6. La historia de Robertson Ay

—¡Quieres hacer el favor de andar más deprisa! —dijo Mary Poppins, que iba empujando el cochecito, con los dos gemelos sentados en un extremo y Annabel en el otro, camino de su asiento favorito en el parque.

Se trataba de un asiento verde que había junto al estanque, y Mary Poppins lo había elegido porque, de vez en cuando, podía echarse a un lado y verse reflejada en las aguas. La radiante visión de su rostro entre dos nenúfares le producía siempre un sentimiento muy placentero y la llenaba de orgullo y satisfacción.

Era Michael el que iba rezagado.

—Siempre tenemos que ir deprisa y al final nunca llegamos a ninguna parte —refunfuñó, dirigiéndose a Jane en voz baja, por miedo a que Mary Poppins le oyera.

Mary Poppins se dio la vuelta y le lanzó una mirada furibunda.

—¡Ponte derecho el sombrero!

Michael se lo caló hasta los ojos. El sombrero tenía una cinta, que llevaba impreso el nombre de un barco de la Armada, el H. M. S. Trumpeter, y Michael pensaba que le quedaba muy bien.

Pero Mary Poppins les dirigió a ambos una mirada desdeñosa, y dijo:

—¡Hummm, vaya pintas que lleváis! ¡Parecéis un par de tortugas remolonas con los zapatos sin limpiar!

—Es que hoy es el medio día libre de Robertson Ay y no debe haber tenido tiempo de ocuparse de ellos antes de salir —le explicó Jane.

—¡Bah! ¡Un vago, un perezoso, una calamidad, eso es lo que es! ¡Siempre lo ha sido y siempre lo será! —dijo despiadadamente Mary Poppins, mientras apoyaba el cochecito en el asiento verde.

Tras sacar a los gemelos y arropar a Annabel con la toquilla, contempló su reflejo iluminado por el sol y, mientras se enderezaba el nuevo lazo que llevaba alrededor del cuello, sonrió con superioridad. Finalmente, sacó del cochecito la bolsa de las labores.

—¿Cómo sabes que siempre ha sido un vago? ¿Es que ya conocías a Robertson Ay de antes? —preguntó Jane.

—¡No hagas preguntas y no recibirás una mentira por respuesta! —dijo Mary Poppins con tono sabihondo, mientras empezaba a dar puntadas para un chalequito de lana que le estaba haciendo a John.

—¡Nunca nos cuenta nada de nada! —refunfuñó Michael.

—¡Ya! —suspiró Jane.

Pero pronto se olvidaron de Robertson Ay y se pusieron a jugar al «señor y la señora Banks y sus dos hijos». Jugaron luego a los pieles rojas, y John y Barbara hicieron de sus mujeres indias. Después se convirtieron en funámbulos, utilizando el respaldo del asiento a modo de alambre.

—¡Haced el favor de tener cuidado con mi sombrero! —dijo Mary Poppins. Se trataba de un sombrero marrón que llevaba una pluma de pichón prendida de la cinta.

Poniendo un pie tras otro con mucho cuidado, Michael fue avanzando por el respaldo. Cuando llegó al otro extremo se quitó el sombrero y lo ondeó en el aire.

—¡Jane! —gritó—. Soy el rey del castillo y tú eres…

—¡Espera, Michael! —le interrumpió, y señalando al otro lado del estanque, dijo—: ¡Mira ahí!

Por el sendero que bordeaba el estanque se acercaba una figura alta y delgada que vestía de una forma muy extraña. Llevaba unas calzas a rayas amarillas y rojas, una túnica roja y amarilla con los bordes festoneados y un sombrero rojo y amarillo de ala ancha, rematado en una copa muy picuda.

Jane y Michael miraron con curiosidad a aquella figura que, con paso cansino y errático, avanzaba hacia ellos con las manos metidas en los bolsillos y el sombrero calado.

Iba silbando a pleno pulmón, y cuando estuvo más cerca, se dieron cuenta de que tanto la túnica como el ala del sombrero estaban ribeteadas de cascabeles que repicaban melodiosamente siguiendo el ritmo de sus pasos. Jamás habían visto a una persona más rara y, sin embargo, tenía un aire que les resultaba vagamente familiar.

