Recuerdo que aquella noche había interrumpido la lectura de Las maravillas celestes a la mitad del capítulo que trataba de las constelaciones meridionales. Había salido del hotel sin dejar la llave de la habitación en recepción, donde no había nadie. Quería comprar un paquete de cigarrillos. El único estanco que aún seguía abierto estaba en la plaza de Le Trocadéro.

Subí las escaleras desde el muelle y, pasada la estación pequeña de metro, me pareció oír al loro de La Closerie, que repetía con su voz ahogada: «Fiat de color verde agua, Fiat de color verde agua». Todavía había luz detrás de los cristales. Seguían jugando a las cartas. Me sorprendió la tibieza del aire para ser una noche de invierno. Los días anteriores había nevado y todavía quedaban placas de nieve en los jardines del nivel inferior, antes de llegar al Museo del Hombre.

Mientras compraba los cigarrillos en el café grande, un grupo de turistas se sentó en las mesas de la terraza. Oía sus carcajadas. Me extrañaba que hubieran sacado las mesas y por un momento noté algo así como un vértigo. Me pregunté si no estaba confundiendo las estaciones. Pero no; a los árboles de la plaza se les habían caído las hojas, desde luego, y habría que esperar mucho todavía para que volviera el verano. Llevaba meses y meses caminando entre tanto frío y tanta niebla que no sabía ya si el velo se rasgaría alguna vez. ¿Era de verdad pedirle mucho a la vida aspirar a tomar un baño de sol bebiendo una naranjada con una pajita?

Me quedé mucho rato respirando el aire de alta mar en la explanada. Pensaba en el perro negro de la otra noche, el que vino a reunirse conmigo desde tan lejos, cruzando todos aquellos años… Qué tontería que no se me hubiera quedado en la cabeza su número de teléfono…

Fui por la calle Vineuse, como la otra noche. Seguía en penumbra. A lo mejor había una avería eléctrica. Veía brillar el rótulo del bar o del restaurante, pero con una luz tan débil que apenas si se vislumbraba el bulto oscuro de un coche aparcado inmediatamente antes de la revuelta de la calle. Cuando llegué, se me paró el corazón. Reconocí el Fiat de color verde agua. No era una sorpresa, en realidad; nunca había perdido la esperanza de encontrarlo. Había que tener paciencia, y nada más, y yo notaba que tenía grandes reservas de paciencia. Lloviera o nevara, estaba dispuesto a esperar horas en la calle.

El parachoques y una de las aletas estaban abollados. En París había seguramente muchos Fiat de color verde agua, pero en este había, desde luego, huellas del accidente. Saqué del bolsillo de la cazadora el pasaporte, donde llevaba, doblada, la hoja que me había hecho firmar Solière. Sí, era el mismo número de matrícula.

Miré dentro. Una bolsa de viaje en el asiento de atrás. Podía dejar una nota entre el parabrisas y el limpiaparabrisas y poner en ella mi nombre y la dirección del Hotel Fremiet. Pero quise saber a qué atenerme en el acto. El coche estaba aparcado delante del restaurante. Así que abrí la puerta de madera clara y entré.

La luz venía de un aplique que estaba detrás de la barra y dejaba en penumbra las pocas mesas colocadas a ambos lados, pegadas a las paredes. Y, sin embargo, veo perfectamente esas paredes en mis recuerdos, están tapizadas de terciopelo rojo muy gastado, e incluso con desgarrones de trecho en trecho, como si aquel sitio hubiera tenido una época de esplendor hacía mucho, pero nadie viniera ya. Menos yo. Al principio, creí que había entrado con la hora de cerrar muy pasada ya. Una mujer estaba sentada en la barra y llevaba un abrigo marrón oscuro. Un joven con estatura y pinta de jockey estaba despejando las mesas. Me miró fijamente:

—¿Qué desea?

