Mi estatura es de sesenta y cinco centímetros. Estoy bien conformado, con las proporciones correspondientes, aunque tengo la cabeza un poco grande. El pelo no es negro, como el de los demás, sino colorado y echado hacia atrás de las sienes, y de una frente que más impresiona por lo ancha que por lo alta. Soy lampiño, pero, fuera de eso, mi rostro es como el de cualquiera. Las cejas son espesas. Mi fuerza física es considerable, especialmente si me enfurezco. Cuando se dispuso la lucha entre yo y Josafat, a los veinte minutos lo puse con la espalda contra el suelo y lo estrangulé. Desde entonces, aquí no hay más enano que yo.
Casi todos los enanos son bufones. Tienen que decir chistes y hacer payasadas que hagan reír a sus amos y sus huéspedes. Yo no me he rebajado jamás hasta ese extremo. Tampoco me lo ha exigido nadie. Basta mi aspecto para impedir que se haga de mí semejante empleo. Mi cara no es de las que se prestan para divertir a nadie. Además, no me río nunca.
No soy un bufón. Soy un enano y nada más que un enano. Por otra parte, tengo una lengua mordaz que probablemente agrada a algunas personas que me rodean. Lo cual no es lo mismo que ser su bufón.
Ya he dicho que mi cara se parece a la de cualquier otro hombre. Lo cual no es absolutamente exacto porque está llena de arrugas. Para mí, eso no es un defecto. A mí me han hecho así, y no puedo evitar que a los demás no les suceda lo mismo. Me presento tal como soy, sin embellecerme ni afearme. Tal vez no sea lo común, pero estoy satisfecho de ser como soy.
Las arrugas hacen que parezca muy viejo, y no lo soy. Pero he oído decir que nosotros, los enanos, descendemos de una raza mucho más antigua que la que ahora puebla la tierra y que, por consiguiente, somos viejos desde que nacemos. No sé si será verdad, más, si así fuera, seríamos los hombres primitivos. No tengo nada que decir contra el hecho de pertenecer a otra raza que la actual y que eso sea visible en mi persona. Encuentro que las caras de los demás son completamente inexpresivas.
Mis amos sienten por mí una gran simpatía, particularmente el príncipe, que es un poderoso y grande hombre. Un hombre con vastos planes, y que sabe realizarlos. Es un hombre de acción, y, a la vez, un hombre muy culto, que sabe darse tiempo para todo lo posible, y a quien le place conversar sobre cuanto existe entre el cielo y la tierra, aunque oculta sus verdaderos propósitos hablando de otra cosa.
Puede parecer innecesario eso de interesarse por todo —si es que realmente es así— pero tal vez sea preciso, tal vez tenga que abarcarlo todo puesto que es príncipe. Da la impresión de comprenderlo y dominarlo todo, o por lo menos de aspirar a ello. Nadie puede negar que tiene una personalidad imponente. De todos los seres que he encontrado, es el único que no desprecio.
Pero es muy hipócrita.
Conozco bastante bien a mi señor, más no por eso diré que lo conozco a fondo. Tiene una de esas naturalezas nada fáciles de comprender. Sería un error decir que es un escurridizo; no, pero en cierto sentido es inaccesible. Lo es hasta para mí mismo, y, a decir verdad, no sé por qué lo sigo con la fidelidad de un perro. Por otra parte, él tampoco me comprende.
A mí no me impresiona como a los demás, pero me agrada estar al servicio de un señor tan imponente. No he de negar que es un gran hombre. Aunque nadie es grande para su enano.
Lo sigo persistentemente, como una sombra.
La felicidad de la princesa Teodora depende mucho de mí. Yo llevo su secreto en mi corazón, pero nunca se me ha escapado una palabra. No revelaría nada aunque me sentaran sobre el potro, o me condenaran a los horrores de la cámara de torturas. ¿Por qué? No sé. La odio, quisiera verla muerta, quisiera verla arder en los fuegos del infierno, con las piernas abiertas, y las llamas lamiéndole su vientre repugnante. Aborrezco la depravación de sus costumbres, las cartas lascivas que me hace llevar a sus amantes, sus palabras de amor que queman mi corazón. Pero no la traiciono. Y constantemente arriesgo mi vida por ella.
Cuando me llama a sus departamentos privados y me confía en voz baja su mensaje, escondo la carta de amor en mi jubón, y todo mi cuerpo se estremece mientras la sangre me sube a la cabeza. Pero ella no advierte nada, ni siquiera se le ocurre pensar que estoy exponiendo mi vida. ¡La suya no, la mía! Ella sólo sonríe con esa sonrisa casi imperceptible y distraída que le es propia, y me deja partir con mi peligrosa misión. Para ella, la parte que yo tomo en su vida secreta no cuenta para nada. Pero confía en mí.
Odio a sus amantes. Siempre he deseado arrojarme sobre ellos y hundirles mi puñal para ver correr su sangre. Odio particularmente a Don Ricardo, a quien conserva desde hace varios años, y de quien ni siquiera intenta desligarse. Lo detesto.
A veces me hace venir a su cámara, antes de levantarse, y se muestra ante mí con toda su impudicia. Ya no es joven, los senos le cuelgan cuando está en el lecho jugando con sus joyas, sacándolas una a una del cofre que le presenta una doncella. No entiendo cómo puede haber quien se enamore de ella. No tiene nada que para un hombre pueda considerarse tentador. Sólo se ve que todo en ella ha sido hermoso alguna vez. Me consulta sobre las joyas que debe usar ese día. Le gusta hacerme esa pregunta. Las deja deslizarse entre sus finos dedos y se estira voluptuosamente bajo el pesado cubrecama de seda. Es una cortesana. Una cortesana en el lecho de un grande y magnífico príncipe. El amor llena toda su vida. Sonríe como en éxtasis al contacto de las joyas entre sus dedos.
En semejantes ocasiones suele ponerse triste, o finge estarlo. Con un lánguido movimiento de la mano pasa un collar alrededor de su cuello, y, mirando cómo brillan los gruesos rubíes sobre su todavía hermoso pecho, me pregunta si me agradaría que se quedara con él. Alrededor de su lecho hay un olor que me produce náuseas. La aborrezco, y quisiera, verla arder en los fuegos del infierno. Le contesto que debe quedarse precisamente con ese collar y me dirige una mirada de agradecimiento como si, participando de su pena, le hubiera yo procurado un melancólico consuelo.
Suele llamarme su único amigo. Una vez me preguntó si estaba enamorado de ella.
¿Qué sospecha el príncipe? ¿Sospecha algo? ¿Tal vez todo?
Es como si la vida secreta de la princesa no existiera para él. Pero no es posible saberlo, nunca se puede estar seguro de saber algo de él. Su trato con ella parece sin sombras. Por otra parte, todo en él es claro como el día. Es extraño que un hombre así pueda resultarme incomprensible. Tal vez sea porque soy su enano. Y, como ya lo he dicho, ¡él tampoco me comprende! Conozco a la princesa mejor que a él. No es extraño, porque la odio. Es difícil comprender a un ser humano que no se odia; uno se halla ante él desarmado, sin nada para ponerlo al descubierto.
¿Cómo son sus relaciones con la princesa? ¿Es él también su amante? ¿Quizá su único amante verdadero? ¿Y será por eso que parece tan indiferente para lo que ella hace con los demás? Yo me siento turbado, pero él no.
No me explico la impasibilidad de este hombre. Su desprendimiento es algo que me irrita. Me produce un malestar del cual no puedo librarme. Quisiera que fuese como yo.
La corte bulle de gentes extrañas. De filósofos que se sientan con la cabeza entre las manos para buscar el sentido de la vida; de sabios que creen poder seguir el curso de las estrellas con sus gastados ojos lacrimosos, y hasta ver reflejarse en ellas el destino de los hombres. De ganapanes y aventureros que leen sus lánguidos versos a las damas de la corte, y al día siguiente se los encuentra echados por tierra y vomitando. En ese estado fue uno de ellos apuñalado; y recuerdo que otro recibió los varazos por haber escrito un panfleto contra el caballero Moroscelli. De artistas que llevan una, vida licenciosa pero que llenan las iglesias con imágenes sagradas, de escultores y dibujantes que deben erigir el campanil de la nueva catedral, de soñadores y charlatanes de toda especie. Van y vienen como vagabundos que son, aunque algunos permanecen largo tiempo, como si formaran parte de la corte, y todos abusan por igual de la hospitalidad del príncipe.
Es incomprensible que él consienta en albergar aquí a tantos intrusos. Y más increíble todavía que pueda sentarse a escuchar sus estúpidas charlas. Acepto que pueda escuchar un momento a los poetas que recitan sus versos y a los que puede considerarse como bufones, tales como los que siempre han existido en las cortes. Ellos celebran la nobleza y la pureza del alma humana, cantan los grandes acontecimientos y las proezas de los héroes, y de esto nada hay que decir, especialmente si alaban al príncipe en sus poemas. El hombre necesita ser adulado, de lo contrario no llega a ser lo que debe ser, ni siquiera ante sus propios ojos. Y hay, tanto en el presente como en el pasado, muchas cosas nobles y hermosas que nunca habrían sido nobles y hermosas si no las hubieran cantado. Los poetas cantan sobre todo al amor, y en eso tienen razón, porque nada como el amor necesita ser transformado en otra cosa que lo que realmente es. Las damas, entonces, se ponen melancólicas y sus pechos se hinchan de suspiros, y los hombres adoptan un aire ausente y soñador, porque todos saben lo que realmente es el amor y por eso convienen en que un poema que lo disfrace tiene que ser una bella poesía. También comprendo que sean necesarios los artistas para pintar o esculpir imágenes de santos, a fin de que las gentes puedan adorar a seres que no sean tan indignos y miserables como ellas. Mártires de rostros bellos y sobrenaturales que después del suplicio recibieron todos los honores, preciosas vestimentas y coronas de oro, tal como también serán recompensados los infelices después de sus vidas humildes. Imágenes que muestran a la plebe que aquí abajo no hay esperanza posible, puesto que su Dios ha sido crucificado por haber tratado de hacer reinar un poco de justicia sobre la tierra. Esos simples artesanos son necesarios a un príncipe; lo único que no sé es qué vienen a hacer aquí. Ellos ayudan a vivir a los hombres dándoles una iglesia, cámara de tortura magníficamente adornada a la que van de vez en cuando para encontrar la paz. Y allí está su Dios, siempre clavado sobre su cruz. Conozco todo eso porque yo también soy cristiano y he sido bautizado en la misma fe que ellos. Y ese bautismo es válido aunque sólo me haya sido impuesto como una farsa, en las bodas del duque de Gonzaga con doña Elena, cuando me llevaron a la capilla del castillo presentándome para regocijo de todos como el primer hijo que la novia acababa de dar a luz para sorpresa de todos. Muchas veces he oído contar ese episodio como algo que resultó muy cómico, y recuerdo que así fue, porque yo tenía dieciocho años cuando el príncipe me prestó para esa ceremonia.
Pero lo que yo no comprendo es que uno pueda sentarse a escuchar a los que hablan sobre el sentido de la vida. A los filósofos con sus profundas reflexiones sobre la vida y la muerte y otros temas eternos o sus complicadas disertaciones sobre la virtud, el honor y el espíritu caballeresco. Y a aquellos que se imaginan saber algo sobre los astros y que creen que existe una relación entre ellos y el destino de los hombres. Son blasfemos, aunque no sé qué es lo que profanan, cosa que no me importa. Son unos locos sin la menor sospecha de su locura, y los otros tampoco la sospechan; nadie se ríe de ellos, nadie se divierte con sus invenciones. Por qué han sido llamados a la corte es algo que nadie puede comprender. Pero el príncipe los escucha como si sus palabras fueran de gran importancia y se acaricia la barba mientras me hace llenar sus copas, que son de plata, como la suya. La única vez que se escucha una risa es cuando me levantan en sus rodillas para que pueda escanciarles el vino más fácilmente.
¿Quién sabe nada sobre los astros? ¿Quién puede descifrar sus secretos? ¿Acaso lo pueden ellos? Se les ocurre que pueden conversar con el universo y se regocijan cuando obtienen alguna respuesta razonable. Extienden sus cartas astrológicas y leen en el cielo como en un libro. Pero son ellos mismos quienes han escrito ese libro, y las estrellas, sin preocuparse de lo que allí se dice, prosiguen su misteriosa carrera.
Yo también leo en el libro de la noche. Pero no puedo interpretarlo. Mi sabiduría consiste en ver lo que está escrito y también en comprender que eso no puede descifrarse.
Con sus lentes y sus cuadrantes suben por la noche a su torre, al oeste del castillo, y creen entrar en comunicación con el universo. Y yo me instalo en la torre opuesta, donde está el antiguo departamento de los enanos, y donde vivo solo desde que estrangulé a Josafat, bajo los techos bajos que convienen a nuestra raza, y delante de las ventanas estrechas como troneras. Antaño vivían aquí muchos enanos, llegados de todos los puntos de la tierra, hasta del reino de los moros, regalos de príncipes, papas y cardenales, o mercadería de trueque, según la costumbre. Los enanos no tenemos patria, ni padre, ni madre; somos engendrados por extraños, sean los que fueren, y nacemos en secreto, entre los más miserables, para que nuestra raza no desaparezca. Y cuando esos padres adoptados advierten que han puesto en el mundo un ser de nuestro jaez, nos venden a los poderosos príncipes, que se divierten con nuestra deformidad y a quienes servimos de bufones. Así fui vendido por mi madre, que se apartó de mí horrorizada al ver qué ser había dado a luz, sin pensar que yo descendía de una raza muy antigua. Recibió por mí veinte escudos y con ellos compró tres medidas de género y un perro para sus ovejas.
Me siento a la ventana de los enanos y contemplo la noche, escudriñándola como ellos. No preciso ni anteojos ni telescopios porque mi vista es de por sí bastante penetrante. Yo también leo en el libro de la noche.
Hay una explicación muy simple del interés que inspiran al príncipe esos sabios, artistas, filósofos y astrólogos. Desea para su corte un gran renombre y para sí mismo toda la celebridad y la gloria posibles. Ambiciona una fama que todos pueden apreciar y que, según veo, todos los hombres se esfuerzan por lograr.
Lo comprendo perfectamente y lo apruebo.
El condotiero Boccarossa ha llegado a la ciudad y se ha instalado con su gran séquito en el palacio Geraldi, que había permanecido deshabitado desde el destierro de dicha familia. Le ha hecho al príncipe una visita que duró varias horas. Nadie estuvo presente en ella.
Es un grande y famoso condotiero.
Los trabajos del campanario han comenzado y hemos ido a ver hasta dónde han llegado. Se alzará por encima de la cúpula de la catedral y cuando en él suenen las campanas parecerá como que suenan en el cielo. Es una bella idea, como debe serlo toda idea que se respeta. Serán las más elevadas de todas las campanas de Italia.
El príncipe se preocupa mucho por esa obra, lo que se explica. Ha examinado de nuevo los diseños en el lugar, y se ha entusiasmado con los bajorrelieves que representan las escenas de la Pasión y con los cuales se adornará la parte inferior del campanario. El trabajo no ha progresado mucho.
Quizá no se termine nunca. Muchas de las otras construcciones proyectadas por mi señor no se terminaron jamás. Allí están, a medio hacer, bellas como las ruinas de algo concebido en grande. Pero las ruinas también son los monumentos recordatorios de quienes las edificaron y yo no he negado nunca que él sea un gran príncipe. Cuando va por las calles no tengo inconveniente alguno en caminar a su lado. Todos lo miran, nadie me ve. Es natural. Lo saludan con todo respeto, como se saluda a un ser superior, pero es porque son un vil rebaño de aduladores, no porque lo amen o respeten, como él se lo figura. Si me paseo solo por la ciudad me notan en seguida y las injurias me persiguen: «¡Ahí va! ¡Ése es su enano! ¡Si a él le das un puntapié, se lo das también a su señor!». No se atreven a hacerlo pero me arrojan ratas muertas y otras inmundicias que sacan de los cajones de basura. Cuando ya exasperado desenvaino mi espada se ríen de mí a carcajadas. «¡Qué poderoso señor tenemos!», gritan. No puedo defenderme porque no luchamos con las mismas armas.
Me veo obligado a huir con las ropas manchadas.
Un enano siempre sabe de todo mucho más que su señor.
En realidad, no me importa soportar estos ultrajes por mi príncipe. Esto demuestra que soy una parte de él mismo y que en cierto modo represento su augusta persona. Es así como este ignorante populacho reconoce que el enano de un señor es el señor mismo, como lo es el castillo con sus torres y sus almenas, y la corte con todo su brillo, y el verdugo que hace rodar las cabezas en la plaza pública, y el tesorero con su incalculable riqueza, y el intendente del castillo que distribuye pan a los pobres en las épocas de miseria. Todo es Él. Todos advierten el poder que me acompaña. Y me llena de satisfacción el comprobar que soy odiado.
En lo posible me visto igual que el príncipe, con las mismas telas y los mismos cortes. (Eso se arregla aprovechando los retazos que sobran de los trajes que hacen para mi amo). Además, también llevo siempre una espada, como él, aunque más corta. Y cualquiera que se pusiera a observar vería que mi porte es igualmente majestuoso.
Con todo eso mi parecido con el príncipe es inmenso, aunque soy más pequeño. Si me vieran a través de los cristales que esos locos de la torre del oeste levantan hacia las estrellas, podrían confundirme con él.
Existe una gran diferencia entre los enanos y los niños. Por lo general se cree que son iguales porque son del mismo tamaño, pero no hay tal cosa. A menudo se obliga a los enanos a jugar con los niños sin pensar que un enano es lo contrario de un niño, puesto que ha nacido viejo. Que yo sepa, los niños enanos no juegan nunca. ¿Para qué habrían de jugar? Lamentable espectáculo sería verlos jugando con sus viejos rostros llenos de arrugas. Es para nosotros una verdadera tortura que nos utilicen para semejante oficio. Pero los hombres nos desconocen por completo.
