4. Patas arriba
—¡No os separéis de mí! —dijo Mary Poppins, mientras bajaba del autobús y se disponía a abrir el paraguas al ver que estaba lloviendo a mares.
Jane y Michael bajaron atropelladamente detrás de ella.
—Si no me separo de ti, las gotas del paraguas se me meten por el cuello —se quejó Michael.
—¡Pues no me eches a mí después la culpa si te pierdes y tienes que preguntarle el camino a un guardia! —le soltó Mary Poppins, mientras esquivaba limpiamente un charco.
Al llegar frente a la farmacia de la esquina, se detuvo para verse reflejada en las tres gigantescas botellas que había en el escaparate. Veía una Mary Poppins verde, otra Mary Poppins azul y una tercera Mary Poppins roja, todas a un tiempo. Y cada una de ellas llevaba un flamante bolso de cuero con un cierre dorado.
Mary Poppins se contempló en las tres botellas, y en sus labios se dibujó una sonrisa de placer y satisfacción. Se pasó unos cuantos minutos cambiando el bolso de la mano derecha a la izquierda y poniéndolo en todas las posturas imaginables para ver cómo le quedaba mejor. Finalmente, decidió que, después de todo, donde mejor quedaba era sujeto bajo el brazo. Así es que allí lo dejó.
Jane y Michael, que estaban de pie a su lado, no se atrevían a abrir la boca y se limitaban a lanzarse miradas el uno al otro mientras suspiraban por dentro. Y desde dos de los extremos del paraguas con mango de cabeza de loro, se escurrían unas molestas gotas de lluvia que se les colaban por el cuello.
—Bueno, ya está bien de hacerme esperar —dijo enfadada Mary Poppins, dándoles la espalda a sus tres reflejos: el verde, el azul y el rojo. Jane y Michael se cruzaron una mirada. Jane trató de comunicarle por señas que era mejor que no dijera nada. Movió la cabeza a uno y otro lado y se puso a hacer muecas. Pero Michael no pudo contenerse y saltó:
—No hemos sido nosotros. ¡Eres tú quien nos ha hecho esperar!
—¡Silencio!
Michael no se atrevió a decir nada más. Él y Jane emprendieron penosamente la marcha, uno a cada lado de Mary Poppins. La lluvia caía a chorros, y tras bailotear un rato en lo alto del paraguas, iba a parar a sus sombreros. Jane llevaba bajo el brazo el cuenco Royal Doulton, muy bien envuelto en dos trozos de papel. Se lo iban a llevar al primo de Mary Poppins, el señor Patas, que, según le había dicho Mary Poppins a la señora Banks, se dedicaba a reparar objetos rotos.
—En fin —había dicho la señora Banks, un tanto dubitativa—, espero que haga un buen trabajo, porque hasta que no esté arreglado no podré mirarle a la cara a la tía abuela Caroline.
La tía abuela Caroline le había dado a la señora Banks el cuenco cuando ésta tenía tan sólo tres años, y todo el mundo estaba convencido de que, como se enterara de que se había roto, montaría una de sus famosas escenas.
—Los miembros de mi familia —le había replicado Mary Poppins, acompañando sus palabras con un resoplido— siempre hacen buenos trabajos.
Y mientras decía aquello puso una expresión tan feroz que hizo que la señora Banks se sintiera profundamente incómoda y tuviera que sentarse y pedir que le trajeran una taza de té.
¡Zas!
Era Jane, que había plantado el pie justo en medio de un charco.
—¡Quieres hacer el favor de mirar por dónde vas! —le dijo Mary Poppins con brusquedad, agitando el paraguas y sacudiendo las gotas sobre Jane y Michael—. La que está cayendo es como para que se le parta a uno el corazón.
—Si me lo parto, ¿podrá arreglármelo el señor Patas? —preguntó Michael. Tenía interés en saber si el señor Patas arreglaba de todo o sólo cierto tipo de cosas.
—Una palabra más… ¡y os volvéis los dos a casa! —dijo Mary Poppins.
—Sólo era una pregunta —refunfuñó Michael.
—¡Pues no preguntes!
Mary Poppins soltó un bufido, dobló la esquina a paso rápido y, tras abrir una vieja verja de hierro, llamó a la puerta de una casa muy pequeña y de aspecto destartalado.
—¡Pum, pum, pum, pum! —el sonido hueco de la aldaba resonó por la casa.
—¡Ayayay! —le susurró Jane a Michael—. ¡Mira que si no está!
Pero en ese preciso momento oyeron unos pasos pesados que se acercaban y, al punto, se abrió la puerta con un sonoro traqueteo.
Una mujer oronda y de rostro muy colorado, que más que un ser humano parecía un par de manzanas puestas la una encima de la otra, apareció en el umbral. Tenía el pelo lacio, recogido en lo alto de la cabeza en una especie de moño, y unos labios muy finos con una expresión desagradable y malhumorada.
—¡Vaya, si usted no es Mary Poppins es que yo soy el Papa! —dijo, mirándola fijamente.
No parecía alegrarse mucho de verla. Ni tampoco parecía que a Mary Poppins le alegrara verla a ella.
—¿Está el señor Patas en casa? —preguntó, haciendo caso omiso del comentario de la mujer oronda.
—Bueno, no estoy segura del todo —respondió la mujer oronda en un tono de voz nada amistoso—. Puede que esté y puede que no. Todo depende de cómo se miren las cosas.