Era demasiado largo de explicar. Me acerqué a la barra y, en vez de sentarme en una de las banquetas, me paré detrás de la mujer. Le puse la mano en el hombro. Dio un respingo y se volvió. Me clavaba unos ojos asombrados. Le cruzaba la frente una rozadura grande, precisamente por encima de las cejas.

—¿Es usted Jacqueline Beausergent?

Me sorprendió la voz indiferente con que hice la pregunta; me daba incluso la impresión de que la había hecho otro por mí. Ella me miraba en silencio. Bajó la mirada. Se le demoró en la mancha de la cazadora y, luego, más abajo, en el zapato del que asomaba la venda.

—Nos conocemos ya, de la plaza de Les Pyramides…

Mi voz me parecía cada vez más clara y más indiferente. Estaba de pie detrás de ella.

—Sí…, sí…, me acuerdo muy bien…, la plaza de Les Pyramides…

Y, sin apartar los ojos de mí, me sonreía con sonrisa un tanto irónica, la misma —a lo que me parecía— que la otra noche en la grillera.

—Podríamos sentarnos…

Me señalaba la mesa más cercana a la barra, que todavía tenía un mantel blanco. Nos sentamos uno frente a otro. Dejó su copa encima de la mesa. Yo me preguntaba qué licor habría en ella.

—Debería tomar algo —me dijo—. Algo fuerte… Está muy pálido…

Dijo esta frase muy seria e incluso con cierta compostura afectuosa que nadie había tenido nunca conmigo. Me daba apuro.

—Tómese un Margarita, como yo…

El jockey nos trajo un Margarita y luego desapareció por una puerta acristalada que había detrás de la barra.

—No sabía que había salido ya de la clínica —me dijo ella—. Llevo varias semanas fuera de París… Pensaba ir a preguntar por usted…

Me parece, tras tantas y tantas décadas transcurridas, que al principio el sitio aquel donde estábamos sentados uno frente a otro estaba muy oscuro. Nos hallábamos en la oscuridad como en la consulta de un oculista que le va poniendo a uno, por turnos, delante de los ojos, cristales de graduación diferente para que pueda por fin ver las letras que están a distancia, en el marco luminoso.

—Habría debido quedarse más en la clínica…, ¿se escapó?

Volvía a sonreír. ¿Quedarme más? No la entendía. Las letras estaban todavía muy turbias en la pantalla.

—Me dijeron que me marchase —le dije—. Vino a buscarme un tal señor Solière.

Pareció asombrarse. Se encogió de hombros.

—No me ha dicho nada…, creo que le tenía miedo a usted.

¿Miedo a mí? Nunca habría podido imaginarme que alguien pudiera tenerme miedo.

—Le parecía más bien raro… No está acostumbrado a personas como usted…

Parecía apurada. Yo no me atrevía a preguntarle en qué consistía exactamente mi rareza desde el punto de vista del tal Solière.

—Fui a verlo dos o tres veces a la clínica… Desafortunadamente siempre coincidió con momentos en que estaba usted durmiendo…

No me habían avisado de esas visitas. De pronto me cruzó por la cabeza una duda.

—¿Estuve mucho en esa clínica?

—Alrededor de diez días. Fue al señor Solière a quien se le ocurrió la idea de que lo llevasen allí. En L’Hôtel-Dieu no habrían podido dejar que se quedase, en el estado en que estaba.

—¿Tan mal estaba?

—Pensaban que había tomado sustancias tóxicas.

Había pronunciado esas dos palabras con mucha formalidad. Creo que nunca había oído a nadie hablarme con tanto sosiego ni con un tono de voz tan dulce. Oírla me tranquilizaba igual que leer Las maravillas celestes. No apartaba la vista de la rozadura grande que le cruzaba la frente precisamente encima de las cejas. Los ojos claros; el pelo castaño que le llegaba hasta los hombros; el cuello del abrigo levantado… Por lo avanzado de la hora y por la penumbra que nos rodeaba volvía a verla igual que como era en la grillera la otra noche.

