puse en pie y seguí a mi hermana. Se oyó un segundo portazo. Ya en el exterior, nos pusimos a fumar los dos debajo de la morera mientras escuchábamos con tristeza los primeros trinos del chotacabras, ese pájaro que vuelve las noches tan agradables en Castilla. Sus llamadas solitarias y desgarradoras resonaban en la ladera rocosa.

Al día siguiente temprano, con el fresco de la mañana, José y yo nos dirigimos a los olivares con el pretexto de inspeccionar la cosecha, pues allí podíamos hablar en privado. Mi hermana montaba a Faisán, nuestro semental de pelaje gris. José llevaba unos vaqueros, zahones de cuero, sombrero cordobés de hombre y chaleco. Sujetaba con fuerza un cigarrillo entre los labios. Puesto que el médico me había dicho que caminar era bueno para la pierna, yo iba a pie, seguido de cerca por mis cuatro galgos. «Camina, Antonio», había dicho el doctor, «si caminas te curarás».

El semental, que tenía ya dieciocho años, era una reliquia de mis primeros tiempos en el toreo, cuando mi padre deseaba que yo toreara a caballo como los señores. Faisán era un caballo de estirpe cartujana de pura raza, con un pedigrí casi tan antiguo como el de mi familia. Mi padre lo había cambiado por un cuadro pequeño del Greco, porque no tenía bastante dinero para comprar un caballo así. Cuando empecé a torear a pie, José se quedó con Faisán. Por aquel entonces, José estaba en su máximo apogeo de marimacho y se pasó todo un invierno preparándose para su debut como rejoneadora, antes de que la familia pusiera fin a esa historia. Faisán llevaba ocho años sin ponerse frente a un toro y tenía ya muy olvidadas las elegantes maniobras que había aprendido durante su adiestramiento. Ahora no era más que la mascota de la familia o, como decía Paco, un desecho. Faisán, sin embargo, aún sabía mantener el cuello ligeramente inclinado y obedecía a la perfección a mi hermana. Lo hizo galopar al trote ligero en línea recta y cruzaron la hilera de delicadas sombras que proyectaban los olivos. El humo del cigarrillo se elevaba por encima del hombro de mi hermana. Después hizo girar a Faisán y regresaron al galope hasta donde me hallaba yo, cambiando el paso una y otra vez. La crin espesa y plateada de Faisán ondeaba a cada paso que daba el animal.

José tenía un aspecto muy elegante vestida con un traje de montar de hombre. Sí, el marimacho seguía allí, tras su estudiada fachada femenina. De vez en cuando me preguntaba si ella era… bueno, como yo. Probablemente no, pues siempre estaba hablando de hombres. «Si me atreviera a salir con hombres más interesantes», decía siempre. «¡Los hombres adecuados son muy aburridos!». Ansiaba contarle a José mi secreto. ¿Por qué no podía contárselo a mi hermana, que había nacido al mismo tiempo que yo, que me había abrazado durante nueve meses en el vientre de nuestra madre?

José obligó a Faisán a detenerse delante de mí. Le acaricié la frente al caballo y él intentó morderme.

—Se está volviendo muy maleducado —dije.

—Se aburre. Necesita algo que hacer.

—Sigues teniendo un aspecto imponente sobre el caballo. Mucho más imponente que yo en toda mi vida.

—Sí —dijo con aire nostálgico—, soñaba con ser la nueva Conchita Cintrón.

—El caballo está sano y todavía es muy fuerte. Podríamos buscar a alguien que lo adiestrara y los dos volveríais a estar en forma en poco tiempo. Ahora la familia ya no puede detenerte. Canastos… A lo mejor hasta me mantienes cuando me retire.

—¿Y quién compraría una entrada para ver a una señora de treinta años haciendo de picadora en una corrida de toros? —se burló—. Sí, ya es demasiado tarde para mí.

«Demasiado tarde. Demasiado tarde». Las palabras resonaban en mis oídos.

—Estás satisfecha de ser una periodista solterona, ¿no? —le pregunté.