Mary Poppins metió un pie dentro de la casa y echó un vistazo a su alrededor.
—¿No es ése su sombrero? —inquirió, señalando un viejo sombrero de fieltro que había colgado en una percha del recibidor.
—Bien, sin duda lo es… en cierto sentido —tuvo que admitir la mujer a regañadientes.
—Entonces es que está en casa —dijo Mary Poppins—. Ningún miembro de mi familia sale a la calle sin sombrero. Somos gente demasiado respetable para hacer semejante cosa.
—Bueno, todo lo que yo puedo decirle es lo que él mismo me dijo esta mañana —dijo la mujer oronda—. «Señorita Tartaleta, puede que esta tarde esté en casa, o puede que no. No hay forma de saberlo». Eso es lo que dijo. Pero será mejor que suba y lo compruebe usted misma. Yo no me dedico al alpinismo.
La mujer oronda bajó la vista hacia su redondeado cuerpo e hizo un gesto negativo con la cabeza. A Jane y a Michael no les resultó difícil comprender que una persona de su peso y complexión procurara subir lo menos posible por una escalera tan estrecha y desvencijada como la del señor Patas.
Mary Poppins soltó un resoplido.
—¡Haced el favor de seguirme! —dijo bruscamente, dirigiéndose a Jane y a Michael, que se apresuraron a subir aquellas crujientes escaleras.
La señorita Tartaleta se quedó en el recibidor, observándoles con una sonrisa de superioridad.
Al llegar al descansillo de más arriba, Mary Poppins llamó a la puerta con la cabeza del mango de su paraguas. No hubo respuesta. Volvió a llamar, esta vez con más brío. Y tampoco hubo respuesta.
—¡Primo Arthur! —llamó por el ojo de la cerradura—. Primo Arthur, ¿estás ahí?
—¡No, he salido! —dijo desde dentro una voz que sonaba muy lejana.
—¿Cómo es posible que haya salido? ¡Si se le oye! —le susurró Michael a Jane.
—¡Primo Arthur! —Mary Poppins repiqueteó con el paraguas sobre la puerta—. Sé que estás ahí.
—¡No, no estoy! —dijo la voz lejana—. Te digo que he salido. ¡Es el segundo lunes del mes!
—¡Dios mío, lo había olvidado! —dijo Mary Poppins, y haciendo girar furiosamente el picaporte, abrió la puerta de golpe.
En un primer momento, todo lo que Jane y Michael alcanzaron a ver fue una amplia habitación, cuyo único mobiliario parecía ser un banco de carpintero que había en un extremo. Sobre él se apilaba una extraña colección de objetos: perros de porcelana sin nariz, flores de madera que habían perdido sus tallos, platos desportillados, muñecas rotas, cuchillos sin mango, banquetas con sólo dos patas. En suma, cualquier cosa en el mundo que fuera susceptible de necesitar un arreglo.
En torno a las paredes de la habitación se levantaban unos estantes que llegaban hasta el techo y que también estaban repletos de porcelana agrietada, cristal roto y juguetes destrozados.
Pero allí no había ni rastro de una persona.
—¡Ay! —dijo Jane decepcionada—. Resulta que es verdad que estaba fuera.
Pero, entretanto, Mary Poppins había salido disparada hacia la ventana que había al otro extremo de la habitación.
—¡Entra inmediatamente, Arthur! ¡Cómo se te ocurre estar ahí fuera con la que está cayendo! ¿Es que no te acuerdas de la bronquitis que cogiste hace dos inviernos?
Y, para gran sorpresa suya, Jane y Michael la vieron agarrar una larga pierna que colgaba sobre el alféizar de la ventana y meter para adentro a un hombre alto, delgado y de aspecto muy triste, que llevaba un luengo bigote con las puntas caídas.
—Debería darte vergüenza —dijo enfadada Mary Poppins, mientras sujetaba con fuerza al señor Patas con una mano y cerraba la ventana con la otra.
—¡Te traemos un trabajo muy importante y es así como te comportas!
—Pero es que no puedo evitarlo —dijo el señor Patas a modo de disculpa, mientras se secaba sus entristecidos ojos con un pañuelo muy grande—. Ya te he dicho que es el segundo lunes del mes.
—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó Michael, mirando al señor Patas con mucho interés.
—¡Ah! —dijo el señor Patas, volviéndose hacia él y estrechándole lánguidamente la mano—. Qué amable de tu parte tomarte tanto interés, qué amable. Te lo agradezco mucho, de verdad. —Hizo una pausa para volver a secarse los ojos—. Verás —prosiguió—, ocurre lo siguiente: el segundo lunes de cada mes todas las cosas me salen del revés.
—¿A qué cosas se refiere? —preguntó Jane, que empezaba a sentir mucha pena por el señor Patas, pero también mucha curiosidad.
—Hoy mismo, sin ir más lejos, es el segundo lunes del mes, ¿no? —dijo el señor Patas—. Pues bien, yo quiero quedarme en casa —porque tengo mucho trabajo pendiente— pero automáticamente me voy fuera. Y si quisiera salir, puedes estar segura de que me quedaría.
—Entiendo —dijo Jane, aunque en realidad le costaba mucho trabajo entender aquello—. Entonces, ¿es por eso por lo que…?
—Así es —asintió el señor Patas—. Os oí subir las escaleras y me entraron unas ganas enormes de estar en casa. Y, por supuesto, tan pronto como ocurrió eso —¡zas!— ¡me salí afuera! Y afuera estaría ahora si Mary Poppins no estuviera sujetándome —dijo, exhalando un profundo suspiro.
