Hace tres años, poco más o menos por la misma época en que me atacó aquella vieja, pero en el mes de junio o de julio, iba siguiendo el muelle de La Tournelle. Un sábado soleado, por la tarde. Miraba los libros de los cajones de los libreros de lance. Y, de repente, me cayó la vista sobre tres libros que unía una goma ancha y roja, colocados en lugar muy destacado. Me dio un brinco el corazón al ver la tapa amarilla y el nombre y el título en letras negras del de encima: Los recuerdos-pantalla de Fred Bouvière. Quité la goma. Otros dos libros de Bouvière: Drogas y terapéutica y La mentira y la confesión. Había aludido a ellos en las reuniones de Denfert-Rochereau. Tres libros que no había manera de encontrar, de los que decía con cierta ironía que eran sus «obras de juventud». Las fechas de publicación se mencionaban en la parte de abajo de la tapa, junto al nombre de la editorial: Au Sablier. Sí, Bouvière debía de ser muy joven por entonces, apenas veintidós o veintitrés años.
Compré los tres libros y me encontré en la página de respeto de La mentira y la confesión una dedicatoria: «Para Geneviève Dalame, este libro que escribí cuando tenía su edad, en la hora del toque de queda. Fred Bouvière». Los otros dos no estaban dedicados, pero, igual que en el primero, ponía con tinta azul en la portadilla «Geneviève Dalame» y unas señas: «Bulevar de Jourdan, 4». La cara de aquella chica rubia de cutis muy pálido que siempre estaba pegada a Bouvière e iba a su lado en el asiento del coche al acabar las reuniones, el individuo con cara de gavilán que me decía en voz baja: «Se llama Geneviève Dalame», todo aquello me volvió a la memoria. Le pregunté al librero de dónde había sacado esos libros. Se encogió de hombros: Ah, una mudanza… Al recordar la forma en que Geneviève Dalame miraba a Bouvière con aquellos ojos azules y bebía sus palabras, me decía que era imposible que se hubiera deshecho de esos tres libros. A menos que hubiera querido romper tajantemente con toda una parte de su vida. O que se hubiera muerto. Bulevar de Jourdan, 4. Estaba a dos pasos de donde vivía yo cuando me alojaba en la habitación del hotel de la calle de La Voie-Verte. Pero no necesitaba comprobarlo, sabía que el edificio ya no existía desde hacía alrededor de quince años y que la calle de La VoieVerte había cambiado de nombre.
Me acordé de que un día, por aquel entonces, iba a coger el autobús 21 a la puerta de Gentilly y ella salió de ese edificio pequeño, pero no me atreví a dirigirle la palabra. Ella también se puso a esperar el autobús y solo estábamos nosotros dos en la parada. No me reconoció, y era algo de lo más natural: durante las reuniones, solo veía a Bouvière y los demás miembros del grupo no eran sino caras desenfocadas dentro del halo luminoso que él proyectaba en torno.
Cuando arrancó el autobús éramos los únicos pasajeros y me senté en el asiento de enfrente del suyo. Me acordaba perfectamente del nombre que me había cuchicheado el gavilán unos días antes. Geneviève Dalame.
Se abstrajo en un libro forrado de papel vegetal, a lo mejor ese que le había dedicado Bouvière y había escrito en la hora del toque de queda. No le quitaba ojo. Había leído, no me acuerdo ya dónde, que si se mira fijamente a las personas, aunque estén de espaldas, se percatan de la presencia de uno. Con ella, la cosa fue para largo. No me hizo ningún caso hasta que el autobús iba por la calle de La Glacière. «La he visto en las reuniones del doctor Bouvière», le dije. Al pronunciar ese apellido pensaba congraciarme con ella, pero me lanzó una mirada suspicaz. Yo buscaba palabras que la pusieran de mejor humor. «¡Qué barbaridad!», le dije. «El doctor Bouvière responde todas las preguntas que se hace uno en la vida». Y adopté una expresión absorta, como si bastase con pronunciar ese apellido, Bouvière, para dejar atrás el mundo cotidiano y ese autobús en que íbamos. Pareció tranquilizarse. Teníamos el mismo gurú, compartíamos los mismos ritos y los mismos secretos. «¿Hace mucho que viene a las reuniones?», me preguntó. «Unas semanas». «¿Querría tener un contacto más personal con él?». Me había hecho la pregunta con cierta condescendencia, como si fuese la única intermediaria que existiera entre Bouvière y el grueso de sus discípulos. «Tan de inmediato, no», le dije. «Prefiero esperar algo más…». Y hablaba con un tono tan serio que ella no podía dudar ya de mi sinceridad. Me sonrió y creí, incluso, vislumbrarle en los ojos, azules y grandes, algo así como una ternura por mí. Pero no me hacía ilusiones. Se lo debía a Bouvière.