—¿Y por qué no? No es tan mala vida.

Seguí caminando. Ella cabalgó a mi lado. Uno de los galgos, Miki, descubrió un conejo y los cuatro perros echaron a correr hacia una colina.

—Tonio, nunca te había visto tan triste —dijo ella por fin.

—¿Tanto se me nota?

—Braulio no te quita ojo de encima, Marimarta me ha preguntado qué mosca te ha picado, Tere no dejar de pensar y de preocuparse por ti… Por supuesto, nadie excepto yo se atreve a hacerte las preguntas adecuadas.

—Pues házmelas —suspiré.

—¿De verdad quieres casarte con Sera?

—No.

Aspiró aire con fuerza y desvió la mirada hacia el oeste, hacia la línea del horizonte donde se hallaba el coto.

—¿Quieres casarte con alguien?

—No.

—¿Por qué no?

Mientras yo buscaba angustiado una respuesta, ella hizo girar a Faisán y de nuevo se alejó al galope de mí. Observé la espléndida grupa del caballo y me fijé en la forma en que se movían sus músculos cuando galopaba. De inmediato me acudió a la mente la imagen de los músculos tensos de las caderas de un hombre haciendo el amor. Imaginé el culo estrecho de Juan Diano, imaginé que me follaba vestido con su mono de trabajo del matadero, imaginé el contacto de su piel en mi pierna… Había pasado tanto tiempo solo y obsesionado con esa cuestión, que me estaba volviendo loco. Sí, necesitaba un consejo de amigo. Si no podía confiar en José, ¿en quién iba a confiar?

Cuando José se acercó de nuevo al galope, obligó a Faisán a detenerse e insistió.

—¿Por qué no, Tonio?

Miré a mi alrededor para asegurarme de que no había nadie por allí cerca.

—Porque —dije— me consume la lujuria.

—¿Y eso es nuevo para ti?

—Esta vez sí.

—O sea… que lo que te preocupa es cómo apañártelas con una amante y una esposa.

—Es algo mucho más grave.

José bajó la vista para observarme. Los perros regresaron de su cacería jadeantes y sin conejo.

—¿Y qué puede ser más grave que tener una amante? —me preguntó José—. ¿Dos amantes? ¿Tres? —de nuevo, guardé silencio. Ella se echó a reír—. ¿Es que tu amante es una lisiada? ¿O es que no se depila el bigote?

—Peor.

—¿Una alemana? ¿Una norteamericana?

Apenas tenía fuerzas para pronunciar las palabras.

—Un hombre —dije. ¿Y si los árboles escuchaban?

José no se quedó boquiabierta, como yo pensaba. Se limitó a observarme durante largos instantes, pero yo no me atrevía a mirarla. Cuando arrojó su cigarrillo y desmontó, me aparté, temeroso de enfrentarme a ella.

—Hermanito —dijo muy despacio. Sujetaba las riendas con una mano y con la otra me tomaba el brazo—. Mírame —reuní valor y la miré. Me observó con la mirada sincera y penetrante de un hombre—. Hermanito —repitió. Para alivio mío, me rodeó con un brazo y me envolvió en su fragancia de Le Dé. Yo la abracé con tanta fuerza que su espléndido sombrero se cayó y rodó por el suelo polvoriento. El caballo trató de mordernos a los dos y nosotros lo esquivamos a tientas.

José me arrulló en sus brazos, como una madre. Yo apenas podía hablar, pues estaba embargado por la intensa emoción y por el alivio.

—Me lo he preguntado durante años —dijo. Sus labios estaban junto a mi cuello—. He visto cómo te acariciaban los hombres con la mirada.

Al cabo de un rato nos separamos. Sacudí el polvo de su sombrero y se lo volví a poner. Mientras paseábamos, me tomó por el brazo y guió a Faisán.

—Bueno —dijo con su voz más dulce—, ahora no me digas que vas detrás de un bailaor flamenco con clavos en la suela de los zapatos. O de algún travestido de Barcelona.

—Es un hombre de Castilla.

