Entrando por la puerta de David, había dado apenas unos pasos por la calle cuando encontró a la mujer del labio leporino. Se deslizaba junto a las casas y simuló no verlo; pero se dio cuenta de que lo había visto y que no quería encontrarse con él. Tal vez creía que lo habían crucificado.
La alcanzó y se puso a caminar al lado de ella. Así fue como volvieron a encontrarse. Y no era necesario. Tampoco necesitaba hablarle, y fue el primero en sorprenderse de haberlo hecho. Ella también se sorprendió, en cuanto pudo advertirse. Le dirigió una tímida mirada, sólo cuando no pudo evitarlo.
No hablaron de lo que ocupaba sus pensamientos. Preguntó solamente adónde iba ella y si tenía noticias de Gilgal. No respondió sino lo imprescindible, tartajeando como siempre, de suerte que era difícil comprenderla, y cuando le preguntó dónde vivía, no contestó nada. Notó que el vestido de la mujer estaba gastado en el borde y que sus pies, anchos y sucios, no tenían calzado. Dejaron de hablar y se contentaron con caminar uno al lado del otro en silencio.
Por la abertura de una puerta, que parecía un agujero negro, se oyeron voces ruidosas y, en el momento en que pasaban delante de la casa, una mujer alta y gorda salió precipitadamente llamando a Barrabás. Como estaba ebria, agitó sus enormes brazos, dichosa de verlo nuevamente, y quiso hacerlo entrar en seguida en la casa. Vaciló, algo molesto por su extraña compañía, pero lo arrastró y se metieron adentro. Cuando estuvo en la casa, fue recibido por las sonoras exclamaciones de dos hombres y tres mujeres a quienes logró distinguir sólo al cabo de un instante, cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra. Le hicieron rápidamente lugar alrededor de la mesa, le sirvieron vino y se pusieron a charlar. ¡Pensar que había salido de la cárcel y que había sido indultado! Mayor suerte, imposible: ¡habían crucificado a otro en su lugar! Todos, achispados por el vino, querían contagiarse de su suerte y lo tocaban para hacerla pasar a ellos; una de las mujeres deslizó la mano debajo de la túnica y la puso sobre su pecho desnudo, lo que hizo reír a mandíbula batiente a la mujer gorda.
Barrabás bebió con ellos, pero no dijo gran cosa. Miraba en el vacío. Sus ojos negros se hundían en las órbitas, como si hubieran querido esconderse. Encontraron que estaba un poco raro. Eso le ocurría a veces.
Las mujeres le sirvieron más vino. Bebió de nuevo y dejó que los demás charlaran, sin mezclarse mucho en la conversación.
Al fin, sus compañeros se preguntaron qué tenía y por qué estaba así, estando con ellos. Pero la mujer grande y gorda lo abrazó por el cuello y dijo que no debían sorprenderse de que se hallase así después de haber estado tanto tiempo en un calabozo y casi muerto, pues el que está condenado a perecer está ya muerto. Podrá indultársele, pero estuvo muerto y no hizo más que resucitar. No es lo mismo estar vivo como los demás.
Como se burlasen de esos dichos, la mujer se enfureció y gritó que los echaría a todos, menos a Barrabás y a la del labio leporino, a quien no conocía, pero que le parecía buena persona, aunque un poco ingenua. Los dos hombres rieron a carcajadas de que una mujer les hablara de esa manera; luego se calmaron, se quedaron serios y se pusieron a conversar en voz baja con Barrabás, informándole que al caer la noche volverían a la montaña; no habían venido sino para sacrificar un cabrito que habían traído. Pero como el cabrito no fue aceptado, lo habían vendido y habían sacrificado en su lugar dos palomas. Con el dinero que les quedó habían venido a divertirse a la casa de la mujer gorda. Deseaban saber cuándo se reuniría Barrabás con ellos allá arriba, y le dijeron dónde se alojaban por el momento. Barrabás, con un movimiento de cabeza, les dio a entender que comprendía, pero no dijo palabra.
