10. El tiovivo

Había sido una mañana muy tranquila.

Más de una persona, al pasar por delante del número diecisiete de la calle del Cerezo, se había asomado por encima de la verja y había dicho: «¡Qué cosa más rara! ¡No se oye ni un solo ruido!».

Hasta la propia casa, que por lo general no se preocupaba de nada, estaba empezando a sentirse un tanto inquieta.

—¡Ay, señor! ¡Ay, señor! —se decía a sí misma—. ¡Ojalá que no pase nada malo!

Abajo, en la cocina, la señora Brill, con las gafas posadas sobre la punta de la nariz, sesteaba delante del periódico.

En el descansillo del primer piso, la señora Banks y Ellen ponían orden en el armario de la ropa blanca y contaban las sábanas.

Un piso más arriba, en las habitaciones de los niños, Mary Poppins recogía en silencio los platos del almuerzo.

—Hoy me siento muy buena y muy dulce —dijo Jane con voz adormilada mientras se estiraba sobre una mancha de luz que había en el suelo.

—¡Eso sí que es una novedad! —observó Mary Poppins, acompañando el comentario con un resoplido.

Michael cogió el último bombón de la caja que le había regalado la semana pasada la tía Flossie por su sexto cumpleaños.

—¿Se lo doy a Jane? ¿A los gemelos? ¿O a Mary Poppins? —se preguntaba.

Pero, qué narices, al fin y al cabo, era su cumpleaños.

—¡El último, el de la suerte! —dijo, metiéndoselo a toda prisa en la boca—. ¡Y ojalá hubiera más! —añadió con pesar, mientras echaba un vistazo a la caja vacía.

—Tarde o temprano, todo lo bueno se acaba —dijo Mary Poppins en plan sabihonda.

Michael ladeó un poco la cabeza y alzó la vista.

—¡, no! Y tú eres algo bueno —se atrevió a decirle.

Una leve sonrisa satisfecha asomó a las comisuras de los labios de Mary Poppins, pero fue visto y no visto.

—¡Así son las cosas! —le replicó—. ¡Nada dura eternamente!

Jane giró la cabeza, sobresaltada.

Si nada duraba eternamente, entonces Mary Poppins…

—¿Nada? —preguntó con inquietud.

—¡Absolutamente nada! —dijo con rotundidad Mary Poppins.

Y como si hubiera adivinado lo que Jane tenía en la cabeza, se acercó a la repisa de la chimenea, cogió su enorme termómetro y, tras sacar su bolsa de alfombras de debajo de la cama, lo metió dentro.

Jane se incorporó de un salto.

—¿Por qué haces eso?

Mary Poppins la miró de una forma muy rara.

—Porque a mí me han educado para que sea siempre ordenada —dijo con aire de suficiencia; y de un empujón, volvió a meter la bolsa debajo de la cama.

Jane suspiró. Sentía como si un peso muy grande le oprimiera el corazón.

—No sé qué me pasa, me siento muy triste y muy inquieta —le susurró a Michael.

—Será porque has comido demasiado pudín —le replicó Michael.

—No, no es esa clase de sensación… —empezó a decir, pero se interrumpió al oír que alguien llamaba a la puerta.

—¡Toc! ¡Toc!

—¡Adelante! —dijo Mary Poppins.

En el umbral apareció Robertson Ay, bostezando.

—¿A que no sabes una cosa? —dijo con voz soñolienta.

—¿Qué?

—¡Que hay un tiovivo en el parque!

—¡Eso ya lo sabía! —dijo secamente Mary Poppins.

—¿Es una feria? ¿Con columpios de barca y juegos de aros? —gritó muy emocionado Michael.

—No —dijo Robertson Ay, negando solemnemente con la cabeza—. Sólo un tiovivo. Llegó la otra noche. Pensé que os gustaría saberlo.

Y arrastrando los pies, se dirigió hacia la puerta con aire desganado y la cerró al salir.

Jane, que ya se había olvidado de todas sus inquietudes, se puso de pie de un salto.

—¡Ay, Mary Poppins, déjanos ir!

—¡Di que sí, Mary Poppins, di que sí! —gritó Michael, dando vueltas a su alrededor.

Mary Poppins, que sostenía en equilibrio una bandeja llena de platos y tazas, se volvió hacia ellos.

—Yo, desde luego, que voy a ir, porque tengo dinero para la entrada. Ahora, vosotros, ya no sé —les dijo con mucha calma.

—¡Yo tengo seis peniques en la hucha! —dijo Jane, entusiasmada.

