Barrabás se preguntaba a veces por qué seguía en Jerusalén, cuando nada tenía que hacer allí. Erraba por las calles sin ocupación ni objeto. Adivinaba, sin embargo, que allá arriba, en las montañas, sus compañeros se sorprendían de que tardase tanto en reunírseles. ¿Por qué se quedaba en la ciudad? El mismo no lo sabía.
La mujer gorda, que había imaginado en un principio que había sido a causa de ella, no tardó en comprender que se equivocaba. Sintióse algo herida; pero, Dios mío, los hombres son siempre tan ingratos cuando se los complace en todo. Al fin y al cabo se acostaba con ella, y esto agradaba a la mujer. Resultábale agradable haber encontrado por fin a un hombre fuerte y viril, a quien podía acariciar a su gusto. Además tenía esto de bueno Barrabás: no se apegaba a ella; pero tampoco se encaprichaba con ninguna otra mujer. No le importaba nadie en serio. Siempre había sido así. Por otra parte, ella no se preocupaba de saber si él la quería, al menos en los ratos en que hacían el amor. Más en seguida sentíase a veces apesadumbrada y lloraba a solas un poco. Ni siquiera esto le disgustaba. El llanto podía procurar una grata impresión. Era muy experta en el amor y lo aceptaba bajo todas sus formas.
¿Porqué, pues, seguía prolongando su permanencia en Jerusalén? No llegaba a descubrirlo. Ni tampoco se explicaba cómo empleaba él las interminables horas del día. No era un haragán como esos pillos que vagabundeaban por las calles. Era un hombre acostumbrado a una vida agitada y peligrosa. Con su carácter, no debía de habituarse al callejeo ocioso.
No, ya no era el mismo desde aquella aventura. Desde que por poco lo crucifican. Se hubiera creído, pensaba ella, que no podía habituarse a su buena suerte de haber escapado al suplicio. Mientras estaba recostada, durante las horas más calurosas, con las manos apoyadas en el voluminoso vientre, se echaba a veces a reír ante esa sola idea.
Barrabás no podía evitar algunos encuentros con los discípulos del rabino crucificado. Nadie hubiera podido afirmar que lo hacía adrede; pero éstos se hallaban un poco en todas partes, en las plazas y en las calles, y si se topaba con ellos, se detenía muy gustoso a charlar; los interrogaba sobre la singular doctrina que seguía siendo para él un enigma. Amaos los unos a los otros… Rehuyendo la plaza del Templo y las hermosas calles adyacentes, frecuentaba las callejuelas de la ciudad baja, donde los artesanos trabajaban en sus tiendas y donde los revendedores ofrecían sus mercancías. Entre esa gente sencilla había muchos creyentes, y a Barrabás le disgustaban menos que los que se instalaban debajo de las arcadas. Llegó así a conocer una parte de sus sorprendentes concepciones, más no era fácil bucear la vida íntima de aquellos hombres y comprenderlos a fondo. Y esto debido quizás a su manera ingenua de expresarse. Estaban firmemente convencidos de que el Maestro de todos ellos había resucitado de entre los muertos y que pronto se presentaría a la cabeza de sus legiones celestiales para instaurar su reino. Todos afirmaban lo mismo; de seguro repetían una lección aprendida de memoria. Más no todos estaban seguros de que fuera el Hijo de Dios. Les parecía extraordinario que se dijera eso, pues lo habían visto y escuchado, sí, y hasta habían hablado con él. Uno de ellos le cosió un par de sandalias, le tomó las medidas e hizo todo el trabajo. ¡Cómo admitir semejantes afirmaciones! Pero otros declaraban que era cierto y que un día aparecería en medio de las nubes, en un trono, al lado de su Padre. Sólo era necesario que antes hubiese desaparecido este mundo imperfecto y lleno de pecados.
En fin, ¿quiénes eran esos hombres tan singulares?
Se daban cuenta perfectamente de que Barrabás no compartía sus creencias y, en su presencia, se colocaban sobre aviso. Algunos le demostraron claramente su desconfianza y todos le dejaron entrever que no les inspiraba mucha simpatía. Barrabás estaba ya acostumbrado a actitudes poco amistosas; pero, cosa extraña, esta vez sentíase vagamente mortificado, lo cual nunca le había sucedido. La gente le había esquivado sin mayor disimulo; preferían no tener nada que ver con él. Tal vez a causa de su fisonomía, de la cuchillada en la barba, cuyo origen se ignoraba, y de sus ojos, tan hundidos en las órbitas, que no se los veía bien. Sabía Barrabás todo eso, más ¿qué le importaba la opinión de los demás? Nunca le había atribuido importancia.