Se pasó el índice por la rozadura, encima de las cejas, y otra vez tenía aquella sonrisa irónica.

—Para tratarse de un primer encuentro —me dijo—, fue un poco brusco.

Me miraba a los ojos, en silencio, como si quisiera adivinar qué estaba pensando; y aquella atención nunca la había encontrado yo en nadie.

—Me dio la impresión de que cruzó usted aposta en el momento más inoportuno por la plaza de Les Pyramides…

Yo no opinaba así. Siempre había resistido al vértigo. No habría podido nunca arrojarme al vacío desde lo alto de un puente o desde una ventana. Y ni siquiera bajo las ruedas de un coche, como parecía creer ella. En mí, en el último momento, la vida siempre podía más.

—No creo que estuviera en posesión de todas sus facultades…

Volvía a mirarme la cazadora y el mocasín roto del pie izquierdo. Yo había vuelto a ponerme la venda lo mejor que había podido, pero, sin embargo, no debía de tener un aspecto demasiado atractivo. Me disculpé por presentarme así. Sí, tenía prisa por recobrar una forma humana.

Me dijo en voz baja:

—Bastaría con que cambiase de cazadora. Y quizá también de calzado.

Yo me encontraba cada vez más a gusto. Le confesé que había estado intentando encontrarla en aquellas semanas pasadas. No era fácil con el nombre de una calle pero sin el número. Así que busqué, dando vueltas por todo el barrio, su Fiat de color verde agua.

—¿Verde agua?

Parecía intrigarla ese adjetivo, pero figuraba tal cual en el atestado que me había hecho firmar Solière. ¿Un atestado? No estaba al tanto. Yo lo seguía llevando en el bolsillo interior de la cazadora y se lo enseñé. Lo leyó frunciendo el ceño.

—No me extraña… Siempre ha sido desconfiado…

—También me dio cierta cantidad de dinero…

—Es un hombre generoso —me dijo.

Me habría gustado saber qué relación exacta había entre ella y el tal Solière.

—¿Vive usted en la glorieta de L’Alboni?

—No. Esas son las señas de una de las oficinas del señor Solière.

Siempre que pronunciaba ese apellido lo hacía con cierto respeto.

—¿Y en la avenida de Albert-de-Mun?

Para mayor vergüenza mía, parecía un poli soltando, para desconcertar a un sospechoso, una pregunta que no se esperaba.

—Es una de las viviendas del señor Solière.

No se había quedado desconcertada en absoluto.

—¿Cómo está enterado de esas señas?

Le dije que me había encontrado con el tal Solière el otro día en un café y que había hecho como si no me reconociera.

—Es muy desconfiado, ¿sabe?… Siempre cree que las personas tienen algo contra él… Tiene muchos abogados…

—¿Es su jefe?

Me arrepentí enseguida de la pregunta.

—Llevo dos años trabajando con él.

Me había contestado con voz tranquila, como si se tratase de algo trivial. Y seguramente lo era. ¿Por qué buscar misterios donde no los hay?

—La otra noche, precisamente, había quedado con el señor Solière en la plaza de Les Pyramides, en el vestíbulo del Hotel Régina… Y, luego, cuando estaba llegando, ocurrió nuestro… accidente…

Había titubeado ante la palabra. Me miraba la mano izquierda. Cuando me atropelló el coche, me había desollado la parte de arriba de la mano. Pero la herida estaba casi cicatrizada. Nunca la había llevado vendada.

—Así que, si lo he entendido bien, el señor Solière llegó en el momento oportuno.

Se nos acercaba aquella noche, con andares pausados, con su abrigo oscuro. Me preguntaba incluso si no llevaba un cigarrillo en la comisura de los labios. Y aquella muchacha había quedado con él en el vestíbulo del hotel… Yo también había quedado con mi padre en esos vestíbulos de hoteles que son todos iguales y donde el mármol, las arañas, las maderas y los sofás son de pacotilla. Está uno allí en la misma situación precaria que en la sala de espera de una estación entre dos trenes o en una comisaría antes del interrogatorio.