—Me parece que le he visto antes —dijo Jane, frunciendo el ceño y tratando de hacer memoria.

—Yo también. Pero no consigo acordarme de dónde —Michael hizo equilibrios sobre el respaldo del asiento y siguió mirando.

Arrastrando los pies, y sin dejar de silbar y tintinear, llegó a la altura de Mary Poppins y se apoyó en el cochecito.

—¡Buenos días, Mary! ¿Cómo te va? —dijo, levantando con desgana un dedo y llevándoselo al ala del sombrero.

Mary Poppins alzó la vista de su labor.

—No mejor por el hecho de que tú me lo preguntes —repuso, acompañando sus palabras de un sonoro resoplido.

Jane y Michael no conseguían distinguir el rostro del hombre, pues tenía el ala del sombrero muy bajada, sin embargo, por el tintineo de los cascabeles adivinaron que se estaba riendo.

—Ya veo que estás muy ocupada, como de costumbre —dijo, echando un vistazo a la labor—. Pero tú siempre lo estabas, incluso en la corte. Cuando no estabas quitándole el polvo al trono, estabas haciéndole la cama al rey, y si no era eso, pues entonces es que estabas sacándole brillo a las joyas de la corona. ¡A trabajar no hay quien te gane!

—¡Desde luego no se puede decir lo mismo de ti! —dijo enfadada Mary Poppins.

—¡Ah, ahí te equivocas! —repuso entre risas el desconocido—. Siempre estoy ocupado. ¡No hacer nada me ocupa muchísimo tiempo! De hecho… ¡todo mi tiempo!

Mary Poppins se limitó a fruncir la boca.

Al desconocido aquello le hizo mucha gracia y dejó escapar una risita.

—Bueno, tengo que seguir mi camino. ¡Ya nos veremos algún día de éstos! —dijo, y pasándose un dedo por los cascabeles del gorro, se puso a silbar y se alejó con paso cansino.

Jane y Michael se le quedaron mirando hasta que se perdió de vista.

—¡Sucio rufián! —tronó la voz de Mary Poppins a sus espaldas.

Al darse la vuelta, los niños comprobaron que también ella se había quedado mirando al desconocido.

—¿Quién era ese hombre, Mary Poppins? —preguntó alborotado Michael, mientras pegaba botes sobre el asiento.

—Ya te lo he dicho —le respondió con sequedad—. Tú dices que eres el rey del castillo, pero ni por asomo lo eres. En cambio, él sí que es el sucio rufián.

—¿Cuál, el de la canción? —preguntó Jane, conteniendo el aliento.

—Pero si las canciones no son verdad —protestó Michael—. Y, si lo son, entonces ¿quién es el rey del castillo?

—¡Chis! —dijo Jane, posando la mano sobre el brazo de Michael.

Jane y Michael se sentaron y procuraron moverse lo menos posible, con la esperanza de que, si no hacían ni un ruido, Mary Poppins les contaría toda la historia. Los gemelos, que estaban acurrucados en uno de los extremos del cochecito, miraron a Mary Poppins con expresión solemne, mientras Annabel, tumbada en el otro extremo, dormía profundamente.

El rey del castillo (comenzó a decir Mary Poppins, cruzando las manos sobre el ovillo de lana y poniendo unos ojos que parecían mirar a los niños sin verlos), el rey del castillo vivía en un país tan lejano que la mayoría de la gente jamás había oído hablar de él. Pensad en lo más lejano que se os ocurra, que más lejos aún estará; pensad en el lugar más alto, que más alto estará también; pensad en el lugar más profundo, y todavía más profundo estará este país.

Si tuviera que enumerar todas las riquezas del rey —prosiguió— tendríamos que estarnos aquí sentados hasta el año que viene y, aun así, no habríamos llegado más que a la mitad de la lista de sus tesoros. Era inmensamente rico, absurdamente rico, extravagantemente rico. De hecho, tenía todas las cosas que se pueden hallar en el mundo, excepto una.

Y esa cosa era la sabiduría.

Sus tierras estaban llenas de minas de oro; su pueblo era cortés, rumboso y, por lo general, bastante esplendoroso. Tenía una buena esposa y cuatro hijos regordetes; si es que no eran cinco, pues el rey, que tenía muy mala memoria, nunca se acordaba del número exacto.

