Cuando Barrabás volvió a juntarse con sus compañeros habituales, lo encontraron tan cambiado que apenas lo reconocieron. Sus camaradas que habían ido a Jerusalén, refirieron que tenía un aspecto raro, lo cual no era de sorprenderse: había estado mucho tiempo preso y había corrido el riesgo de morir en la cruz. Eso pasaría pronto. Pero no pasaba ni mucho menos, a pesar del tiempo transcurrido. Ya no era el mismo, sin que nadie pudiera comprender por qué.
Sin duda había sido siempre raro, y nunca se sabía de qué lado tomarle, pero ahora se trataba de otra cosa; les producía la impresión de que era un extranjero, y por su parte él parecía considerarlos como a extranjeros a quienes jamás hubiera visto antes. Cuando los otros exponían sus proyectos, apenas les prestaba atención, y lo que pensaba no lo decía. Todo le dejaba indiferente. Es cierto que de tiempo en tiempo tomaba parte en las emboscadas en el camino de las caravanas y en las algaradas en el valle del Jordán, pero sin entusiasmo y sin que su intervención fuera muy útil. Si corrían peligro, no se apartaba decididamente, pero poco faltaba. Esto provenía tal vez de su total indiferencia por todo. Nada, en efecto, parecía atraerle. Una sola vez, cuando saquearon un carretón del gran sacerdote, que contenía el diezmo de la región de Jericó, se enfureció de pronto y mató a los dos hombres de la guardia del Templo que escoltaban el vehículo. Fue algo absolutamente inútil, pues aquéllos no habían opuesto resistencia alguna; se rindieron después de haber comprobado que eran los más débiles. Luego insultó a los cadáveres y se portó de una manera tan anormal que sus compañeros, encontrando que iba demasiado lejos, se apartaron. Por cierto, ellos también odiaban a los guardias y toda la chusma del gran sacerdote, pero los muertos pertenecían al Templo y el Templo pertenecía al Señor. La profanación de que eran testigos los atemorizaba no poco.
Pero, en general, Barrabás no manifestaba el menor deseo de mezclarse en sus hazañas. Se hubiera dicho que él nada tenía que ver con lo que hacían los demás. Cuando atacaron el cuerpo de guardia de un pontón no mostró más entusiasmo, aunque se tratara de aquellos soldados romanos que por poco no lo habían crucificado y aunque sus compañeros, sobreexcitados, hubiesen degollado ya a cada hombre y tirado al río los cadáveres. No dudaban del odio de Barrabás hacia los opresores del pueblo elegido; debía de ser tan fuerte como el que ellos mismos experimentaban; más se decían que si todos se hubieran quedado tan impasibles, sus asuntos hubiesen tomado aquella noche un mal cariz.
Había cambiado en verdad de una manera incomprensible, pues si alguien había sido hasta entonces un mocetón emprendedor, era él. Siempre había planeado la mayor parte de las empresas, y, para realizarlas, estaba siempre a la cabeza de los demás. Nada le parecía imposible, a tal punto se hallaba acostumbrado a triunfar. Su audacia y su ingeniosidad hacían que los otros lo siguiesen de buen grado, seguros del éxito. Había resultado, pues, una especie de jefe, si bien no lo reconocieran como tal ni les inspirase afecto. Tal vez por eso justamente les parecía raro, desconcertante y de una modalidad distinta a la de ellos: no llegaban a comprenderlo a fondo y seguían considerándolo como un extranjero. Sabían lo que eran ellos, mientras que de él lo ignoraban casi todo y, cosa extraña, esto les inspiraba confianza, una confianza secreta, acrecida aún por el hecho de que le tenían cierto temor. Sin embargo, la impresión que producía en ellos provenía ante todo, por supuesto, de su valor, de su espíritu inventivo y de su buen éxito.