Mis amos nunca me obligaron a jugar con Angélica. Pero ella, sí; no diré que lo haya hecho con maldad, más cuando pienso en aquel tiempo, especialmente cuando era pequeña, siento como si me hubieran hecho víctima de una crueldad premeditada. Esa niña, con sus grandes ojos azules y su boquita caprichosa, que algunos encuentran extraordinaria, me ha hecho sufrir más que nadie en la corte. Apenas empezaba a caminar, todas las mañanas podía estar seguro de verla llegar al departamento de los enanos con su gatito en brazos. «Piscolino, ¿quieres jugar con nosotros?». Yo respondo: «De ninguna manera, tengo que pensar en cosas más importantes; hoy no estoy para juegos». «¿Qué vas a hacer?», insiste. «Nada que pueda explicarse a una niña», le contesto. «Pero de todos modos vas a salir y no vas a quedarte durmiendo todo el día. Yo me he levantado hace mucho, mucho, mucho». Y he aquí que tengo que salir con ella. No me atrevo a negarme por respeto a mis amos aunque por dentro me siento encolerizado. Me toma de la mano como si fuera su camarada, y me la retiene todo el tiempo; no hay nada que me fastidie tanto como las manos húmedas de los niños. Yo cierro el puño con rabia, pero entonces me toma por la muñeca y me lleva por todas partes parloteando sin cesar. Me conduce al lugar donde están sus muñecas, a las que hay que vestir y darles de comer; me lleva a ver los perritos recién nacidos que, medio ciegos todavía, juegan en su canasta; y luego tenemos que ir hasta la rosaleda donde debemos jugar con el gato. Tiene un interés aburridor por toda clase de animales, sobre todo por los chicos. Le gusta todo lo que es pequeño. Es capaz de pasarse el día entero jugando con el gatito y se imagina que a mí eso puede divertirme. Cree que yo también soy un niño que se alegra con todo, como ella. ¡Yo, que no encuentro placer en nada!
A veces sucede que un pensamiento razonable le cruza por la cabeza, y cuando se da cuenta de lo hastiado que me siento mira con asombro mi cara arrugada y me pregunta: «¿Acaso no te diviertes?».
Y como no recibe ninguna respuesta de mis labios apretados, ni de mis fríos ojos de enano, llenos de experiencia milenaria, una sombra pasajera nubla sus ojos recién estrenados, y permanece callada por un rato.
¿Qué es el juego? Una actividad sin sentido, nada más. Una curiosa manera de entretenerse tomando las cosas no por lo que son sino por lo que a uno se le ocurre que son, por lo que uno finge creer que son. Los astrólogos juegan con los astros, el príncipe juega con sus construcciones, sus iglesias, sus crucifixiones y sus campanarios, Angélica con sus muñecas. Todos juegan, todos fingen algo. Sólo yo me niego a fingir. Sólo yo.
Un día me escurrí hasta su lecho mientras dormía con su detestable gato al lado, y corté la cabeza del animalucho con mi espada. Luego lo arrojé a un montón de basuras que hay al pie de una de las ventanas del castillo. Me encontraba tan enfurecido que no sabía lo que hacía. O, más bien, lo sabía demasiado. Estaba llevando a cabo un proyecto que hacía tiempo se me había ocurrido mientras jugaba en la rosaleda. Cuando advirtió la desaparición del gato se puso inconsolable, y como todo el mundo le dijo que seguramente había muerto, cayó enferma con una fiebre desconocida que la retuvo en el lecho largo tiempo, de suerte que yo, Dios sea loado, me vi libre de ella durante esa temporada. Cuando al fin se recuperó, tuve que soportar sus dolientes relatos sobre la misteriosa muerte de su adorado. A nadie le importó nada sobre la forma como el gato había desaparecido, pero toda la corte quedó impresionada por una inexplicable gota de sangre que descubrieron en el cuello de la niña y que se juzgó que debía interpretarse como de mal augurio. Todo lo que pueda considerarse un presagio les interesa extraordinariamente.
Prácticamente, nunca me dejó libre durante toda su infancia, aunque después los juegos fueron diferentes. Me perseguía siempre, y quería tenerme de confidente pese a que yo no quería saber nada con sus confidencias. A veces me pregunto si el afecto con que me importunaba no era de la misma naturaleza que el que le profesaba a los gatos, los perros y los patos. Quizá no se encontraba a gusto en el mundo de los grandes, quizá lo temía. ¡Eso no era culpa mía! Si se sentía aislada y sola, yo no podía evitarlo. Pero era siempre a mí a quien buscaba, aun después de haber dejado de ser una criatura. Su madre sólo se ocupó de ella mientras pudo considerarla una muñeca, porque también jugaba, también fingía. Todos los seres humanos fingen. Su padre tenía, naturalmente, otras cosas en que pensar. O puede ser que no se interesara por ella por alguna razón de la que prefiero no hablar.
Cuando cumplió los diez o los doce años comenzó a mostrarse callada y taciturna, y yo aproveché para rehuirla. Desde entonces, gracias a Dios, me ha dejado tranquilo y se entretiene sola. Pero todavía me indigno cuando recuerdo todo lo que tuve que soportarla.
Ahora empieza a desarrollarse, ha cumplido quince años, y pronto será considerada una dama. Sin embargo, continúa actuando como una chiquilla y no como una dama de alto rango. Quién es su padre, es imposible saberlo. Bien puede ser hija del príncipe, como bastarda, y entonces mal puede ser tratada como corresponde a una hija de príncipe. Algunos dicen que es bonita. Yo no encuentro nada bonito en esa cara infantil, con la boca entreabierta, y esos ojos enormes que parecen ajenos a toda posibilidad de comprensión.
El amor es algo que muere. Y cuando muere se pudre, pero puede servir de humus para un nuevo amor. De modo que aquel amor ya muerto continúa viviendo una vida secreta en el nuevo amor, y así nos hallamos con que el amor es inmortal.
Ésta es, me parece, la experiencia que ha hecho la princesa y sobre la cual ha fundado su felicidad. A su manera ella también irradia felicidad. Por el momento don Ricardo es dichoso.
Tal vez el príncipe también lo sea, porque el sentimiento que otrora despertó en ella, está siempre vivo. En todo caso, finge creerlo así. Ambos fingen creerlo así.
Una vez la princesa tuvo un amante al que dejó torturar porque la había engañado. Hizo que el príncipe lo condenara por un delito que no había cometido. Yo fui el único que supo lo que había pasado. Y debí asistir a las torturas para poder describirle después la forma como las había soportado. Su actitud no fue precisamente la de un héroe.
Quizás él sea el padre de la niña. ¡Qué sé yo!
Pero también puede serlo el príncipe. En todo caso, la princesa supo convencerlo por los medios más agradables, y el amor de ambos vivió entonces una nueva primavera. Abrazaba todas las noches a su esposo y le ofrecía su cuerpo engañador mientras suspiraba por el amante perdido. Acariciaba a su príncipe como se acaricia a alguien a quien se quiere torturar. Y el príncipe le devolvía sus caricias con el ardor de sus primeras noches de amor. El amor muerto continuaba viviendo su vida secreta en el nuevo amor.
El confesor de la princesa viene los sábados por la mañana a hora fija. Hace largo rato que ella se ha levantado, se ha vestido, y ha pasado un par de horas en oración ante su crucifijo. Está bien preparada para la confesión.
No tiene nada de qué confesarse, y esto no por hipocresía o por engaño. Al contrario, ella muestra abiertamente lo que sucede en su corazón. Es que no tiene idea alguna del pecado. No sospecha siquiera que pueda haber hecho nada malo. A lo sumo, se ha impacientado con su camarera porque ésta estuvo algo torpe al peinarla. Es una página blanca sobre la cual el confesor se inclina sonriendo como sobre una castísima doncella.
Sus ojos son claros y destellan una luz interior después de la oración, tras haber permanecido durante horas sumida en el reino del crucificado. Al sufrir por ella, el hombre de la cruz ha borrado de su alma hasta el recuerdo del pecado. Se siente fuerte y como rejuvenecida, pero al mismo tiempo en un estado de fervoroso recogimiento que armoniza con su rostro sin cosméticos y su traje negro sin adornos. Se sienta y le escribe una carta a su amante, una carta serena y amistosa en la que no se encuentra una palabra de amor ni se habla de citas. En ese estado espiritual no admite la menor frivolidad. Yo tengo que llevar esa carta al amante.
Imposible dudar de que es ardientemente religiosa. Para ella la religión es algo esencial, algo absolutamente real. La necesita y la utiliza. Es una parte de su alma y de su corazón.
¿Es también religioso el príncipe? Esto es más difícil de afirmar. Lo es a su manera, porque es todo cuanto se puede ser. Lo abarca todo. Pero ¿puede decirse que eso sea ser religioso?
A él le agrada que exista algo así como la religión, le gusta oír hablar de ello, escuchar bellas y agudas discusiones sobre ese tema. ¿Cómo algo humano podría serle ajeno? Ama los cuadros de los altares, las madonna de maestros famosos, y las bellas iglesias, especialmente las que él ha hecho edificar. Yo no sé si eso es religión. Todo puede suceder y por cierto que es tan religioso como es príncipe. Desde ese punto de vista, lo es tanto como la princesa. Comprende que las necesidades religiosas del pueblo deben ser satisfechas y su puerta está siempre abierta para quienes se ocupan de satisfacerlas. Los curas y otros semejantes de toda clase entran y salen a su antojo como hijos de la casa. Pero ¿será para sí mismo, como ella, verdaderamente religioso? Ésa es otra cuestión… y de la cual no pienso hablar. Que ella es ardientemente religiosa, está fuera de duda.
Tal vez ambos sean religiosos; cada cual a su manera.
¿Qué es la religión? Mucho he reflexionado sobre esto, pero en vano.
Reflexioné sobre ello especialmente cuando fui obligado a oficiar como arzobispo, con todos los ornamentos sacerdotales, en una fiesta de carnaval, hace unos años, y a dar la santa comunión a los enanos de la corte de Mantua que su príncipe había traído para esa ocasión. Nos reunieron ante un pequeño altar que se levantó en una sala del castillo, y alrededor de nosotros tomaron asiento, burlándose, todos los invitados, caballeros y nobles, entre los cuales figuraban algunos jóvenes fatuos ridículamente ataviados. Yo alcé el crucifijo y todos los enanos se pusieron de rodillas. «He aquí a vuestro salvador», declaré con firme voz Y los ojos inflamados de pasión. «He aquí al salvador de todos los enanos, un enano él mismo, que sufrió bajo el gran príncipe Poncio Pilato, y fue suspendido sobre su pequeña cruz de juguete para gozo y alivio de todos los hombres de la tierra». Tomé el cáliz y se lo presenté: «He aquí su sangre de enano, con la que todos los grandes pecados quedan lavados, y todas las almas manchadas, blancas como la nieve». Y tomé la hostia y se la enseñé, y comulgué ante ellos bajo las dos especies, según la costumbre, explicándoles el sentido del misterio sagrado: «Yo como su cuerpo que era deforme como el vuestro. Es amargo como la hiel porque está lleno de odio. ¡Ojalá comierais de él todos vosotros! Yo bebo su sangre, y ella quema como un fuego que nada puede apagar. Es como si bebiera mi propia sangre. ¡Salvador de los enanos, pueda tu fuego consumir el mundo entero!».
Y arrojé el vino sobre los asistentes que contemplaban con estupor y pálido semblante nuestra siniestra ceremonia.
No soy un profanador. Quienes estaban cometiendo una profanación eran ellos, no yo. Pero el príncipe me hizo engrillar durante varios días, porque se trataba de divertir a los huéspedes, y yo había perturbado, casi amedrentado. Como los grillos eran demasiado grandes para mí, el herrero observó que no valía la pena hacer unos especiales para tan corto tiempo, pero el príncipe respondió que también podían servir para el futuro. Me puso en libertad antes de que se cumpliera el plazo de la pena, tan pronto como los huéspedes se fueron, y tengo la impresión de que me castigó más por ellos que por otra cosa. Durante los primeros días siguientes me miraba con desconfianza y no quería quedarse a solas conmigo: se hubiera dicho que lo atemorizaba un poco.
Naturalmente, los enanos no comprendieron nada. Se diseminaron como gallinas asustadas; cacareando con sus vocecitas de castrados. No sé de dónde sacan esas voces ridículas; la mía es baja y profunda. Pero ellos están dominados y castrados hasta el alma, y la mayoría son bufones que constituyen la vergüenza de nuestra raza por las bromas groseras que hacen sobre su propio cuerpo.
Son una especie despreciable. Por eso induje al príncipe a venderlos a todos, uno después de otro, para no verlos más. Estoy contento de haberlos visto partir y de poder sentarme a meditar completamente solo por la noche, en el departamento ahora desierto de los enanos; Estoy contento de que Josafat también esté lejos, así me libro de ver su apergaminada cara de viejo y de oír su voz de falsete. Estoy contento de estar solo.
Es mi sino odiar a mi propia raza. Mi propio linaje me es execrable.
Pero también me odio a mí mismo. Devoro mi propia carne impregnada de hiel. Bebo mi propia sangre envenenada. Sombrío arzobispo de mi pueblo, cumplo cada día mi rito solitario.
La princesa se mostró extremadamente rara después de ese incidente que causó tanto escándalo. Me hizo llamar la misma mañana que me quitaron los grillos y cuando entré en su aposento me miró con una mirada escrutadora y pensativa. Yo esperaba su reproche y hasta un nuevo castigo, pero cuando al fin habló fue para confesar que mi misa la había impresionado profundamente, pues había encontrado en ella algo terrible y sombrío que despertaba un eco en su propia naturaleza interior. ¿Cómo había podido yo penetrar hasta el fondo de su alma en forma tan directa?
No sé, pero aproveché para bromear ligeramente mientras ella descansaba allí, en su lecho, dejando vagar por el espacio una mirada ausente.
Me preguntó qué era, según mi opinión, lo que debía sentirse al ser crucificado. ¿Qué es lo que debía sentirse al ser flagelado, martirizado y muerto? Y agregó que comprendía que Cristo debía odiarla. Que debía estar lleno de odio mientras sufría por su culpa.
Como no me tomé el trabajo de contestarle, ella tampoco continuó la conversación, y permaneció largo tiempo acostada, con una mirada soñadora.
Luego hizo un ligero movimiento con su linda mano, significando que era cuanto quería decirme, y ordenó a su doncella que le llevara su traje granate, porque iba a levantarse.
Aún hoy sigo sin saber qué le había pasado aquella mañana.
He notado que a veces inspiro temor. Pero lo que cada uno teme es a sí mismo. Creen que yo soy la causa de sus preocupaciones, más lo que en realidad los asusta es el enano que llevan dentro, la caricatura humana de rostro simiesco que suele asomar la cabeza desde las profundidades del alma. Se asustan porque ignoran que llevan otro ser dentro de ellos mismos. Les espanta ver surgir a la superficie ese desconocido que les parece no tener nada de común con su verdadera vida: Cuando nada aparece por encima de esos bajos fondos, entonces ni se asustan ni se inquietan por lo que pueda suceder. Andan con la cabeza levantada, impasibles, con sus rostros inexpresivos. Pero hay siempre en ellos alguna otra cosa que fingen ignorar; viven, sin saberlo, muchas vidas a la vez. Son singularmente recelosos e incoherentes.
Y son deformes, aun cuando esto no sea visible.
Solamente yo vivo mi vida de enano. No ando con la cabeza erguida ni el rostro estirado. Yo soy siempre yo mismo, siempre igual; no vivo más que una vida. No llevo ningún desconocido dentro de mí. Y reconozco todo lo que de mí procede, nada surge de los bajos fondos de mi ser, nada se esconde allí a la sombra. Por consiguiente, tampoco siento ese temor que asusta a los demás, el temor de algo extraño, desconocido y misterioso. Nada semejante existe en mí. En mí no existe ningún otro.
¿El miedo? ¿Qué es eso? ¿Es miedo lo que siento cuando por la noche estoy solo, acostado en el departamento de los enanos y veo que se acerca a mi lecho la sombra de Josafat, la cara lívida, con las marcas azules en el cuello y la boca completamente abierta?
No conozco ni la angustia ni el remordimiento, nada que pueda impresionarme especialmente. Cuando lo veo, pienso que está muerto y que desde entonces yo estoy solo.
Yo quiero estar solo, no quiero que nada exista a mi lado. Y veo claramente que Josafat está muerto; Aquello no es más que su fantasma y me encuentro completamente solo en la oscuridad, como lo he estado desde el día en que lo estrangulé.
Nada hay en esto que cause espanto.
Un hombre de gran estatura, al que el príncipe trata con consideración extraordinaria, casi con respeto, ha llegado a la corte. Ha sido invitado especialmente, y el príncipe dice que lo ha esperado mucho tiempo y que se siente feliz de tener al fin el honor de su visita. Se conduce con su huésped como si fuera uno de sus pares.
En la corte no todos encuentran esto ridículo, y algunos sostienen que el visitante es realmente un gran hombre y tan gran señor como el príncipe. Pero no lleva un traje principesco sino uno muy sencillo. Hasta ahora no he podido descubrir qué es lo que tiene de maravilloso. Posiblemente lo dejará ver más adelante. Se dice que permanecerá aquí largo tiempo.
No he de negar que hay algo en él que inspira respeto y que posee una dignidad más natural que el resto de la gente. Tiene la frente alta, de esas que es costumbre llamar pensativas, y el rostro, con su barba grisácea, es noble y verdaderamente hermoso, Distinción y armonía son las características de su persona, y su porte muestra el sereno dominio de sí mismo.
Estoy pensando qué deformidad es la que esconde.
El notable huésped tiene su cubierto en la misma mesa del príncipe. Hablan interminablemente sobre los más diversos temas, y mientras sirvo a mi señor, que siempre quiere ser atendido por mí, puedo comprobar que es un hombre culto. Su saber abarca todos los dominios posibles y parece interesarse por todo. Trata de explicarlo todo, pero contrariamente a lo que sucede con los demás, nunca se muestra seguro de la exactitud de sus explicaciones. Cuando ha terminado de exponer una de sus largas y minuciosas teorías suele quedarse silencioso, con aire meditativo, y termina murmurando: «pero tal vez no sea así».
No sé qué debo pensar de esta actitud. Puede decirse que eso es prudencia, pero también es posible llegar a la conclusión de que no sabe nada con exactitud y que todas sus construcciones mentales carecen de fundamento. Por la experiencia que hasta aquí he adquirido del género humano, me inclino hacia la segunda hipótesis. Por lo general la gente ignora las razones que existen para ser modestos. Es probable, que él las conozca.