»No me ocurre a todas horas, por supuesto. Sólo entre las tres y las seis, pero aun así puede llegar a resultar francamente molesto.
—Seguro que sí —dijo Jane en tono compasivo.
—Y si todo se redujera a una simple cuestión de estar o no estar en casa… —prosiguió tristemente el señor Patas—. Pero es que también me ocurren muchas otras cosas. Que trato de subir las escaleras, pues ahí estoy yo bajándolas a todo correr. Basta con que quiera doblar a la izquierda para que al instante me encuentre haciéndolo a la derecha. Y no hay vez que, cuando quiero ir hacia el oeste, no me encuentre de inmediato marchando hacia el este.
El señor Patas se sonó la nariz.
—Y lo peor de todo —continuó, con los ojos anegados en lágrimas—, es que modifica por completo mi naturaleza. Viéndome ahora ninguno me creeríais si os dijera que soy una persona alegre y satisfecha con su suerte, ¿verdad que no?
Ciertamente el señor Patas tenía un aspecto tan melancólico y acongojado que resultaba imposible creer que alguna vez se hubiera sentido alegre y satisfecho.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué? —preguntó Michael, mirándole a los ojos.
El señor Patas sacudió tristemente la cabeza.
—¡Ay! —dijo en tono solemne—. Porque debería haber sido niña.
Jane y Michael miraron atónitos al señor Patas y, luego, se miraron el uno al otro. ¿Qué quería decir con eso?
—Veréis —les explicó el señor Patas—, mi madre quería una niña, pero llegué yo, y resultó que era niño. Así que todo me salió del revés desde el principio; desde el mismísimo día en que nací, por así decirlo. Y fue precisamente el segundo lunes del mes.
El señor Patas se puso otra vez a gimotear y a soltar débiles sollozos, con el rostro oculto tras el pañuelo.
Jane le dio unas palmaditas en la mano.
Aquello pareció gustarle al señor Patas, aunque no llegara a sonreír.
—Y, claro está —prosiguió—, es un desastre para mi trabajo. ¡Mirad ahí arriba!
Señalaba a uno de los estantes más grandes, en el que se alineaban varios corazones de distintos colores y tamaños, todos ellos rajados, desportillados o completamente rotos.
—Pues bien, ésos tienen que estar listos cuanto antes —dijo el señor Patas—. No os podéis ni imaginar lo mucho que se enfada la gente si no se les devuelven pronto sus corazones. No hay nada que les ponga de peor humor. Y yo es que no me atrevo ni a tocarlos hasta que no den las seis. ¡Sería un desastre… como ocurrió con esas cosas de ahí!
Con un movimiento de la cabeza señaló otro estante. Jane y Michael miraron hacia allí y vieron que estaba repleto de objetos que no habían sido bien arreglados. A una pastorcita de porcelana la había separado de su pastorcito y le había pegado los brazos al cuello de un león de latón; un marinero de juguete, al que había arrancado de su barco, estaba firmemente amarrado a un plato con un dibujo de hojas de sauce, mientras que en el barco, bien sujeto con masilla, había un elefante de franela gris con la trompa enroscada en torno al mástil. Había platillos rotos cuyos trozos habían sido pegados sin respetar el dibujo y una pata de un caballito de madera que estaba sólidamente engarzada a una jarrita de plata de las que se regalan por los bautizos.
—¿Veis? —dijo apesadumbrado el señor Patas, levantando los brazos.
Jane y Michael asintieron. El señor Patas les daba una pena enorme.
—Bueno, eso ahora no importa —le interrumpió Mary Poppins con impaciencia—. Lo que sí que importa es este cuenco. Lo hemos traído para que lo arregles.
Le cogió a Jane el cuenco, y sin dejar de sujetar al señor Patas con una mano, desató la cuerda del paquete con la que le quedaba libre.
—¡Um, un Royal Doulton! —dijo el señor Patas—. Vaya, qué mala pinta tiene esta raja. Es como si le hubieran tirado algo.
Jane se dio cuenta de que al decir el señor Patas aquello se había puesto roja.
—No obstante —prosiguió el señor Patas—, de haber sido cualquier otro día, habría podido arreglarlo. Pero hoy… —dijo en tono dubitativo.
—Tonterías, es sencillísimo. Basta con que pongas un remache aquí, aquí y aquí.
Mary Poppins hablaba señalando al cuenco con la mano y, de repente, se le soltó el señor Patas. Nada más quedarse suelto se puso a dar vueltas en el aire como si fuera una girándula.
—¡Ay! —gritó el señor Patas—. ¿Por qué me has soltado? ¡Otra vez voy a irme!
—¡Cerrad la puerta… rápido! —gritó Mary Poppins. Jane y Michael cruzaron la habitación al vuelo y consiguieron cerrar la puerta justo antes de que el señor Patas la alcanzara. Cuando lo hizo, chocó contra ella y salió rebotado, haciendo unas piruetas muy vistosas, que contrastaban con la profunda tristeza de su semblante.
Finalmente se detuvo, pero quedándose en una postura la mar de extraña. En vez de quedarse de pie, estaba del revés, con la cabeza apoyada en el suelo.
—¡Ay, señor, señor! —dijo el señor Patas, dando patadas al aire lleno de furia—. ¡Ay, señor!
Pero no había forma de que sus pies bajaran al suelo. Se quedaron flotando suavemente en el aire.