—¡Anda, Jane, déjame dos peniques! —le rogó Michael, que el día anterior se había gastado todo su dinero en un palo de regaliz.

Los dos se quedaron mirando ansiosamente a Mary Poppins, a la espera de que tomara una decisión.

—Nada de préstamos en esta casa —dijo con aspereza—. Os pagaré un paseo a cada uno. Uno y nada más que uno, que quede claro.

Salió de la habitación con la cabeza muy alta, cargada con la bandeja llena de cacharros.

Jane y Michael se miraron.

—¿Qué está pasando aquí? ¡Es la primera vez que nos invita a algo! —dijo Michael. Ahora era a él a quien le tocaba ponerse nervioso.

—¿Te encuentras bien, Mary Poppins? —le preguntó, cuando volvió a entrar apresuradamente en la habitación.

—¡En mi vida me he sentido mejor! —replicó, sacudiendo hacia atrás la cabeza—. Y te agradecería que dejaras de mirarme y remirarme como si tuviera monos en la cara. ¡Id a arreglaros, venga!

Su mirada era tan severa, el azul de sus ojos brillaba con tanta viveza y su forma de hablar era tan típicamente suya, que a los niños se les borró todo resto de ansiedad y se fueron dando gritos a coger sus sombreros.

En pocos minutos, la quietud de la casa quedó rota por el ruido de puertas que se cerraban de golpe, voces que chillaban y pies que correteaban de acá para allá.

—¡Menos mal! ¡Menos mal! ¡Qué alivio! ¡Estaba empezando a preocuparme de verdad! —se dijo a sí misma la casa, mientras escuchaba cómo Jane, Michael y los gemelos bajaban a trompicones por las escaleras.

Mary Poppins se detuvo un momento para mirarse en el espejo.

—¡Venga, Mary Poppins! Estás bien —dijo Michael con impaciencia.

Mary Poppins se giró en redondo. Su cara expresaba indignación, asombro y furia, todo a la vez.

¿Sólo bien? ¡Qué clase de palabra era ésa! ¿Sólo bien, cuando llevaba su chaqueta azul con botones dorados? ¿Sólo bien, cuando llevaba colgado su guardapelo de oro? ¿Sólo bien, cuando llevaba bajo el brazo su paraguas con la empuñadura en forma de cabeza de loro?

Mary Poppins soltó un resoplido.

—¡Viniendo de ti se podía esperar eso… y mucho más! —dijo escuetamente. Aunque, en realidad, lo que quería decir es que no era suficiente.

Pero Michael estaba demasiado emocionado como para preocuparse por ello.

—¡Venga, Jane! ¡Ya no puedo esperar más! ¡Venga! —gritó, bailando como un poseso.

Se adelantaron corriendo, mientras Mary Poppins ataba a los gemelos en el cochecito. Un instante más tarde, a sus espaldas sonaba el clic de la puerta del jardín y los dos iban ya camino del tiovivo.

Desde el parque les llegaba el débil eco de una música que repiqueteaba y zumbaba como una peonza dando vueltas.

—¡Buenas tardes! ¿Cómo estamos hoy? —la voz aguda de la señorita Alondra les saludó mientras bajaba apresuradamente por la calle con sus dos perros.

Pero antes de que tuvieran tiempo de responderle, la señorita Alondra continuó hablando:

—¡Seguro que vais al tiovivo! Andrew, Willoughby y yo venimos de ahí. Lo encuentro un entretenimiento divino. ¡Tan limpio y tan agradable! ¡Y el encargado es un hombre tan educado! —Pasó a su lado con su andar bullicioso, seguida de sus dos perros, que iban pegando brincos a su espalda—. ¡Adiós! ¡Adiós! —dijo, volviendo la cabeza por encima del hombro antes de doblar la esquina y perderse de vista.

—¡Todos los brazos libres a bombear! ¡Jalad con fuerza, mis valientes! —Una voz que los niños conocían perfectamente se acercaba rugiendo desde el parque. Con la cara muy colorada y bailando una danza marinera, apareció por la entrada la figura del almirante Boom.

—¡Jo-jo-jo, y una botella de ron! El almirante se ha subido al tiovivo. ¡Echadle un cable! ¡Berberechos y camarones! ¡Esto es tan divertido como un buen viaje por mar! —rugía, mientras saludaba a los niños.

—¡Nosotros vamos ahora! —dijo Michael muy emocionado.

—¿Cómo, que vais a ir ahí? ¿Vosotros? —El almirante parecía estar muy sorprendido.

—¡Pues claro! —dijo Jane.

—Pero no irán a hacer todo el recorrido, ¿verdad? —El almirante le dirigió a Mary Poppins una mirada muy rara.

