Me acuerdo de que en la clínica Mirabeau, después del accidente, me despertaba sobresaltado y sin saber ya dónde estaba. Buscaba el interruptor de la lámpara de cabecera. Entonces, con aquella luz demasiado cruda, reconocía las paredes blancas y el ventanal. Intentaba volver a dormirme, pero tenía un sueño pesado e inquieto. Había toda la noche gente hablando tras el tabique. Un nombre volvía continuamente; lo pronunciaban voces con entonaciones diferentes: JACQUELINE BEAUSERGENT. Por la mañana, me daba cuenta de que lo había soñado. Lo único real era el nombre: JACQUELINE BEAUSERGENT, ya que se lo había oído a ella en el hospital de L’Hôtel-Dieu, cuando el individuo con bata blanca nos preguntó quiénes éramos.
La otra noche, en el aeropuerto de Orly Sud, estaba esperando a unos amigos que regresaban de Marruecos. El avión llegaba con retraso. Eran más de las diez. El amplio vestíbulo al que daban las puertas de llegada estaba casi desierto. Notaba la curiosa sensación de haber llegado a algo así como una tierra de nadie en el espacio y en el tiempo. Oí de pronto una de esas voces inmateriales de los aeropuertos que dijo por tres veces: «JACQUELINE BEAUSERGENT, ACUDA A LA PUERTA DE EMBARQUE 624». Yo corría por el vestíbulo. No sabía qué había sido de ella en aquellos treinta años, pero esos años ya no contaban. Tenía la ilusión de que todavía podía haber para mí una puerta de embarque. Unos pocos pasajeros iban llegando a la puerta 624. Delante de esa puerta estaba apostado un hombre de uniforme oscuro. Me preguntó con voz seca:
—¿Su billete?
—Estoy buscando a alguien… Ha habido una llamada hace un momento… Jacqueline Beausergent…
Los últimos pasajeros se habían esfumado. El hombre se encogió de hombros.
—Esa persona ha debido de embarcar hace un buen rato, caballero.
Volví a decir:
—¿Está seguro? Jacqueline Beausergent…
Me cortaba el paso.
—Ya ve que no queda nadie, caballero.