El príncipe no se plantea tantos problemas y lo escucha como quien está sentado a orillas de un claro manantial de ciencia y de sabiduría. Está pendiente de sus palabras, como pudiera estado un escolar ante su profesor, si bien es cierto que conserva la dignidad que corresponde a su condición de príncipe. A veces lo llama «el gran maestro». Entonces me pregunto las causas de tanta modestia. Mi señor no obra nunca sin algún motivo. Frecuentemente el sabio finge no haber oído tan halagadora denominación. Quizá sea un hombre verdaderamente exento de vanidad. A veces, sin embargo, se expresa con tanta seguridad y sostiene sus opiniones con tanta firmeza que pone de manifiesto una inteligencia penetrante y ágil. No siempre duda de sus creencias.
Habla siempre con calma, con voz agradable y muy clara. Conmigo se muestra benévolo y hasta parece interesado. No sé por qué. Suelo tener la impresión de que se parece un poco al príncipe aunque no sé bien en qué.
No es hipócrita.
El notable extranjero ha comenzado un trabajo en el convento franciscano de Santa Croce, un cuadro sobre el muro lateral del refectorio. Es, como tantos otros de por aquí, un fabricante de imágenes sagradas. ¡Ésa era su «notabilidad»!
No quiero decir con esto que no pueda ser superior a sus simples colegas. Tiene una personalidad más imponente y es lógico que el príncipe le dedique una atención particular. Pero lo que me resulta inexplicable es que siempre lo escuche como a un oráculo y le permita sentarse a su misma mesa. Después de todo, sólo tiene un oficio manual: lo que hace lo hace con las manos, y si su inteligencia y su cultura abarcan tanto quién sabe si domina todo lo que abarca. Ignoro cómo trabajan sus manos, pero puesto que el príncipe lo ha contratado espero que conozca bien su oficio. Con respecto a su inteligencia él mismo confiesa que alienta proyectos muy vastos. Debe ser un fantaseador. A pesar de la lucidez y la riqueza de sus ideas, su imaginación lo arrastra por terrenos poco firmes, y puede suceder que el mundo que pretende crear sea irrealizable.
En realidad, estoy sorprendido de no poder formarme sobre él un juicio definitivo. ¿Por qué será? Por lo general, siempre tengo una opinión definitiva sobre todos los seres con quienes me enfrento. Es posible que su personalidad, como su estatura, esté por encima de lo común. Pero ignoro en qué consiste su superioridad, si es que la tiene. Estoy por creer que debe de ser como todos.
En todo caso estoy convencido de que el príncipe sobreestima su importancia.
Se llama Bernardo, un nombre completamente vulgar.
La princesa no se interesa por él. Es un anciano. Y las conversaciones masculinas la dejan indiferente. Cuando asiste a esos grandes cambios de ideas, permanece callada y como ausente. Me parece que ni siquiera oye lo que dice el hombre extraordinario.
En cambio, él se muestra muy interesado por ella. He visto que cuando nadie lo mira la observa disimuladamente. Escruta su cara como buscando algo en ella y entonces su mirada se hace cada vez más pensativa. ¿Qué puede haber en ella capaz de atraerlo tanto?
Su rostro carece de interés. Es fácil advertir que es una cortesana por más que lo disimule con una apariencia de engañadora pureza. No hay que contemplarla mucho para caer en la cuenta de que es así. ¿Qué puede hallarse en esa cara lasciva? ¿Qué puede encontrarse de seductor?
Pero él se interesa por todo. Lo he visto recoger una piedra y examinarla con una atención extraordinaria, dándole vueltas y vueltas entre las manos, para terminar guardándosela en el bolsillo como si fuera una joya. Todo lo cautiva. ¿Será un loco?
¡Un loco envidiable! Un hombre para quien una simple piedra tiene tanto valor, debe sentirse rodeado de tesoros en todas partes.
Es de una increíble curiosidad. Mete la nariz en todas partes, quiere saberlo todo, y hace preguntas sin cesar. A los artesanos los interroga sobre sus herramientas y sus métodos de trabajo, y los aconseja. Cuando regresa de sus paseos por las afueras de la ciudad, trae siempre flores a las que les arranca luego los pétalos para mirar su interior. Y puede pasarse horas enteras contemplando el vuelo de los pájaros, como si eso fuera algo extraordinario. Su atención es solicitada hasta por las cabezas de los asesinos y los ladrones empalados ante las puertas del castillo, por más que sean tan viejas que nadie tenga el coraje de mirarlas. Él se detiene y las analiza con aspecto meditabundo, como si esperara resolver un misterioso enigma, y después las dibuja con un lápiz de plata. Y cuando, hace unos días, Francesco fue colgado en la plaza pública, él se encontraba entre los espectadores, en la primera fila de los niños. Por la noche contempla las estrellas. Su curiosidad lo abarca todo.
¿Qué interés puede haber en todo esto?
A mí no me importan sus preocupaciones. Pero si vuelve a tocarme he de hundirle mi puñal. Estoy decidido, cueste lo que cueste.
Esta noche, al servirle el vino, me tomó de la mano. La retiré enfurecido, pero el príncipe me miró sonriendo y me dijo que debía enseñársela al maestro. Entonces se puso a estudiarla detenidamente, con una impudicia indecible, observando las articulaciones y los pliegues de la muñeca y recogiendo la manga para verme el brazo. Yo retiré mi mano por segunda vez, completamente encolerizado, pero los dos echáronse a reír mientras yo arrojaba llama por los ojos.
Si vuelve a tocarme, yo he de ver su sangre.
No puedo admitir que nadie tenga contacto con mi cuerpo.
Circula la extraña versión de que el príncipe le habría permitido apoderarse del cadáver de Francesco para abrirlo y ver cómo es por dentro un cuerpo humano. No puede ser verdad. Es demasiado increíble. Y no es posible que se permita sacar un cuerpo que, según la sentencia, debe permanecer públicamente expuesto para edificación del pueblo y vergüenza del malhechor. Además, ¿por qué no habría de ser devorado por los cuervos, como los otros? Yo conocía a Francesco y bien sé que merecía ser castigado con el máximo rigor: siempre que me encontraba en la calle me insultaba. Si se lo descuelga, su castigo no será el mismo que para los demás ahorcados.
Esta noche oí hablar de eso por primera vez. Ahora está muy oscuro y no puedo ver si el cadáver continúa colgado allí.
No puedo creer que sea verdad, ni que el príncipe haya consentido semejante cosa.
¡Es verdad! Ese miserable no cuelga más del patíbulo. Y sé adónde lo han llevado. He sorprendido al viejo sabio en su vergonzosa tarea.
Ayer ya había notado que debía pasar algo insólito por el lado de los subterráneos porque se hizo abrir una puerta que, por lo general, permanece cerrada, pero no presté mayor atención. Hoy fui a ver lo que pasaba y hallé la puerta entreabierta. Me introduje por un corredor largo y sombrío y llegué hasta una segunda puerta, que tampoco estaba cerrada. La atravesé cautelosamente, y allí, en una habitación enorme, ¡el anciano se encontraba inclinado sobre el cadáver ya abierto de Francesco! Al principio no podía creer lo que mis ojos veían, pero allí estaba el cuerpo, abierto en dos, con las entrañas al desnudo lo mismo que el corazón y los pulmones; era como un animal. Jamás he visto espectáculo más repugnante, no, ni hubiera podido imaginar que el interior de un cuerpo humano pudiese ser tan repulsivo. Pero el anciano estaba inclinado sobre él, contemplándolo con un interés apasionado, y cuidadosamente trataba de separar el corazón con un cuchillo muy pequeñito. Tan absorbido estaba en su tarea que no advirtió mi presencia. Para él parecía no existir nada más que esa repelente ocupación. Finalmente alzó la cabeza y en sus ojos brillaba una luz de íntima satisfacción. Estaba absorto, como si acabara de cumplir un rito solemne. Pude observarlo tranquilamente porque se encontraba a la, luz mientras que yo me hallaba a la sombra. Estaba en éxtasis, como un profeta que habla con Dios. Era realmente indigno.
¡Igual al príncipe! ¡Un príncipe que se ocupa en resolver los problemas que le presentan las entrañas de un delincuente y hurga en los cadáveres!
Esta noche estuvieron juntos hasta pasada la media noche, y hablaron y hablaron como nunca lo hicieron antes. Su conversación los embelesaba. Hablaron de la naturaleza y su infinita grandeza. ¡Una completa armonía, una sola maravilla! Las venas hacen circular la sangre por el cuerpo como las vertientes reparten el agua por la tierra; los pulmones respiran como respiran los océanos con su flujo y su reflujo; el esqueleto sostiene el cuerpo como las rocas sostienen a la tierra, que es su carne. El fuego que arde en el interior de la tierra es como el calor del alma que, como ella, proviene del sol, el sagrado sol cuyo culto celebrábase antaño, el sol del que emanan todas las almas, fuente de toda vida y de la luz que ilumina a todos los astros del universo. Porque nuestro mundo es sólo una de las innumerables estrellas que pueblan los universos.
Estaban como poseídos. Y yo debía escucharlos, y aceptar lo que decían, sin poder contestarles. Cada vez me convenzo más y más de que el viejo está loco y de que le está contagiando al príncipe su locura. Es inconcebible lo blando y débil que mi señor se muestra entre sus manos.
¿Cómo puede uno tomar en serio semejante fantasía? ¿Cómo puede uno aceptar esa divina armonía del todo, como suele decir refiriéndose al universo? ¿Cómo puede uno emplear esas grandes y bellas palabras sin sentido? ¡Las maravillas de la naturaleza! Me acordé de las entrañas de Francesco y me dieron náuseas.
«¡Qué felicidad —exclamaban entusiasmados— poder contemplar el admirable reino de la naturaleza! ¡Qué vasto campo para nuestras investigaciones! ¡Qué poderoso y rico será el hombre que descubra esas fuerzas ocultas y aprenda a servirse de ellas! Los elementos se rendirán a su voluntad, el fuego lo servirá humildemente no obstante su ferocidad; la tierra multiplicará su fruto cuando se hayan descubierto las leyes de la vegetación; los ríos se convertirán en esclavos sumisos; los océanos llevarán los barcos alrededor del ancho mundo, de ese mundo que vaga en el espacio como una estrella maravillosa. Sí, el hombre conseguirá someter al aire mismo, aprenderá a volar como los pájaros, y, emancipado de las reyes de la gravedad, volará como ellos y como las estrellas hacia un fin que ni el pensamiento humano puede aún conjeturar ni suponer. ¡Ah! ¡Qué bello es vivir! ¡Qué infinita grandeza la de la vida humana!».
Su júbilo carecía de límites. Eran como niños soñando con juguetes, con tantos juguetes, que no saben qué hacer con ellos. Yo los observaba con mis ojos de enano sin que mi cara arrugada cambiara de expresión. Los enanos no son como los niños. Ni juegan nunca. Me levantaba para llenarles las copas cada vez que las vaciaban durante su charla incontenible.
¿Cómo saben que la vida es grande? Eso no es más que una manera de hablar, agradable para cualquiera. Lo mismo podría sostenerse que es pequeña, que es insignificante, completamente desprovista de sentido: un insecto que puede aplastarse con la uña. Y que se puede aplastar con la uña sin que conciba siquiera la idea de protestar. ¿Por qué no habría de ser así? ¿Por qué defendería su existencia o cualquier otra cosa? ¿Por qué no habría de ser indiferente a todo?
¡Penetrar hasta el seno de la naturaleza! ¿Qué placer puede haber en ello? Si eso fuera verdaderamente posible, semejante espectáculo los llenaría de espanto. Los hombres se imaginan que la naturaleza se ha hecho para ellos, para su bienestar, para su dicha, para que su vida sea grande y hermosa. ¿Qué saben? ¿Cómo saben que la naturaleza ha de preocuparse por ellos o por sus pueriles y caprichosos deseos? Pretenden leer en el libro de la naturaleza, creen que lo tienen completamente abierto delante de sí y que van a interpretar lo que dice, ahí mismo donde no hay nada escrito, donde no hay más que páginas en blanco. ¡Locos fatuos! No hay fronteras para su desvergonzada suficiencia.
¿Quién puede adivinar lo que la naturaleza lleva en sus entrañas ni cuál será su escondido fruto? ¿Sabe acaso una madre lo que engendra y va a dar a luz? Espera que le llegue la hora y sólo entonces sabrá lo que ha nacido. Un enano puede hablar de esto mejor que nadie.
¡Modesto! ¿Él? Me equivocaba por completo cuando lo creía. Es, por el contrario, el ser más orgulloso que haya encontrado nunca. Es orgulloso en cuerpo y alma. Y la presunción de su inteligencia es tal que quisiera reinar como un príncipe sobre un mundo que no le pertenece.
Puede producir la impresión de la modestia porque en el curso de sus investigaciones sobre todos los dominios posibles suele decir que no está seguro de esto o de aquello y que está buscando una aclaración. ¡Pero pretende conocer el conjunto, la finalidad y el sentido del universo! Su humildad se reduce a las pequeñeces. ¡Curiosa modestia!
Es posible que todo tenga un sentido, cuanto sucede y cuanto preocupa a los hombres. Pero la vida ni tiene ni puede tener sentido alguno. Por consiguiente, es imposible descubrírselo.
Tal es mi opinión.
¡Qué vergüenza! ¡Qué deshonra! Jamás había sufrido ofensa igual a la que hoy se me ha infligido. Trataré de escribir lo que ha pasado, aunque preferiría olvidarlo.
El príncipe me había ordenado que fuera a buscar a maese Bernardo, que estaba trabajando en el refectorio de Santa Croce, pues el artista me necesitaba. Allá me dirigí, aunque me sentía vejado por verme tratado como un servidor de ese hombre tan altanero. Me recibió con extremada amabilidad y me contó que los enanos siempre le habían interesado mucho. Yo pensé que todo tenía que interesarle a quien deseaba estar informado al mismo tiempo sobre las vísceras de Francesco y sobre los astros del firmamento. Pero sobre mí, el enano, no sabe nada, me dije para mí mismo. Después de otras frases tan amables como vacías, me dijo que quería hacer mi retrato. Al principio supuse que el príncipe se lo había encomendado y no podía dejar de sentirme halagado, pero, de todos modos, contesté que no quería posar.
—¿Por qué no? —me preguntó.
—Mi rostro me pertenece —le respondí con naturalidad.
La respuesta no le pareció rara, rió un poco, pero reconoció que no era absurda.
—Aunque no haga el retrato —dijo—, un rostro pertenece a cualquiera que lo mire, es decir, a mucha gente.
Se trataba, simplemente, de un dibujo que mostraría cómo eran mis formas. Debía quitarme las ropas para que hiciera un estudio de mi cuerpo. Me sentí palidecer. No sé si estaba más enfurecido que atemorizado o más atemorizado que enfurecido, o si sentía ambas cosas a la vez, cólera y temor, y todo mi ser temblaba poseído por ambas emociones.
Él notó el intenso efecto que me producía su ofensa. Se puso a explicarme que no era una vergüenza ser enano ni el hecho de mostrarse tal como se es. Sentía siempre un profundo respeto ante la naturaleza, aun cuando ésta creara algo extraño y fuera de lo común. No, nada hay de humillante en mostrarse a los demás tal cual se es y nadie tiene la propiedad exclusiva de su yo.
—¡Yo sí! —grité loco de rabia—. ¡Usted no será dueño de sí mismo, pero yo sí!
Tomó mi reacción con mucha calma, y siguió observándome con una curiosidad tan intensa, que mi exasperación aumentó. Luego dijo que tenía que empezar…, y se me aproximó.
—¡No soportaré ningún abuso con mi cuerpo! —grité fuera de mí.
Pero él no se incomodó, y, comprendiendo que no me quitaría las ropas de buen grado, hizo ademán de desvestirme él mismo. Conseguí sacar mi puñal de la vaina y pareció sorprendido al verlo brillar en mi mano. Me lo quitó y lo puso prudentemente a cierta distancia.
—Creo que eres peligroso —dijo, mirándome con aire intrigado, mientras me sentía objeto de esa burla.
En seguida comenzó a quitarme las ropas, descubriendo desvergonzadamente mi cuerpo. Yo me resistía y luchaba encarnizadamente, pero todo en vano porque era más fuerte que yo. Cuando hubo terminado su innoble tarea me colocó sobre una especie de estrado que se encontraba en medio de la pieza.
Allí permanecí desnudo, desarmado, enloquecido de rabia. Y, a pocos pasos de mí, estaba él en tren de estudiarme y de observar mi deformidad con una despiadada frialdad. Yo estaba completamente librado al cinismo de su mirada que se apoderaba de mi indefensa persona como si le perteneciera. Estar así expuesto a los ojos de otro hombre me pareció un rebajamiento tan profundo que aún siento la vergüenza de haberlo soportado. Recuerdo siempre el ruido de su lápiz de plata sobre el papel; quizá fuera el mismo con que habría dibujado las cabezas de los criminales colgados ante las puertas del castillo, y tantas otras cosas abominables. Su mirada se había transformado, era penetrante como la punta de un cuchillo, se diría que me traspasaba.
Jamás he odiado tanto a los hombres como durante esa hora espantosa. Mi odio era tan intenso que temía desmayarme y a ratos todo se ensombrecía ante mis ojos. ¿Hay algo más vil que seres como ése, ni más dignos de ser odiados?
Justamente frente a mí, sobre el muro lateral, veía su gran cuadro del que se afirma que será su obra maestra. Estaba apenas comenzado, pero me parecía que representaba la Cena, el convite de amor de Cristo en medio de sus discípulos. Yo miraba como un loco esa gente de rostros puros y solemnes que se creían en el séptimo cielo porque rodeaban a su Señor, el hombre de la aureola sobrenatural. Con alegría pensaba que muy pronto éste iba a ser prendido, que Judas, agazapado, en un rincón, no tardaría en traicionarlo. ¡Él todavía es amado y honrado, pensaba, todavía se sienta a su mesa de amor… mientras que yo permanezco en mi vergüenza! ¡Pero su hora vendrá! Pronto dejará de estar sentado entre los suyos y será clavado sobre la cruz, solitario, traicionado por ellos. Y estará allí tan desnudo como yo, igualmente escarnecido. Expuesto a las miradas de todos, burlado e injuriado. ¿Por qué no? ¿Por qué no habría de ser tratado lo mismo que yo? Siempre ha estado rodeado de amor, alimentado de amor…, mientras que yo me alimentaba de odio. El odio ha sido mi alimento desde mi primer instante; he absorbido su savia amarga; he descansado sobre un seno materno lleno de hiel, mientras que a él lo alimentaba la dulce madonna, la más dulce, la más tierna de todas las mujeres, y bebía la leche más deliciosa que haya gustado jamás. Un ser humano. Allí está, sentado, inocente y bondadoso, sin imaginar que haya quien lo odie o quiera hacerle daño. ¿Por qué no? ¿Por qué a él no? Se cree amado por todos los hombres de la tierra por haber sido engendrado por su padre celestial. ¡Qué ingenuidad! ¡Qué infantil ignorancia! Por eso, precisamente, no lo aman. A la humanidad no le agrada ser dominada por Dios.