—Sólo van a dar unas vueltas cada uno, señor —le explicó muy remilgadamente.

—¡Ah, eso es otra cosa! ¡En fin, que vaya bien! —dijo en un tono de voz que, tratándose de él, resultaba bastante comedido.

Entonces, para gran asombro de los niños, el almirante se irguió, se llevó la palma de la mano a la sien y saludo militarmente a Mary Poppins.

—¡Burrum! —El almirante había sacado el pañuelo y se había sonado estrepitosamente—. ¡Iza las velas! ¡Leva el ancla! ¡Y adiós, mi amor, adiós!

Y tras saludarla con la mano, se marchó haciendo eses por la acera y cantando a voz en grito:

¡A todas las chicas guapas les gustan

los marineros!

—¿Por qué te ha dicho adiós y te ha llamado «amor»? —dijo Michael, volviéndose para ver cómo se alejaba el almirante mientras seguía caminando al lado de Mary Poppins.

—¡Porque piensa que soy una persona digna de todo respeto! —le dijo secamente. Pero en sus ojos se apreciaba una mirada dulce y soñadora.

Jane volvió a sentir de nuevo aquella rara sensación que hacía que se le encogiera el corazón.

—¿Qué es lo que va a ocurrir? —se preguntaba a sí misma, llena de ansiedad. Jane posó su mano sobre la mano con la que Mary Poppins empujaba el cochecito. Su tacto era cálido y producía una reconfortante sensación de seguridad.

—¡Qué tonta soy! —dijo en voz baja—. ¡Nada malo puede pasar!

Y apretó el paso para seguir al cochecito en dirección al parque.

—¡Un momento! ¡Un momento! —jadeó una voz a sus espaldas.

—¡Caramba, pero si es la señorita Tartaleta! —dijo Michael, dándose la vuelta.

—¡Pero qué dices! —exclamó la señorita Tartaleta, que estaba casi sin aliento—. ¡Ahora soy la señora Patas!

Toda sonrojada, se volvió hacia el señor Patas, que se encontraba a su lado, sonriéndoles tímidamente.

—¿Es hoy uno de sus segundos lunes de mes? —inquirió Jane, aunque viendo que el señor Patas estaba del derecho, ya se imaginaba que no debía serlo.

—¡Oh, no! ¡A Dios gracias, no! —se apresuró a decir.

—Nosotros… mmm… verás… veníamos para decirte… mmm… Bueno, antes que nada, buenas tardes, Mary —todos se estrecharon la mano. Y a continuación, Mary Poppins dijo:

—¿Y bien, primo Arthur?

—Verás, me preguntaba si no irías por casualidad a coger el tiovivo.

—Pues sí. ¡Vamos todos para allá!

—¿Todos? —Al señor Patas se le subieron las cejas hasta lo más alto de la frente. Parecía estar muy sorprendido.

—¡Ellos van a dar un par de vueltas cada uno! —dijo Mary Poppins, señalando a los niños con la cabeza—. ¡Queréis estaros quietos de una vez! ¡Parecéis un par de ratones amaestrados! —añadió de pronto, dirigiéndose a los gemelos, que de nerviosos que estaban se habían puesto a pegar botes en el cochecito.

—¡Ah, ya! Y luego se bajarán, ¿no? En fin, Mary… adiós y… ¡bon voyage! —El señor Patas se quitó el sombrero con mucha ceremonia y lo levantó muy por encima de su cabeza.

—Adiós… ¡y gracias por venir! —dijo Mary Poppins, inclinándose muy gentilmente ante el señor y la señora Patas.

—¿Qué quiere decir bon voyage? —preguntó Michael, mientras miraba cómo se iban alejando las dos figuras: la señora Patas, muy gruesa y con el pelo rizado, y el señor Patas, muy flaco y muy erguido.

—¡Buen viaje! ¡Algo que vosotros no vais a tener como no caminéis más deprisa! —le espetó Mary Poppins. Michael apretó el paso.

Los redobles y repiqueteos de la música sonaban cada vez más alto y parecían tirar de ellos hacia adelante.

Mary Poppins, que ahora iba casi corriendo, hizo girar el cochecito para meterlo por las puertas del parque; pero al fijarse en una hilera de cuadros que había en el suelo, frenó de golpe.

—¿Y ahora por qué se para? ¡A este paso no llegaremos nunca! —le susurró Michael a Jane, muy enfadado.

El artista callejero acababa de terminar un grupo de frutas pintadas con tizas de varios colores: una manzana, una pera, una ciruela y un plátano.