—Bueno —comentó el señor Patas con su tono melancólico habitual—, supongo que debo alegrarme de que la cosa no haya sido peor. Esto, sin duda, es mejor —aunque no mucho mejor— que estar colgando allí afuera bajo la lluvia sin un lugar donde sentarme y sin abrigo. Veis —dijo, mirando a Jane y a Michael—, tengo tantas ganas de estar del derecho que, ¡maldita sea mi suerte!, me quedo del revés. En fin, qué se le va a hacer. Ya debería estar acostumbrado. Llevó cuarenta y cinco años así. Anda, pasadme el cuenco.
Michael fue corriendo a cogerle el cuenco a Mary Poppins y lo puso en el suelo junto a la cabeza del señor Patas. Y al hacerlo, tuvo una sensación muy extraña. Parecía como si el suelo quisiera quitarse de encima sus pies y los estuviera empujando hacia arriba.
—¡Ay! —chilló—. Me siento muy raro. ¡Me está ocurriendo algo increíble!
Resultaba que también Michael se había puesto a dar vueltas por el aire como una girándula. Avanzó flotando de arriba abajo por la habitación, hasta que finalmente aterrizó cabeza abajo en el suelo, justo al lado del señor Patas.
—¡Que me aspen! —dijo muy sorprendido el señor Patas, mientras miraba a Michael por el rabillo del ojo—. No tenía ni idea de que esto fuera contagioso. Así que tú también, ¿eh? Por todos los… ¡Eh, tú, alto ahí! ¡Mantente quieta! Si no tienes cuidado me vas a tirar la mercancía de los estantes y después me tocará a mí pagar lo que rompas. ¿Se puede saber qué haces?
Se dirigía ahora a Jane, cuyos pies acababan de desprenderse de la moqueta y habían ascendido vertiginosamente hasta ponérsele por encima de la cabeza. Empezó a dar más y más vueltas —la cabeza por delante y luego los pies— hasta que finalmente se encontró cabeza abajo al otro lado del señor Patas.
—¡Qué raro es todo esto! —dijo el señor Patas—. No tenía yo noticias de que le hubiera ocurrido a nadie hasta ahora. Créeme, no tenía ni idea. Confío en que no te resulte demasiado molesto.
Jane, que no paraba de reírse, se volvió hacia él y se puso a dar patadas al aire.
—¡Qué va! Siempre quise hacer el pino y hasta hoy nunca me había salido. Es comodísimo.
—¡Hum! Me alegro de que haya alguien a quien le guste. Por desgracia no puedo decir lo mismo de mí —dijo muy compungido el señor Patas.
—Pues a mí también me gusta —dijo Michael—. Ojalá pudiera quedarme así toda la vida. Todo se ve tan bonito y tan distinto…
¡Y vaya si lo era! Desde su extraña posición, Jane y Michael veían del revés todos los objetos que había en el banco de carpintero: los perros de porcelana, las muñecas rotas, las banquetas de madera; todos parecían estar haciendo el pino.
—¡Mira! —le susurró Jane a Michael, que trató de volver la cabeza todo lo que pudo. Resultaba que en ese momento, por un agujero que había en los paneles de la pared, salía un ratón. De un salto mortal se plantó en medio de la habitación y se colocó cabeza abajo delante de ellos, sosteniéndose con mucho garbo sobre el hocico.
Durante un rato se quedaron mirándolo muy sorprendidos. Pero, de pronto, Michael dijo:
—¡Jane, mira por la ventana!
Poniendo mucho cuidado, pues la maniobra resultaba bastante complicada, Jane volvió la cabeza y se quedó pasmada al ver que todo lo que había dentro de la habitación, así como todo lo que había fuera, había cambiado. En la calle, todas las casas estaban haciendo el pino; las chimeneas tocaban la acera y las escaleras de la entrada estaban suspendidas en el aire, dejando escapar entre sus peldaños pequeños anillos de humo. A cierta distancia se veía una iglesia que parecía haberse volcado y se sostenía en equilibrio inestable sobre la punta de la aguja del campanario. Y la lluvia, que hasta entonces siempre habían creído que caía del cielo, ascendía a chorros desde el suelo en un copioso chaparrón que todo lo calaba.
—¡Oh, qué hermoso y qué extraño que es todo! —dijo Jane—. Es como estar en otro mundo. ¡Cuánto me alegro de haber venido!
—Os doy las gracias de todo corazón —declaró con voz lastimera el señor Patas—. Hacéis que me sienta mucho mejor. ¡Bueno, vamos a echar un vistazo al cuenco ese!
Alargó la mano para cogerlo, pero, en ese preciso instante, el cuenco pegó un brinco y se puso del revés. Y lo hizo a tal velocidad y de una forma tan graciosa que Jane y Michael no pudieron contener la risa.
—Os puedo asegurar que yo no le veo la gracia al asunto —dijo abatido el señor Patas—. Me va a tocar ponerle los remaches del revés… y si se ven, pues que se vean. Yo no puedo hacer nada más.
Sacó las herramientas del bolsillo y se puso a arreglar el cuenco, sollozando por lo bajo mientras realizaba la tarea.
—¡Hum! —dijo al cabo de un rato Mary Poppins, agachándose para recoger el cuenco—. Bueno, asunto concluido. Ahora tenemos que irnos.
Al oír aquello, el señor Patas se puso a sollozar desconsoladamente.