Nunca hasta ese momento se había dado cuenta de que sufría.
Todas esas personas estaban estrechamente ligadas entre sí por la fe común y se esmeraban en no dejar penetrar en su grupo a quien no la compartía. Tenían sus cofradías y sus ágapes, donde partían juntos el pan, como si formaran todos ellos una gran familia. Eso estaba comprendido en su doctrina, en aquel «Amaos los unos a los otros». Más ¿podían amar a alguien que no se les parecía? Era difícil averiguarlo.
Barrabás no hubiera querido tomar parte en semejantes ágapes, por nada del mundo; la sola idea de mezclarse así con los demás le chocaba. No quería ser sino él mismo, y eso era todo.
Sin embargo, los buscaba.
Hasta simulaba la intención de querer ser uno de ellos… si llegaba tan sólo a comprender bien la nueva creencia. Respondían que mucho se felicitarían si eso ocurriera y que deseaban vivamente explicarle lo mejor posible la doctrina de su Maestro, más en realidad no parecían muy contentos. Era extraño. Reprochábanse de no experimentar una verdadera alegría ante tales insinuaciones y ante la perspectiva de conseguir un nuevo adepto, lo cual solía ocasionarles una gran dicha. ¿A qué se debía eso? Barrabás lo comprendía perfectamente. Levantándose de pronto, se marchaba rápidamente, mientras la cicatriz, debajo del ojo, tomaba el color de la sangre.
¡Creer! ¿Cómo podría creer en el hombre que había visto clavado en una cruz? En el hombre cuyo cuerpo se hallaba sin vida desde hacía tiempo y que no había resucitado, según lo verificara él mismo.
Semejantes creencias eran pura imaginación. Nadie se levantaba de entre los muertos, y el «Maestro» adorado no más que otro. Y, por su parte, él, Barrabás, ¡no era responsable de la elección que habían hecho! ¡Eso era asunto de ellos! Podían elegir al preso que se les antojara, y la casualidad había dispuesto así las cosas. ¡Hijo de Dios! Eso sí que no, pues de otro modo no lo habrían crucificado, a menos que él lo hubiese querido. Pero ¡tal vez lo había querido! Era extraño y espantoso que él hubiera querido sufrir. Si hubiese sido realmente el Hijo de Dios, nada le habría sido más fácil que evitar el suplicio. Más él no quería evitarlo. Quería padecer y morir de la manera más atroz, no evitar eso. Y eso había sucedido, y había transformado en realidad su voluntad de ser liberado. Había hecho que lo soltaran a él, a Barrabás, en su lugar. Había ordenado: «Poned en libertad a Barrabás y crucificadme a mí».
Era la evidencia misma, aunque no fuera el Hijo de Dios…
Había empleado su poder de la manera más singular. Lo había empleado sin usarlo, por decirlo así, dejando que los demás decidieran todo a su antojo, sin intervenir él en lo más mínimo y, no obstante, había conseguido que triunfara su voluntad, que era la de ser crucificado en lugar de Barrabás.
Contaban los discípulos que había muerto por ellos. Tal vez. Pero que hubiera muerto verdaderamente por él, Barrabás, ¡cómo negarlo! Él, Barrabás, se hallaba en realidad más cerca moralmente de aquel hombre que cualquiera; estaba unido al Maestro, si bien de una manera muy particular. ¡Y eso que le rechazaban! El elegido era él, podría decirse. ¡No había tenido que sufrir! ¡Había eludido los tormentos! Él era el verdadero elegido, él quien habían soltado en lugar del Hijo de Dios, porque el Hijo de Dios deseaba que así fuera ¡y hasta lo había ordenado! ¡Y los demás no tenían siquiera la menor sospecha!
Más a él poco le importaban las cofradías de aquella gente, sus ágapes y aquel «Amaos los unos a los otros». Él era el mismo. Y en sus relaciones con aquel a quien llamaban el Hijo de Dios, con el crucificado, era también él mismo, como en todo el resto. ¡No un esclavo como ellos! No uno de aquellos que suspiraban a los pies del «Maestro» y lo adoraban.
