Se me confunde en la memoria todo lo del período anterior al accidente. Los días transcurrían en una luz incierta. Esperaba a que aumentara el voltaje para ver las cosas más claras. Cuando vuelvo a pensar ahora en ese período, solo destaca entre la niebla la silueta de Hélène Navachine. Me acuerdo de que tenía un lunar en el hombro izquierdo. Me había dicho que se iba a ir a Londres unos días porque le proponían un trabajo allí y quería ver si le interesaba de verdad.
Una noche, la acompañé a coger el tren, a la estación del Norte. Me mandó una postal donde me decía que volvería pronto a París. Pero no volvió nunca. Hace tres años, recibí una llamada telefónica. Oí una voz de mujer que me decía: «¿Oiga?… Aquí el Hotel Palym… Quieren hablar con usted, señor…». El Hotel Palym estaba casi enfrente de casa de ella, en la callecita desde la que se veía el reloj de la estación de Lyon. Una vez cogimos allí una habitación con los nombres de Yvette Dintillac y Patrick de Terouane. La mujer repitió: «¿Sigue ahí, señor? Le paso la llamada…». Tenía la seguridad de que era ella. Otra vez íbamos a volver a vernos entre dos clases de piano y los alumnos tocarían el Bolero de Hummel hasta el final de los tiempos. Como le gustaba repetir al doctor Bouvière, la vida era un eterno retorno. Había interferencias en la línea y parecían el susurro del viento en los árboles. Esperaba agarrando con fuerza el auricular para evitar el mínimo movimiento que hubiera podido poner a aquel cable tendido a través de los años en peligro de romperse. «Le paso la llamada, señor…». Me pareció oír el ruido de un mueble volcado o de alguien que se caía por las escaleras.
«¿Oiga? ¿Oiga?… ¿Me oye?». Una voz de hombre. Me sentía decepcionado. Seguía el zumbido en la línea. «Fui amigo de su padre… ¿Me oye?». Por más que le contestaba que sí, el que no me oía era él. «Guy Roussotte… Soy Guy Roussotte… Su padre le habló de mí a lo mejor… Era colega de su padre en la oficina de Otto… ¿Me oye?». Parecía estar haciéndome esa pregunta por guardar las formas sin que le importase de verdad si lo oía o no. «Guy Roussotte… Teníamos una oficina su padre y yo…». Habría podido pensar que me llamaba desde uno de esos bares de Les Champs-Élysées de hace cincuenta años donde el rumor de las conversaciones giraba en torno a negocios del mercado negro, mujeres y caballos. La voz sonaba cada vez más ahogada y solo me llegaban retazos de frases: «Su padre… oficina de Otto… encuentro… unos días en el Hotel Palym… dónde podría entrar en contacto con él… Basta con que le diga: Guy Roussotte… oficina de Otto… de parte de Guy Roussotte… una llamada… ¿Me oye?». ¿Cómo había conseguido mi número de teléfono? No venía en la guía. Me imaginaba a ese espectro llamándome desde una habitación del Hotel Palym, la misma habitación, a lo mejor, que una noche de hacía tiempo habían ocupado Yvette Dintillac y Patrick de Terouane. Qué curiosa coincidencia… La voz se oía ahora demasiado lejos y las frases eran demasiado deshilvanadas. Me preguntaba si era a mi padre a quien quería ver, creyendo que estaba aún en este mundo, o si era a mí. No tardé en dejar de oírlo. Otra vez aquel ruido de mueble volcado o de un cuerpo que se cae por las escaleras. Luego, la sintonía del teléfono, como si hubieran colgado. Eran ya las ocho de la noche y no tuve ánimos para volver a llamar al Hotel Palym. Y estaba decepcionado de verdad. Había esperado oír la voz de Hélène Navachine. ¿Qué habría sido de ella en todo aquel tiempo? La última vez que la había visto en sueños, se había interrumpido el sueño antes de que tuviera tiempo de darme sus señas y su número de teléfono.
Ese mismo invierno en que oí la voz lejana de Guy Roussotte, me había ocurrido un contratiempo. Por mucho que se pase uno más de treinta años afanándose penosamente para tener una vida más clara y armoniosa de lo que fue en sus principios, un incidente puede hacernos correr el riesgo de volver bruscamente atrás. Era el mes de diciembre. Hacía más o menos una semana que, al salir de casa o al volver, me había fijado en que había una mujer inmóvil a pocos pasos de la puerta del edificio o en la acera de enfrente. No estaba nunca allí sino a partir de las seis de la tarde. Una mujer alta que llevaba un abrigo de piel vuelta, un sombrero de ala ancha y un bolso marrón en bandolera. Me seguía con la mirada y no se movía del sitio, callada y en actitud amenazadora. ¿De qué pesadilla olvidada de mi infancia podía salir aquella mujer? ¿Y por qué ahora? Me asomé a la ventana. Estaba esperando en la acera con cara de vigilar la fachada del edificio. Pero yo no había encendido la luz de la habitación y le resultaba imposible verme. Con aquel bolso grande en bandolera, aquel sombrero y aquellas botas daba la impresión de que había sido la cantinera de un ejército que había desaparecido hacía mucho, pero que había dejado tras de sí muchos cadáveres. Me daba miedo que a partir de ese momento y hasta el final de mi vida estuviera apostada donde yo viviera y que no me valiera de nada mudarme. Siempre daría con mis señas nuevas.