—Por lo visto nadie lo vería de monaguillo —le dije.

—¿A quién?

—A Solière.

Por primera vez, parecía apurada de verdad.

—¿A qué se dedica exactamente?

—A los negocios.

Había agachado la cabeza, como si a mí pudiera escandalizarme esa respuesta.

—¿Y usted es su secretaria?

—Algo así…, pero más bien a media jornada…

Allí, bajo la luz del aplique, me parecía más joven que en el furgón de la policía. Seguramente la otra noche era el abrigo de pieles lo que la hacía mayor. Y, de todas formas, después de la conmoción, yo no estaba del todo en condiciones. Esa noche me pareció que era rubia.

—¿Y no es un trabajo demasiado complicado?

La verdad es que quería enterarme de todo. El tiempo apremiaba. A aquella hora a lo mejor iban a cerrar ya el restaurante.

—Al llegar a París, estudié para enfermera —me dijo. Y hablaba cada vez más rápido, como si le corriera prisa darme explicaciones—. Y, luego, trabajé de enfermera a domicilio… Y conocí al señor Solière…

Yo había dejado de escucharla. Le pregunté cuántos años tenía. Veintiséis años. Así que me llevaba unos cuantos. Pero era poco probable que fuera la misma mujer de Fossombronne-la-Forêt. Intentaba recordar la cara de aquella mujer o de aquella joven cuando subió a la camioneta y me cogió la mano.

—De pequeño, tuve un accidente parecido al de la otra noche. Al salir de un colegio…

Y, según se lo iba contando, yo también hablaba cada vez más rápido; se me atropellaban las palabras; éramos dos personas a quienes han reunido por pocos minutos en el locutorio de una cárcel y a quienes no les dará tiempo de decírselo todo.

—Pensé que la muchacha de la camioneta era usted…

Se echó a reír.

—Pero si eso no es posible… Por entonces yo tenía doce años…

Un episodio de mi vida, el rostro de alguien que seguramente me quiso, una casa: todo aquello caía para siempre en el olvido y en lo desconocido.

—Un sitio que se llamaba Fossombronne-laForêt…, un doctor Divoire…

Creo que lo dije en voz baja, para mis adentros.

—Me suena ese nombre —me dijo—. Está en Sologne. He nacido en esa comarca.

Me saqué del bolsillo de la cazadora el mapa Michelin de Loir-et-Cher, que llevaba encima desde hacía varios días. Lo desdoblé encima del mantel. Ella parecía intranquila.

—¿Dónde nació? —le pregunté.

—En La Versanne.

Me incliné hacia el mapa. La luz del aplique no era lo bastante fuerte para que pudiera leer todos esos nombres de pueblos en letra tan pequeña.

Ella también inclinó la cabeza. Nuestras frentes casi se tocaban.

—Intente encontrar Blois —me dijo—. Algo a la derecha, tiene Chambord. Más abajo, está el bosque de Boulogne. Y Bracieux… y, a la derecha, La Versanne…

Era fácil orientarse gracias a la mancha verde del bosque. Ya estaba, ya había encontrado La Versanne.

—¿Cree que está lejos de Fossombronne?

—A unos veinte kilómetros…

La primera vez que lo encontré en el mapa, habría debido subrayar con tinta roja el nombre de Fossombronne-la-Forêt. Ahora lo había perdido.

—Está en la carretera de Milançay… —me dijo ella.

Yo buscaba la carretera de Milançay. Por fin conseguía leer todos los nombres de los pueblos: Fontaines-en-Sologne, Montgiron, Marcheval…

—Si tiene mucho empeño, un día de estos podría llevarlo a conocer la región —me dijo, clavándome una mirada perpleja.