Su castillo estaba construido en plata y granito, sus cofres estaban repletos de oro y su corona tenía unos diamantes del tamaño de un huevo de pato.

Tenía también muchas ciudades maravillosas y barcos que surcaban los mares. Y su mano derecha era un Gran Canciller que siempre sabía lo que había que hacer y aconsejaba al rey para que obrara en consecuencia.

Pero lo que era el rey, carecía por completo de sabiduría. Era total y absolutamente estúpido, y lo que es peor… ¡lo sabía! La verdad es que era casi imposible no saberlo, pues todos, desde la reina y el Gran Canciller para abajo, se lo estaban constantemente recordando. Incluso a los conductores de autobuses, a los maquinistas y a los dependientes les costaba mucho trabajo contener las ganas que tenían de demostrarle al rey que ellos también sabían que no era sabio. Y no es que el rey les cayera mal, lo que pasaba es que le desdeñaban.

El rey no tenía la culpa de ser tan estúpido. Desde su infancia había intentado una y otra vez aprender a ser sabio. Pero siempre, incluso de mayor, le ocurría lo mismo: de pronto rompía a llorar en medio de la clase y, tras enjugarse las lágrimas con su estola de armiño, exclamaba:

—¡Sé que nunca se me dará bien esto… nunca! ¿Por qué seguir insistiendo?

A pesar de lo cual, sus profesores seguían insistiendo. Venían de todas las partes del mundo para intentar que el rey del castillo aprendiera algo… aunque sólo fuera que dos más dos son cuatro o que gato se deletrea g-a-t-o. Pero ninguno de ellos conseguía sacar nada de él.

Un buen día a la reina se le ocurrió una idea.

—¡Ofrezcamos una recompensa al profesor que consiga enseñar al rey un poco de sabiduría! —le dijo al Gran Canciller—. Y si pasado un mes no ha tenido éxito se le cortará la cabeza y se expondrá clavada en las rejas de las puertas del castillo para que sirva de advertencia de lo que les ocurrirá a los demás si fracasan.

Y como la mayoría de ellos eran muy pobres, y la recompensa era una gran suma de dinero, los profesores no paraban de venir y de fracasar una y otra vez, hasta que finalmente perdían toda esperanza y, con ella, sus cabezas. De ese modo, las rejas de la puerta del castillo acabaron por estar completamente abarrotadas.

En vista de que las cosas iban de mal en peor, la reina le dijo un día al rey:

—¡Ethelbert! (pues ése era el nombre de pila del rey). Créeme, lo mejor sería que dejarás el gobierno del reino en mis manos y en las del Gran Canciller, pues los dos tenemos unos conocimientos amplísimos.

—¡Pero eso no estaría bien! ¡Al fin y al cabo, es mi reino! —dijo el rey a modo de protesta.

No obstante, acabó por ceder, pues era perfectamente consciente de que la reina era muchísimo más lista que él. Pero le sentaba tan mal tener que recibir órdenes en su propio castillo y que le obligaran a usar el cetro curvo en lugar de su mejor cetro —pues tenía la mala costumbre de mordisquear la empuñadura— que continuó recibiendo a los profesores, para ver si conseguía aprender algo de sabiduría, y llorando amargamente al comprobar que no había manera. Lloraba no sólo por él, sino también por los profesores, porque le apenaba mucho ver sus cabezas clavadas en las rejas de las puertas del castillo.

Cada nuevo profesor que llegaba lo hacía lleno de ilusión y muy seguro de sí, y lo primero que hacía era hacerle al rey una pregunta que no se le hubiera ocurrido a ninguno de los profesores que le habían precedido.

—¿Cuánto son seis más siete, Majestad? —le preguntó en cierta ocasión un profesor, muy joven y apuesto, que había venido desde muy lejos.

Y el rey, poniendo en ello todo su empeño, se quedó un buen rato pensando. Luego, se inclinó hacia adelante y respondió con mucho entusiasmo:

—¡Pues qué van a ser, doce, por supuesto!

—¡Ta, ta, ta! —dijo al Gran Canciller, que se encontraba detrás del trono del rey.