¿Cómo es posible querer sufrir, cuando no es necesario y nadie obliga a uno a sufrir? Era incomprensible. Esa sola idea, en verdad, inspira una especie de repugnancia. Cuando pensaba en lo ocurrido, volvía a ver aquel cuerpo descarnado y que inspiraba lástima, con los brazos que se doblaban y la boca tan seca que apenas podía pedir de beber. No, él no quería a quien buscaba de semejante manera el sufrimiento y que se había, por decirlo así, clavado él mismo en la cruz. ¡No lo quería! Pero esa gente adoraba al crucificado, sus padecimientos, su ignominiosa muerte, que no les parecía despreciable. Adoraban la misma muerte. Era repugnante; llenaba de asco a Barrabás, y su aversión se extendía a todos ellos, a su doctrina y al que constituía el objeto de aquella fe.
No, él no se sentía atraído por la muerte, ¡en absoluto! La aborrecía y no tenía el menor deseo de morir. ¿Sería ésta la causa por la cual no había debido soportar la muerte? ¿Esta, la causa que le había valido su salvación? Si el crucificado era realmente el Hijo de Dios, debía saberlo todo y en particular que Barrabás no quería ni sufrir ni morir. He ahí el motivo por el cual le había sustituido. Y la única obligación de Barrabás había sido seguirle hasta el Gólgota para asistir a la crucifixión. Nada más se le exigió, y, con todo, la carga le había parecido dura, a tal punto le disgustaba la muerte y todo lo que le concernía.
Sí, ¡él era realmente el hombre por quien el Hijo de Dios acababa de morir! Por él y no por otro fueron pronunciadas las palabras: «¡Poned en libertad a ese hombre y crucificadme a mí!».
En todo eso pensaba Barrabás mientras se alejaba de los discípulos, tras su tentativa de incorporarse a aquel rebaño; siguiendo de prisa la calleja de los alfareros, se había alejado del taller en que los creyentes le habían mostrado tan claramente que no deseaban tenerlo entre ellos.
Y decidió no juntarse más con ellos en lo sucesivo.
Al día siguiente volvió, sin embargo. Le preguntaron cuál era el punto de su creencia que él no comprendía, demostrándole así que se arrepentían de no haberlo recibido bien y de no haberse apresurado a instruir e iluminar a alguien que tenía sed de conocimientos. ¿Qué deseaba? ¿Qué era lo que no comprendía?
Barrabás tuvo en un principio la intención de encogerse de hombros y de responder que todo le resultaba oscuro, pero que el asunto al fin y al cabo no le quitaba el sueño. Luego, enardeciéndose, citó como ejemplo su renuncia a concebir la idea de la resurrección. No creía que alguien hubiera jamás resucitado de entre los muertos.
Los alfareros levantaron los ojos para mirarle y en seguida se miraron entre sí. Tras el cuchicheo que se produjo entre ellos, preguntó el más anciano a Barrabás si quería ver a un hombre a quien el Maestro había resucitado. Ya se arreglarían para presentárselo, más no sería posible antes de la tarde, después del trabajo, pues ese hombre vivía en las afueras de Jerusalén.
Barrabás tuvo miedo. No esperaba cosa semejante. Había creído que se pondrían a discutir el problema, exponiendo sus puntos de vista, y que no tratarían de ponerlo frente a una prueba tan sorprendente. Por supuesto, estaba convencido de que todo eso no era sino obra de la imaginación, una piadosa superchería, y que en realidad el hombre no había muerto. Sin embargo, tuvo miedo. Por nada quería encontrarse con aquel hombre. Pero le resultaba difícil confesarlo. Debía simular que aceptaba con gratitud la oportunidad que le ofrecían los discípulos de comprobar el poder de su Señor y Maestro.
A la espera de la hora, se paseaba por las calles con creciente excitación. No bien volvió al taller, al final de la tarde, se encontró con un joven que lo acompañó hasta el monte de los Olivos, fuera de las puertas de la ciudad.