Yo lo miraba todavía cuando, librado de mi posición espantosamente ultrajante, me detuve un instante junto a la puerta de esa habitación infernal en la que había sido víctima de la más profunda humillación. «¡Pronto serás vendido por algunos escudos a las nobles y sublimes gentes —pensé—, lo mismo que yo!».
Y lleno de rabia, di un portazo sobre él y sobre su gran maestro Bernardo que, absorto en la contemplación de su obra tan apreciada, parecía haberse olvidado ya de mi existencia después de haberme hecho sufrir tan crueles tormentos.
Prefiero no acordarme de mi visita a Santa Croce, pero hay algo que no puedo olvidar. Mientras me vestía no pude dejar de ver algunos dibujos, diseminados por todas partes, que representaban los seres más extraños; monstruos que nadie ha visto y que tampoco pueden existir. Eran algo entre hombre y bestia, mujeres con grandes alas de murciélago extendidas entre sus dedos largos y velludos; hombres con rostro de lagarto y piernas y cuerpo de sapo; otros con cabeza de buitre y con garras en vez de manos, que saltaban como demonios; algunos que no eran ni hombres ni mujeres y parecían monstruos marinos con ondulantes tentáculos y ojos fríos y perversos como los de los hombres. Me sentía fascinado por esas imágenes espantosas cuyo recuerdo me persigue todavía. ¿Cómo puede su imaginación ocuparse de semejantes monstruos? ¿Por qué evoca esas repelentes figuras de pesadilla? ¿Responderá eso a una necesidad interior que le hace sentirse atraído por lo que justamente no existe en la naturaleza? No sé.
¿Cómo un ser bien equilibrado puede concebir cosas tan horribles y complacerse en ellas?
Cuando se mira su rostro altanero, del que puede decirse que es a un mismo tiempo digno y refinado, no es posible pensar que sea el autor de esas imágenes, Y, sin embargo, así es. Semejante contraste inclina a la reflexión. Como todas las casas que ha creado, esos seres siniestros también deben estar dentro de él.
Tampoco puedo olvidar la expresión que tenía mientras hacía mi retrato. Parecía transformado en otro ser distinto, con una mirada hiriente y helada, y una cara cruel que le daba un aire demoníaco.
No es, pues, tal como quisiera parecer. En eso se asemeja a los demás hombres.
Es inconcebible que pueda ser el mismo individuo que ha pintado el Cristo que allí está sentado, tan luminoso y puro, presidiendo esa cena de amor.
Esta noche, cuando Angélica cruzaba la galería, el príncipe le pidió que se sentara un momento con su trabajo de encaje que había venido a buscar. Obedeció con desagrado aunque sin atreverse a manifestar su contrariedad. Angélica huye de la vida de la corte de tal modo que no se diría que es hija de príncipe. Además, quién sabe si lo es. Bien podría no ser más que una bastarda. Pero maese Bernardo lo ignora. Mientras estaba allí sentada delante de él, con los ojos bajos y la boca estúpidamente abierta, la contemplaba como si fuera algo notable: para él todo es notable. ¿Tal vez la juzga un prodigio de la naturaleza, como yo, o como a una de esas piedras que le parecen tan preciosas que las recoge para admirarlas mejor? Permaneció silencioso y parecía verdaderamente emocionado. Esta pausa en la conversación hacíase casi penosa.
No veo qué pudo impresionarlo. Tal vez se compadecía de Angélica porque no es bonita, ya que él sabe lo que es y lo que significa la belleza. Tal vez por eso había algo de piadoso en su mirada. No lo sé, y tampoco me importa.
Por cierto que la joven sólo quería retirarse lo antes posible, y tan pronto como el príncipe le concedió el permiso para hacerlo, se levantó tímidamente y echó a andar con esos movimientos desgarbados que le son habituales. Camina siempre como un niño. Es inaudito hasta qué punto carece de gracia.
Angélica estaba vestida tan simplemente como de costumbre, casi pobremente. A ella no le importa cómo viste, y a los demás tampoco.
El gran maestro Bernardo no debe gozar de ninguna tranquilidad interior cuando trabaja. Va de una comienza una obra pero no la termina. ¿A qué se debe eso? Debería entregarse por completo a esa Cena, para acabarla alguna vez, pero no lo hace. Quizá se ha cansado. Ahora comienza a pintar a la princesa.
Ella hubiera preferido no posar. Es el príncipe quien lo ha deseado. No es difícil comprenderla. Uno puede contemplarse en un espejo, es verdad, pero a condición de que la imagen se desvanezca cuando uno se aleja, para que ningún extraño pueda captarla.
¡Uno no se pertenece a si mismo! ¡Qué espantoso pensamiento! ¡Nadie se pertenece a sí mismo! Todo pertenece a los demás. ¿No es uno dueño de su propio rostro? ¿Es de cualquiera que lo mire? ¿Y el cuerpo? ¿Pueden los demás apropiarse de nuestro propio cuerpo? No puedo aceptar una idea semejante.
Yo quiero ser el único propietario de todo lo que es mío. Nadie tiene el derecho de apoderarse de eso. Lo que es mío no puede ser más que mío. Y debe serlo hasta después de mi muerte. Nadie tiene por qué investigar en mis órganos, aunque sean menos repugnantes que los de Francesco.
Maese Bernardo, que todo lo escudriña con una curiosidad apasionada, me resulta execrable. ¿Para qué sirve eso? ¿Qué propósito razonable puede haber en ello? La idea de que este hombre guarda en su memoria una imagen mía me es intolerable, es como si le hubiera pertenecido; es como si ya no fuera el único dueño de mi mismo, como si algo mío hubiera quedado en Santa Croce, en medio de sus monstruos repugnantes.
He aquí que la princesa también debe prestarse para que le hagan su retrato. ¿Por qué no habría de sufrir ella también la misma afrenta que he sufrido yo? La idea de que ella también estará expuesta a la impúdica mirada del artista es algo que me regocija.
Pero ¿qué interés puede despertar esta cortesana? Yo, que la conozco mejor que nadie, jamás he descubierto en ella nada interesante.
Veremos adónde llega. Eso no me preocupa.
No creo que sea un verdadero conocedor de la naturaleza humana.
Maese Bernardo me ha sorprendido, y tanto, que he pasado la noche reflexionando.
El príncipe y él han conversado anoche, como de costumbre, abordando temas que les son familiares. Pero es fácil advertir que el maestro estaba de humor un tanto sombrío. Acariciándose la gran barba con la mano, parecía sumido en pensamientos que no le proporcionaban satisfacción alguna. Sin embargo, hablaba con pasión, con fuego, aunque ese fuego estuviera cubierto de cenizas. No tenía su semblante habitual. Se hubiera podido creer que escuchábamos a un hombre distinto.
—Después de todo —decía—, el pensamiento humano tiene un dominio muy reducido. Sus alas son fuertes, pero el destino que nos las ha dado es aun más fuerte. No nos deja escapar ni llegar más allá de lo que su voluntad permite. Nuestro recorrido está determinado, y tras un corto vuelo que nos llena de esperanza y de alegría somos rechazados hacia a abajo, lo mismo que el halcón tirado por la cuerda del halconero. ¿Cuándo alcanzaremos la libertad? ¿Cuándo se cortará la cuerda para que pueda el halcón volar a las alturas? ¿Cuándo? ¿Sucederá esto alguna vez? ¿O será el secreto de nuestro destino estar siempre ligados a la mano del halconero? Si algún cambio se produjera, escaparíamos a la condición humana, y nuestro destino no sería un destino humano. Sin embargo, estamos hechos de tal manera que siempre sentimos la atracción del espacio, creyéndonos capaces de movernos en él. Y él se abre perpetuamente ante nosotros como algo completamente real. Y es verdaderamente tan real como nuestro cautiverio. ¿Por qué, pues, existe este infinito si nosotros no podemos alcanzarlo? ¿Cuál es el sentido de esta ilimitada grandeza que existe en torno de nosotros, en torno de la vida, si somos como prisioneros impotentes, si la vida permanece confinada en sí? ¿Por qué lo inconmensurable? ¿Por qué estas inmensidades rodean nuestro pequeño esquife, nuestro minúsculo destino? ¿Somos, por eso, más felices? No lo diría. Parece, más bien, como si fuéramos aun más desgraciados —concluyó.
Yo observaba de cerca su expresión melancólica y el raro cansancio de su mirada envejecida.
—¿Nos hace más felices la búsqueda de la verdad? —prosiguió—. No lo sé. La busco y la he buscado sin tregua, toda mi vida; he creído alcanzarla alguna vez; he creído percibir un poco de su limpio cielo; pero ese cielo jamás se ha abierto realmente para mí; ni mis ojos pudieron nunca medir ese espacio infinito sin cuyo conocimiento no puede comprenderse nada, Eso no nos está permitido; por consiguiente, todos mis esfuerzos han sido vanos. Todo lo que he intentado se ha realizado a medias, solamente, Pienso en mis obras con dolor, y los demás deben consideradas con melancolía, como se contempla una estatua que no es más que un torso. Todo lo que he creado permanece incompleto. No dejaré tras de mí más que lo inacabado. ¿Es esto sorprendente? Es el destino de la humanidad. La inevitable suerte de los esfuerzos y los trabajos humanos. ¿Es esto algo más que un esfuerzo, un esfuerzo hacia algo que no puede alcanzarse, que no nos está permitido alcanzar? Toda nuestra cultura no es más que una tentativa hacia algo inaccesible que sobrepasa infinitamente nuestras posibilidades de realización. Ahí está, tronchada, trágica como un torso. ¿No será nuestro propio espíritu algo así como un torso? ¿Para qué sirven nuestras alas si nunca podemos volar? Se convierten en una carga en vez de servir para la liberación. Nos pesan. Las arrastramos, y acabamos por detestarlas. Y sentimos una especie de alivio cuando el halconero, fatigado de su juego cruel, nos cubre la cabeza con un capuchón, y entonces ya no vemos nada más.
Maese Bernardo permanecía abatido y sombrío, con una expresión de amargura, y en sus ojos brillaba un fuego inquietante. Yo estaba extremadamente asombrado. ¿Era éste el mismo hombre que, no hacía mucho, entusiasmado por la ilimitada grandeza de la humanidad, predecía que ella reinaría un día como soberana todopoderosa de su magnífico reino, y la describía casi como igual a los dioses?
No lo entiendo. No lo entiendo nada.
El príncipe escuchaba como fascinado por las palabras de su gran maestro, aun cuando fueran tan diferentes de aquellas que otrora salieron de su misma boca. Pensaba en todo como Bernardo. Podía decirse que era un alumno dócil.
¿Cómo conciliar esto con aquello? ¿Cómo podían conciliar tales contradicciones y hablar de todo con la misma profunda convicción? Para mí, que no cambio jamás, esto es incomprensible.
Pasé la noche tratando de comprender a esos dos hombres, pero fue en vano. Ni siquiera he sacado conclusión alguna de todo esto.
¿Es grande y maravilloso el ser hombre, y hay que regocijarse por ello? ¿O es algo despojado de esperanza y desprovisto de sentido?
¿Cómo responder?
Ha dejado de trabajar en el retrato de la princesa. Dice que no puede terminarlo, que hay en ella algo que no alcanza a comprender. Esta obra quedará también inacabada. Como la Cena, como todo lo que emprende.
Un día tuve la suerte de ver el cuadro en el salón de la princesa y no le encuentro ningún defecto. Me parece notable. La ha pintado tal como es: una cortesana de edad madura. Es de un parecido diabólico. Ha puesto todo: la cara sensual, los pesados párpados, la sonrisa lasciva y un tanto indecisa. En esa tela está terriblemente desenmascarada el alma entera de la princesa.
Después de todo, maese Bernardo es un gran conocedor del ser humano.
¿Qué le falta a ese retrato? Él dice que le falta algo. ¿Qué? ¿Algo esencial, con lo que no sería verdaderamente la misma? ¿Qué podrá ser? No entiendo.
Pero si afirma que el cuadro está incompleto, así debe ser. Ya ha manifestado que todo lo suyo quedará sin terminar; que todas las cosas son apenas una tentativa hacia algo que nunca se puede alcanzar; que toda la cultura humana es sólo un anhelo hacia algo irrealizable. Y que, por consiguiente, todo carece de sentido.
Así es, indudablemente. ¿Qué aspecto presentaría la vida si no careciera de sentido? La falta de sentido es la base sobre la cual descansa. ¿Qué otra podría sostenerla sin vacilar? Una gran idea puede ser minada por otra gran idea y, después, volatilizada, aniquilada. Pero la falta de sentido permanece inaccesible, indestructible, inamovible. Es una verdadera base, por eso ha sido elegida. ¡Qué haya sido necesario razonar tanto para comprenderlo!
Todo eso lo sé yo por instinto. Es un conocimiento que forma parte de mi ser.
Algo pasa aquí, aunque no puedo decir qué. Siento como una inquietud en el aire. No es que esté realmente sucediendo algo, no, pero es como si algo pudiera acontecer.
Aparentemente todo está en calma. La vida de palacio sigue su curso normal. Es hasta más tranquila que de costumbre porque hay pocos huéspedes, y por que las recepciones habituales de la temporada no se realizan. Pero no sé…, tengo la impresión de que algo raro se prepara.
Por más que permanezco atento a todo, y que observo todo, no logro descubrir nada especial. En la ciudad tampoco se advierte nada insólito. Todo es como siempre. Y, sin embargo, algo hay; estoy seguro.
Será mejor que espere pacientemente lo que tiene que suceder.
El condotiero Boccarossa ha partido y el palacio Geraldi ha quedado desocupado. Nadie sabe adónde ha ido. Se diría que se lo ha tragado la tierra. Podría suponerse que el príncipe y él se han disgustado. Para muchos ha sido inexplicable que mi amo, con su gran cultura, haya podido buscar la compañía de un individuo tan torpe. Yo no comparto esa opinión porque, si bien es cierto que Boccarossa es brutal y el príncipe refinado, mi señor también desciende de una familia de condotieros, aunque todo el mundo parece haberlo olvidado. Y no hace mucho que sus antepasados eran condotieros; apenas unas cuantas generaciones. ¿Qué significan unas cuantas generaciones?
Yo no diría que pueda serles muy difícil entenderse.
No pasa nada, pero la atmósfera está pesada. Lo siento y no me puedo engañar. Aquí tiene que suceder algo.
El príncipe parece estar afiebradamente ocupado. Pero ¿en qué? Recibe a muchos visitantes, y con algunos mantiene largos conciliábulos secretos sin que se produzca ninguna indiscreción. ¿Qué puede tenerlos tan agitados?
También llegan mensajeros que, con toda clase de precauciones, se deslizan por la noche en el palacio. Es enorme la cantidad de gentes que van y vienen y cuya misión ignoro: gobernadores, ministros, coroneles, jefes de antiguos clanes —esas viejas familias guerreras que los antepasados del príncipe sometieron un día—. Ya no puede decirse que la calma reine en palacio.
Maese Bernardo parece no tener nada que ver con lo que está pasando. Es una clase de hombres completamente distinta la que goza de la confianza del príncipe. En todo caso, el anciano sabio ya no desempeña el mismo papel.
No puedo menos que aprobar esto porque estaba ocupando demasiado lugar en la corte.
Mi presentimiento de que algo raro se estaba preparando ha quedado demostrado. Ya no hay dudas al respecto.
Una cantidad de cosas que no es posible ignorar lo comprueban. Los astrólogos han sido convocados por el príncipe y se han quedado largo tiempo: Nicodemus, el astrólogo de la corte, y los otros charlatanes de largas barbas que aquí viven de parásitos. Es un signo sobre el cual no es posible equivocarse. Además, el príncipe ha mantenido conversaciones con los enviados de los Médicis, con los delegados de la república veneciana de mercaderes, y con el arzobispo representante del Papa. Hay, asimismo, otras cosas que han llamado mi atención estos últimos días y todas parecen orientarse en el mismo sentido.
Debe existir algún plan de guerra. Y es probable que se haya consultado a los astrólogos para saber si los astros serían favorables a la empresa. Ésta es una precaución elemental que ningún soberano descuida. Esos infelices habían sido alejados de la corte durante el período en que el príncipe estaba siempre con maese Bernardo, quien, por cierto, cree también en el poder de las estrellas, pero parece tener sobre el particular un punto de vista que los señores barbudos consideran como diabólicas herejías. Por el momento, es evidente que el príncipe juzga más conveniente inclinarse hacia los ortodoxos. Éstos vuelven, pues, a pavonearse delante de nosotros, hinchados con el sentimiento de su importancia. Y las negociaciones que se efectúan con los representantes tienden a asegurarnos la solidaridad o, por lo menos, la benevolencia de los otros estados.
A mi parecer, la actitud del Santo Padre es la más importante: ninguna empresa humana puede llevarse a cabo sin la bendición divina.
Espero que la haya concedido, pues deseo ardientemente que la guerra estalle, por fin, de nuevo.
¡La guerra! Mi olfato, que ya antes ha conocido su olor, vuelve a sentirlo ahora por todas partes, en la tensión de los espíritus, en el misterio que rodea los preparativos, en la fisonomía de las gentes, hasta en el aire que se respira. Hay algo excitante que reconozco bien. Uno revive después de este período aplastante en el que nada acontecía y en el que sólo había una locuacidad interminable. Satisface ver que la gente pueda hacer otra cosa que hablar.
En el fondo, todos los hombres quieren la guerra, pues ella trae consigo una especie de simplificación que constituye un alivio para el espíritu. Todos los hombres encuentran que la vida es demasiado complicada. Sus formas de vida lo son, ciertamente, pero la vida, en sí misma, no sólo no es complicada, sino que, al contrario, se distingue por su gran simplicidad. Por desgracia no lo entienden así, ni comprenden que mejor sería dejada tranquila en vez de tratar de utilizarla para mil propósitos extravagantes. De todos modos, sienten que el solo hecho de vivir ya es algo maravilloso.