En el ínterin, una de las mujeres hablaba del Hombre a quien habían crucificado en lugar de Barrabás; lo había visto una vez, de paso únicamente, y varias personas le aseguraron que se trataba de un Rabino muy versado en las Sagradas Escrituras, que recorría la comarca profetizando y haciendo milagros. Eso no era reprensible; muchos procedían de la misma manera. Así, pues, si lo habían crucificado, debía de haber otro motivo. Sólo recordaba que era muy delgado. La segunda mujer no lo conocía ni de vista; pero estaba al tanto de sus vaticinios: el templo se derrumbaría, Jerusalén sería destruida por un terremoto y luego las llamas consumirían el cielo y la tierra. Cosas absurdas. No era extraño, pues, que lo hubieran crucificado. La tercera agregó que Él frecuentaba sobre todo a los pobres, a quienes prometía que entrarían en el Reino de Dios; eso mismo había prometido a las prostitutas. Todo esto les causó mucha gracia; pero no dejaban de reconocer que se habrían regocijado si hubiese sido verdad.
Barrabás los escuchaba y, aunque no se dignara ni sonreír siquiera, parecía menos abstraído. Se sobresaltó cuando la mujer gorda volvió a abrazarlo diciendo que no se preocupara en lo más mínimo de lo que había sido el Otro, y que, en todo caso, estaba muerto. A Él lo habían crucificado y no a Barrabás; esto era lo esencial.
La mujer del labio leporino se había quedado en un principio ensimismada, como si nada de lo que ocurría a su alrededor le concerniese; pero después de escuchar con viva atención la descripción del Otro, se condujo de una manera muy singular. Poniéndose en pie y clavando la mirada en su compañero de la calle con una expresión de pavor en el rostro pálido y famélico, gritó con su extraña voz gangosa: «¡Barrabás!». Esto, en verdad, nada tenía de extraordinario; lo nombraba simplemente, y, sin embargo, todos la miraron sorprendidos, sin comprender lo que significaba semejante llamamiento. Barrabás pareció también desconcertado, pues, según su costumbre, cuando no quería mirar a alguien dejaba que su vista errara aquí y allí. ¿Por qué? No había manera de saberlo, y esto, por otra parte, importaba poco. Barrabás podía ser un buen compañero y tener excelentes cualidades; pero era así: nunca se sabría lo que pasaba en sus adentros.
Volvió la mujer a sentarse en el fondo de la pieza, sobre una extremidad de la estera que cubría el piso de tierra apisonada, más seguía fijando en él su mirada ardiente.
La mujer gorda fue a buscar comida para Barrabás, pues se le ocurría que estaba hambriento; no se preocupaban, en verdad, de alimentar convenientemente a los presos en esas inmundas y malditas cárceles. Le puso ante los ojos pan, sal y un pedazo de cordero seco. No probó ni un bocado y se apresuró a pasar los alimentos al labio leporino, como si estuviera ya saciado. La mujer se abalanzó y los engulló con la voracidad de un animal famélico; luego se precipitó fuera de la casa y desapareció.
Atreviéronse los demás a preguntar quién era; pero Barrabás, por supuesto, no respondió. Tal era su modo de ser. No se le conocía, en verdad, sino así, y resultaba imposible sacarle algo cuando se trataba de sus asuntos personales.
—¿Qué milagros hacía ese predicador? —interrogó dirigiéndose a las mujeres—. ¿Y qué ha profetizado?
Contestaron que curaba enfermos y ahuyentaba a los demonios. Se susurraba también que resucitaba a los muertos, pero nadie lo había comprobado y era seguramente una mentira. Respecto a lo que predicaba, no tenían ni la menor idea. Sin embargo, una de ellas conocía una historia que Él había referido. Alguien había preparado un gran festín para una boda o algo parecido; pero los invitados no se habían presentado; fue necesario, pues, ir por los caminos e invitar a los primeros que aparecían, de tal suerte que fueron a la casa sólo mendigos o desdichados semidesnudos y muertos de hambre; entonces el Señor había montado en cólera, a menos que hubiera manifestado indiferencia —la mujer no recordaba este punto—. Barrabás seguía prestando viva atención, como si lo que estaban contando fuera algo notable. Y cuando otra añadió que el hombre era de los que se creían el Mesías, se acarició la barba rojiza y se tornó pensativo; parecía reflexionar sobre algo importante.
—¿El Mesías?… No, no lo era —murmuró para sí mismo.