Volvía una noche más tarde que de costumbre, y ahí seguía, inmóvil. Iba a abrir la puerta del portal cuando se me acercó despacio. Una mujer de edad. Me clavaba una mirada severa como si quisiera avergonzarme de algo o recordarme alguna falta que hubiese podido cometer. Le sostuve la mirada en silencio. Acababa por preguntarme de qué sería yo culpable. Me crucé de brazos y le dije con voz sosegada y articulando bien las sílabas que me gustaría saber qué quería de mí.
Alzó la barbilla y le salió de la boca un chorro de insultos. Me llamaba por mi nombre y me tuteaba. ¿Existía algún parentesco entre nosotros? A lo mejor la había conocido hacía mucho. El sombrero de ala ancha resaltaba la dureza del rostro y, bajo la luz amarilla del farol, se parecía a una cómica alemana muy vieja que se llamaba Leni Riefenstahl. La vida y los sentimientos no habían conseguido dejar huellas en aquella cara de momia, sí, la momia de una niña perversa y caprichosa de ochenta años. Seguía clavando en mí los ojos de rapaz y yo no bajaba la mirada. Le sonreía de oreja a oreja. Notaba que estaba a punto de morderme y de inocularme su veneno, pero, tras aquella agresividad, había algo falso, como la interpretación sin matices de una mala actriz. Otra vez volvía a colmarme de insultos. Se había apoyado en la puerta del portal para cortarme el paso. Yo seguía sonriéndole y me daba cuenta a la perfección de que así la exasperaba cada vez más. Pero no le tenía miedo. Ya se habían acabado los temores infantiles en la oscuridad al pensar que una bruja o la muerte iban a abrir la puerta de la habitación. «¿Podría hablar algo más bajo, señora?», le dije con un tono cortés que me sorprendió a mí mismo. A ella también pareció dejarla cortada la tranquilidad de mi voz. «Disculpe, pero he perdido la costumbre de oír voces como las que está usted dando». Vi que se le crispaban los rasgos y que, en menos de un segundo, se le dilataban las pupilas. Avanzó la barbilla para desafiarme, una barbilla grande y muy prominente.
Yo le sonreía. Entonces se me echó encima. Se me aferraba al hombro con una mano y, con la otra, intentaba arañarme la cara. Yo quería soltarme, pero la verdad es que pesaba mucho. Notaba que me volvían poco a poco los temores de la infancia. Llevaba más de treinta años arreglándomelas para tener una vida tan ordenada como un parque a la francesa. Ese parque había tapado con sus paseos anchos, sus prados de césped y sus ramilletes de árboles, un pantano donde había estado a punto de hundirme tiempo atrás. Treinta años de esfuerzos. Y todo para que una medusa me estuviera esperando una noche en la calle y se me viniera encima… La vieja esta iba a asfixiarme. Pesaba tanto como mis recuerdos de infancia. Me cubría un sudario y de nada me servía revolverme. Nadie podía ayudarme. Un poco más allá, en la plaza, había una comisaría donde estaban de guardia agentes del orden. Todo esto iba a acabar en una grillera y en una comisaría. Era una antigua fatalidad. Por cierto que, a los diecisiete años, cuando me echaron el guante porque mi padre quería librarse de mí, sucedió cerca de aquí, por donde la iglesia. Más de treinta años de esfuerzos inútiles para volver al punto de partida, a las comisarías del barrio. Qué tristeza… Tenían pinta de ser dos borrachos que se estaban pegando en la calle, diría uno de los agentes del orden. Nos harían sentar en un banco, a la vieja y a mí, como a todos esos a quienes habían detenido en redadas nocturnas, y tendría que dar mis datos. Me preguntarían si la conocía. El comisario me diría: Se hace pasar por su madre, pero, según su documentación, no hay ningún parentesco entre ustedes. Por lo demás, usted nació de madre desconocida. Queda en libertad, caballero. Era el mismo comisario a quien me había entregado mi padre cuando tenía diecisiete años. El doctor Bouvière tenía razón: la vida es un eterno retorno. Se adueñó de mí una rabia fría y le di a la vieja un rodillazo seco en el vientre. Aflojó la tenaza. Le di un empujón violento. Por fin podía respirar… La había neutralizado por sorpresa, no se atrevía ya a acercárseme, estaba inmóvil al filo de la acera, mirándome fijamente con los ojillos dilatados. Ahora era ella quien estaba a la defensiva. Intentaba sonreírme, una sonrisa espantosa de teatrera que la dureza de la mirada desmentía. Me crucé de brazos. Entonces, al ver que con la sonrisa no conseguía nada, hizo como que se secaba una lágrima. ¿Cómo podía haberme asustado, a mi edad, ese fantasma y haberme creído por un momento que tenía fuerzas aún para tirar de mí hacia abajo? La época de las comisarías se había acabado, se había acabado del todo.
Los días siguientes, la mujer no volvió a apostarse ante el edificio y, hasta ahora, no ha vuelto a dar señales de vida. Aquella noche, la estuve observando después por la ventana. No parecía haberla afectado ni pizca nuestro pugilato. Iba y venía, arriba y abajo, siguiendo el terraplén. Idas y venidas regulares en un trecho bastante corto, pero con paso rápido, casi militar. Muy erguida, con la barbilla alta. De vez en cuando, volvía la cabeza hacia la fachada para comprobar si tenía público. Y luego empezó a cojear. Al principio iba probando, como si fuera un ensayo. Poco a poco dio con el ritmo adecuado. La vi alejarse y perderse de vista, cojeando, pero forzaba demasiado la nota en aquel papel de cantinera vieja en busca de un ejército derrotado y en retirada.