Antes del accidente, llevaba casi un año viviendo en el hotel de la calle de La Voie-Verte, por la zona de la puerta de Orléans. Me he pasado muchos años queriendo olvidar esa etapa de mi vida o no recordar sino los detalles insignificantes en apariencia. Había un hombre, por ejemplo, con el que me cruzaba a menudo, a eso de las seis de la tarde, y que seguramente volvía del trabajo. No me queda ya de él más que el recuerdo de una cartera negra y de unos andares pausados. Una noche, en el café de enfrente de la Ciudad Universitaria, trabé conversación con el hombre que tenía al lado, de quien había pensado que sería estudiante. Pero trabajaba en una agencia de viajes. Era malgache y encontré su nombre y un número de teléfono en una tarjeta, entre unos papeles viejos que quería quitarme de encima. Se llamaba Katz-Kreutzer. No sé nada de él. Otros detalles… Se trataba siempre de gente con la que me había cruzado y había visto a medias y que seguirían siendo enigmas para mí. Sitios también… Un restaurante pequeño en donde cenaba a veces con mi padre, por la parte alta de la avenida de Foch, a la izquierda, y que busqué inútilmente más adelante, cuando pasaba por el barrio por casualidad. ¿Lo habría soñado? Casas de campo que eran de personas cuyos nombres no sabía, cerca de pueblos que habría sido incapaz de señalar en un mapa; una tal Évelyne a quien conocí en un tren nocturno… Empecé incluso a hacer una lista —con fechas aproximadas— de todos esos rostros y esos sitios perdidos, de esos proyectos abandonados: un día decidí matricularme en la facultad de medicina, pero no seguí adelante con ese empeño. Al esforzarme por recapitular lo que no tuvo mañana para mí y se quedó en el aire, buscaba una brecha, líneas de fuga. Es que estoy llegando a esa edad en que la vida se va replegando poco a poco sobre sí misma.

Intento recuperar los colores y el ambiente de aquella estación del año en que viví cerca de la puerta de Orléans. Colores grises y negros, un ambiente que a posteriori me parece asfixiante, un otoño y un invierno perpetuos. ¿Era por casualidad por lo que había ido a encallar en esa zona en que había quedado mi padre conmigo por última vez? Las siete en punto de la mañana, el café de La Rotonde, en los bajos de uno de esos edificios de ladrillos que se agrupan en bloques que marcan los límites de París. A lo lejos, Montrouge y un tramo de la vía de circunvalación que acababan de construir. No teníamos gran cosa que decirnos y yo sabía que no nos volveríamos a ver. Nos levantamos y, sin darnos la mano, salimos juntos del café de La Rotonde. Me sorprendió ver que se alejaba, con su gabán azul, hacia la vía de circunvalación. Todavía me pregunto a qué remoto suburbio lo llevaban sus pasos. Sí, ahora me llama la atención esa coincidencia de haber vivido una temporada en ese barrio en que nos veíamos los dos las últimas veces. Pero por entonces ni se me ocurrió. Tenía otras preocupaciones.