Me incliné otra vez sobre el mapa.

—Pero sería cosa de localizar el camino que va de La Versanne a Fossombronne.

Y volvía a internarme por las carreteras comarcales, cruzaba por pueblos al azar: Le Plessis, Tréfontaine, Boizardiaire, La Viorne… Al final de una carreterita sinuosa, leí: FOSSOMBRONNE-LA-FORÊT.

—¿Y si fuéramos esta noche?

Ella lo estuvo pensando un momento, como si esa propuesta mía le pareciera natural.

—Esta noche, no. Estoy demasiado cansada…

Le dije que lo decía en broma, pero no estaba muy seguro. No podía apartar la vista de todos esos nombres de aldeas, de bosques y de estanques. Habría querido confundirme con el paisaje. Ya por entonces me daba la impresión de que un hombre sin paisaje estaba muy falto de todo. Algo así como un inválido. Caí en la cuenta de muy joven, en París, cuando se me murió el perro y no sabía dónde enterrarlo. Ni un prado. Ni un pueblo. Ni siquiera un jardín. Volví a doblar el mapa y me lo metí en el bolsillo.

—¿Vive con Solière?

—Ni mucho menos. Sencillamente, le cuido las oficinas y el piso cuando está fuera de París. Viaja mucho por negocios…

Qué curioso, mi padre también viajaba mucho por negocios y, pese a todas las veces que quedamos en vestíbulos de hoteles y en cafés, no entendí de qué negocios se trataba. ¿Los mismos que Solière?

—¿Viene mucho por aquí? —le pregunté.

—No… No vengo mucho… Es el único sitio del barrio que cierra muy tarde…

Le comenté que no había muchos clientes, pero, según ella, venían mucho más entrada la noche. Unos parroquianos muy peculiares, me dijo. Sin embargo, en mis recuerdos, ese sitio me parece abandonado. Tengo incluso la sensación de que aquella noche ella y yo nos metimos allí con fractura. Ahí estamos, uno enfrente del otro, y oigo una de esas músicas ahogadas de después del toque de queda con las que se baila y se viven fraudulentamente algunos momentos de felicidad.

—¿No le parece que después de lo brusco que fue nuestro primer encuentro deberíamos conocernos más a fondo?

Dijo esa frase con voz muy suave, pero con dicción firme y clara. Yo había leído que era en Touraine donde se hablaba el francés más puro. Pero, al oírla, me preguntaba si no sería más bien en Sologne, por la zona de La Versanne y de Fossombronne-la-Forêt. Ella había apoyado la mano encima de la mía, de mi mano izquierda cuya herida estaba acabando de cicatrizar sin que hubiera necesitado llevarla vendada.

En la calle, se había rasgado un velo. La carrocería del coche brillaba a la luz de la luna. Me pregunté si no sería un espejismo o el efecto del alcohol que había tomado. Le di unas palmaditas a la carrocería, a la altura del capó, para comprobar que no estaba soñando.

—Un día tendré que llevar todo esto a arreglar —me dijo, señalando el parachoques y la aleta abollados.

Le confesé que había sido en un taller donde me habían puesto en la pista de su coche.

—Se ha tomado usted mucho trabajo sin necesidad —me dijo—. Llevaba tres semanas aparcado delante de mi casa… Vivo en el número 2 de la glorieta de Léon-Guillot, en el distrito XV

Así que no vivíamos muy lejos uno de otro. Puerta de Orléans. Puerta de Vanves. Con un poco de suerte habríamos podido conocernos allí, tierra adentro. Éramos los dos del mismo mundo.

Me senté encima del capó.

—Y ahora, si va usted para el distrito XV y tuviera la amabilidad de llevarme a casa…

Pues no. Me dijo que esa noche tenía que dormir en el piso de Solière de la avenida de Albert-de-Mun y quedarse allí cierto tiempo para que el piso no estuviera vacío mientras él estaba fuera. Solière se había ido en viaje de negocios a Ginebra y a Madrid.