En ese momento estaba muy atareado escribiendo bajo ellas las palabras:

COJA UNA

—¡Ejem! —dijo Mary Poppins, con una tosecilla muy fina.

El artista callejero se puso de pie de un salto y, entonces, Jane y Michael le reconocieron. Era el cerillero, el gran amigo de Mary Poppins.

—¡Mary! ¡Al fin! ¡Llevo todo el día esperándote!

El cerillero la cogió de ambas manos y se la quedó mirando a los ojos embelesado.

Mary Poppins parecía sentirse un poco cohibida, aunque también bastante halagada.

—En fin, Bert, nos vamos al tiovivo —dijo sonrojándose.

El cerillero asintió con la cabeza.

—Ya me lo imaginaba. ¿Van ellos contigo? —añadió, señalando a los niños con el pulgar.

Mary Poppins puso una cara muy misteriosa y dijo que no con la cabeza.

—Sólo van a dar unas vueltas —se apresuró a decir.

—¡Ah, ya! —dijo el cerillero, frunciendo la boca.

Michael le miró fijamente. «¿Qué otra cosa se podía hacer en un tiovivo aparte de dar unas vueltas?», se preguntó.

—¡Vaya unos cuadros más bonitos que tienes hoy! —dijo Mary Poppins, mirando con admiración las frutas.

—¡Sírvete tú misma! —dijo el cerillero como si tal cosa.

Al oír aquello, Mary Poppins, ante la atónita mirada de los niños, se agachó, cogió la ciruela que había pintada en la acera y le dio un mordisco.

—¿Quieres tú también? —dijo el cerillero, volviéndose hacia Jane.

Jane le miró fijamente.

—Pero, yo… ¿también puedo? —Le parecía imposible.

—¡Prueba a ver!

Se agachó hacia la manzana, y nada más hacerlo, ésta pegó un bote y se le puso en la mano. Jane le dio un mordisco por el lado que estaba más rojo. Tenía un sabor dulcísimo.

—Pero ¿cómo lo hace? —dijo Michael, mirándole asombrado.

—Yo no hago nada —dijo el cerillero—. ¡Es ella! —añadió, señalando a Mary Poppins, que estaba de pie junto al cochecito con un aspecto muy estirado—. Sólo ocurre cuando ella está presente, de eso puedes estar bien seguro —y agachándose, sacó la pera de la acera y se la ofreció a Michael.

—¿Y tú? —dijo Michael, que a pesar de que tenía muchas ganas de comerse la pera no quería parecer un maleducado.

—¡No te preocupes! —dijo el cerillero—. ¡Siempre puedo pintar más! —Y, dicho aquello, arrancó el plátano de la acera, lo peló y le dio una mitad a cada uno de los gemelos.

De pronto, llegó a sus oídos una melodía muy clara y muy dulce que parecía apremiarles.

—Bueno, Bert, tenemos que irnos —dijo Mary Poppins apresuradamente, mientras escondía con mucho cuidado el hueso de la ciruela entre dos de los barrotes de las verjas del parque.

—¿Seguro, Mary? —dijo muy triste el cerillero—. En fin, querida, adiós. ¡Y buena suerte!

—Pero le volverás a ver, ¿no? —dijo Michael, mientras cruzaba la puerta del parque caminando al lado de Mary Poppins.

—¡Puede que sí y puede que no! —dijo escuetamente—. Y, además, no es cosa tuya.

Jane se dio la vuelta y miró hacia atrás. El cerillero seguía de pie junto a su caja de tizas mirando fijamente a Mary Poppins.

—¡Éste es un día muy extraño! —dijo, frunciendo el ceño.

—¿Se puede saber qué tiene de extraño?

—Bueno, todo el mundo se despide y te mira de una forma muy rara.

—¡Las palabras son gratis y los ojos están para mirar! —le soltó Mary Poppins.

Jane se quedó en silencio. Sabía que era inútil intentar hablar con Mary Poppins, porque ella nunca daba explicaciones.

Entonces se le escapó un suspiro. Y como no sabía por qué suspiraba, se puso a correr hacia aquella música atronadora, dejando atrás a Michael, a Mary Poppins y al cochecito.

—¡Espérame! ¡Espérame! —gritó Michael, mientras salía disparado detrás de ella. Tras él se oía el traqueteo del cochecito, al que Mary Poppins empujaba ahora con más fuerza para no perderlos de vista.