El profesor soltó un gemido.

—¡Seis más siete son trece, Majestad!

—¡Oh, cuánto lo siento! ¡Se lo ruego, profesor, pruebe con otra pregunta! Estoy seguro de que la siguiente me saldrá bien.

—Bueno, veamos, ¿cuánto son cinco más ocho?

—Ummm… mmm… déjeme pensar… No me lo diga, que lo tengo en la punta de la lengua. ¡Sí! ¡Cinco más ocho son once!

—¡Ta, ta, ta! —volvió a decir al Gran Canciller.

—¡TRECE! —gritó el profesor, desesperado.

—Pero, querido amigo, si usted mismo acaba de decirme que seis más siete eran trece, ¿cómo van a serlo también cinco más ocho? Sin duda no puede haber más que un solo número trece, ¿no? —preguntó el rey.

Pero el joven profesor se limitó a hacer un gesto negativo con la cabeza y, tras aflojarse el cuello de la camisa, partió muy abatido en compañía del verdugo.

—Pero, vamos a ver, ¿es que hay más de un número trece? —preguntó acongojado el rey.

El Gran Canciller se alejó de allí hecho una furia.

—Caray, cuánto lo siento, la verdad es que tenía una cara muy agradable. Es una pena que tenga que ir a parar a las rejas —se dijo el rey para sus adentros.

Después de aquello, el rey se puso a estudiar aritmética a fondo, con la esperanza de poder dar las respuestas correctas al próximo profesor que viniera.

Se sentaba junto al puente levadizo, en lo alto de las escalinatas, con las tablas de multiplicar abiertas sobre las rodillas, y las leía en voz alta una y otra vez. Y mientras miraba las tablas todo iba bien, pero en cuanto cerraba los ojos e intentaba recordarlas, todo se iba al garete.

—Siete por uno es siete, siete por dos treinta y tres, siete por tres cuarenta y cinco… —empezó una vez. Y al darse cuenta de que lo había dicho mal, se puso tan furioso que arrojó el libro y sepultó la cabeza en su manto.

—¡Es inútil, es inútil! ¡Nunca seré sabio! —gritó desesperado.

Pero como tampoco iba a pasarse llorando el resto de su vida, se enjugó las lágrimas y se recostó en su trono dorado. Y mientras lo hacía, dio un respingo, porque en ese momento vio a un forastero que, tras apartar al centinela, había cruzado las puertas y se acercaba ahora por el camino que conducía al castillo.

—Hola, ¿quién eres? —preguntó el rey, pues tenía muy mala memoria para las caras.

—Bueno, puestos a preguntar, ¿por qué no me dices primero quién eres tú? —le respondió el desconocido.

—Yo soy el rey del castillo —dijo el rey, alzando el cetro curvo y tratando de darse importancia.

—Pues yo soy el Sucio Rufián —respondió el forastero.

El rey, que no cabía en sí de asombro, le miró con los ojos muy abiertos.

—¿Oye, es eso verdad? ¡Qué interesante! Me alegro mucho de conocerte. Por cierto, ¿sabes tú cuánto son siete por siete?

—Ni idea. ¿Por qué habría de saberlo?

Al oír aquello, el rey soltó un inmenso grito de gozo, y bajando a toda prisa la escalinata, abrazó al forastero.

—¡Por fin! ¡Por fin! ¡He encontrado un amigo! ¡Te quedarás a vivir conmigo! ¡Compartiremos nuestras vidas!

—Pero, Ethelbert, si no es más que un hombre del pueblo —protestó la reina—. No puedes tenerlo aquí.

—Majestad, no puede ser —dijo con severidad el Gran Canciller.

Pero, por una vez, el rey le desafió.

—¡Puede ser y va a ser! —dijo majestuosamente—. ¿Quién es aquí el rey, tú o yo?

—Bueno, en cierto modo vos majestad, por supuesto, pero…

—Muy bien. Pues que le pongan a este hombre un gorro y unos cascabeles, porque va a ser… ¡mi bufón!

—¡Un bufón! —gritó la reina, retorciéndose las manos—. ¡Como si no tuviéramos ya bastantes!

Pero el rey ni se molestó en responderle. Echó el brazo al cuello del forastero y los dos se fueron danzando hacia la puerta del castillo.