Por fin el príncipe ha salido de su letargo. Su rostro está lleno de energía, con su barba recortada en abanico, sus mejillas pálidas y flacas, y su mirada sagaz como la de un ave de rapiña que todo lo percibe en torno de él. Está sin duda al acecho de su presa favorita: el enemigo tradicional de su clan.
Hoy lo miraba subir apresuradamente las escaleras del palacio, seguido de cerca por el capitán de la guardia. Creo que estaban en tren de inspeccionar ciertos preparativos militares. Llegados a la entrada, arrojó su capa al servidor que se precipitó a su encuentro, y allí se detuvo, con su jubón rojo, firme y elástico como la hoja de una espada, y una sonrisa altanera sobre sus finos labios. Tenía el aspecto de alguien que se quita un disfraz. Todo en él denotaba una indomable energía. Todo en él revelaba al hombre de acción.
Yo siempre supe que lo era.
Los astrólogos han declarado que el momento era propicio para la guerra y que no podía ser mejor elegido. Descifrando el horóscopo del príncipe han comprobado que había nacido bajo el signo del León. Lo que no es ninguna novedad puesto que ese dato se conocía desde su nacimiento. Considerado como un buen augurio esto ha excitado la imaginación de cuantos lo rodean y ha provocado la admiración, como también la angustia, entre sus súbditos. De allá viene que el príncipe se llame León. Ahora bien, Marte y León han entrado en conjunción en el momento actual, y pronto la estrella roja del dios de la guerra alcanzará a la poderosa constelación de mi señor. Otros fenómenos celestes que también ejercen una influencia sobre el destino del príncipe le son igualmente favorables. Los astrólogos pueden, por consiguiente, garantizar con una certeza absoluta el éxito de la empresa militar. Sería casi imperdonable no aprovechar esta ocasión excepcional.
A mí no me sorprenden tales predicciones puesto que ellas siempre concuerdan con los deseos del príncipe, particularmente desde que el padre de mi señor hizo apalear a uno de sus intérpretes celestes por haber afirmado que un desastre amenazaba la dinastía porque sus cálculos le permitieron descubrir que una mala estrella, arrojando fuego a su paso, habíase mostrado en el cielo en el momento mismo en que el primer antepasado subía las ensangrentadas gradas del trono, predicción que parece haberse realizado en la dinastía de mi señor tanto como en cualquier otra.
Los astrólogos no me asombran, ya lo he dicho, y por esta vez estoy contento con ellos. Aparentemente son versados en su ciencia y al fin sirven para algo. Porque es importante que el príncipe, los soldados y el pueblo entero crean que las estrellas simpatizan con su empresa y se interesan por ella. Ahora las estrellas han hablado y todo el mundo se regocija por lo que han dicho.
Yo no converso jamás con las estrellas, pero los hombres sí.
Estoy otra vez muy sorprendido con maese Bernardo. Anoche el príncipe y él han reanudado aquellas conversaciones íntimas de antes que suelen prolongarse hasta mucho después de medianoche, lo que ha venido a demostrarme que el sabio, contrariamente a lo que yo suponía, no ha perdido su influencia, así como sus profundas meditaciones no lo han apartado del presente ni del complicado mundo de la realidad. Nada de eso. Yo estaba muy equivocado.
Es una equivocación que me irrita porque nadie conoce ni penetra los hombres mejor que yo.
Cuando me llamaron para atenderlos y servirles el vino, como de costumbre, ambos estaban inclinados sobre unos dibujos rarísimos cuyo significado al principio no pude descubrir. Después tuve ocasión de verlos mejor, así como de escuchar la explicación de los mismos en el curso de la velada. Representaban unas terribles máquinas de guerra destinadas a sembrar el terror y la muerte en las filas enemigas; carros de combate armados de cuchillas que llenarían la tierra de miembros humanos, y otros inventos diabólicos, también colocados sobre ruedas, que penetrarían en los cuadros enemigos, arrastrados por caballos lanzados a la carrera, y que ni el mayor coraje podría detener; vehículos blindados que utilizarían los tiradores, perfectamente protegidos, y que, según las explicaciones de su inventor, podrían quebrar el frente más sólido y abrir una brecha para que la infantería cumpliera luego su misión. Había allí unos aparatos mortíferos tan espantosos que no comprendo cómo fue posible siquiera imaginarlos, y cuyo sistema de funcionamiento no captaba muy bien dado que nunca pude consagrarme al arte de la guerra. También figuraban morteros, bombardas y culebrinas que arrojaban fuego, piedras y bolas de hierro para arrancar las cabezas y los brazos de los soldados, y todo eso estaba descripto tan minuciosamente y con tanto realismo que su simple representación despertaba un extraño interés. El sabio explicó detalladamente la obra destructora que podían efectuar esas máquinas, y lo hizo con la misma calma con que acostumbra hablar de cualquier otra cosa. Se veía que le hubiera gustado observar cómo funcionarían en la realidad, lo que bien se comprende puesto que es el inventor.
Todo eso lo había hecho maese Bernardo al mismo tiempo que se ocupaba de muchas otras cosas, como, por ejemplo, de investigar los secretos de la creación arrancando los pétalos de las flores; contemplando las piedras maravillosas; hurgando en el cuerpo de Francesco al que una noche, durante la conversación, calificó de obra maestra y misterio insondable de la naturaleza; pintando la Cena de Santa Croce con el Cristo supraterreno rodeado por sus discípulos, presidiendo la cena de amor en común, y con Judas, el que debía traicionarlo, agazapado en un rincón.
Y todo lo había cautivado y absorbido por igual. ¿Por qué no habría de entusiasmarse tanto por sus excepcionales máquinas como por lo demás? Es posible que el cuerpo humano sea una construcción muy ingeniosa, aunque a mí no me parezca, pero una máquina también lo es, y, sobre todo, es una creación personal.
Más que, por las siniestras máquinas mortíferas, que a mi parecer serían las más eficaces puesto que su sola presencia pondría en fuga a todo un ejército, el príncipe se interesaba especialmente por aquellas que, sin poner en evidencia una imaginación tan poderosa y macabra, ejercerían, según él, una acción decisiva. «Las otras —expresó— pertenecen al porvenir». Lo práctico era limitarse a las que pudieran ser utilizadas desde ahora: aparatos para escalar fortalezas, nuevos procedimientos para hacer saltar por el aire los bastiones, ingeniosos perfeccionamientos, aún desconocidos por el enemigo, de las catapultas y de la artillería de sitio; y todas esas cosas de las que antes hablaron tanto y que, en parte, ya habían hecho fabricar.
Todo ese material imponente, esa increíble riqueza de ideas, esa imaginación tan fecunda e ilimitada, provocaron la admiración del príncipe, que elogió con entusiasmo el inmenso genio del sabio. Efectivamente, éste nunca había mostrado mejor la capacidad de su pensamiento y de su espíritu creador. Pasaron la noche sumergidos en ese mundo de la fantasía, entregados a un inflamado intercambio de ideas, lo mismo que en otras provechosas veladas anteriores. Y yo los escuchaba con placer porque por una vez mi alma también estaba llena de entusiasmo y de admiración.
Ahora comprendo perfectamente por qué el príncipe hizo venir a Bernardo, y por qué se conduce con él como lo hace, tratándolo de igual a igual, y dándole muestras de su gran deferencia y de su halagadora atención. Comprendo también su vivo interés por todos los sabios esfuerzos de Bernardo, sus investigaciones de la naturaleza, el fabuloso bagaje de sus conocimientos, tanto útiles como superfluos, y el delicado juicio sobre su arte, sobre la Cena de Santa Croce, y las demás obras que ocupan a este hombre omnisciente. ¡Lo comprendo perfectamente!
¡Es un gran príncipe!
Anoche tuve un sueño desagradable. Me pareció ver a maese Bernardo de pie en la cima de una alta montaña, enorme e imponente, con sus cabellos grises y su extraordinaria frente de pensador, mientras alrededor de él revoloteaban innumerables monstruos con alas de vampiros, todas esas deformes criaturas que había visto en sus dibujos de Santa Croce. Describían círculos en torno de él, como demonios, y era como si él los condujera. Sus rostros fantasmagóricos veíanse como de lagartos y de sapos, mientras que el suyo permanecía grave, austero y noble como siempre. Conservaba su aspecto habitual. Pero poco a poco fue transformándose su cuerpo, fue volviéndose achaparrado y deforme, y le crecieron a los costados unas alas rugosas unidas a unas piernas pequeñas, como las de los murciélagos. Con la misma expresión altanera fijada sobre su rostro, empezó a batir las alas y junto con los otros monstruos horribles voló, como pudo, hacia las tinieblas.
A mí no me preocupan los sueños. No significan nada y me dejan completamente indiferente. Lo único que significa algo es la realidad.
Es indudable que este hombre debe tener alguna deformidad: hace tiempo que lo he adivinado.
¡El condotiero Boccarossa ha cruzado la frontera a la cabeza de cuatro mil hombres! ¡Ya ha penetrado dos leguas en el interior del país enemigo sin que Il Toro, completamente derrotado por la invasión, haya podido hacer nada para defenderse!
Ésta es la noticia inaudita que hoy ha caído sobre la ciudad como un rayo, el insólito acontecimiento que ocupa todas las mentes. Con el más absoluto secreto ha reclutado el célebre condotiero sus tropas de mercenarios en las inaccesibles regiones de la frontera sur, y con diabólica astucia ha preparado el ataque que con tanto éxito ha realizado. Nadie sospechaba nada, ni siquiera nosotros, excepción hecha del príncipe, que es el auténtico inspirador de este genial plan de ataque. Todo esto resulta casi inconcebible. Cuesta creer que la noticia sea verdadera.
Ahora la casa de los Montanza tiene contados sus días, y el despreciable Ludovico, que según se dice es tan odiado por su propio pueblo como por nosotros, será el último de su infame dinastía tan pronto como le rompan su cabeza toruna.
Él y todos sus pillastres estaban completamente ajenos a lo que les esperaba. Por cierto que algo debió sospechar de los proyectos del príncipe, pero al ver que entre nosotros no se organizaba ningún ejército, ha continuado dejándose mecer por la ilusión de su seguridad. Además, todo podía esperarlo menos un ataque por ese lado del país, donde el terreno parece inaccesible, y tanto que ni siquiera había pensado en fortificarlo.
¡Es el fin de Il Toro! ¡La hora de ajustarle las cuentas se aproxima!
En la ciudad reina una atmósfera indescriptible. La gente se agrupa en las calles, gesticula, hace comentarios inusitados, o bien asiste silenciosamente al desfile de las tropas. Las del príncipe empiezan a reunirse sin que nadie sepa de dónde salen: es como si brotaran de la tierra. Se comprueba que todo ha sido preparado con la mayor cautela. Las campanas han sido echadas a vuelo. Las iglesias están tan llenas de fieles que es difícil entrar en ellas. Los sacerdotes elevan al cielo fervientes plegarias por la guerra poniéndose en evidencia que esta empresa cuenta con la bendición de la Iglesia. No podía ser de otra manera puesto que va a coronarse de gloria.
Todo el pueblo se regocija. Especialmente en la corte, el entusiasmo y la admiración por el príncipe no conocen límites.
Nuestras tropas franquearán la frontera por el ancho valle fluvial del este, el camino clásico de las invasiones. Basta con un día de marcha para ganar la llanura, donde el terreno, empapado ya de sangre gloriosa, permite una campaña regular. Allí se reunirán con el ejército del condotiero. Tal es el plan. ¡Lo he adivinado!
En realidad, no estoy seguro de que ése sea el plan, pero, cazando al vuelo las palabras, una por aquí, otra por allá, he llegado a esta conclusión. No me ocupo más que de averiguarlo todo: escucho detrás de las puertas, me escondo en los muebles y detrás de los cortinados para informarme tanto como sea posible sobre los grandes acontecimientos que se aproximan.
¡Qué plan de ataque! Su éxito está absolutamente asegurado. Cierto es que hay fortificaciones por aquel lado de la frontera, pero caerán. Es posible que al ver que toda resistencia es inútil, sus defensores no vacilen en rendirse. Y si es preciso tomarlas por asalto, ellas no podrán detenernos. Nada podrá detenernos porque nuestro ataque sorpresivo ha sido demasiado imprevisto.
¡Qué magnífico general es el príncipe! ¡Qué zorro listo! ¡Qué astucia! ¡Qué previsión! ¡Y qué grandiosidad en todo ese plan de campaña!
¡Me siento lleno de orgullo de ser el enano de semejante príncipe!
Todos mis pensamientos giran en torno de una sola y única preocupación: ¿cómo podría yo ir a la guerra? Es imprescindible que vaya. Pero ¿cómo podría realizar dicho sueño? Carezco en absoluto de preparación militar en el sentido habitual del término. Nada sé de lo que se le exige a un oficial y ni siquiera a un simple soldado; a pesar de lo cual bien puedo portar armas y manejar la espada como un hombre. La mía es tan buena como la de cualquiera, quizá no tan larga, pero las espadas cortas no son las menos peligrosas. ¡Ya lo verá el enemigo!
Me enferma la obsesionante idea de que puedan dejarme en casa con las mujeres y los niños y no estar presente cuando al fin pase algo. Y quizá la más grande matanza ha comenzado ya.
¡Tengo una sed de sangre que me quema!
¡Iré! ¡Iré!
Esta mañana reuní todo mi coraje y le confié al príncipe mi ardiente deseo de tomar parte en la campaña. Le expresé mi súplica con tanto fervor que pude observar la impresión que le ocasionaba. Tuve además la suerte de caer en un momento en que se encontraba en favorable disposición de ánimo. Se pasó la mano por el cabello, como suele hacerlo cuando está de buen humor, y sus negros ojos relucieron al mirarme.
—Por cierto que iré a la guerra —me dijo. Está resuelto a tomar parte en ella, y, naturalmente, me llevará—. ¿Puede un príncipe pasarse sin su enano? ¿Quién le serviría su copa de vino? —añadió dirigiéndome una sonrisa juguetona.
¡Iré! ¡Iré!
Ocupo una tienda en la cima de una colina rodeada de algunos pinos y desde donde se tiene una excelente vista del enemigo acampado en la planicie. La tela de la tienda, que ostenta los colores del príncipe en anchas franjas rojas Y doradas, cruje al viento con un ruido excitante como una marcha militar. Visto una armadura completamente igual a la del príncipe, coraza y casco y, del lado derecho, llevo mi espada suspendida a un cinturón de plata. La puesta del sol se aproxima y por un instante me encuentro solo. A través de las aberturas de la tienda oigo las voces de los jefes exponiendo el plan de ataque de mañana así como, más lejos, el canto intrépido y melodioso de los soldados. Allá abajo, sobre la planicie, diviso la tienda blanca y negra de Il Toro. A tal distancia sus hombres parecen tan pequeños que dan la impresión de ser inofensivos. Más lejos, al oeste, caballeros sin armaduras, el torso desnudo, abrevan sus caballos en el río.
Nosotros estamos en campaña desde hace más de una semana. Grandes acontecimientos han marcado este período. Las operaciones se han desarrollado como yo las había previsto. Hemos tomado por asalto las fortalezas de la frontera después de haberlas bombardeado con las maravillosas culebrinas de maese Bernardo, cuya eficacia hasta ahora nadie había podido comprobar. Ante este terrible cañoneo los sitiados se han rendido, espantados. Las insuficientes fuerzas que Il Toro había enviado apresuradamente contra nosotros, y que tuvo que restar de las que estaban destinadas a impedir el avance de Boccarossa, las atacamos repetidas veces, obteniendo la victoria en todas esas acciones. El enemigo nos era muy inferior en número. Entretanto, el ejército de Boccarossa, que halló ante sí una resistencia cada vez más débil, se abrió camino hasta la llanura, incendiando, pillando y arrasándolo todo a su paso, y siguió luego hacia el norte para unirse con nosotros. Ayer a mediodía se realizó este contacto tan deseado y de importancia capital para la prosecución de las operaciones. Ahora estamos reunidos sobre la colina, entre la planicie y la montaña, y formamos en conjunto un ejército de más de quince mil hombres, de los cuales dos mil son de caballería.
Yo estuve presente durante el encuentro del príncipe con su condotiero. Ésa fue una hora histórica absolutamente inolvidable. El príncipe, que en estos tiempos se ha rejuvenecido en tal forma que todos están maravillados, llevaba una magnífica armadura, con coraza y bandas de plata dorada. Dos plumas, una amarilla y otra roja, se balanceaban sobre su casco, mientras rodeado de sus principales jefes saludaba cortésmente a su célebre hermano de armas. Su semblante pálido y aristocrático mostraba, por excepción, un ligero tinte rosado, y en sus delgados labios descansaba una sonrisa franca y cordial aunque, como siempre, un poco reticente. Enfrente del príncipe se erguía Boccarossa, vigoroso y macizo, como un gigante. Tuve la extraña impresión de no haberlo visto nunca antes. Volvía del combate. Llevaba una armadura de acero que resultaba sencilla en comparación con la del príncipe y cuyo único ornamento era una cabeza de bronce sobre su coraza, una cara de león, cuya lengua salía de las enormes fauces abiertas. El casco, sin cimera ni adorno alguno, se ajustaba apretadamente a la cabeza, y esta cabeza me parecía la más temible que hubiera contemplado jamás. La mandíbula de ese tosco rostro marcado de viruela era suficiente para inspirar temor. Los gruesos labios de color rojo oscuro apretábanse en una boca que se diría imposible de abrir; y la expresión que se ocultaba en el fondo de sus ojos debía someter al adversario sin necesitar siquiera manifestarse más. Sólo mirarlo intimidaba. Pero de cuantos hombres he encontrado, ninguno como él me ha causado la impresión de ser todo un hombre. Debo confesar que nunca se me borrará la impresión que me produjo. Fue para mí como una revelación, aunque no sé de qué. Tal vez de la humanidad cuando es realmente capaz de algo. Yo lo observaba, fascinado, con mi vieja mirada que ya lo ha visto todo, la de mis ojos de enano en los que yace una experiencia milenaria.
Se mostraba taciturno. No decía casi nada. Eran los otros los que hablaban. Una vez, por casualidad, sonrió a una frase del príncipe. No sé por qué digo que sonrió, pero era eso que en los demás se llama sonrisa.
Me pregunto si, como yo, es incapaz de reír.
No tiene el rostro liso como los otros. No es un recién nacido; es vieja su estirpe, aunque no tanto como la mía.