Aquel a quien iban a visitar vivía en una aldea en el flanco de la montaña. Cuando el joven alfarero apartó la cortina de paja que obstruía la entrada, lo vieron sentado con los brazos apoyados en una mesa y con la mirada perdida en el vacío. Sólo cuando lo saludaron ruidosamente advirtió la presencia de los recién llegados. Volvió entonces lentamente la cabeza hacia la puerta y con voz extraña, sin timbre, contestó al saludo. Luego, no bien el joven le transmitió el saludo de los hermanos de la calle de los Alfareros y le hizo conocer el objeto de la visita, invitó con amplio ademán a ambos visitantes a que se sentaran a su mesa.
Barrabás se sentó frente a él y, a pesar suyo le observó el rostro, que era amarillento y parecía duro como un hueso, con la piel reseca. Barrabás no hubiera imaginado nunca que un rostro pudiese tener semejante aspecto; no había visto nada más desconsolador. Le recordaba el desierto.
Como el joven alfarero lo interrogase, el hombre explicó que había estado realmente muerto, pero que el Rabino de Galilea, su Maestro común, lo había resucitado. A pesar de los cuatro días transcurridos en la tumba, las fuerzas de su cuerpo y de su alma eran las mismas que antes; nada había cambiado desde ese punto de vista. El Maestro había manifestado con eso su poder y su gloria y mostrado que era el Hijo de Dios. El hombre hablaba lentamente, en tono monocorde, mirando continuamente a Barrabás, con ojos apagados y descoloridos.
Cuando terminó su relato, la conversación giró durante un rato aún sobre el Maestro y las grandes obras cumplidas por Él. Barrabás no interpuso una sola palabra. Luego, el joven alfarero se levantó y los dejó para ir a ver a sus padres, que vivían en la misma aldea.
Barrabás no tenía el menor deseo de quedarse solo con el hombre; pero no podía despedirse así de pronto, y no lograba encontrar un pretexto. El otro seguía mirándolo con su extraña mirada sin brillo, que no expresaba nada, sobre todo ni el menor interés por Barrabás, pero que, sin embargo, lo atraía de una manera inexplicable. Barrabás hubiera preferido irse, escapar, huir, pero no podía.
El resucitado quedó unos momentos silencioso; luego le preguntó si creía que aquel Rabino era el Hijo de Dios. Tras cierta vacilación, Barrabás contestó negativamente, pues le hubiera sido penoso mentir ante esos ojos vacíos, que no parecían preocuparse en absoluto de la verdad ni de la mentira. El hombre no se ofendió; movió tan sólo la cabeza, y dijo:
—Sí, hay otros que no creen. Su madre que ayer vino a verme, tampoco cree. Pero a mí me ha resucitado de entre los muertos para que yo sea testigo.
Barrabás replicó que en un caso semejante era lógico que él creyera en su Maestro y le estuviese eternamente agradecido por el milagro realizado a su favor. El hombre contestó que lo estaba: todos los días agradecía al Maestro el haberle devuelto la vida, haberle sacado del reino de la muerte.
—¿El reino de la muerte? —prorrumpió Barrabás, y notó que su propia voz temblaba—. ¿El reino de la muerte?… ¿Cómo es? Tú que has estado allí, ¡dime cómo es!
—¿Cómo es? —repitió el otro con una mirada interrogadora. Era evidente que no comprendía muy bien lo que Barrabás quería decir.
—¡Sí! ¿En qué consiste ese lugar por donde has pasado?
—No he ido a ninguna parte —respondió el hombre, que no pareció hallar muy a su gusto la agitación de su visitante—. Estuve muerto, eso es todo; y la muerte no es nada.
—¿Nada?
—¿No? ¿Qué quieres que sea?
Barrabás lo miró fijamente.
—¿Crees que debería contarte algo sobre el reino de la muerte? No puedo. Existe, pero ¡no es nada!
Barrabás seguía mirando fijamente aquel rostro escuálido que le espantaba, pero del cual no podía apartar la vista.
—No —dijo el hombre dejando que su mirada vacía se perdiera en la lejanía—, el reino de la muerte no es nada. Más para quien estuvo en el más allá todo el resto tampoco es nada… Es extraño que me hagas semejantes preguntas —continuó—. ¿Por qué lo haces? Nadie lo hace, por lo general.
Y le contó entonces que los hermanos de Jerusalén le enviaban gente para que los convirtiera, y que muchos lo habían sido. Sirviendo de tal suerte al Maestro, pagaba algo de la gran deuda que había contraído con Él. Casi todos los días el joven alfarero o algún otro le llevaba a alguien, ante quien atestiguaba acerca de su propia resurrección. Pero no hablaba del reino de la muerte. Era la primera vez que le interrogaban sobre eso.