—¡Tú primero! —dijo cortésmente el rey.

—¡No, tú! —replicó el forastero.

—¡Pues los dos a la vez entonces! —dijo magnánimo el rey, y entraron el uno al lado del otro.

A partir de aquel día, el rey ya no volvió a intentar aprenderse las lecciones. Hizo una pila con todos sus libros y le prendió fuego en medio del patio de armas, mientras él y su amigo bailaban alrededor de ella, cantando:

¡Yo soy el rey del castillo

y tú eres el Sucio Rufián!

—¿Es ésa la única canción que te sabes? —le preguntó el bufón un día.

—Me temo que sí —dijo tristemente el rey—. ¿Te sabes tú otras?

—¡Pues claro que sí! —dijo el bufón. Y se puso a cantar con una voz muy dulce:

Brillante, brillante

abeja que vuelas,

tíranos miel

para que tengamos cena

y

Suaves y leves sobre la nieve

nueve langostas torpes se mueven

¿Sabes si pueden?

y

Niños y niñas, venid a jugar

sobre las colinas y aún más allá;

la oveja está en el prado, la vaca en el corral.

Que el bebé con su cuna también bajará.

—¡Son preciosas! —gritó el rey, batiendo palmas—. ¡Escucha ahora! ¡Se me acaba de ocurrir una! Dice así:

Todos los perros… patín, patán, patún.

Odian a las ranas… patán, patún, patín.

—¡Um! —soltó el bufón—. ¡No está mal!

—¡Espera! —dijo el rey—. ¡Se me ha ocurrido otra! Y ésta es todavía mejor. ¡Escucha atentamente!

Y cantó:

Arranca una flor

y atrapa una estrella;

las cueces en mantequilla,

melaza y alquitrán,

tra-la-la-la-la…

¡Y qué buenas que están!

—¡Bravo! —chilló el bufón—. ¡Vamos a cantar a dúo!

El bufón y el rey se pusieron a bailar por todo el castillo, cantando las dos canciones del rey, una detrás de otra, al son de una melodía muy especial.

Cuando se cansaron de cantar, se dejaron caer el uno sobre el otro en medio del corredor principal del castillo y se quedaron dormidos.

—¡Cada vez va a peor! —le dijo la reina al Gran Canciller—. ¿Qué vamos a hacer?

—Me han llegado noticias de que el hombre más sabio del reino, el más ilustre de todos los profesores, va a venir mañana —le respondió el Gran Canciller—. ¡Ojalá que él nos pueda ayudar!

Al día siguiente, andando a paso rápido por el camino que conducía al castillo, apareció el Ilustre Profesor con un maletín negro en la mano. Aunque estaba chispeando, toda la corte se había congregado en lo alto de la escalinata para darle la bienvenida.

—¿Tú crees que llevará toda su sabiduría en ese maletín negro? —susurró el rey. Pero el bufón, que estaba sentado junto al trono jugando a las tabas, se limitó a sonreírle, y siguió tirando.

—Con la venia de su majestad, empezaremos por la aritmética —dijo el Ilustre Profesor en un tono muy profesional—. ¿Podría su majestad responderme a esto? Dos hombres y un niño que empujen una carretilla por un campo de tréboles a mediados del mes de febrero, tendrán… ¿cuántas piernas en total?

El rey permaneció unos instantes mirándole fijamente y frotándose la mejilla con el cetro.

El bufón, entretanto, lanzó una taba al aire y con gran destreza volvió a cogerla con el dorso de la muñeca.

—¿Y eso qué más da? —dijo el rey, sonriendo satisfecho.

El Ilustre Profesor pegó un bote y miró atónito al rey.

—La verdad es que da igual —dijo en voz baja el profesor—. Pero, de todos modos, le haré a su majestad otra pregunta. ¿Cómo de profundo es el mar?

—Lo bastante para que un barco pueda navegar sobre él.

El profesor volvió a mirarle fijamente y, mientras lo hacía, su barba pareció vibrar. Estaba sonriendo.

Majestad, ¿en qué se diferencian una piedra de una estrella y un hombre de un pájaro?

—En nada, profesor. Una piedra es una estrella sin brillo. Y un hombre, un pájaro sin alas.

