Esta noche he soñado por primera vez con uno de los episodios más tristes de mi vida. Cuando tenía diecisiete años, mi padre, para librarse de mí, llamó una tarde al servicio de emergencias de la policía y la grillera nos estaba esperando delante del portal. Me entregó al comisario del barrio diciendo que yo era un «golfo». Había preferido olvidarme de ese episodio, pero en mi sueño de esta noche un detalle que también se me había borrado, como lo demás, me ha vuelto a la cabeza y me ha dado una sacudida, cuarenta años después, como si fuera una bomba de acción retardada. Estoy en un asiento corrido, al fondo del todo de la comisaría, y espero sin saber qué pretenden hacer conmigo. A ratos, caigo en un duermevela. A partir de las doce de la noche, oigo con regularidad un motor y unas portezuelas que se cierran de golpe. Unos inspectores meten en la sala a un grupo variopinto de personas bien vestidas y de otras con aspecto de vagabundos. Una redada. Se identifican. Según lo van haciendo, desaparecen dentro de una habitación de la que no veo sino la puerta abierta de par en par. La última en presentarse ante el individuo que escribe a máquina es una mujer muy joven de pelo castaño y que lleva un abrigo de pieles. El policía escribe mal varias veces el apellido y ella se lo repite con tono de hastío: JACQUELINE BEAUSERGENT.
Antes de que entre en la habitación de al lado se nos cruzan las miradas.