Encuentro que, a su lado, el príncipe resulta insignificante. Lo digo a pesar de que mi admiración por mi señor, que tantas veces he proclamado últimamente, es en realidad profunda.
Anhelo ver a Boccarossa en el combate.
Mañana temprano tendrá lugar la gran batalla. Era de suponer que el ataque debería efectuarse tan pronto como los dos ejércitos se encontraran frente a frente, y antes de que Ludovico pudiera cobrar ánimo y reunir sus fuerzas dispersas tal como lo está haciendo. Así se lo indiqué al príncipe, pero me respondió que primeramente las tropas debían descansar un poco. «Además —agregó— hay que mostrarse caballeresco con el adversario y darle tiempo para colocarse en orden de batalla antes de entablar un combate tan importante». Yo le expuse mis inmensas dudas sobre la prudencia y la oportunidad de semejante estrategia. «Sea prudente o no —me respondió— soy un caballero y debo actuar como tal. Tú no entiendes de esto». Nunca es posible conocer a fondo a este hombre extraño. Estoy pensando cuál será la opinión de Boccarossa sobre este punto.
No quedan dudas de que Il Toro ha aprovechado bien el tiempo. Lo hemos podido observar todo el día desde nuestra posición. Se ha procurado refuerzos de todas partes.
Pero de todos modos el triunfo será nuestro, eso es seguro. Y hasta quizá sea mejor que reúna mucha gente, pues así abatiremos más. Mientras mayor es el número de los enemigos, mayor es también la victoria. Debería comprender que va a ser derrotado y que más le convendría tener menos soldados, pero es orgulloso y un incurable empecinado.
Sin embargo, sería un grave error no considerarlo peligroso. Es un gran general, astuto, inescrupuloso y lleno de recursos. Habría sido un enemigo temible si la guerra no lo hubiera sorprendido en forma tan imprevista. Cada vez es más visible la importancia que ha tenido lo repentino de nuestro ataque.
Conozco en detalle el plan de acción preparado para mañana. Nuestro ejército, es decir, el del príncipe, atacará por el centro, y Boccarossa por el flanco izquierdo. Así formaremos no uno, sino dos frentes, dado que contamos con dos ejércitos a nuestra disposición. Por consiguiente, el enemigo también se verá obligado a batirse en dos frentes, lo que representará para él dificultades que no existen para nosotros. No es posible dudar sobre los resultados, pero, naturalmente, tendremos también algunas pérdidas. Creo que va a ser una acción muy sangrienta, pero nada se obtiene sin sacrificio. Y esta batalla tendrá una importancia enorme porque probablemente decidirá el futuro curso de la guerra. En parecidas circunstancias bien vale la pena un gran sacrificio.
Los secretos del arte militar, que me estuvieron vedados hasta ahora, me interesan cada vez más. Lo imprevisto y las fatigas de la vida de campaña tienen para mí una atracción muy grande. ¡Es una existencia maravillosa! ¡Qué liberación para el cuerpo y para el alma se logra tomando parte en una guerra! Uno se hace otro hombre. Nunca me he encontrado mejor. ¡Respiro tan bien! ¡Me muevo con tanta facilidad! Es como si mi cuerpo fuera inmaterial.
Jamás he sido tan feliz. Sí, tengo la impresión de que antes nunca fui feliz.
¡Mañana, pues! ¡Mañana!
Me alegro como un chico con esta perspectiva.
Con gran prisa escribo algunas líneas.
¡Hemos obtenido la victoria, una magnífica victoria! El enemigo se retira en completo desorden, intentando en vano reunir sus deshechas tropas. ¡Lo perseguimos! El camino a la ciudad de los Montanza, que nunca hasta aquí fue conquistada, ha quedado completamente abierto ante nosotros.
Tan pronto como los acontecimientos me lo permitan haré una detallada descripción de esta maravillosa batalla.
Los acontecimientos hablan por sí mismos. Las palabras han perdido su significado. Yo he cambiado la pluma por la espada.
Al fin tengo un poco de tranquilidad para poder escribir. No hemos dejado de pelear ni de avanzar durante varios días, y era imposible pensar en otra cosa. A veces ni siquiera teníamos tiempo para levantar nuestra tienda y debíamos pasar la noche bajo las estrellas, en medio de las viñas y de los olivares, envueltos en nuestras capas y la cabeza apoyada sobre una piedra. ¡Qué vida estupenda! Pero ahora, como he dicho, tenemos un poco más de calma. El príncipe asegura que necesitamos un respiro… Quizá tenga razón. A la larga, hasta los continuos éxitos desgastan.
Ahora estamos a sólo media legua de la ciudad y la vemos extenderse ante nosotros, con sus torres y sus almenas, sus iglesias y sus campaniles, y con el viejo castillo de los Montanza asentado sobre una colina, circundado de casas, y el conjunto cercado por una alta muralla: un verdadero nido de bandidos. Ya podemos oír las campanas de las iglesias rogando a Dios, sin duda, para que los salve. Ya nos arreglaremos para que sus ruegos no sean escuchados. Il Toro ha reunido el resto de sus tropas entre la ciudad y nosotros. Ha movilizado a todos los soldados que ha podido conseguir, pero eso no le bastará porque ya está demasiado castigado. Su derrota es segura también esta vez. Un jefe tan extraordinario como él debiera darse cuenta cuando su situación no ofrece esperanza alguna. Sin duda piensa hacer cuanto está a su alcance y reunir sus últimas fuerzas para evitar su destino. Es su postrer intento para salvar la ciudad.
Tentativa completamente inútil. La suerte de los Montanza ha sido decidida hace casi una semana, en una mañana histórica, y pronto todo va a terminar por completo.
Ahora ensayaré hacer una descripción verídica y detallada de la grande e incomparable batalla.
Al comienzo, nuestros dos ejércitos atacaron al mismo tiempo, como yo lo había previsto. Desde lo alto de la colina fue un espectáculo magnífico, una fiesta para los ojos y para todos los sentidos. Se oía la música militar, el estandarte se desplegaba, las banderas ondeaban sobre las bien ordenadas filas de uniformes multicolores. Mientras sonaba el cuerno de plata en medio de un paisaje sobre el que acababa de levantarse el sol, las tropas de infantería avanzaron a lo largo de la colina. El enemigo las esperó a pie firme, en apretadas filas, y tan pronto como los adversarios, armados hasta los dientes, se encontraron, prodújose una sangrienta lucha cuerpo a cuerpo. Los hombres caían de ambos lados. Los heridos eran ultimados cuando intentaban escapar arrastrándose. Oíanse los gritos y los gemidos habituales. El combate pasaba por diferentes fases: en algunos sectores nuestros soldados llevaban ventaja, en otros era mejor la posición del adversario. Al principio, Boccarossa simuló luchar en el mismo frente que nosotros, pero poco a poco sus tropas describieron un gran círculo y cayeron sobre el ala del enemigo. Éste quedó desconcertado por esta amenazadora maniobra y le costó gran esfuerzo defenderse. La victoria parecía cercana, por lo menos tuve esa impresión. Habían transcurrido varias horas y el sol estaba ya en lo alto del firmamento.
De pronto sucedió algo terrible. Las tropas nuestras que actuaban cerca del río empezaron a retroceder. Rechazados por el ala derecha de Il Toro, nuestros hombres tuvieron que ceder a esa presión tras algunas débiles y torpes tentativas de resistencia. Parecían haber perdido todo ardor combativo, y no hacían más que retroceder sin detenerse, dispuestos a cualquier cosa antes que a morir. No podía creer lo que veía. No podía comprender lo que allí pasaba, tanto más cuanto que nosotros éramos superiores en número, casi el doble que los otros. Mi sangre hervía de vergüenza ante esta inconcebible cobardía. Presa de furor, aullaba y pateaba alzando los puños contra nuestros soldados, gritándoles mi cólera y mi desprecio. ¿Para qué servía esto? Claro está que ellos no me oían y continuaban retrocediendo. Creí perder la razón. ¡Y nadie venía a contenerlos! Nadie parecía preocuparse por lo difícil de su situación. ¡No merecían otra cosa!
De repente vi que el príncipe, que conducía el centro, hacía una seña a algunos destacamentos que se mantenían a retaguardia. Éstos se pusieron en movimiento, avanzando en línea oblicua hacia el río, y sus fuerzas frescas empezaron a quebrar el frente del enemigo. Lucharon irresistiblemente y paso a paso hasta el momento en que, habiendo alcanzado las orillas del río, lanzaron un salvaje alarido de júbilo. ¡Toda retirada era imposible! De quinientos a setecientos soldados enemigos estaban totalmente cercados sin otra perspectiva que la de ser exterminados.
Quedé completamente atónito. Nunca hubiera sospechado semejante ardid que había tomado por cobardía. Mi corazón latía fuertemente; mi pecho se ensanchaba de alegría. Pasada la espantosa tensión, experimentaba un alivio incomparable.
Después siguió un espectáculo extraordinario. Nuestras tropas presionaban al enemigo por todos lados, encerrándolo en un espacio que iba estrechándose rápidamente entre nuestras líneas y el río. Finalmente le fue casi imposible moverse y procedimos a su destrucción. Fue una matanza como nunca vi otra igual. Y no sólo una matanza, porque los soldados de Il Toro, empujados hacia el río, caían en él ahogándose como gatos. Se debatían en medio de la espumosa corriente agitando los brazos y clamando socorro desesperadamente, comportándose de una manera apenas imaginable en los soldados. Casi ninguno sabía nadar y era como si nunca hubieran visto el agua. Los que lograban ganar la ribera no tardaban en ser ultimados, y aquellos que intentaban llegar a la costa opuesta eran arrastrados por el enfurecido torrente. Prácticamente, ninguno tuvo la suerte de salvarse.
¡El deshonor se convirtió en una gloriosa victoria!
Los acontecimientos se desarrollaron luego con una rapidez vertiginosa. Seguido de nuestra ala izquierda, nuestro centro se desencadenó sobre el enemigo mientras, por la derecha, las tropas de Boccarossa lo atacaban con renovado empeño, y, desde lo alto de las colinas, descendieron entonces frescos escuadrones de caballería que con sus lanzas cargaron en plena contienda acabando de desmoralizar al vacilante ejército de Il Toro. La desesperada defensa no tardó en convertirse en una tremenda derrota. Con la caballería a la cabeza continuamos persiguiendo a los vencidos, resueltos a aprovechar hasta el extremo esta victoria sin par. El príncipe quiso sacar partido de todas las posibilidades que se le ofrecían. De pronto, una parte del ejército, infantería Y caballería, se separó del resto y descendió por uno de los valles laterales con el evidente propósito de rodear al enemigo. Y no pudimos ver lo que aconteció después porque las montañas nos lo impedían, pues todo desapareció para nosotros tras las alturas plantadas de viñas del lado opuesto de la planicie donde se estaba desarrollando la batalla.
Hubo entonces animación y entusiasmo en nuestro campo. Se enganchaba los caballos, se amontonaba armas y bagajes sobre los furgones, se corría por todas partes, los carruajes poníanse en marcha. Yo me senté en la parte posterior de un carro sobre el que habían colocado la tienda del príncipe. Se dio la señal de partida y descendimos la pendiente que conducía al campo de batalla. Ahora aquello era un silencioso desierto. No quedaban más que muertos y heridos, y tan apretados unos contra otros que no podíamos avanzar sin pasar sobre ellos. Los muertos eran muchos más que los heridos, y éstos no cesaban de gemir. Nuestros propios soldados clamaban para que los lleváramos con nosotros, pero eso era imposible pues teníamos que apresurarnos para reunimos con el ejército. En la guerra uno se endurece y se acostumbra a todo, pero nunca había visto nada similar. Gran número de caballos yacían igualmente entre los demás cadáveres, y pasamos al lado de uno que tenía el vientre abierto y las entrañas dispersas por tierra. Tanto me descompuse al verlo que estuve a punto de vomitar. Le grité al conductor que se apurara; él hizo chasquear el látigo y nos alejamos a la carrera.
Es curioso, más he observado que a veces soy singularmente, sensible. Hay cosas cuyo espectáculo no resisto. Es lo que me pasa cuando me acuerdo de las entrañas de Francesco. Son repugnantes por naturales que sean.
El día llegaba a su fin. ¡Hasta un día como ése tenía que terminar! El sol, que aún se divisaba sobre las alturas de occidente, dejaba caer sus últimos destellos sobre el campo de batalla que había sido testigo de tanto heroísmo, de tanta gloria y de tanta derrota. El crepúsculo se abría sobre el paisaje mientras yo lo miraba desde mi tambaleante carreta.
Todo el cuadro se hundió en las sombras; y el sangriento drama que allí habíase desarrollado ya pertenecía a la historia.
Inesperadamente me encuentro con mucho tiempo para escribir porque llueve sin cesar, como si se hubiera abierto el cielo. Es un diluvio incontenible.
Naturalmente, resulta cansador. El campo está sucio y fangoso. Los pasajes entre las tiendas no son más que un pantano en los que uno se hunde hasta las rodillas y se ven flotar excrementos de hombres y bestias.
Todo cuanto se toca ensucia desagradablemente los dedos. Y si uno sale un instante queda traspasado hasta los huesos. El agua atraviesa los techos de las tiendas y el interior de éstas parece un lodazal. Todo eso ejerce una acción funesta sobre el ánimo. Por la noche se alienta la esperanza de que el tiempo será hermoso a partir del próximo amanecer, pero desde que uno despierta, vuelve a oírse el ininterrumpido caer del agua sobre las tiendas.
No sé para qué puede servir esta eterna lluvia que impide toda acción guerrera. Y justamente ahora, cuando íbamos a recoger los frutos de nuestros grandes éxitos. ¿Por qué llueve, pues?
Los soldados han perdido el entusiasmo. Se acuestan y duermen, o juegan a los dados. Y, claro, el gusto por la lucha ha desaparecido. Entre tanto, podemos estar seguros de que Il Toro refuerza sus tropas mientras no pasa lo mismo con las nuestras. Eso no me preocupa, pero, de todos modos, me molesta.
Nada es tan desastroso para la moral de un ejército como la lluvia. Todo el aspecto esplendoroso y estimulante de una campaña militar se apaga. ¡Adiós cegadora refulgencia de las acciones guerreras! Pero es preciso reaccionar contra la idea de que la guerra es sólo una fiesta. La guerra no es una diversión, es un hecho sangriento. Es muerte, derrota, destrucción. No es una justa divertida contra un enemigo tal vez inferior. Es indispensable habituarse a soportarlo todo, a penar duramente, y a sufrir privaciones y dolores de toda clase. Es completamente necesario.
Si este estado de depresión se extiende entre las tropas puede resultar peligroso. Todavía tenemos mucho que hacer antes de lograr la victoria final. El enemigo no ha sido completamente batido, y es necesario reconocer que después de su terrible derrota a orillas del río, ha llevado a cabo una retirada bastante hábil, impidiéndonos capturarlo. Al presente, como he dicho, debe de estar juntando nuevas fuerzas. Necesitamos todo nuestro antiguo espíritu guerrero para poder aniquilarlo.
Sin embargo, el príncipe no parece deprimido. Es de los que realmente aman la guerra en todas sus formas. Sereno, tranquilo y lleno de energías, su actitud conserva su elegancia habitual. Y siempre está lleno de coraje y seguro de la victoria. ¡Qué magnífico soldado! En campaña él y yo nos parecemos extraordinariamente.
Lo único que le reprocho constantemente y que no le perdonaré jamás es no haberme permitido tomar parte en el combate. ¡No sé por qué! Se lo suplico, se lo imploro antes de cada batalla. Una vez se lo rogué de rodillas, abrazándome a sus piernas, con abundantes lágrimas. Pero simula no oírme, o se contenta con reír, diciendo algo así como que mi vida le es demasiado preciosa, o que puede sucederme algo. ¡Sucederme algo! ¡Si es lo que más deseo! No comprende lo que eso significa para mí. Ansío pelear, con todas las fuerzas de mi alma, más que ninguno de sus hombres, con un apasionamiento más intenso y ardiente que los otros. Para mí la guerra no es una diversión, sino una realidad sangrienta. ¡Quiero luchar, quiero matar! No por hacerme famoso, sino por el placer de la acción. ¡Quiero ver cómo se desploman los hombres, quiero ver a mi alrededor la muerte y la destrucción! ¡No se imagina quién soy! Y sólo me deja servirle, y escanciarle su vino, y me prohíbe abandonar la tienda y participar en la lid. Debo resignarme a ver cómo los otros realizan las acciones que yo sueño. ¡Qué insoportable humillación! ¡Hasta ahora no he matado un solo hombre! No tiene idea alguna del sufrimiento que me inflige.
No digo, pues, la verdad cuando afirmo que soy feliz.
Aparte del príncipe, muchos son los que han notado mi temperamento belicoso, pero no saben, como él, hasta qué punto está seriamente arraigado en mí. Sólo ven que me paseo armado de pies a cabeza, y eso les sorprende, pero nada me importa la opinión que puedan formarse sobre mí y sobre mi participación en la campaña.
Por cierto que hay aquí muchos a quienes conozco perfectamente. Cortesanos, y, como se ve siempre en las cortes, soldados ilustres, descendientes de familias célebres a través de los siglos por sus hechos de armas, y grandes señores que, gracias a su rango, ocupan puestos de comando. Sí, conozco muy bien a los jefes superiores y por cierto que ellos también me conocen. Son ellos quienes, con el príncipe, dirigen las operaciones, y es sabido que mi señor ha sabido rodearse de un selecto grupo de la vieja nobleza militar.
Lo que me irrita es que don Ricardo participa en el combate. En todas partes hace gala dé su fanfarronería, especialmente delante del príncipe, y con sus bromas groseras provoca la risa estúpida de sus compañeros. Con su tez de paisano, demasiado colorada, y sus grandes dientes blancos que muestra constantemente porque se ríe de todo, tiene el aire de un tonto. Su manera de echar la cabeza hacia atrás y de jugar con su barba negra me es odiosa, No comprendo cómo el príncipe puede soportar su presencia.
Menos aún puedo comprender la atracción que inspira a la princesa este individuo tan torpemente vulgar, pese a su antigua nobleza. Pero no hay para qué ocuparse de esto qué a nadie le imparta y a mí tampoco.