Caía la noche. Se levantó para encender la lámpara de aceite que colgaba del techo. Fue a buscar en seguida pan y sal, que puso entre ambos sobre la mesa. Partió el pan; ofreció un pedazo a Barrabás, hundió el suyo en la sal e invitó a su visitante a hacer otro tanto. Barrabás tuvo que decidirse a hacerlo, aunque le temblara la mano, y comieron juntos en silencio, bajo la mortecina claridad de la lámpara de aceite.
A él, a Barrabás, no le repugnaba compartir la comida con ese hombre, que no era exigente como los hermanos de Jerusalén, y no establecía tantas diferencias entre tal persona y tal otra. Más cuando le tocó llevarse a la boca el pedazo de pan que le brindaban aquellos dedos secos y amarillos, creyó notar un sabor de cadáver.
¿Qué podía significar el hecho de comer con aquel hombre? ¿Cuál podía ser el secreto alcance de una comida tan singular?
No bien terminaron, su huésped lo acompañó hasta la puerta, deseándole que se marchara en paz. Masculló Barrabás algunas palabras y se alejó precipitadamente en la noche. Bajó a zancadas el camino que flanqueaba el cerro, la cabeza llena de tumultuosos pensamientos.
La mujer gorda se sorprendió de la violencia con que la poseyó aquella noche. Por cierto, no puso Barrabás un ardor mediocre. Ella no sabía a qué atribuir la causa de semejantes bríos, más, al parecer, él necesitaba aferrarse a algo. Y ella era precisamente la que podía darle lo que deseaba. Acostada a su lado, soñó que era joven y que tenía un novio…
A la mañana siguiente, evitó la ciudad baja y la calleja de los Alfareros, pero un hombre del taller lo encontró por azar bajo las arcadas de Salomón y le preguntó cómo había pasado la víspera y si había reconocido la verdad de lo que se le había dicho. Contestó que ya no dudaba de que el hombre en cuya casa había estado hubiera resucitado de entre los muertos, pero encontraba que devolverle la vida había sido un error del Maestro. El alfarero, estupefacto, se tornó casi lívido cuando oyó estas palabras ofensivas para su Señor. Entonces Barrabás se dio la vuelta y lo dejó partir.
Se comentó el episodio no solamente en la calleja de los Alfareros, sino también en la de los Aceiteros, en la de los Curtidores y en muchas otras. Cuando después de algún tiempo Barrabás volvió a pasar por aquellos lugares, advirtió un cambio en los creyentes con los cuales tenía costumbre de conversar. Permanecían taciturnos y no dejaban de mirarle de soslayo con expresión recelosa. Nunca había habido intimidad entre Barrabás y los discípulos, pero ahora éstos le mostraban abiertamente su desconfianza. Hasta un viejecito medio consumido, a quien ni siquiera conocía, se precipitó sobre él y le preguntó por qué iba allí con tanta frecuencia, qué tenía que hacer allí y si venía enviado por el guardián del templo, por los guardias, el gran sacerdote o por los saduceos. Sin contestar, Barrabás miró al viejecito, cuya cabeza calva estaba roja de cólera. Hasta entonces nunca lo había visto y no sabía quién era; salvo que era evidentemente tintorero, pues tenía en las orejas, a guisa de pendientes, trozos de lana azules y rojos.
Barrabás comprendió que había ofendido a los discípulos y que la disposición de ánimo de todos ellos para con él había cambiado completamente. Encontraba por todas partes caras severas y hostiles, y algunos le clavaban con insistencia la mirada como para demostrarle que bien quisieran darle su merecido. Más él trataba de parecer distraído, como si de nada se diera cuenta.
Un buen día estalló la tormenta. La noticia corrió como un reguero de pólvora por las callejuelas donde vivían los creyentes. En pocos momentos no hubo ni un alma que la ignorara. ¡Era él! Sí, ¡el que había sido liberado en lugar del Maestro! ¡Del Salvador! ¡Del Hijo de Dios! ¡Era Barrabás! ¡Era Barrabás el liberado!
Miradas cada vez más hostiles lo perseguían: el odio inflamaba los ojos y la indignación perduró aun después que hubo desaparecido para no volver jamás.
¡Barrabás, el liberado! ¡Barrabás, el liberado!