Por fin llegaron al tiovivo, que se levantaba en un prado de césped, rodeado de tilos. Era un tiovivo nuevo y resplandeciente, lleno de caballitos que brincaban sujetos a unas barras doradas. Una bandera a rayas ondeaba en lo alto y estaba todo él profusamente decorado con roleos dorados, hojas plateadas y pájaros y estrellas de colores. Lo que les había dicho la señorita Alondra era cierto e incluso se había quedado corta.

Nada más llegar ellos, el tiovivo empezó a aminorar la marcha y finalmente se paró. El guarda del parque, que sin que nadie se lo hubiera pedido se había hecho cargo del asunto, estaba subido al tiovivo, agarrado a una de las barras.

—¡Suban! ¡Suban! ¡A tres peniques el paseo! —proclamaba, dándose aires de importancia.

—¡Ya sé que caballo voy a coger! —dijo Michael, corriendo hacia un caballo azul y escarlata que tenía escrito el nombre «Retozón» en un collar dorado que le colgaba del cuello. Se encaramó a su lomo y se agarró con fuerza a la barra.

—¡No arrojen desperdicios y respeten las ordenanzas! —dijo en tono quisquilloso el guarda, cuando Jane pasó corriendo a su lado.

—¡Yo me pido a «Centella»! —gritó, mientras trepaba a un caballito de un color blanco muy vivo que llevaba ese nombre escrito en un collar rojo.

Mary Poppins sacó a los gemelos del cochecito y puso a Barbara delante de Michael y a John detrás de Jane.

—¿De cuánto quiere el paseo: de un penique, de dos, de tres, de cuatro o de cinco? —dijo el encargado del tiovivo, al acercarse a recoger el dinero.

—De seis —dijo Mary Poppins, entregándole cuatro monedas de seis peniques.

Los niños la miraron entusiasmados. Por primera vez iban a dar un paseo de seis peniques en un tiovivo.

—¡No arrojen desperdicios! —advirtió el guarda, echándole un ojo a los tiques que tenía Mary Poppins en la mano.

—¿Tú no vienes? —le preguntó Michael desde el tiovivo.

—¡Haz el favor de agarrarte fuerte! ¡Fuerte he dicho! —le respondió bruscamente—. ¡Yo cogeré el siguiente turno!

La chimenea del tiovivo soltó un silbido. La música empezó a sonar. Y muy poco a poco, los caballitos comenzaron a moverse.

—¡Haced el favor de sujetaros bien! —gritó con voz severa Mary Poppins.

Y ellos se sujetaron bien.

Los árboles iban pasando a su lado, mientras las barras que atravesaban los caballitos subían y bajaban. Los rayos del sol poniente se derramaban sobre ellos, deslumbrándoles.

—¡Apretaos al asiento! —le oyeron decir a Mary Poppins.

Y ellos se apretaron.

A medida que el tiovivo iba cogiendo velocidad, los árboles giraban cada vez más y más rápido. Michael ciñó los brazos a la cintura de Barbara y Jane echó la mano hacia atrás para sujetar con más fuerza a John. Con el pelo ondeando al aire y el viento golpeándoles el rostro, los niños proseguían su veloz galopada. «Retozón» y «Centella» daban vueltas y vueltas, mientras el parque, oscilando y bamboleándose, giraba y rotaba a su alrededor.

Era como si nunca fueran a parar, como si el tiempo se hubiera detenido y el mundo no fuera más que un círculo de luces y un grupo de caballitos de colores.

El sol se ponía ya en el oeste y la noche empezaba a caer. Pero ellos seguían dando vueltas sin parar, más deprisa cada vez, hasta que finalmente les fue imposible distinguir los árboles del cielo. La tierra entera, con un retumbar profundo, giraba a su alrededor como una peonza.

Nunca en sus vidas volverían Jane, Michael, John y Barbara a estar tan cerca del centro del universo como lo estuvieron durante el tiempo que duró aquella galopada giratoria. Y, en cierto modo, parecían saberlo.

Mientras cabalgaban a la luz del crepúsculo, con la tierra entera girando a su alrededor, en lo más hondo de su ser resonaban las palabras: «¡Nunca volverá a ser igual!». «¡Nunca volverá a ser igual!».

De pronto, los árboles dejaron de ser una mancha verde que daba vueltas y empezaron a distinguirse sus troncos. El cielo se separó de la tierra y el parque dejó de girar. Poco a poco, los caballitos fueron aminorando la marcha y, finalmente, el tiovivo se detuvo.

—¡Suban! ¡Suban! ¡A tres peniques el paseo! —se oía gritar al guarda del parque a lo lejos.

Entumecidos después de una galopada tan larga, los niños bajaron a trompicones del tiovivo. Sus ojos, sin embargo, brillaban y sus voces temblaban de la emoción.