—Por cierto que no —dijo un hombre—; si hubiera sido el Mesías, jamás habrían podido crucificarlo. Los mismos demonios se habrían visto aplastados. Pero ¿no sabía ella acaso lo que es un Mesías?
—¡Claro está! Hubiera bajado de la cruz y los habría aniquilado, de un solo golpe.
—¡Un Mesías que se deja crucificar! ¿Quién ha oído semejante cosa?
Barrabás aprisionaba su barba en su mano vigorosa y seguía mirando el suelo de tierra apisonada. No, aquel hombre no era un Mesías…
—Bebe, Barrabás —dijo uno de sus compañeros sacudiéndolo con rudeza; era extraordinario que se atreviera a tanto, pero así ocurrió.
Y Barrabás sorbió un buen trago de la jarra de arcilla, que rechazó luego pensativo. Las mujeres se apresuraron a llenarla nuevamente, y cuando insistieron en que bebiese un segundo trago, no se opuso. Aunque el vino debía de surtir efecto, estaba aún absorto en sus reflexiones. Su compañero lo sacudió nuevamente:
—Pero ¡bebe! Debes alegrarte de haber salido a flote, de hallarte entre tus mejores amigos y de pasarlo bien, en vez de estar pudriéndote en la cruz. ¿No es más agradable? ¿Acaso no te encuentras a gusto aquí? ¡Piénsalo, Barrabás! ¡Has salvado tu pellejo! ¡Vives! ¡Vives, Barrabás!
—Sí, sí, no hay duda —profirió él—. No hay duda.
Consiguieron poco a poco que no se quedara allí como alelado y que se asemejara más a las personas normales.
Pero mientras se hablaba de una cosa y otra, hizo una extraña pregunta. Preguntó a sus compañeros qué pensaban de las tinieblas de aquel día y del hecho de que el sol, durante algunos momentos, se había oscurecido.
—¿Tinieblas? ¿Qué tinieblas? —lo miraron estupefactos—: Aquí no ha habido tinieblas. ¿Cuándo las hubo?
—Hacia la hora sexta.
¡Ah! ¿Qué cuentos eran ésos? ¡Nadie había comprobado semejante cosa!
Se sintió desconcertado y miró con desconfianza a uno y otro. Afirmaban todos que no habían visto tinieblas, como tampoco las habían visto los demás habitantes de Jerusalén.
Pero ¿qué impresión recordaba él sobre el particular? ¿Qué se había ido la luz? ¡En pleno día! Era extraordinario. Si había tenido realmente esa impresión, ¿por qué no pensar que sus ojos estaban enfermos después de tan larga reclusión en un calabozo? Así debía de ser. La mujer gorda afirmó que él no había podido acostumbrarse en seguida a la luz. Durante unos momentos estuvo como deslumbrado. ¿Por qué había de llamar esto la atención?
Barrabás los miró no muy seguro de sí mismo. Luego pareció aliviado. Se enderezó un poco y alargó la diestra hacia el vaso, que vació casi enteramente. No lo dejó en la mesa como la vez anterior, sino que lo retuvo en la mano y lo tendió para que lo llenaran de nuevo. Bebieron todos. Visiblemente, Barrabás encontraba ahora el vino más a su gusto. Bebió según acostumbraba hacerlo cuando lo invitaban; pronto todos se dieron cuenta de que la bebida lo reanimaba. Sin tornarse muy expansivo, habló un poco de su vida en la cárcel. Un infierno, por supuesto. ¡Cómo extrañarse que estuviera un poco trastornado! Pero pretender que había salido a flote, ¡hum! No es tan fácil librarse de sus garras cuando lo tienen a uno en su poder. ¡Qué suerte! ¿Eh? Haber estado a punto de ser crucificado poco antes de Pascua, justamente en el momento en que se ponía en libertad a un condenado. ¡Y que ese feliz mortal fuera él! ¡Una suerte loca! Él tampoco podía creer en lo que veían sus ojos. Cuando los demás le dieron unas palmadas en los hombros e, inclinándose, le soplaron al semblante el cálido aliento, se echó a reír y bebió con cada uno de ellos sucesivamente. Toda tirantez había desaparecido de sus modales; una creciente animación se apoderó de él y, como el vino le subía ya a la cabeza, se abrió la túnica, pues sentía calor; luego, para estar más cómodo, se recostó en el suelo como los demás. Su bienestar