El Ilustre Profesor se acercó un poco más y contempló admirado al rey.

—¿Qué es la mejor cosa del mundo? —preguntó con voz queda.

—No hacer nada —respondió el rey, blandiendo su cetro curvo.

—¡Ay, señor, señor! —gimió la reina—. ¡Esto es horrible!

—¡Ta, ta, ta! —dijo el Gran Canciller.

Pero el Ilustre Profesor subió corriendo los escalones y se puso al lado del rey.

—¿A quién debéis tales enseñanzas, majestad? —preguntó.

El rey señaló con el cetro al bufón, que seguía lanzando tabas al aire.

—Él —dijo el rey de forma muy poco gramatical.

—¿Cómo de profundo es el mar?

El Ilustre Profesor enarcó sus pobladas cejas. El bufón levantó la vista, le dirigió una sonrisa y, luego, lanzó una taba al aire. El profesor se echó hacia delante y la cogió con el dorso de la mano.

—¡Ajá! —gritó—. ¡Yo te conozco! ¡Incluso con ese traje de bufón, reconozco al Sucio Rufián!

—¡Ja, ja, ja! —se rió el bufón.

—¿Qué más os ha enseñado, majestad? —El Ilustre Profesor se había vuelto de nuevo hacia el rey.

—A cantar —respondió el rey, que inmediatamente se levantó y se puso a cantar:

Una vaca blanca y negra

en lo alto de un árbol se sentó,

y si yo fuera ella

entonces no sería yo.

—Muy cierto —dijo el Ilustre Profesor—. ¿Cuál más?

El rey se puso a cantar de nuevo, con voz vibrante y melodiosa:

La tierra gira y gira

y nunca llega a inclinarse,

no vaya a ser que al mar

se le ocurra derramarse.

—Así es —comentó el Ilustre Profesor—. ¿Alguna otra?

—¡Oh, por Dios, claro que sí! —dijo el rey, encantado del éxito que estaba cosechando—. Ahí va otra:

Oh, podría aprender

hasta ponerme morado,

pero me quedaría sin tiempo

para haber pensado.

—O puede que le guste más ésta, profesor:

Nunca daremos la vuelta al mundo,

pues si lo hacemos,

al lugar de donde partimos

volveremos.

El Ilustre Profesor aplaudió.

—Hay una más —dijo el rey—, si es que le apetece oírla.

—¡Cántela, majestad, cántela!

Y el rey ladeó la cabeza hacia el bufón y, con una sonrisa maliciosa, cantó:

Todos los Ilustres Profesores

deberían ser…

estrangulados

nada más nacer.

Al terminar la canción, el Ilustre Profesor prorrumpió en una monumental carcajada y, dejándose caer a los pies del rey, le dijo:

—¡Oh, majestad, vivid eternamente! ¡No tenéis necesidad de mí!

Y sin decir ni una palabra más, descendió por la escalinata a toda prisa y, una vez abajo, se quitó el abrigo, la chaqueta y el chaleco. Acto seguido, se tiró en la hierba y pidió que le trajeran un plato de fresas con nata y una gran jarra de cerveza.

—¡Ta, ta, ta! —dijo escandalizado el Gran Canciller, pues en ese preciso momento todos los cortesanos se lanzaron escaleras abajo y empezaron a quitarse las chaquetas y a revolcarse en la hierba húmeda.

—¡Fresas y cerveza! ¡Fresas y cerveza! —gritaban sedientos.

—¡Dadle a él el premio! —dijo el Ilustre Profesor, dejando de dar sorbos a su cerveza con una pajita para señalar al bufón.

—¡Bah, no lo quiero! —dijo el bufón—. ¿Qué iba a hacer con él? —Y dicho aquello, se puso rápidamente de pie, se guardó en un bolsillo las tabas y empezó a andar con desgana por el camino que salía del castillo.

—¡Eh! ¿Adónde vas? —le gritó con ansiedad el rey.

—¡Oh, da igual, a cualquier parte! —dijo con tono despreocupado el bufón, sin detenerse.

—¡Espérame, espérame! —le dijo el rey, que al tratar de bajar a toda prisa la escalinata se tropezó con la cola de su manto.