—¡Está bien, iros! —dijo con amargura—. No hace falta que os quedéis para ayudarme a olvidar mis penas. No hace falta que me tendáis una mano amiga. No lo merezco. Tenía la esperanza de que me haríais el honor de aceptar que os ofreciera un refrigerio. Hay algo de plum cake en una lata del estante de arriba. Pero, al fin y al cabo, quién soy yo para hacerme ilusiones. Tenéis que vivir vuestras propias vidas y no tengo ningún derecho a pediros que os quedéis un rato para alegrarme la mía. Está visto que hoy no es mi día.
Dicho aquello, metió la mano en un bolsillo y se puso a buscar su pañuelo.
—Bueno… —empezó a decir Mary Poppins, interrumpiendo el proceso de abrocharse los guantes.
—¡Venga, Mary Poppins, quédate! —gritaron Jane y Michael al unísono, mientras danzaban ansiosamente con la cabeza.
—¡Si te subes a una silla seguro que alcanzas el plum cake! —dijo Jane, tratando de ayudar.
En ese momento, el señor Patas se rió por primera vez. Se trataba de un sonido un tanto melancólico pero, a fin de cuentas, era una risa.
—¡No necesita silla que valga! —dijo, acompañando sus palabras de una risilla fúnebre y gutural—. Conseguirá lo que quiera y de la forma que quiera, pues buena es ella.
Entonces, ante la mirada atónita de los chicos, Mary Poppins hizo algo la mar de extraño. Se irguió muy tiesa sobre la punta de los pies y, durante un instante, se mantuvo en equilibrio en esa postura. Luego, muy lentamente, y de la forma más majestuosa que se pueda imaginar, describió siete giros en el aire. Fue ascendiendo dando vueltas una y otra vez, con la falda ceñida a los tobillos y el sombrero perfectamente sujeto a la cabeza, hasta llegar al estante de arriba y, una vez allí, cogió el plum cake y bajó dando vueltas hasta aterrizar de cabeza, justo delante del señor Patas y los niños.
—¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra! —gritó encantado Michael. Pero Mary Poppins, desde el suelo, le lanzó tal mirada que Michael pensó que calladito habría estado mucho más mono.
Bajó dando vueltas hasta aterrizar de cabeza, justo delante del señor Patas y los niños
—Gracias, Mary —dijo con voz triste el señor Patas, sin dar ninguna muestra de sorpresa por lo que acababa de suceder.
—¡Anda, cállate! —le espetó Mary Poppins—. Es lo último que pienso hacer por ti hoy.
Y, a continuación, puso la lata del pastel delante del señor Patas.
Nada más dejarla en el suelo, la lata empezó a vibrar y, de pronto, pegó un bote y se puso del revés. Y cada vez que el señor Patas la ponía del derecho, ella volvía a ponerse del revés.
—¡Ay! —dijo con desesperación—. Debía habérmelo imaginado. Hoy nada puede estar del derecho, ni siquiera la lata del pastel. Habrá que cortarla por el fondo para abrirla. Le pediré a…
El señor Patas, avanzando a trompicones sobre su cabeza, se acercó hasta la puerta y pegó un grito por la rendija que se abría en el suelo.
—¡Señorita Tartaleta! ¡Señorita Tartaleta! Siento molestarla, pero… ejem… ¿podría… en fin, querría… bueno, le importaría traerme un abrelatas?
A lo lejos se oyó la voz de la señorita Tartaleta, quejándose amargamente desde el piso de abajo.
—¡Tate! —dijo una voz ronca y potente desde dentro de la habitación—. ¡Tate, nada de tonterías! ¡No moleste a la señora! ¡Esto es trabajo para Polly! ¡El apuesto Polly! ¡El inteligentísimo Polly!
Al volver la cabeza, Jane y Michael se quedaron pasmados, pues la voz provenía de la cabeza de loro que hacía las veces de mango del paraguas de Mary Poppins. Se había puesto a dar vueltas por el aire y se dirigía hacia el pastel. El paraguas aterrizó cabeza abajo sobre la lata, y en menos de dos segundos, ya había abierto un amplio agujero con el pico.
—¡Ya está! —graznó la cabeza de loro con suficiencia—. ¡Polly lo hizo! ¡El apuesto Polly! —Y una amplia sonrisa de satisfacción se fue extendiendo por su pico, mientras se colocaba cabeza abajo junto a Mary Poppins.
—¡Bueno, qué amabilidad la tuya, qué amabilidad! —dijo con su tono sombrío de siempre el señor Patas al ver asomar la oscura corteza del pastel.
Se sacó un cuchillo del bolsillo y cortó un trozo. De pronto, dio un respingo y, tras observar más de cerca el pastel, lanzó una mirada de reproche a Mary Poppins.
—¡Esto es cosa tuya, Mary! No lo niegues. La última vez que se abrió esta lata ahí dentro había un plum cake, y ahora…
—El bizcocho es mucho más digestivo —dijo remilgadamente Mary Poppins—. Haced el favor de comer despacio. ¡No sois unos muertos de hambre! —dijo con brusquedad, dirigiéndose a Jane y a Michael, mientras les pasaba a cada uno un trocito de pastel.
—Todo eso está muy bien —refunfuñó con amargura el señor Patas—. Pero a uno le gustaría poder tomarse de vez en cuando algún que otro trozo de plum cake. Está visto que hoy no es mi día de suerte —el señor Patas se calló de pronto, al oír que alguien llamaba a la puerta.