Llevaba un reloj de pulsera masculino, que contrastaba con la muñeca, muy fina. La correa de cuero negro no estaba lo bastante prieta. Hizo un ademán demasiado vehemente al meter el libro en el bolso. El reloj se le escurrió y se cayó al suelo. Me agaché para recogerlo. Debía de ser un reloj viejo de Bouvière, me dije. Le había pedido que la dejara ponérselo, para llevar siempre consigo un objeto que le hubiera pertenecido. Quise ayudarla a ceñirse bien la correa de cuero a la muñeca, pero no cabía duda de que aquella correa le estaba grande. Entonces me fijé, en la parte baja de la muñeca, a la altura de las venas, en una cicatriz reciente porque todavía era de color de rosa, una fila de ampollitas. De entrada noté una sensación de malestar. La cicatriz no encajaba con aquel día soleado de invierno en que iba sentado en un autobús en compañía de una chica rubia de ojos azules. Yo era un individuo bastante corriente a quien le gustaban la felicidad y los jardines a la francesa. Me pasaban por la cabeza a menudo ideas negras, pero muy a mi pesar. A lo mejor a ella le ocurría lo mismo. Tenía una sonrisa y una mirada que expresaban una despreocupación anterior al trato con el doctor Bouvière. Seguramente era él quien le había hecho perder la alegría de vivir. Había caído en la cuenta de que me había fijado en la cicatriz y apoyaba la mano con la palma hacia abajo en la rodilla para ocultarla. Me apetecía hablarle de cosas anodinas. ¿Estaba estudiando aún o había encontrado ya un trabajo? Me explicó que tenía un empleo de mecanógrafa en un sitio que se llamaba Opéra Intérim. Y, de pronto, hablaba con naturalidad y no quedaba ya nada de aquella intensidad y aquella afectación suyas cuando nos habíamos referido al doctor. Sí, estaba acabando de convencerme de que antes de cruzarse con él había sido una chica sencilla. Y lamentaba no haberla conocido entonces.
Le pregunté si llevaba mucho asistiendo a las reuniones. Casi un año. Al principio, era difícil, no entendía gran cosa. No tenía ningún conocimiento de filosofía. Había dejado de estudiar al acabar el bachillerato elemental. Creía que no estaba a la altura y aquella sensación la había hecho caer en una «crisis de desesperación». Al recurrir a estas palabras a lo mejor quería explicarme por qué tenía una cicatriz en la muñeca. Luego el doctor la había ayudado a vencer esa desconfianza en sí misma. Un ejercicio muy trabajoso, pero gracias a él había conseguido salir airosa. Le estaba agradecidísima por haberla hecho alcanzar un nivel al que no habría podido nunca llegar ella sola. ¿Dónde lo había conocido? Ah, en un café. Estaba tomando un bocadillo antes de volver a la oficina. Él estaba preparando una de las clases que daba en los «Hauts Études». Al enterarse de que era mecanógrafa, le había pedido que le pasara un texto a máquina. Estaba a punto de decirle que yo también había visto por primera vez a Bouvière en un café. Pero temía sacar a relucir un tema penoso. A lo mejor estaba enterada de la existencia de la mujer de la gabardina forrada de piel, esa que decía: «La próxima vez acuérdese de mis recargas». ¿Y si era esa mujer la que estaba en los orígenes de la cicatriz de la muñeca? O, mejor dicho, Bouvière, sencillamente, con esa vida sentimental suya que me parecía, a primera vista, muy peculiar…
Quise saber en qué parada se bajaba. PetitsChamps — Danielle-Casanova. Yo había sacado un billete para la estación de Le Luxembourg, pero me daba igual. Había decidido acompañarla hasta el final. Iba a Opéra Intérim, pero me dijo que no tardaría en dejar ese empleo. El doctor le había prometido un trabajo «a tiempo completo». Iba a pasar a máquina sus clases y sus artículos, se haría cargo de organizarle las reuniones, de las convocatorias y de las circulares para los diferentes grupos. Se alegraba mucho de tener un trabajo de verdad que, por fin, le daba un sentido a su vida.
«¿Así que va a dedicarle la vida entera al doctor?». Se me había escapado la frase y me arrepentí nada más pronunciarla. Ella me clavó la mirada azul pálido con cierta dureza. Quise remediar la torpeza con una observación de orden general: «Ya sabe que los guías intelectuales no siempre calibran el poder que ejercen sobre sus discípulos». Se le dulcificó la mirada. Me daba la impresión de que había dejado de verme y estaba perdida en sus pensamientos. Me preguntó: «¿Usted cree?». Había tanto desconcierto y tanto candor en aquella pregunta que me enterneció. Un trabajo de verdad que por fin le iba a dar un sentido a su vida… Fuere como fuere, había querido acabar con esa vida suya si me fiaba de la cicatriz de la parte baja de la muñeca… Me habría gustado que me hiciera confidencias. Soñé, por un momento, que en aquel autobús arrimaba la cara a la mía y estaba mucho rato hablándome al oído para que nadie más oyera lo que decía.
Otra vez me miraba con ojos desconfiados. «No estoy de acuerdo con usted», me dijo, muy seca. «Yo necesito un guía intelectual…». Asentí con la cabeza. No tenía nada que contestarle. Habíamos llegado a Le Palais-Royal. El autobús estaba pasando por delante de Le Ruc-Univers, en cuya terraza me había sentado en muchas ocasiones con mi padre. Él tampoco decía nada y nos separábamos sin haber roto el silencio. Muchos embotellamientos. El autobús avanzaba a trompicones. Debería haber aprovechado para hacerle preguntas a toda prisa y saber algo más acerca de esa que se llamaba Geneviève Dalame, pero parecía estar pensando en algo que la preocupaba. Hasta Petits-Champs — Danielle-Casanova, no cruzamos ni una palabra. Y luego nos bajamos del autobús. En la acera, me dio la mano distraídamente, la mano izquierda, la del reloj y la cicatriz. «Hasta la próxima reunión», le dije. Pero en las reuniones siguientes siempre hizo caso omiso de mi presencia. Iba avenida de L’Opéra arriba y no tardé en perderla de vista. Había demasiada gente por la acera a aquella hora.