—¡Ethelbert! ¿Se puede saber qué haces? ¿Te has olvidado de quién eres? —grito enfurecida la reina.

—¡No, querida, no me he olvidado! —le respondió el rey—. ¡Al contrario, por primera vez en mi vida estoy empezando a recordarlo!

Salió corriendo por el camino y, al llegar a la altura del bufón, le dio un abrazo.

—¡Ethelbert! —llamó de nuevo la reina.

Pero el rey no le hizo ni caso.

Había dejado de llover, a pesar de lo cual brillaba aún en el cielo un resplandor húmedo. Pronto los rayos del sol hicieron brotar un arcoíris, que fue tendiendo su amplia parábola hasta tocar con un extremo el camino del castillo.

—Se me ocurre que podíamos coger ese camino —dijo el bufón, señalando al arcoíris.

—¿Cómo? ¿El arcoíris? Pero… ¿será lo bastante sólido? ¿Nos sostendrá?

—¡Prueba a ver!

El rey echó un vistazo a las relucientes bandas de color violeta, azul, verde y amarillo y, luego, volvió a mirar al bufón.

—¡De acuerdo! ¡Vamos allá! —Y plantó un pie en la senda de colores.

—¡Caray, si me sujeta! —exclamó encantado el rey. Y se puso a correr arcoíris arriba, levantándose con ambas manos la cola de su manto.

—¡Soy el rey del castillo! —cantó triunfalmente.

—¡Y yo soy el Sucio Rufián! —respondió el bufón, corriendo detrás de él.

—Pero… ¡esto es imposible! —dijo el Gran Canciller con un grito ahogado.

El Ilustre Profesor soltó una carcajada y se zampó otra fresa.

—¿Cómo va a ser imposible algo que, como usted mismo puede comprobar, está ocurriendo? —preguntó el profesor.

—¡Pero lo es! ¡Tiene que serlo! ¡Es contrario a todas las leyes! —El rostro del Gran Canciller estaba morado de rabia.

Entonces la reina soltó un grito.

—¡Ay, Ethelbert, vuelve! —le imploró—. ¡Si vuelves te prometo que ya no me importará que seas estúpido!

El rey echó un vistazo por encima del hombro e hizo un gesto negativo con la cabeza. El bufón se desternillaba de risa. Siguieron subiendo y subiendo por el arcoíris sin detenerse ni un solo momento.

De pronto, un objeto curvo y brillante cayó a los pies de la reina. Era el cetro curvo. Un instante después fue la propia corona la que cayó.

La reina alzó los brazos hacia el cielo en actitud de súplica.

Pero, por toda respuesta, el rey, con su voz alta y vibrante, le cantó una canción:

Di adiós, amor.

Nunca llores, amor.

Tú eres sabia, amor y ahora…

¡Yo también lo soy!

El bufón le lanzó una taba con ademán desdeñoso y, luego, dio un empujón al rey para que siguiera la marcha.

El rey se recogió la cola del manto y se puso a correr, seguido muy de cerca por el bufón. Subieron y subieron por aquel brillante camino de colores, hasta que, de pronto, una nube se cruzó entre ellos y la tierra, y la reina, que durante todo aquel tiempo los había estado observando, los perdió completamente de vista.

Tú eres sabia,

amor y ahora…

¡Yo también lo soy!

El eco de la canción del rey regresó flotando por el aire, y aquel último retazo llegó a oídos de la reina cuando el propio rey ya había desaparecido.

—¡Ta, ta, ta! —dijo el Gran Canciller—. ¡Estas cosas, simplemente, no se hacen!

Pero la reina se sentó en el trono vacío y se puso a sollozar.

—¡Ay! —gimió suavemente, ocultando el rostro entre las manos—. Mi rey se ha ido y yo me quedo triste y sola; ya nada volverá a ser igual.

Entretanto, el rey y el bufón habían alcanzado ya la cúspide del arcoíris.

—¡Vaya una escalada! —jadeó el rey, mientras se sentaba y se envolvía en su manto—. Me parece que me voy a quedar aquí un rato… puede que incluso un buen rato. ¡Sigue tú, si quieres!

—¿No te vas a sentir un poco solo? —preguntó el bufón.