—¡Adelante! —dijo.
La señorita Tartaleta, más oronda que nunca —si tal cosa fuera posible— y jadeando por el esfuerzo que le había supuesto subir las escaleras, irrumpió en la habitación.
—El abrelatas, señor Patas… —empezó a decir con voz muy seria. Pero, al instante, se calló y se quedó mirando al frente como hipnotizada.
—¡Dios santo! —dijo, abriendo una boca enorme y dejando caer el abrelatas que llevaba en la mano—. ¡He visto de todo en mi vida, pero jamás pensé que llegaría a ver semejante cosa!
Sin dejar de mirar con una expresión de profundo disgusto a los cuatro pares de piernas que se agitaban en el aire, la señorita Tartaleta dio un paso adelante.
—¡Del revés, todos del revés, como moscas en el techo! Ustedes, que se supone que son unas personas respetables. Éste no es lugar para una mujer decente como yo. Ahora mismo abandono esta casa, señor Patas. ¡Dese por avisado!
Y dicho aquello, se dirigió indignada hacia la puerta.
Pero nada más ponerse a andar, el amplio vuelo de la falda que llevaba puesta se cerró sobre sus rollizas piernas y la empujó hasta levantarla del suelo.
Una expresión de angustia y asombro invadió su semblante, y se puso a dar manotazos al aire con auténtico frenesí.
—¡Señor Patas! ¡Señor Patas, se lo ruego! ¡Cójame! ¡Bájeme! ¡Socorro! ¡Socorro! —gritaba la señorita Tartaleta mientras, también ella, empezaba a dar vueltas como una girándula.
—¡Dios bendito, el mundo entero se está poniendo cabeza abajo! ¿Qué hago? ¡Socorro! ¡Socorro! —aulló, mientras comenzaba a dar una segunda vuelta.
Pero cuando completó aquella vuelta, la señorita Tartaleta sufrió una transformación muy curiosa. De su orondo rostro desapareció toda expresión de malhumor y, en su lugar, se iluminó con la más radiante de las sonrisas. Y a medida que seguía girando y girando, para gran sorpresa de los niños, que al verlo dieron un respingo, su pelo lacio se arrugó hasta formar una espesa mata de rizos. Y cuando volvió a hablar, su voz, antes áspera, sonaba dulce como la miel.
—¿Qué me está pasando? —chilló la nueva voz de la señorita Tartaleta—. ¡Me siento como si fuera una pelota! ¡Una pelota dando botes! ¡O un globo! ¡O una tarta de cerezas! —Y llena de felicidad, dejó escapar un chorro de risas.
—¡Ay, por Dios, qué alegre estoy! —gorjeó, mientras trazaba círculos en el aire—. Nunca he disfrutado de la vida, pero a partir de ahora no pienso parar. Ésta es la sensación más agradable del mundo. Le voy a escribir a mi hermana la del pueblo para decírselo, y a mis primos, y a mis tíos, y a mis tías. Les voy a decir a todos que sólo vale la pena vivir del revés, del revés, del revés…
Y cantando alegremente, la señorita Tartaleta siguió dando vueltas por el aire. Jane y Michael la miraban encantados, mientras que el señor Patas no salía de su asombro, porque la señora Tartaleta que él conocía había sido siempre una persona malhumorada y antipática.
—¡Qué raro! ¡Qué raro! —se decía para sus adentros el señor Patas, moviendo la cabeza de un lado a otro, aunque sin dejar de apoyarse en ella.
Entonces volvieron a llamar a la puerta.
—¿Hay alguien ahí que responda al nombre de Patas? —inquirió una voz y, acto seguido, apareció en el umbral el cartero con una carta en la mano. Al contemplar la escena que tenía ante sus ojos se quedó paralizado.
—¡Santo Dios! —dijo, echándose hacia atrás la gorra—. Debo haberme equivocado de sitio. Busco a un caballero sosegado y respetable llamado Patas. Traigo una carta para él. Además, le había prometido a mi mujer que volvería a casa pronto y he roto mi palabra, así que pensé que…
—¡Ja! —dijo el señor Patas desde el suelo—. Si hay algo que no puedo arreglar es una promesa rota. No trabajo ese campo. ¡Lo siento!
El cartero bajó la vista y miró al señor Patas.
—¡Estoy o no estoy soñando! —farfulló—. ¡Dios bendito, esta gente que no para de girar y de dar vueltas y de chillar deben ser una panda de lunáticos!
—¡Venga, señor cartero, deme la carta! Como verá, el señor Patas está ahora ocupado. Venga, déle la carta a la señorita Tartaleta Arriba y póngase del revés para hacerle compañía.
La señorita Tartaleta se acercó girando hasta el cartero y le cogió de la mano. Y, nada más tocarle, los pies del cartero patinaron sobre el suelo y se alzaron en el aire. Y allá que se fueron los dos, cogidos de la mano, dando vueltas y botando como un par de balones.
—¡Qué bonito es esto! —gritaba feliz la señorita Tartaleta—. ¡Ay, querido cartero, por primera vez estamos viendo lo que es vivir! ¡Y la vista es maravillosa! ¡Vamos a dar otra vuelta! ¿Verdad que es fantástico?
—¡Sí! —chillaron Jane y Michael, uniéndose a la danza giratoria del cartero y la señorita Tartaleta.