Pero ahora, ¿qué hacer de un jefe que no demostraba ni el menor deseo de dirigir, que no parecía ni siquiera dispuesto a llevar a cabo como los demás su propia tarea y que prefería quedarse sentado en la entrada de la gruta, con la mirada fija en el valle del Jordán y en el mar llamado «El muerto»? ¿Para qué servía ese jefe que le escudriñaba a uno extrañamente y en cuya compañía uno se sentía siempre molesto? Casi nunca hablaba, y si por casualidad lo hacía, uno advertía más aún algo singular en él. Daba la impresión de estar en otra parte. Era penoso. Tal cambio se debía, probablemente, a lo ocurrido en Jerusalén, cuando estuvo a punto de padecer el suplicio de la cruz. Sí, todo inducía a pensar que no se había juntado nuevamente con sus compañeros sino tras haber sufrido aquel martirio y logrado, a pesar de todo, salvar la vida.
La atmósfera a su alrededor se hacía irrespirable, y sus compañeros no se alegraban en lo más mínimo de que hubiese vuelto. En el fondo, ya no formaba parte del grupo. Como jefe resultaba imposible, y no era apto para otra cosa. Ya no servía para nada. Sí, por singular que pareciera, ya no servía para nada.
Al reflexionar sobre el punto, se acordaron de que Barrabás no había sido siempre quien dirigía y decidía ni el intrépido aventurero que no temía ni el peligro ni la muerte ni todo lo demás. Era el jefe desde que Eliahu le aplicó la cuchillada debajo del ojo. Antes no lo caracterizaba la audacia; al contrario. Sus compañeros lo recordaban muy bien. Pero de pronto, de un día para otro, resultó un verdadero hombre, sí, después de aquel golpe que lo había tomado desprevenido y que por poco no resultó mortal, y asimismo después de la lucha salvaje que sobrevino y a la cual Barrabás puso término arrojando al temible pero ya demasiado viejo y pesado Eliahu al precipicio, a la entrada de la gruta. El joven era tan ágil y brioso que, no obstante su fuerza, el viejo oso batallador no pudo resistirle, y el destino lo castigó por haberse atrevido a iniciar la lucha. Pero ¿por qué lo había hecho? ¿Por qué detestaba a Barrabás? Los otros nunca llegaron a descubrir el motivo; pero todos habían notado que Eliahu experimentó ese sentimiento desde el primer instante.
Sólo después de este episodio Barrabás se convirtió en jefe. Antes no había en él nada extraordinario. La cuchillada hizo de él un hombre.
Sus compañeros comentaban esto en voz baja.
Pero algo había que ellos ignoraban, que todo el mundo ignoraba: ese Eliahu, cuyo recuerdo perduraba con tanta nitidez y tanta vida en la memoria de todos ellos, era el padre de Barrabás. Su madre, una moabita, fue tomada prisionera por una banda hacía ya tiempo, cuando asaltaron a una caravana en el camino de Jericó. Después de haber proporcionado placer a todos durante cierto tiempo, la vendieron a una casa pública de Jerusalén. Allí, cuando se dieron cuenta de que estaba encinta, no quisieron que se quedara y la echaron. Dio a luz en la calle, donde más tarde la encontraron muerta. Nadie sabía a quién pertenecía la criatura, y la misma madre no lo hubiera podido decir; pero lo había maldecido en sus propias entrañas y lo había traído al mundo maldiciendo al cielo y la tierra, así como al Creador del cielo y de la tierra.
No, nadie conocía a fondo esta historia. Ni los hombres que cuchicheaban en el fondo de la gruta, ni Barrabás, que, sentado a la entrada, miraba el precipicio, las montañas quemadas del país de Moab y el mar infinito, al que llamaban «El muerto».
Barrabás no pensaba en absoluto en Eliahu, aunque estaba en el mismo sitio desde donde lo había arrojado al precipicio. Por una razón cualquiera o más bien sin razón alguna, pensaba en la madre del crucificado y en la mirada con que contemplaba a su Hijo clavado en la cruz, al Hijo que había traído al mundo. Recordaba sus ojos sin lágrimas y su tosco semblante de campesina, que no podía expresar el dolor, o más bien que no lo quería manifestar en medio de extraños. Y recordaba asimismo la mirada llena de reproche que le había dirigido al pasar. ¿Por qué a él precisamente?
Pensaba sin cesar en lo ocurrido en el Gólgota, y a menudo en ella, la madre del crucificado.
Por fin volvió de nuevo los ojos hacia las montañas que se erguían del otro lado del mar Muerto, y vio descender la noche en la región de Moab.