saltaba a la vista. Aprisionó entre sus brazos a la mujer que tenía más cerca y la atrajo sobre su pecho. Sin más, ella se le aferró al cuello, prorrumpiendo en una carcajada. Pero la mujer gorda la separó con violencia de Barrabás y dijo que ahora reconocía a su amor, que era por fin como debía ser y que había recobrado su equilibrio, después de la horrible reclusión. Y nunca más imaginaría cuentos de tinieblas; no, no, no. Lo atrajo a su vez contra su pecho y oprimió la boca contra el rostro de Barrabás; le pasó sus carnosos dedos por la nuca y jugueteó con la barba rojiza. Todos se alegraron de semejante cambio: era de nuevo el Barrabás que solía ser en sus momentos de buen humor. Y se desenfrenaron totalmente. Bebieron, charlaron, estuvieron de acuerdo en todo, hallaron muy agradables los momentos que pasaban allí todos juntos y se excitaron recíprocamente a medida que bebían. Aquellos hombres, que no habían probado vino ni visto mujeres desde hacía varios meses, recuperaban el tiempo perdido. Pronto volverían a sus montañas; no tenían mucho tiempo por delante: era menester que festejaran debidamente su breve permanencia en Jerusalén ¡y la liberación de Barrabás! Tras de haberse emborrachado con aquel vino agrio y fuerte, se concedieron abundante placer con todas las mujeres, salvo con la mujer gorda, llevándolas a la otra extremidad de la pieza, detrás de un pedazo de tela, de donde volvían rojos y jadeantes para beber y gritar de nuevo. Según su costumbre, todo lo hacían a fondo.
Continuaron así hasta el ocaso. Entonces los dos hombres se levantaron y declararon que era hora de emprender viaje. Se despidieron y se cubrieron con sus pieles de cabra, debajo de las cuales escondieron sus armas. Luego salieron furtivamente a la calle, donde reinaba ya una semioscuridad. Las tres mujeres fueron sin más a acostarse detrás del pedazo de tela, completamente ebrias y agotadas; se durmieron en seguida. Ya sola con Barrabás, la mujer gorda preguntó si no había llegado para ambos el momento de abandonarse al placer; debía de necesitarlo tras haber sufrido tan malos tratos; ella, por su parte, sentíase muy atraída por un hombre que se había consumido durante tanto tiempo en la cárcel y había estado a punto de ser crucificado. Lo llevó a la terraza, donde tenía para la estación cálida una cabaña de hojas de palmera. Se acostaron y, no bien ella lo acarició un poco, él, desenfrenado, se echó sobre aquel cuerpo macizo como si no quisiera apartarse jamás de él. Transcurrió la mitad de la noche sin que tuvieran conciencia de lo que los rodeaba.
Por fin no tuvieron más fuerzas para continuar; la mujer se dio vuelta y se durmió en el acto. Pero él se quedó despierto junto al cuerpo sudoroso de su compañera, contemplando el techo de la cabaña. Pensaba en el crucificado del centro y en lo que había ocurrido en la colina del suplicio. Luego se devanó los sesos esforzándose por hallar una explicación plausible al misterio de las tinieblas. ¿No se habrían producido, según afirmaban los demás, sólo en su imaginación? ¿O tratábase de un fenómeno que ocurría exclusivamente en el Gólgota, ya que en otra parte a nadie había llamado la atención? Sin embargo, allí arriba la oscuridad había sido completa; los soldados tuvieron miedo. ¿O se habría figurado esto también? ¿Otra visión de su fantasía? No; él no hallaba explicación plausible; no sabía a qué atenerse…
Barrabás pensó de nuevo en el crucificado. Acostado, con los ojos abiertos y sin poder dormir, sentía contra su persona las gruesas espaldas de la mujer. A través de las hojas marchitas del techo veía el cielo —pues era indudablemente el cielo—, aunque no se distinguieran estrellas ni nada. Solamente la oscuridad.
Sí, ya todo estaba sumido en las tinieblas: el Gólgota y el resto del mundo.