Al poco tiempo, se les unió también el señor Patas, que, con bastante torpeza, se puso a dar tumbos y vueltas por el aire. Mary Poppins, acompañada de su paraguas, le siguió, girando limpia y acompasadamente y sin perder en ningún momento la compostura. Allí estaban todos, girando y rodando, mientras fuera el mundo entero subía y bajaba, y los gritos de felicidad de la señorita Tartaleta retumbaban por toda la habitación.
La ciudad entera
está del revés,
cantaba, sin parar de dar botes.
Y en los estantes de arriba, los corazones, rotos y rajados, se revolvían y giraban como peonzas; la pastorcilla y su león bailaban con mucha elegancia un vals; el elefante de franela gris se sostenía sobre el barco con la trompa, mientras daba patadas al aire; y el marinero de juguete bailaba una danza escocesa, con la cabeza y no con los pies, mientras evolucionaba con mucho garbo por el plato decorado con hojas de sauce.
—¡Qué feliz soy! —gritaba Jane, mientras iba a toda velocidad de un lado a otro de la habitación.
—¡Anda que yo! —gritaba Michael, dando volteretas por el aire.
El señor Patas se enjugaba los ojos con el pañuelo mientras pegaba botes junto al marco de la ventana.
Mary Poppins y su paraguas no decían nada; se limitaban a deslizarse suavemente por el aire con la cabeza hacia abajo.
—¡Qué felices somos todos! —gritaba la señorita Tartaleta.
Pero el cartero, que en ese momento recobró la voz, no parecía estar muy de acuerdo con ella.
—¡Aquí! —chilló, mientras daba una vuelta—. ¡Socorro! ¡Socorro! ¿Dónde estoy? ¿Quién soy? ¿Qué soy? ¡Ya no lo sé! ¡Estoy perdido! ¡Socorro, ay!
Pero nadie le ayudó, y la mano de la señorita Tartaleta, que le tenía firmemente sujeto, tiró de él y le puso a dar vueltas.
—¡Yo que siempre he llevado una vida tan tranquila y me he comportado como un ciudadano respetable! —se lamentaba—. ¡Ay, qué va a decir mi mujer cuando se entere! ¿Y cómo voy a volver a casa? ¡Socorro! ¡Fuego! ¡Al ladrón!
Y haciendo un esfuerzo supremo, consiguió zafarse de la mano de la señorita Tartaleta de un violento tirón. Dejó caer la carta en la lata del pastel y, dando vueltas por el aire, llegó hasta la puerta y bajó las escaleras cabeza abajo, gritando:
—¡Les voy a denunciar a las autoridades! ¡Voy a llamar a la policía! ¡Voy a hablar con el director general de Correos!
Su voz se fue desvaneciendo a medida que se alejaba dando botes por las escaleras.
«¡Plum, plum, plum, plum, plum!».
Entonces, el reloj de la plaza dio las seis.
Y en ese preciso instante, Jane y de Michael dieron con sus pies en el suelo con un golpe sordo y se encontraron de pie en medio de la habitación con un mareo tremendo.
Mary Poppins se puso del derecho con mucho garbo y se quedó de pie con un aspecto tan elegante y tan pulcro como el de un maniquí.
El paraguas se dio la vuelta y aterrizó de punta.
El señor Patas pataleó frenéticamente hasta conseguir darse la vuelta.
Los corazones del estante se quedaron fijos y quietos, y ni un solo movimiento se apreció ya en la pastorcilla y el león, el elefante de franela gris o el marinero de juguete. Quien los mirara jamás adivinaría que, hacía un instante, estaban todos bailando sobre sus cabezas.
Sólo la señora Tartaleta seguía girando y girando por la habitación con los pies para arriba, riéndose feliz y cantando su canción llena de júbilo:
La ciudad entera está del revés,
del revés,
del revés.
—¡Señorita Tartaleta! ¡Señorita Tartaleta! —gritó el señor Patas, mientras corría hacia ella con un extraño brillo en los ojos. Aprovechando que pasaba girando junto a él, la cogió del brazo y la agarró firmemente hasta conseguir ponerla de pie a su lado.
—¿Cómo dijo que se llamaba? —preguntó el señor Patas, jadeando de emoción.
La señorita Tartaleta se puso roja y le miró tímidamente.
—¡Tartaleta, señor, Tartaleta Arriba!
El señor Patas le cogió de la mano.
—¿Señorita Tartaleta, quiere casarse conmigo y convertirse en la señora Patas Arriba? No se imagina lo mucho que significaría para mí. Además, se ha vuelto usted una persona tan alegre que seguramente tendrá la gentileza de pasar por alto mis segundos lunes de cada mes.
—¿Pasarlos por alto, señor Patas? ¡Pero si serán el mayor de mis placeres! —dijo la señorita Tartaleta—. Hoy he visto el mundo del revés y ahora veo las cosas de otra manera. Le puedo asegurar que me pasaré el mes entero deseando que llegue el segundo lunes.
Se rió tímidamente y le dio la mano que tenía libre al señor Patas. Entonces, para gran alegría de Jane, Michael y Mary Poppins, el señor Patas también se rió.
—Son más de las seis, así que me imagino que ya puede volver a la normalidad —le susurró Michael a Jane.
Jane no le respondió. Estaba mirando al ratón, que había dejado de sostenerse sobre su hocico y corría a toda velocidad camino de su agujero, con un gran trozo de pastel en la boca.
Mary Poppins recogió el cuenco Royal Doulton y empezó a envolverlo.