Cuando sé dice que él puede ser valiente es sencillamente porque no se sabe lo que eso quiere decir. Por lo menos, yo no lo entiendo. Se encontraba al borde del río, entre los combatientes, pero no me parece que se haya distinguido por ningún modo especial. Yo no lo he visto nunca. Es indudable que nadie más que él mismo es quien ha contado lo que dice haber hecho. Y como todos lo escuchan desde que abre la boca; poco le ha costado ser creído. Por mi parte, no puedo creer ni por un instante en su bravura. Es un fanfarrón insoportable: eso es lo que es.
¿Bravo, él? El sólo pensarlo resulta ridículo.
No, el que es valiente es el príncipe. A él puede, vérselo en lo más encarnizado de la pelea. Su blanco corcel y su cimera son fácilmente reconocibles en medio de la batalla. Y el enemigo, si quiere verlos; también debe notarlo porque se expone sin cesar al peligro. Fácil es observar que prefiere la lucha cuerpo a cuerpo y que se complace en ello. Boccarossa también es valiente. Es decir, si uno lo contempla no se sabe si la palabra valiente es la que corresponde. Para el caso resulta una palabra demasiado pobre, y no da una idea exacta de su aspecto en el combate. Me han contado que se presenta de una manera que basta por sí sola para aterrorizar a los más endurecidos guerreros. Y lo que es más terrible es que no parece enfurecerse ni excitarse por la pelea, sino que, al contrario, apretando los labios, lleva a cabo metódicamente su obra mortífera con la más completa frialdad. A menudo combate a pie, para estar más cerca de sus víctimas. Se diría que se complace en la sangre y la muerte de los hombres. La forma de combatir del príncipe y de los otros es diferente, tanto que, a su lado, diríase un juego de niños. Hablo por lo que me han contado, pues yo siempre me he encontrado demasiado lejos para vedo por mí mismo. Cuán profundamente deploro haber perdido espectáculo semejante es algo que no puedo expresar.
Hombres como el príncipe y él son valientes, cada cual a su manera. ¡Pero don Ricardo! Es sencillamente ridículo nombrarlo al lado de ellos.
A Boccarossa y a sus tropas les gusta arrasar los países que atraviesan, saqueándolos y quemándolos, ciertamente más de lo que el príncipe considera conveniente, a pesar de que él también cree que el pillaje es necesario. Nada queda con vida allí por donde los ejércitos han pasado. Sin embargo, el príncipe y su condotiero difieren sobre el particular. Yo debo confesar que prefiero el sistema de Boccarossa. Los enemigos son los enemigos, y hay que tratados como tales. Es la ley de la guerra. Esto puede parecer cruel, pero la guerra y la crueldad van juntas, no hay nada que hacerle. Se debe exterminar el pueblo contra el cual se combate y devastar su país para impedir que pueda levantarse otra vez. Sería muy peligroso dejar enemigos tras de sí; uno debe tener las espaldas aseguradas. Estoy convencido de que Boccarossa tiene razón.
A veces el príncipe parece olvidar que se encuentra entre enemigos. Trata a la población de un modo que es imposible aprobar. Por ejemplo, cuando se detuvo en un miserable pueblecito de la montaña para asistir a una fiesta popular y escuchar a los flautistas, como si estuviera convencido de que valía la pena detenerse a escuchar música semejante. No entiendo qué placer podía encontrar en eso, ni cómo pudo perder su tiempo hablando con aquellos palurdos. Todo eso me resulta simplemente incomprensible. Tan incomprensible como lo que hacían los paisanos, quienes, según decían, celebraban una especie de fiesta de la cosecha. Una mujer encinta volcó vino y aceite de oliva en una parte del campo, y en seguida todos se sentaron en torno de ella mientras hacían circular pan, vino y quesos de cabra; y todos comieron y bebieron. El príncipe también se sentó y comió con ellos, ponderando sus aceitunas y su queso, que tenía un aspecto terriblemente seco; y cuando la vieja y sucia vasija de vino llegó a sus manos él se la llevó a los labios y bebió como los otros. Fue algo penoso de ver. Nunca lo había visto obrar de tal manera y jamás lo hubiera creído capaz. Nunca termina de sorprenderme en una u otra forma.
Cuando les preguntó el significado de lo que había hecho la mujer adoptaron un aire misterioso y molesto, y no quisieron responder, limitándose a reírse estúpidamente con sus inexpresivas caras campesinas. Al fin nos dejaron adivinar que la ceremonia tenía por objeto lograr que la tierra les proveyera de vino y de aceite el año próximo. Realmente cómico, Como si la tierra pudiera saber que le derramaban vino y aceite, ni qué querían significar con eso, «Siempre hacemos esto hacia esta época del año», dijeron. Y un viejo de larga barba enmarañada y salpicada de vino se aproximó al príncipe, e inclinando la cabeza al par que mirándolo confiadamente en los ojos, añadió: «Nuestros padres lo hacían y nosotros seguimos haciéndolo».
Luego se levantaron y empezó la danza. Bailaban todos, pesada, rústicamente, jóvenes y ancianos, hasta el mismo pobre viejo que tenía ya un pie en la sepultura, Los flautistas soplaban en sus instrumentos fabricados por ellos mismos, cuyas notas se repetían sin cesar. No comprendo cómo el príncipe pudo sentir deseos de escuchar una música completamente ajena al arte. Pero ambos, él y don Ricardo —que naturalmente estaba presente, porque siempre tiene que estar presente—, parecían olvidar que estaban en guerra y que se encontraban rodeados de enemigos. Y cuando los paisanos empezaron a entonar sus aires melancólicos y monótonos, ya no les fue posible abandonar el lugar. Allí permanecieron hasta el anochecer, cuando se hacía difícil el regreso. Tal vez finalmente comprendieron que podía ser peligroso quedarse en la montaña en medio de la naciente oscuridad.
«¡Qué linda noche!», decíanse el uno al otro, mientras volvíamos a nuestro campo. Y don Ricardo, que siempre ha de manifestar su sentimentalismo cuando encuentra la ocasión, se explayaba en ampulosos discursos sobre la belleza del paisaje, que en realidad nada ofrecía de particularmente lindo, y tenía que detenerse a cada rato para escuchar a la distancia las flautas y los cantos de ese pueblo de viejas casuchas sucias colgadas de la montaña.
Esa misma noche llegó a la tienda del príncipe con dos cortesanas de la ciudad que de algún modo incomprensible habían conseguido cruzar las líneas para deslizarse en el campo, sin duda con la esperanza de ser mejor pagadas allí donde su especie era más rara. «Además —decían— para una mujer es más conveniente acostarse con un enemigo». Al principio, el príncipe pareció contrariado y yo estaba seguro de que iba a despedirlas y castigar severamente a don Ricardo por su inconcebible desvergüenza, más, con gran sorpresa mía, lanzó una sonora carcajada y, sentando a una de ellas sobre sus rodillas, ordenó que se sirviera su vino más costoso. Aún no me he repuesto de las sorpresas que aquella noche me fue forzoso presenciar. No sé qué no daría por no haber sido testigo de aquellas escenas y poder verme libre de sus infames recuerdos. ¡Si pudiera saber cómo llegaron hasta aquí! Pero las mujeres, y en particular las mujeres de su especie, son como las ratas, no conocen vallas y roen todos los obstáculos. Yo estaba ya listo para retirarme y acostarme en la tienda de la servidumbre, pero tuve que quedarme y servir no sólo a mi señor y a don Ricardo, sino también a esas pelanduscas pintarrajeadas que olían a pomadas venecianas y a carnes femeninas gordas y acaloradas por el largo viaje. Para mí era algo excesivamente intolerable.
Don Ricardo se extendió largamente sobre la belleza de ambas, refiriéndose especialmente a una de ellas, a la que no acababa de admirar, extasiándose sobre sus ojos, y sus cabellos, y sus piernas, que enseñó al príncipe a pesar de que ella trataba de ocultarlas; pero en seguida se volvió hacia la otra y la alabó en parecidos términos a fin de que no pudiera sentirse por ningún modo disminuida.
—¡Todas las mujeres son hermosas! —exclamó—. Todos los placeres de la vida provienen de ellas. Pero la más encantadora de todas es la cortesana, que es la que consagra toda su vida al amor y nunca le es infiel.
Se condujo en una forma tan estúpida y con tan absoluta falta de tacto, que yo, que siempre lo consideré como el más vulgar y tonto de los hombres, nunca lo hubiera imaginado tan ridículamente grotesco ni tan bufón.
Bebieron vino en abundancia, lo que los excitó bastante, y don Ricardo se puso sentimental y empezó a hablar del amor y a declamar una cantidad de poemas pesados, sobre todo algunos sonetos dedicados a una mujer llamada Laura, que llenaron de lágrimas los ojos de las meretrices. Él reía con la cabeza apoyada en las rodillas de una, mientras el príncipe recostaba la suya en las faldas de la otra, y ellas les acariciaban suavemente los cabellos y dejaban escapar débiles suspiros escuchando aquellas tonteras. Él estaba con la más hermosa, más no pude dejar de notar la extraña forma en que el príncipe lo miraba cuando aquellas estúpidas mujeres parecían más fascinadas por cuanto hacía y decía. Las mujeres siempre prefieren a los hombres simples e insignificantes porque son los que más se les parecen.
Pero de repente el príncipe se levantó y dijo que ya era demasiada sensiblería y que había llegado la hora de beber y de regocijarse, y en seguida comenzó una verdadera orgía de copas, de bromas y de carcajadas, de gestos indecentes y de anécdotas de tal crudeza que me sería imposible repetir. En el momento culminante de las libaciones el príncipe levantó su copa y bebió a su salud, diciendo:
—¡Tú llevarás mañana mi estandarte en la batalla!
Don Ricardo quedó encantado con esta inesperada distinción y le brillaron los ojos.
—¡Espero que haya algún peligro en ello! —gritó; y empezó a pavonearse delante de las mujeres para hacer notar su bravura.
—Eso nunca se sabe, pero bien puede suceder —repuso el príncipe.
Y don Ricardo le tomó la mano y se la besó humilde y agradecidamente, como un vasallo a su señor.
—¡Mi querido príncipe, recordad la promesa que acabáis de hacerme en el delirio de nuestra alegría!
—Puedes estar tranquilo, no lo olvidaré.
Las cortesanas advirtieron claramente que se trataba de algo muy emotivo y siguieron la escena con interés, pero sus ojos buscaban preferentemente al que debía conducir el estandarte en la batalla.
Después de este paréntesis continuaron como antes su repugnante orgía, y su conducta se hizo cada vez más desvergonzada y escandalosa, al punto que yo, obligado como estaba a presenciarlo todo, me sentí lleno de vergüenza y de asco. Se abrazaban y se besaban, con los rostros enrojecidos, groseramente excitados de placer, anhelantes y vulgares. Aquello era indescriptiblemente nauseabundo. Tras una fingida resistencia, las mujeres se quitaron sus ropas dejando al descubierto sus senos desnudos, y la más bella tenía un lunar sobre uno de ellos, no muy grande, pero lo suficiente para que fuera completamente imposible que pasara inadvertido. El olor de su cuerpo, cuando me acerqué para servirla, me revolvió el estómago. Olía como la princesa cuando aún está en su lecho por la mañana, pero a ella nunca me he aproximado tanto. Cuando don Ricardo le tomó los senos sentí un disgusto y un odio tales por ese depravado, que de buena gana lo hubiera estrangulado con mis manos, o lo hubiera muerto con mi puñal para hacer correr su sangre corrompida, y para que nunca más pudiera abrazar a otra mujer. Con asco y repugnancia me quedé pensando que los hombres son unos seres repelentes. ¡Si pudieran todos ellos arder alguna vez en las llamas del infierno!
Don Ricardo, muy absorbido por la más hermosa, que no quería dejarlo tranquilo, tuvo al fin una de sus ideas idiotas, sugiriendo jugar a los dados para determinar quién quedaría con ella, si el príncipe o él. Todo el mundo aprobó, hasta el mismo príncipe, y la mujer de quien se trataba rió a carcajadas echándose hacia atrás con su torso desnudo, encantada de ser el premio de semejante duelo. A mí me parecía repugnante y no comprendía cómo podían encontrarla hermosa y deseable ni cómo podían competir por algo tan despreciable. Era rubia, de tez clara, con grandes ojos azules y con las axilas llenas de vellos. Me asqueaba. Nunca he podido comprender por qué los seres humanos tienen ahí esos pelos cuya vista me causa un intenso malestar, sobre todo si están empapados de sudor. A nosotros los enanos, que no los tenemos, esos pelos nos resultan sucios e indecentes. Si yo tuviera pelos allí o en cualquiera otra parte de mi cuerpo que no fuera mi cabeza, que es la destinada a tenerlos, sentiría una indecible vergüenza.
Yo debí traer los dados. El príncipe jugó primero y echó un seis y un as. El que hiciera primero cincuenta puntos se quedaría con ella. Continuaron el juego turnándose, y las suripantas se inclinaban sobre ellos, vivamente interesadas por el resultado, y comentando las fluctuaciones de la partida con observaciones indecentes, exclamaciones y carcajadas. El príncipe ganó, y todos se levantaron entre gritos y risotadas.
Inmediatamente después se arrojaron sobre las mujeres, cada cual sobre la suya, les arrancaron las ropas, y empezaron a comportarse con ellas de una manera tan increíblemente repugnante que tuve que salir apresuradamente de la tienda para arrojar cuanto tenía en el estómago. Estaba completamente helado y tenía la piel como la de una gallina recién desplumada. Tiritando fui a acostarme al pajar, entre el cocinero y el abominable palafrenero que huele a caballeriza y que todas las mañanas me da de puntapiés cuando se levanta para cepillar los caballos, sin que yo sepa por qué. Según él, porque es entonces cuando le gusta pegarme.
El amor que se prodigan los seres humanos es algo que no puedo comprender. Sólo me produce asco. Todo cuanto he visto aquella noche no me ha producido más que asco.
Tal vez sea porque yo pertenezco a una especie de seres más finos, más impresionables, más sensibles, y por consiguiente reacciono ante cosas que a los demás dejan indiferentes. No sé. Nunca he hecho la experiencia de eso que ellos llaman amor, ni tengo el menor deseo de hacerla. Una vez me ofrecieron una enana, una linda mujer de pequeños ojos sagaces como los míos, cara arrugada y cuerpo como de viejo pergamino, o sea que era tal como debe ser un ser humano. Pero no despertó en mí ningún sentimiento, aunque podía ver que no había nada desagradable en su belleza, muy distinta a la de las otras. Tal vez mi actitud se debió al hecho de ser la princesa quien me la ofreció, queriendo juntamos con la esperanza de que tuviéramos un enanito para ella, cosa que mucho deseaba por aquel entonces. Eso fue antes del nacimiento de Angélica, pues quería tener alguien con quien jugar. Debía ser muy divertido tener un enanito, decía. Pero no quise servirle de instrumento para eso, ni rebajar mi raza para tan vergonzoso propósito.
Además, se equivocaba al pensar que podíamos darle un hijo. Nosotros los enanos no engendramos hijos, pues somos estériles. No nos ocupamos en perpetuar la vida, y tampoco lo deseamos. Y no necesitamos ser fecundos porque la misma especie humana produce sus enanos; no hay, pues, que preocuparse por eso. Dejamos que nos engendren esas orgullosas criaturas, y que tengan los dolores del parto, que son los mismos para todos. Nuestra raza se perpetúa constantemente a través de las otras y es así y no de otro modo como venimos a este mundo: Tal es la razón profunda de nuestra esterilidad. Por consiguiente, pertenecemos y no pertenecemos a nuestra raza. Somos huéspedes de visita. Antiguos huéspedes llenos de arrugas cuya visita se prolonga desde hace miles de años.
Pero mis pensamientos se alejan demasiado de lo que iba a contar. No es sobre este tema que voy a escribir.
En la mañana del siguiente día, don Ricardo se hizo cargo del estandarte del príncipe. Mucho se ha dicho de los incidentes y de las circunstancias de la batalla vinculadas a ese hecho, pero yo tengo, naturalmente, mi propia opinión al respecto así como sobre lo que probablemente se oculta detrás de él. Se dice que una curiosa orden del príncipe expuso inexplicablemente la vida de don Ricardo, y que en cierto momento su muerte se consideró inevitable, puesto que con su escasísima tropa de caballería había sido obligado a ocupar una posición muy peligrosa.
Se afirma, asimismo, que se batió con extraordinario coraje, cosa que no puedo creer de ningún modo, y que habiendo reunido alrededor del estandarte los pocos hombres que le quedaban lo defendió contra fuerzas enemigas superiores. Pero cuando la contienda llegó a su punto culminante el príncipe se habría precipitado en su ayuda, ya fuera porque no podía resistir la atracción de un juego tan peligroso o bien por algún otro motivo. Seguido por algunos caballeros se lanzó sobre los enemigos que cercaban a don Ricardo como para llegar en su ayuda. Pero de repente su caballo recibió un lanzazo en el pecho y se desplomó. El príncipe fue arrojado a tierra en medio de sus enemigos. Eso habría infundido a don Ricardo un «coraje» tal que, arrastrando sus hombres, habría conseguido abrir una brecha en el círculo enemigo, y, estimulado por la desesperación y con la ayuda de los caballeros sobrevivientes de mi señor, él habría tenido en jaque al adversario hasta la llegada de refuerzos. Don Ricardo habría sido, pues, cubierto de heridas. Esto hace pensar que había comprendido que el príncipe deseaba su muerte, pero que, no obstante, actuó de modo que pudo salvar la vida de su señor.
Son versiones que yo no acepto. Me parecen inverosímiles por muchas razones. Las repito sólo porque así he oído relatar los dramáticos acontecimientos de aquella mañana. Mi punto de vista sobre la cuestión difiere por completo y se basa en un conocimiento profundo del carácter de don Ricardo. Conozco a don Ricardo mejor que nadie. No es hombre capaz de eso.
La exposición de los hechos está evidentemente influida por la opinión general que sobre don Ricardo existe y por la que él mismo ha inventado. Se ha forjado una especie de leyenda, una leyenda que nadie se toma el trabajo de examinar a fondo, según la cual él es el coraje mismo, y todo cuanto hace es noble, amable y magnánimo. La única razón que para eso existe es su incomparable capacidad para hacerse valer y para atraer sobre sí la atención de los demás por cualquier medio. Su ridícula vanidad se manifiesta en sus acciones guerreras como en todo lo que hace. Y la temeridad que en él se aplaude sólo proviene de su tontería. Es su estúpido empecinamiento lo que se confunde con el coraje.