—Huuuuuuuy —dijo, en tono de respeto.

Por su expresión, supe que había entendido perfectamente lo que yo quería decir. Yo estaba a punto de apartarme del camino aceptado. Un hombre como yo, que cometía un pecado de esa clase, podía mantenerse dentro de los límites de lo aceptable si lo hacía con muchachos o con travestidos, porque eran «mujeres» que se entregaban a «hombres de verdad». Sentí un violento escalofrío y me di cuenta de que mi hermana también lo había sentido.

—Sí, ya veo que es grave —dijo.

—Daría un dedo de la mano derecha por volver a verle. El dedo que más uso.

Ella me tomó por los brazos.

—Hermanito, ve con cuidado.

—He ido con cuidado toda mi vida.

—Estás obsesionado. —Esquivó otro cariñoso mordisco de Faisán.

—Lo estoy. De alguna forma, esto va a cambiar mi vida.

—¿Puedo saber quién es?

—El hombre de Santander.

Me miró fijamente.

—¿El chico del matadero? ¿Te has vuelto loco?

—Nunca he estado tan cuerdo.

—Pero si no le conoces —señaló ella—. ¿Cómo sabes que es…?

—Sé lo suficiente para saberlo.

—Pero es chusma —mi hermana también tenía sus prejuicios sociales.

—Quizá llegue a ser un gran torero.

—Pero entonces… ¿serías capaz de ponerle delante de un toro? —Al ver mi desesperación, se echó a reír—. No te preocupes, estoy de tu parte… aunque se trate del chico del matadero —dijo. De repente, estaba rebosante de buenos consejos—. Convertirle en tu protegido y enseñarle es una buena tapadera. Qué coño… aunque no llegue a ser torero, le buscas un sitio para vivir por aquí cerca, le buscas un trabajo que te permita visitarle, os veis cuando podáis… Yo haré de mensajera, si quieres.

Mi valor empezó a fallar y me mostré prudente.

—Primero tengo que encontrarle —dije.

—Sí, no le diste muchos ánimos —dijo—. Le diste tu tarjeta y le enseñaste dónde estaba la puerta. ¿Por qué no le invitaste a venir aquí… sólo para probar?

—Mi cuadrilla… Isaías… no quería que notaran nada.

—Pero si eres todo un maestro en tener secretos… A mí me has engañado durante un montón de años. Además, los toreros siempre invitan a los principiantes. Todo el mundo se alegraría mucho de verte con un protegido.

—Lo sé —dije desesperado—, pero el miedo me hizo comportarme como un tonto.

Seguimos paseando durante un rato.

—Mira —le dije—, tú y yo vamos a hacer un viajecito. Diré a todo el mundo que necesito tomarme unos días de vacaciones antes de mi próximo contrato. Volveremos a Santander e intentaremos encontrarle.

—Buena idea. Si está interesado en ti, le compramos un billete de tren y que se presente en Las Moreras como si viniera por su cuenta. Si es listo, verá la necesidad de actuar con astucia. Y si no lo entiende, será mejor que te mantengas apartado de él.

—Hay que tener cuidado con Paco.

—¿Te has preguntado alguna vez si ha dado órdenes para que nos vigilen?

—A veces, pero nunca he notado nada. No piensa en nada que no sea esa tontería a lo Sherlock Holmes de encontrar la cripta.

José se estremeció.

—Ya no es una tontería a lo Sherlock Holmes. He oído comentarios en la redacción del ABC. Hoy en día, tienen toda clase de material moderno de espionaje. Paco podría haberle dicho a un espía que coloque algo en el teléfono para escuchar lo que hablamos…

Aquello avivó aún más mi propia paranoia.

—Fue extraño que Paco hablara de García Lorca la otra noche… —dije.

—Sí. La gente no lo ha olvidado. El otro día, a la hora de comer, mi jefe estaba hablando de García Lorca. Conoce a uno que conoce a uno que sabe dónde le mataron.

—¿Dónde?

—En las afueras de Granada. Cerca de la Fuente de las Lágrimas.