—Haced el favor de recoger vuestros pañuelos… y poneos derechos los sombreros —les espetó—. Y ahora… —dijo, agarrando el paraguas y metiéndose su bolso nuevo bajo el brazo.
—Ay, no iremos a irnos ya, ¿verdad que no, Mary Poppins? —dijo Michael.
—Es posible que tú estés acostumbrado a pasar toda la noche fuera, pero yo, desde luego, no —dijo, empujándole hacia la puerta.
—¿Seguro que tenéis que iros? —dijo el señor Patas. Pero la verdad es que parecía decirlo por pura cortesía. Ya sólo tenía ojos para la señorita Tartaleta.
Sin embargo, fue la propia señorita Tartaleta quien, atusándose sus rizos y sonriendo de oreja a oreja, se acercó a ellos, y les dijo:
—Vuelvan cuando quieran —y les fue estrechando a todos la mano—. El señor Patas y yo —añadió, bajando la mirada tímidamente y sonrojándose— estaremos en casa a la hora de la merienda todos los segundos lunes de cada mes, ¿verdad que sí, Arthur?
—Bueno, estaremos en casa si no hemos salido… ¡de eso estoy seguro! —dijo el señor Patas.
Él y la señorita Tartaleta se despidieron de Mary Poppins y de los niños desde lo alto de la escalera: la señorita Tartaleta, sonrojada y feliz, y el señor Patas, agarrándola de la mano con aire orgulloso y solemne.
—No sabía que fuera tan sencillo —le dijo Michael a Jane, mientras avanzaban chapoteando por el suelo mojado, cubiertos por el paraguas de Mary Poppins.
—¿A qué te refieres? —dijo Jane.
—A hacer el pino. Voy a practicarlo cuando lleguemos a casa.
—Ojalá nosotros tuviéramos también un segundo lunes del mes —dijo Jane en tono soñador.
—¡Queréis hacer el favor de subir de una vez! —dijo Mary Poppins, que acababa de cerrar el paraguas y estaba empujándoles hacia las escaleras de caracol del autobús.
Se sentaron detrás de Mary Poppins y se pusieron a hablar en voz baja de todo lo que había ocurrido aquella tarde.
Mary Poppins se dio la vuelta y les lanzó una mirada feroz.
—¡Es de mala educación murmurar! ¡Y sentaos derechos, que no sois un par de sacos de patatas! —dijo con furia.
Durante unos minutos permanecieron en silencio. Mary Poppins, que se había sentado al bies, les seguía vigilando con ojos enfadados.
—Tienes una familia la mar de curiosa, ¿no? —le comentó Michael, tratando de iniciar una conversación.
La cabeza de Mary Poppins pegó una sacudida.
—¿Curiosa? ¿Se puede saber qué quieres decir con eso de «curiosa»?
—Bueno, pues… rara. Ya sabes, eso de que el señor Patas dé vueltas como una girándula y haga el pino…
Mary Poppins le miró como si no diera crédito a lo que estaba oyendo.
—No sé si te he entendido bien —empezó a decir, pronunciando cada palabra como si las estuviera mordiendo—, ¿dices que mi primo da vueltas como una girándula? ¿Y que hace…?
—Pero, si es verdad. Lo hemos visto —protestó Michael, poniéndose muy nervioso.
—¿… el pino? ¿Un pariente mío haciendo el pino? ¿Y dando vueltas como uno de esos cachivaches que lanzan fuegos artificiales? —Mary Poppins, a la que parecía haberle costado mucho repetir una afirmación tan espantosa, lanzó una mirada iracunda a Michael.
»Esto… —empezó a decir, mientras Michael se echaba para atrás traspasado por aquella mirada terrible—, esto es la gota que colma el vaso. Primero te portas conmigo de forma insolente y después te pones a insultar a mi familia. Hace falta poco más —Muy Poco Más— para que me despida. ¡Estáis avisados!
Y dicho aquello, se volvió de golpe y les dio la espalda. Pero incluso de espaldas les parecía que nunca la habían visto tan enfadada como lo estaba ahora.
Michael se le acercó un poco.
—Lo… lo siento —dijo.
Desde el asiento de delante no llegó respuesta alguna.
—¡Lo siento, Mary Poppins!
—¡Hum!
—¡Lo siento mucho!
—¡Más te vale! —le replicó, sin dejar de mirar al frente.
Michael se inclinó hacia Jane.
—Pero si lo que he dicho… es verdad, ¿no? —susurró.
Jane hizo un gesto negativo con la cabeza y se llevó un dedo a los labios. Tenía la mirada clavada en el sombrero de Mary Poppins. Al cabo de un rato, cuando estuvo segura de que Mary Poppins no miraba, le señaló el ala del sombrero.
Reluciendo sobre el brillo negro de la paja, había desparramadas unas cuantas migas, las migas amarillentas de un bizcocho, exactamente lo que se espera encontrar en el sombrero de alguien que ha merendado cabeza abajo.
Michael se quedó un rato mirando aquellas migas. Y, luego, se volvió hacia Jane e hizo un gesto afirmativo con la cabeza, como indicándole que la había entendido.
Permanecieron allí sentados, dando botes sobre el asiento mientras el autobús les conducía rugiendo a casa. La espalda de Mary Poppins, muy tiesa y enojada, parecía dirigirles una advertencia silenciosa. No se atrevían a hablar con ella. Pero cada vez que el autobús doblaba una esquina, veían cómo las migas se ponían a dar vueltas como girándulas sobre la reluciente ala de su sombrero.