Si es en realidad tan tremendamente valiente, si se expone a todos los peligros posibles, como dice, ¿por qué no lo matan? Bien puede uno preguntarse esto. Nadie lo lamentaría: yo, por lo menos, no.
En esta ocasión habría recibido numerosas heridas. No se sabe si eso es verdad: por mi parte me permito dudarlo. No será nada grave, en todo caso. Apenas unos rasguños, diría yo. Pero de todos modos, no lo he visto.
Por otra parte, parece que ha tenido el descaro de pelear con los colores de la princesa, colores que ella le había elegido antes de nuestra partida. Llevándolos en su casco esta mañana, combatía, a la vista de todos, por la dama de su corazón. Cuando tan heroicamente defendía el estandarte del príncipe, estaba también peleando por su amada. Y cuando salvaba la vida del príncipe, es evidente que luchaba también por ella. ¡Y acababa de estar en los brazos de otra mujer! Probablemente dejó aquellos brazos para dirigirse a la batalla adornándose con los colores de su grande y ardiente amor. Su verdadero amor lucía como una flor de magnífica belleza sobre su visera caballerescamente levantada, mientras su cuerpo conservaba aún el calor de su lujuria infiel. El amor humano es algo demasiado misterioso. No es de sorprenderse que no sea fácil comprenderlo.
Misteriosas también son las relaciones entre esos dos hombres ligados a una misma mujer. ¿Existirá entre ellos algún acuerdo secreto sobre esto? Así parece a veces. ¿Don Ricardo habrá salvado verdaderamente la vida del príncipe, tal como se pretende? No lo creo. Pero puede suceder que lo haya hecho y, en ese caso, por pura vanidad, para vengarse en forma caballeresca de las intenciones del príncipe deseándole la muerte y poder mostrar a todo el mundo su singular nobleza y magnanimidad. Eso sería muy de él. Y cuando el príncipe se lanzó en su auxilio, ¿fue verdaderamente, según se quiere hacer creer, con la intención de salvarlo cuando acababa de desearle la muerte? No sé. Es algo que no comprendo bien. ¿Es posible amar y odiar a una misma persona?
Recuerdo que su mirada, en cierto momento de la noche, presagiaba la muerte. Pero también recuerdo sus húmedos ojos soñadores mientras escuchaba las declamaciones de don Ricardo sobre el amor, el grande e invencible amor cuyo fuego invade a tal punto nuestro ser que todo en él se consume. ¿Acaso el amor es sólo un bello poema que nada contiene, al menos nada definido, pero que a todos agrada escuchar cuando está bella y apasionadamente recitado? No sé, pero no es del todo imposible. ¡Esos hombres son unos falsificadores tan hábiles!
Lo que también me asombra es la conducta del príncipe con la cortesana durante aquella noche. Siempre creí que estaba muy por encima de semejantes cosas. Pero eso es algo que no me concierne y, por añadidura, estoy habituado a verlo mostrarse repentinamente distinto a como lo había imaginado. Al día siguiente yo relataba discretamente los hechos a un miembro de la corte, expresándole mi asombro por lo sucedido, pero él no compartió mi sorpresa. El príncipe siempre había tenido amantes, me dijo, damas de la corte o de la ciudad, y a veces también cortesanas famosas. Su actual favorita era una dama de honor de la princesa, llamada Fiammetta. La variación le agrada mucho, me explicó, riéndose abiertamente de mi ignorancia.
Lo que me asombra es que esto haya podido escapar a mi sagacidad. Mi incondicional admiración por mi señor debe haberme cegado.
No me importa que engañe a la princesa. La detesto y nada deseo tanto como saberla burlada. Y, desde luego, es a don Ricardo a quien ama. Es a él a quien escribe esos ardientes billetes de amor que yo debo llevar sobre mi corazón. Aliento la más viva esperanza de que lo maten.
Por fin ha cesado la lluvia.
Hoy, cuando abandonamos nuestra tienda, el sol brillaba sobre todo el paisaje, y la montaña se destacaba netamente aun cuando estaba mojada todavía, y por todas partes se oía el murmullo de los frescos hilos de agua, inexistentes antes. Era una mañana muy reconfortante. El cielo estaba puro, y ante nosotros se mostraba la vieja ciudad de los bribones de Montanza, cuyo aspecto habíamos casi olvidado, pero que ahora podíamos distinguir casa por casa en el interior de sus murallas, con las troneras de la antigua fortaleza, y aquí y allá las pequeñas cruces doradas sobre las iglesias y los campanarios. Todo era más claro después de la lluvia. Ahora no tardará en ser tomada y borrada de la superficie de la tierra:
Todos están contentos de poder salir y pasearse al aire fresco, de sentirse reanimados por el hermoso tiempo, nuevamente llenos de ardor guerrero. El abatimiento ha sido como barrido por el viento. Nadie anhela otra cosa que la pelea. Me he equivocado completamente al creer que la lluvia podía destruir la moral de un ejército. Su efecto deprimente sólo dura lo que la lluvia misma. En los callejones que separan las tiendas todo es vida y animación. Los soldados pulen sus armas entre risas y chanzas; los asistentes de los caballeros frotan las armaduras de sus señores hasta que relumbran; los caballos son vendados y conducidos a beber a los alegres riachos que corren por todas partes sobre las pendientes cubiertas de olivos; todo el mundo se prepara para la batalla. El campo ha vuelto a ser lo que era y la guerra ha recuperado el esplendor y el aire de fiesta que innegablemente le sientan tan bien. Todo brilla y resplandece bajo el sol: los soberbios uniformes de los soldados, las armaduras de los caballeros, los suntuosos arneses de plata de las cabalgaduras.
He observado largamente la ciudad objeto de nuestra expedición militar. Con sus muros y sus fortalezas parece inexpugnable. Pero la tomaremos gracias a la inapreciable ayuda de maese Bernardo. He visto los nuevos morteros y las catapultas que ha inventado, sus escalas de guerra y su incomparable artillería de sitio. No hay fortaleza en el mundo que pueda resistirles. Nosotros sabremos abrirnos un camino a través de todos los obstáculos, hacerlas saltar y reducirlos a polvo; y hasta puede que horademos un pasaje bajo sus muros, como nos lo dijo aquella noche. Lucharemos con todos los medios imaginables, con todo lo que su maravilloso ingenio ha producido, y caeremos sobre la ciudad como el huracán, sembrando la muerte y la destrucción a nuestro paso. La ciudad será incendiada, devastada, borrada de la superficie de la tierra. No quedará en ella piedra sobre piedra. Al fin será castigada su población de ladrones y de bandidos. Sus habitantes serán exterminados o hechos prisioneros. Del poderoso pasado de los Montanza no subsistirá otro recuerdo que el de las humeantes ruinas. Estoy convencido de que el príncipe tratará con mano dura a su enemigo tradicional. Y lo que harán las tropas de Boccarossa no me atrevo a pensarlo siquiera. Éste será nuestro triunfo final y decisivo.
Pero antes es necesario reducir las tropas que se encuentran entre la ciudad y nosotros. Fácil es como probar que éstas han aumentado mucho, tal como yo lo había previsto. Algunos dicen que es un ejército poderoso, casi tan importante como el nuestro y el de Boccarossa juntos. Eso es exagerado. Cierto es que se extiende sobre un espacio mucho mayor que antes, pero de ahí a decir que es inmenso, me parece que es dejarse impresionar demasiado por el enemigo. El príncipe estuvo algo preocupado la primera vez que lo vio, más no tardó en sonreír y en mostrarse más bien entusiasmado ante la idea de que el ajuste de cuentas no tardaría y que tendría la ocasión de una magnífica contienda. ¡Así es un verdadero soldado! No duda un instante de que la victoria será nuestra; y ninguno de nuestros generales tampoco, al menos entre los que yo conozco.
Debe ser divertido tomar parte en el asalto de una ciudad. Hasta ahora nunca se me ha presentado la ocasión.
Estoy sentado en el lugar donde acostumbro escribir, en el departamento de los enanos. Allí, ante el pupitre que forma parte del mobiliario, y que, adaptado a mi estatura, me es cómodo para mis anotaciones, voy a continuar el relato de los acontecimientos extraordinarios y fatídicos a los cuales he estado mezclado. Tal vez provoquen asombro, pero una simple explicación ha de aclararlos.
Habíamos ganado la batalla. Lo sabíamos por anticipado, así como que también habría de costarnos algunas pérdidas sensibles. Por ambas partes hubo un número considerable de bajas, aunque indudablemente mayor del otro lado. A ellos la resistencia les fue muy difícil. Más, como dije, entre nosotros se derramó mucha sangre, especialmente el segundo día. Pero ¿para qué se tienen soldados si no ha de ser para utilizarlos? Las cosas no fueron, sin embargo, tan terribles como algunos dicen.
La razón por la cual nos encontramos de nuevo en palacio es que el príncipe tenía que organizar las fuerzas necesarias para la terminación triunfal de la guerra. Y también, según los datos que he podido recoger, para obtener los fondos indispensables para el mismo objeto. Una empresa semejante consume, claro está, sumas considerables. Se dice que el príncipe ha entablado negociaciones con la Señoría veneciana. Esos mercaderes tienen más de lo que necesitan, de modo que el asunto se arreglará pronto. Entonces volveremos de inmediato al campo de batalla.
Se afirma que Boccarossa y sus tropas exigen una soldada más elevada y que se quejan por no haber recibido aún lo que ya estaba convenido. Esto puede causar graves trastornos. Difícilmente me hubiera imaginado que pudieran encarar con tanto interés este aspecto de la guerra ya que nadie se batió con tanto heroísmo y tanta temeridad como ellos. Yo suponía que amaban la guerra por la guerra misma, tal como debo decir que la amo por mi parte. Más tal vez no deba esperarse de los hombres tamaño desprendimiento. Quizá sea completamente natural que ellos también quieran su paga. Pues bien, tendrán su dinero.
Se habla asimismo de otras diferencias entre el príncipe y ellos, ¡pero se dicen tantas cosas!, Cuando un ejército ha sufrido pérdidas considerables y todo no marcha tal como debiera, cierto descontento es casi inevitable. No estando nadie satisfecho con la marcha de los acontecimientos cada uno arroja las culpas sobre el otro y todos encuentran una ocasión para sentirse fastidiados. Los soldados de Boccarossa son locos por la guerra pero tal vez no los más a propósito para realizar los vastos planes del príncipe, y ni piensan tanto en eso. De todos modos, son cosas pasajeras y sin importancia.
Además, poco me interesan esos detalles, y menos aún las trivialidades económicas vinculadas a algo como la guerra, para ocuparme de esto. Todo se arreglará bien pronto.
Es bastante desagradable encontrarse en casa. Aquí la vida parece tan insignificante, tan vacía, cuando se vuelve del campo de batalla… El tiempo se alarga y no se sabe qué hacer. Todas las energías están como paralizadas. Pero esto es sólo por unos días. Pronto partiremos otra vez.
Aquí la gente es verdaderamente cómica. Me refiero a las gentes de servicio y a otras que no han tomado parte alguna en la contienda. No sospechan absolutamente nada de lo que ha acontecido y es como si no supieran que el país está en guerra. Cuando me ven pasar con mi armadura parecen sorprenderse, como si ignorasen qué es lo que se lleva en el frente. Es lo que corresponde, ya que sin ella sería exponerse a una muerte segura. Dicen que aquí no hay peligro. Pero de todos modos estamos en guerra. Y yo iré allí de nuevo muy pronto. Espero que de un momento a otro el príncipe dé la orden de partida y debo estar listo. Es la razón por la cual estoy siempre armado. Pero ellos no pueden comprenderlo.
No teniendo personalmente la experiencia de la guerra, son incapaces de imaginarla tal cual es. Y si uno trata de darles una pequeña idea de lo que es la vida en el frente y sus peligros, adoptan un aire estúpidamente incrédulo y no llegan a disimular su secreta envidia. Intentan demostrar que no he tomado parte en tantos sucesos como pretendo y que no he participado en los combates que describo. Fácil es advertir que la envidia se oculta detrás de eso. ¡Si no habré tenido yo una parte activa! Ignoran que mi espada está todavía ensangrentada dentro de su vaina desde la última gran batalla. No la muestro porque no puedo soportar la fatuidad de los soldados, que florece en los campos de batalla, y en la que don Ricardo, por ejemplo, sobresale. Yo poso la mano en su empuñadura y sigo serenamente mi camino.
Sucedió que durante la gran batalla de dos días, nos vimos obligados a ocupar una altura entre nuestra ala derecha y la ciudad. Eso nos costó caro, pero nuestra posición estratégica mejoró notablemente. El príncipe subió en seguida a la cima para darse cuenta de las posibilidades que nos ofrecía nuestra nueva conquista y, como es natural, lo seguí. Había allí un castillo, propiedad de Ludovico, hermosamente situado y rodeado de cipreses y de durazneros. Algunos soldados y yo exploramos el castillo para aseguramos de que no se ocultaba ningún enemigo que pudiera sorprender y amenazar la persona del príncipe, más sólo encontramos un par de antiguos servidores que quedaron allí abandonados a causa de su edad, y el príncipe dio la orden de que no se les molestara. Mientras tanto, yo descendí a los subterráneos, que nadie había pensado revisar, pero que bien podían servir de escondite. Inopinadamente me encontré con un enano que con toda evidencia pertenecía a la corte de Ludovico, quien tenía muchos enanos, y que también habría sido abandonado por algún motivo. Se sintió presa de espanto en cuanto se sintió descubierto por mí y se refugió en un oscuro corredor. Yo le grité: «¡Alto!», pero no se detuvo al escuchar mi orden, lo Cual me hizo suponer que no tenía muy claras intenciones. Si estaba armado o no, yo no podía saberlo, y su persecución a lo largo del estrecho y sinuoso pasaje fue muy impresionante. Finalmente se deslizó en una pieza que tenía una salida de la que pensaba aprovecharse, pero lo alcancé antes que pudiera escaparse. Comprendió que estaba perdido y gemía lastimosamente. Lo perseguí como a una rata a lo largo de las paredes y sabía que ya no se me escaparía. Al fin lo acorralé en un rincón y lo tuve a mi alcance. Lo pinché con mi espada y lo atravesé. No tenía ni armadura ni nada de lo que se lleva en los campos de batalla, pero vestía un absurdo jubón de terciopelo azul con encajes alrededor del cuello, exactamente lo mismo que un niño. Lo dejé donde había caído y salí otra vez a la luz del día y la batalla.
No cuento esto porque crea que es algo extraordinario. Es una bagatela, un hecho completamente vulgar en tiempo de guerra. Y no me jacto de eso para nada, pues sólo he cumplido con mi deber de soldado. Nadie lo ha sabido siquiera, ni el príncipe ni ningún otro. Nadie sospecha que mi espada está manchada de sangre y que será como un recuerdo de la parte que hasta ahora me ha tocado en la campaña.
Lamento, sin embargo, que mi víctima haya sido un enano, pues hubiera preferido uno de esos seres humanos que aborrezco. La lucha habría sido entonces más excitante. Pero detesto también mi propia casta; mi propia estirpe me es también aborrecible.
Y durante la lucha, especialmente cuando asesté el golpe mortal, experimenté una extraña exaltación, como si cumpliese un rito de una religión que me era completamente desconocida. Sentí lo mismo que cuando estrangulé a Josafat, un irresistible deseo de aniquilar mi propio linaje. ¿Por qué? No lo sé. No comprendo nada de eso. ¿Será mi destino el de querer también exterminar mi propia especie?
Tenía esa aguda voz de castrado que tienen los enanos y eso me irritó. Mi voz es baja y grave.
Ésta es una raza despreciable y deshonrada.
¿Por qué no son como yo?
Esta mañana la princesa ha tratado de hablar conmigo sobre el amor. Estaba muy sentimental y llorosa. Quién sabe qué pudo haberle sucedido, pero lo cierto es que podía estarlo de veras si sólo supiera las muchas razones que tenía para ello. Más, cambiando de actitud, con su acostumbrada versatilidad, empezó a bromear sobre el mismo tema. Estaba sentada ante el espejo y su doncella la peinaba mientras, ya en serio, ya risueñamente, prolongaba conmigo una conversación que me resultaba tan desagradable como sin objeto. A toda costa quería hacerme hablar sobre el asunto. Yo me mantenía a la expectativa. Pero ella insistía. ¿Nunca había tenido yo alguna aventurilla? Lo negué rotundamente. Quedó perpleja y no quiso creerlo. Volvió de nuevo a la carga en forma cada vez más apremiante. Por fin, para evitar que la conversación se prolongara, terminé diciéndole que si alguna vez me enamorara me enamoraría de un hombre.
Se volvió como movida por un resorte, me miró y lanzó una sonora carcajada que se contagió de inmediato a la doncella. «¡Un hombre!», exclamó con tono picaresco, como si encontrara muy divertida mi respuesta. «¡Un hombre! ¿Cuál? ¿Boccarossa?». Y las dos rieron de nuevo en forma incontenible. Yo me puse colorado porque justamente había pensado en Boccarossa. Y cuando vieron que me ponía colorado, la cosa les pareció más cómica todavía.
Por mi parte, no encontraba nada divertido en todo eso, y fijé sobre ellas una mirada despreciativa y fría. Encuentro que la risa es algo que afea y desfigura. Una boca que repentinamente se abre y muestra las rosadas encías de la gente es algo que produce una impresión desagradable. ¿Y qué puedo hacer si verdaderamente siento por Boccarossa una admiración ardiente? Para mí él es todo un hombre.
Lo que hizo que me sintiera singularmente vejado fue que la doncella también haya reído, y de una manera mucho más vulgar que Madame. Puedo aceptar que la princesa se divierta un poco a costa mía, aun cuando en cualquier momento podría ahogar la broma con sangre, contestar sus preguntas sobre el amor de la manera más espantosa y enseñarle lo que realmente es eso. A ella puedo soportarla, digo, porque, al fin y al cabo, es mi señora y corre por sus venas sangre de princesa. Pero que una cualquiera como su doncella se atreva a reírse de mí es algo que me quema de rabia. Esa muchachita siempre se ha mostrado desconsiderada conmigo, haciéndome chistes y molestándome porque no puedo abrir algunas puertas de palacio. ¿Qué tiene que ver ella con eso? Es una campesina desvergonzada que necesita unos latigazos.
En cuanto a Boccarossa nada tiene de raro que lo admire; yo también tengo temperamento guerrero.