—Si lo entiendo bien tiene usted un trabajo de guarda y de vigilante nocturno.

—Es una forma de verlo.

Me abrió la puerta derecha del coche para que entrase. Después de todos aquellos días y todas aquellas noches que había pasado vagabundeando por el barrio me parecía algo natural. Estaba incluso convencido de que ya había vivido este momento en sueños.

De repente hacía mucho frío, un frío que daba brillo y limpidez a todo cuanto nos rodeaba: la luz blanca de los faroles, los semáforos, las fachadas nuevas de los edificios. En el silencio, me parecía oír el paso regular de alguien que se nos acercaba.

Me apretó la muñeca, como la otra noche, en el furgón de la policía.

—¿Se encuentra mejor? —me dijo.

A la luz de la luna, la plaza de Le Trocadéro era mucho más amplia y estaba mucho más desierta que de costumbre. No acabábamos nunca de cruzarla y aquella lentitud me proporcionaba una sensación de bienestar. Estaba seguro de que si miraba las ventanas oscuras calaría en la oscuridad de las viviendas, como si pudiera captar los infrarrojos y los ultravioleta. Pero no necesitaba tomarme ese trabajo. Bastaba con dejarse resbalar por aquella cuesta por la que había subido la otra noche con el perro.

—Yo también —me dijo— he intentado encontrarlo, pero en la clínica no tenían su dirección… París es grande… Hay que andar con cuidado… Las personas como nosotros acaban por perderse…

Pasado el palacio de Chaillot, giró a la derecha y fuimos siguiendo unos edificios macizos y que habrían podido parecer abandonados. Yo no sabía ya en qué ciudad estaba, una ciudad cuyos habitantes acababan de desertar, pero no tenía importancia. Ya no estaba solo en el mundo. La cuesta era más empinada y bajaba hasta el Sena. Reconocí la avenida de Albert-de-Mun, el jardín que había alrededor del Aquarium y la fachada blanca de la casa. Aparcó delante de la puerta cochera.

—Debería venir a ver el piso. Está en la última planta… Hay una azotea grande y se ve todo París.

—¿Y si Solière vuelve de repente?

Cada vez que nombraba a ese fantasma me entraba la risa. Solo conservaba el recuerdo de un hombre con abrigo oscuro, en la grillera y, luego, en el vestíbulo de la clínica y en el café del muelle. ¿Merecía la pena saber algo más? Tenía la intuición de que era de la misma especie que mi padre y de todos los que veía tiempo atrás en su entorno. No se puede saber nada de esas personas. Hay que mirar los informes que la policía hizo acerca de ellos, pero esos informes, que están, sin embargo, escritos en una lengua tan precisa y tan clara, se contradicen entre sí. ¿Merece la pena? Desde hacía una temporada se me arremolinaban tantas cosas en esta pobre cabeza mía y aquel accidente había sido para mí un acontecimiento de tanta envergadura…

—No tema. No hay riesgo de que vuelva de inmediato. Y aunque volviera, no es un hombre malo, ¿sabe?

Volvió a echarse a reír.

—¿Hace mucho que vive aquí?

—No podría responderle con exactitud.

Parecía que se estuviera riendo afectuosamente de mí. Le comenté que Solière no figuraba en la guía en estas señas de la avenida de Albert-de-Mun.

—Hay que ver —me dijo— el trabajo que se toma para dar con certidumbres… De entrada no se apellida Solière de verdad. Es el apellido que usa en la vida diaria…

—¿Y usted sabe el apellido auténtico?

—Morawski.

Aquel apellido tenía un sonido familiar sin que pudiera yo saber bien por qué. A lo mejor figuraba en la libreta de direcciones de mi padre.

—Pero con el apellido Morawski tampoco encontrará nada en la guía. ¿Cree que tiene realmente importancia?