—¡Ha sido maravilloso, maravilloso, maravilloso! —gritaba Jane, mirando a Mary Poppins con ojos relampagueantes, mientras colocaba a John en el cochecito.

—¡Ojalá hubiéramos podido quedarnos ahí para siempre! —exclamó Michael, levantando en brazos a Barbara y poniéndola al lado de John.

Mary Poppins bajó la vista y se les quedó mirando. A la luz del crepúsculo, sus ojos cobraban una calidez y una dulzura desacostumbradas.

—Todo lo bueno se acaba —dijo por segunda vez en un mismo día.

Volvió a alzar la cabeza y miró hacia el tiovivo.

—¡Ahora, es mi turno! —exclamó con júbilo, mientras se agachaba para coger algo del cochecito.

Cuando se enderezó, se quedó mirándoles unos instantes con esa mirada suya que parecía bucear en lo más profundo de las personas y ver lo que estaban pensando.

—¡Michael! —dijo rozándole la mejilla con la mano—. ¡Sé bueno!

Michael la miró lleno de inquietud. ¿Por qué había hecho eso? ¿Qué estaba ocurriendo?

—¡Jane, cuida de Michael y de los gemelos! —dijo Mary Poppins, y cogiéndole suavemente la mano, se la puso en la guía del cochecito.

—¡Suban a bordo! ¡Suban a bordo! —gritó el taquillero.

Las luces del tiovivo se encendieron de golpe.

Mary Poppins se dio la vuelta y, levantando su paraguas con mango de cabeza de loro, gritó:

—¡Ya voy! —Y, acto seguido, cruzó la franja de oscuridad que separaba a los niños del tiovivo.

—¡Mary Poppins! —chilló Jane con un temblor en la voz. De repente, sin que supiera muy bien por qué, tenía miedo.

—¡Mary Poppins! —gritó también Michael, contagiado del miedo de Jane.

Pero Mary Poppins no les hizo caso. Saltó con mucho garbo a la plataforma y, tras auparse al lomo de un caballito pinto que se llamaba «Caramelo», se sentó en una postura muy digna y muy elegante.

—¿Ida o ida y vuelta? —dijo el taquillero.

Durante un instante pareció pensárselo. Dirigió una mirada a los niños y, luego, volvió a mirar al taquillero.

—Quién sabe, a lo mejor alguna vez me hace falta —dijo en tono pensativo—. Déme uno de ida y vuelta.

El taquillero perforó un tique verde y se lo entregó.

Jane y Michael se percataron de que Mary Poppins no le daba ningún dinero a cambio.

La música volvió a sonar, al principio muy baja, más alta luego y, finalmente, con un estruendo salvaje y ensordecedor. Lentamente, los caballitos empezaron a moverse.

Mary Poppins, con la mirada clavada al frente, pasó por delante de los niños. Llevaba la cabeza de loro de su paraguas firmemente sujeta debajo del brazo, las manos, enfundadas en unos guantes inmaculados, se cerraban sobre la barra dorada y delante de ella, colgando del cuello del caballito…

—¡Michael! —chilló Jane, agarrándole con fuerza del brazo—. ¿Ves? ¡Debía llevarla escondida debajo de la manta del cochecito! ¡Es su bolsa de alfombras!

Michael se la quedó mirando.

—¿Crees que…? —empezó a decir en un susurro.

Jane hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—¡Pero si lleva el guardapelo! ¡La cadena no se ha roto! ¡Lo veo perfectamente!

A su espalda, los gemelos empezaron a gimotear, pero Jane y Michael no les hicieron caso. Sus miradas se dirigían llenas de angustia al resplandeciente círculo de caballitos.

El tiovivo había cogido bastante velocidad y, bien pronto, los niños fueron incapaces de distinguir un caballo de otro; ni siquiera reconocían ya a «Retozón» y a «Centella».

En medio de aquella luz giratoria que resplandecía delante de ellos sólo distinguían ya una cosa: una figura oscura, muy digna y estirada, que una y otra vez se les acercaba, pasaba delante de ellos como una exhalación y volvía a desaparecer.

La música retumbaba cada vez con más fuerza. Y más y más rápido era cada vez el movimiento del tiovivo. La figura oscura se acercaba de nuevo montada en su caballo pinto. Pero en esta ocasión, mientras pasaba por delante, un objeto reluciente y brillante se desprendió de su cuello y fue a caer a los pies de los niños.

Jane se agachó para recogerlo. Era el guardapelo de oro, que colgaba del extremo roto de una cadena dorada.