Tenía razón. La verdad es que ya no me apetecía tanto mirar la guía.

Me acuerdo de que anduvimos un poco por los paseos del jardín, alrededor del Aquarium. Yo necesitaba respirar al aire libre. Normalmente, vivía en una especie de asfixia controlada, o, más bien, me había acostumbrado a respirar entrecortadamente como si hubiera que ahorrar oxígeno. Sobre todo no hay que ceder al pánico que se apodera de uno cuando tiene miedo de asfixiarse. No, hay que seguir respirando despacito y con regularidad y esperar a que te quiten esa camisa de fuerza que te oprime los pulmones, o a que se vaya haciendo polvo y cayéndose sola.

Pero aquella noche, en el jardín, respiraba a pleno pulmón por primera vez desde hacía mucho, desde Fossombronne-la-Forêt, esa época de mi vida que tenía olvidada.

Habíamos llegado delante del Aquarium. Apenas si se intuía el edificio en la penumbra. Le pregunté si lo había visitado alguna vez. Nunca.

—Entonces la llevaré a verlo un día de estos…

Era reconfortante hacer proyectos. Me había cogido del brazo y yo me imaginaba, cerca de nosotros, a todos esos peces de mil colores que daban vueltas detrás de los cristales en la oscuridad y el silencio. Me dolía la pierna y cojeaba un poco. Pero también ella tenía su rozadura de la frente. Me pregunté hacia qué porvenir nos encaminábamos. Me daba la impresión de que ya habíamos andado juntos en este mismo sitio, a esta misma hora, en otros tiempos. No sabía ya muy bien dónde estaba al recorrer aquellos paseos. Estábamos llegando casi a la parte de arriba de la colina. Por encima de nosotros, la mole sombría de una de las alas del palacio de Chaillot. O, más bien, un hotel grande, una estación de deportes de invierno de Engadina. Nunca había respirado un aire tan frío y tan suave. Me inundaba los pulmones con un frescor de terciopelo. Sí, debíamos de estar en la montaña, a gran altura.

—¿No tiene frío? —me preguntó—. A lo mejor deberíamos irnos a casa…

Se ceñía el cuello levantado del abrigo. ¿A qué casa? Titubeé por unos segundos. Sí, claro, al edificio que estaba al final de la avenida que bajaba hacia el Sena. Le pregunté si pensaba vivir mucho allí. Alrededor de un mes.

—¿Y Morawski?

—Ah…, estará fuera de París todo ese tiempo.

Volvió a parecerme que ese nombre me resultaba familiar. ¿Lo había oído en labios de mi padre? Me acordé de aquel individuo que me había llamado en una ocasión desde el Hotel Palym y cuya voz enturbiaban las interferencias del teléfono. Guy Roussotte. Teníamos una oficina su padre y yo, me había dicho. Roussotte. Morawski. Él también tenía una oficina, por lo visto. Todos tenían oficinas.

Le pregunté qué demonios hacía con el tal Morawski al que llamaban Solière en la vida diaria.

—Querría saber más cosas. Creo que me está ocultando algo.

No decía nada. Luego contestó abruptamente:

—Pues claro que no tengo nada que ocultar… La vida es mucho más sencilla de lo que crees…

Era la primera vez que me tuteaba. Me apretaba el brazo e íbamos bordeando el edificio del Aquarium. El aire seguía siendo igual de frío y se respiraba con la misma liviandad. Antes de cruzar la avenida, me detuve al borde de la acera. Miraba el coche delante del edificio. La otra noche, cuando volví solo a este sitio, el edificio me pareció abandonado y la avenida desierta, como si nadie pasara por ella.

Me volvió a decir que había una azotea grande y que se veía todo París. El ascensor subía despacio. Me puso la mano en el hombro y me cuchicheó una palabra al oído. El temporizador había apagado la luz; solo velaba, más arriba de nuestras cabezas, una luz auxiliar.