—¡Entonces, es verdad, es verdad! —rompió a gritar Michael—. ¡Ábrelo, Jane!

Con dedos temblorosos, apretó el cierre, y el guardapelo se abrió de golpe. El parpadeo de las luces atravesó el cristal y ante ellos apareció un dibujo de sus propios rostros, apiñados en torno a una figura de pelo negro liso, ojos azules de mirada severa, mejillas sonrosadas y una nariz respingona similar a la de una muñeca holandesa.

«Jane, Michael, John,

Barbara y Annabel Banks

y

Mary Poppins»

leyó Jane en la pequeña cartela que había debajo del cuadro.

—¡Así que eso era lo que había dentro! —dijo Michael apesadumbrado, mientras Jane volvía a cerrar el guardapelo y se lo guardaba en un bolsillo. Ahora se daba cuenta de que ya no cabía ninguna esperanza.

Se volvieron de nuevo hacia la deslumbrante y vertiginosa luz giratoria en que se había convertido el tiovivo, aunque las lágrimas que inundaban ahora sus ojos apenas si les permitían ver nada. Los caballitos más que correr volaban y la música sonaba todavía más atronadora que antes.

Entonces sucedió algo muy extraño. Sonó un toque de trompetas ensordecedor y, sin dejar de girar en ningún momento, el tiovivo al completo se levantó por los aires. Dando vueltas y vueltas, y subiendo cada vez más y más alto, los caballitos, encabezados por «Caramelo» y Mary Poppins, ascendían galopando en círculos. El torbellino de luz se remontaba por encima de los árboles, bañando todas las hojas con un resplandor dorado.

—¡Se va! —dijo Michael.

—¡Ay, Mary Poppins, Mary Poppins! ¡Vuelve! ¡Vuelve! —gritaron los dos, alzando los brazos hacia ella.

Pero su cabeza estaba vuelta en otra dirección; miraba con expresión serena al frente, por encima de la cabeza del caballito, y no dio muestra alguna de haberlos oído.

—¡Mary Poppins! —fue su último y desesperado grito.

Desde lo alto no llegó ninguna respuesta.

El tiovivo, que ya había dejado atrás los árboles, enfilaba ahora directamente hacia las estrellas. Se alejaba y se alejaba, mientras se iba volviendo cada vez más y más pequeño, hasta que la figura de Mary Poppins no fue más que una mota oscura en medio de una rueda de luz.

Surcando el cielo como una flecha, el tiovivo subía y subía, llevándose consigo a Mary Poppins. Finalmente no fue sino una forma diminuta, similar a una estrella, aunque algo más grande, que parpadeaba en el cielo.

A Michael se le escapó un sollozo y rápidamente se puso a revolver en los bolsillos buscando el pañuelo.

—¡Ay, Mary Poppins! ¡Vuelve! ¡Vuelve!

—Tengo tortícolis —dijo, tratando de justificar el sollozo. Pero, al ver que Jane no le miraba, se apresuró a enjugarse las lágrimas.

Jane, sin dejar de mirar aquella brillante forma giratoria, exhaló un suspiro.

Y luego, se dio la vuelta.

—Hay que volver a casa —dijo con firmeza, recordando que Mary Poppins le había dicho que tenía que cuidar de Michael y de los gemelos.

—¡Suban! ¡Suban! ¡A tres peniques el paseo!

El guarda del parque, que durante todo aquel tiempo había estado muy ocupado echando desperdicios en las papeleras, acababa de regresar. Miró al lugar donde antes se encontrara el tiovivo, y pegó un bote. Miró a su alrededor, y los ojos se le pusieron como platos. Miró hacia arriba, y los ojos casi se le salen de las órbitas.

—¡Habrase visto! —gritó—. ¡Hace un momento estaba aquí y ahora resulta que se ha ido! ¡Es intolerable! ¡Va contra los normas! ¡Les va a caer una denuncia que se van a enterar! —dijo, amenazando al cielo con el puño—. ¡Jamás había visto cosa igual! ¡Ni siquiera cuando era niño! ¡Voy a hacer un informe! ¡Se lo voy a decir al alcalde!

Los niños se alejaron en silencio. El tiovivo no había dejado ni rastro de su presencia en el césped, ni siquiera había un trébol tronchado. Aparte del guarda del parque, que seguía ahí pegando gritos y haciendo aspavientos, el claro estaba completamente vacío.

—Cogió un billete de ida y vuelta —dijo Michael, andando lentamente junto al cochecito—. ¿Querrá eso decir que va a volver?

Jane se quedó un momento pensando.

—Puede que si lo deseamos con todas nuestras fuerzas, vuelva —dijo con voz pausada.

—Sí… ¡puede! —repitió Michael, soltando un leve suspiro. Y no volvieron a decir ni una palabra más hasta que llegaron a sus habitaciones.

—¡Es increíble! ¡Increíble! ¡Increíble!

El señor Banks, que venía corriendo por el sendero del jardín, entró como una exhalación en la casa.

—¡Eh! ¿Dónde se ha metido todo el mundo? —gritó, mientras subía los escalones de tres en tres.

—¿Se puede saber qué pasa? —dijo la señora Banks, saliendo a su encuentro a toda prisa.

—¡La cosa más maravillosa que te puedas imaginar! —exclamó, abriendo de golpe la puerta que daba a las habitaciones de los niños—. Ha aparecido una nueva estrella, me he enterado de camino a casa. La más grande que se haya visto jamás. Le he pedido prestado al almirante Boom su catalejo para poder echarle un vistazo. ¡Venga, vamos a verla!

Fue corriendo hasta la ventana y se llevó el catalejo al ojo.

—¡Sí! ¡Sí! —dijo, pegando saltitos de emoción—. ¡Ahí está! ¡Qué maravilla! ¡Qué hermosura! ¡Qué prodigio! ¡Qué joya! ¡Anda, echad un vistazo!

Le pasó a la señora Banks el catalejo.

—¡Niños! —gritó—. ¡Mirad! ¡Hay una nueva estrella!

—Ya lo sé… —empezó a decir Michael—. Pero no es una estrella de verdad. Es…

—¿Que ya lo sabes? ¿Y que no es una estrella? ¿Se puede saber de qué estás hablando?

—No le hagas caso. Hoy tiene el día tonto —dijo la señora Banks—. Bueno, ¿dónde está la estrella esa? ¡Ah, ya la veo! ¡Qué bonita! ¡Desde luego es la más brillante del cielo! ¿De dónde habrá salido? ¡Mirad, niños!

Le pasó el catalejo a Jane y luego a Michael, y mientras miraban por él, distinguieron perfectamente el corro de caballitos de colores, las barras doradas y aquella mancha oscura que, una y otra vez, pasaba fugazmente delante de sus ojos para luego volver a desaparecer.

Se miraron el uno al otro y asintieron con la cabeza. Sabían muy bien que aquella mancha oscura era en realidad una figura de mujer, muy formal y arreglada, que llevaba un abrigo azul con botones dorados, un sombrero de paja y un paraguas con mango en forma de cabeza de loro metido debajo del brazo. Del cielo había venido y al cielo regresaba. Y ni Jane ni Michael tenían la más mínima intención de darle a nadie explicaciones, pues sabían perfectamente que muchas de las cosas que tenían que ver con Mary Poppins nunca podrían ser explicadas.

Alguien llamó a la puerta.

—Discúlpeme, señora —dijo la señora Brill, mientras entraba rápidamente con la cara muy colorada—. Pero hay algo que tiene que saber, verá… Mary Poppins ha vuelto a marcharse.

—¿Cómo, que se ha ido? —dijo la señora Banks con incredulidad.

—Sí, señora, del todo —dijo la señora Brill en tono triunfal—. Sin decir palabra y sin dar aviso. Igual que la otra vez. ¡Si hasta se ha llevado su cama plegable y su bolsa de alfombras! Ni siquiera nos ha dejado su álbum de postales de recuerdo. ¡Ya ve!

—¡Ay, Dios, Dios! —dijo la señora Banks—. ¡Me van a matar a disgustos! ¡Qué desconsiderada, qué… George! —exclamó, volviéndose hacia el señor Banks—. ¡George, Mary Poppins ha vuelto a irse!

—¿Quién? ¿Cómo? ¿Mary Poppins? ¡Bueno, qué más da! ¡Tenemos una nueva estrella!

—¡La nueva estrella no va a encargarse de bañar y vestir a los niños! —dijo muy enfadada la señora Banks.

—¡Pero de noche cuidará de ellos desde la ventana! —exclamó alegremente el señor Banks—. Eso es más importante que lavarlos y vestirlos.

Se dio la vuelta y volvió a coger el catalejo.

—¿Verdad que sí, preciosa? ¿Eh, mi portento? ¿Eh, mi hermosura? —dijo, mirando a la estrella.

Jane y Michael se le arrimaron y, apoyándose en él, se pusieron a contemplar el cielo nocturno desde el alféizar de la ventana.

Allá en lo alto, muy por encima de ellos, aquella grandiosa figura que no paraba de dar vueltas se guardaba para sí su secreto por toda la eternidad.