—¡No, qué va! ¿Por qué iba a sentirme solo? Aquí se está muy tranquilo y muy bien. Además, siempre puedo ponerme a pensar un poco o, mejor aún, a dormir —y, tras decirlo, se tendió sobre el arcoíris, apoyando la cabeza sobre su manto.

El bufón se agachó y le dio un beso.

—¡Adiós, pues, mi rey! —dijo en voz baja—. Ya no me necesitas.

Dejó al rey durmiendo tranquilamente y descendió silbando hasta el otro extremo del arcoíris.

Una vez allí, se puso de nuevo a vagar por el mundo, como había hecho antes de conocer al rey, cantando y silbando y sin preocuparse de nada que no fuera el momento presente.

En ocasiones, volvía a ponerse al servicio de algún otro rey o de un personaje importante, pero otras veces se mezclaba con la gente común que vivía en estrechas callejas y callejones. A veces vestía espléndidas libreas y otras veces las ropas más zarrapastrosas que jamás se haya visto usar a persona alguna. Pero allá donde iba, siempre llevaba suerte y prosperidad a quien le albergaba bajo su techo.

Mary Poppins dejó de hablar. Durante un instante, sus manos permanecieron inmóviles sobre su regazo, mientras dirigía una mirada perdida hacia el estanque.

Suspiró, se sacudió levemente los hombros y se puso de pie.

—Y ahora… ¡arreando que es gerundio! ¡Nos vamos a casa! —dijo con brío.

Al darse la vuelta, se topó con los ojos de Jane, que la estaban mirando fijamente.

—¡Qué pasa, acaso tengo monos en la cara! —dijo de manera cortante—. ¡Y tú, Michael, bájate de ahí arriba ahora mismo! ¿Es que quieres romperte el cuello y que yo tenga que molestarme en llamar a un guardia?

Ató a los gemelos en el cochecito y, con un movimiento brusco e impaciente, empezó a empujarlo.

Jane y Michael caminaron detrás de ella, tratando de acomodarse a su paso.

—Me pregunto qué fue del rey del castillo cuando desapareció el arcoíris —dijo Michael pensativamente.

—Supongo que se iría con el arcoíris, pero vete tú a saber adónde —dijo Jane—. De todos modos, a , lo que de verdad me gustaría saber es qué pasó con el rufián.

Mary Poppins y el cochecito habían torcido por el paseo de los Olmos. Los niños la siguieron y, nada más doblar la esquina, Michael agarró a Jane de la mano.

—¡Si está ahí! —gritó, señalando a las puertas que había al final del paseo.

Una figura alta y delgada, con una extraña vestimenta de color rojo y amarillo, caminaba con aire arrogante hacia la salida. Se paró un momento y miró a un lado y a otro de la calle del Cerezo, mientras silbaba alegremente. Luego, arrastrando los pies, cruzó la calle y se columpió perezosamente sobre la verja de uno de los jardines.

—¡Pero si es la nuestra! —dijo Jane, que la había reconocido al darse cuenta de que le faltaba un ladrillo—. Se ha metido en nuestro jardín. ¡Corre, Michael! ¡Vamos a alcanzarle!

Salieron al galope en pos de Mary Poppins y del cochecito.

—¡Alto ahí! ¡Nada de juegos! —dijo Mary Poppins, agarrando a Michael del brazo cuando pasaba corriendo a su lado.

—Pero es que queremos… —empezó a decir, tratando de soltarse.

¿Qué he dicho? —exclamó; y le lanzó una mirada tan feroz que Michael no se atrevió a desobedecerla—. Vas a venir andando junto a mí como un buen cristiano. ¡Y tú, Jane, ayúdame a empujar el cochecito!

De mala gana, Jane se puso a caminar a su lado.

Por regla general, Mary Poppins no dejaba que nadie excepto ella empujara el cochecito. Pero Jane tenía la impresión de que hoy estaba haciendo todo lo posible para que no se le adelantaran. Resultaba increíble ver a Mary Poppins, a la que siempre costaba tanto seguir de lo rápido que andaba, avanzando a paso de tortuga por el paseo de los Olmos, deteniéndose cada dos por tres para echar un vistazo a su alrededor y quedándose parada cerca de un minuto junto a una papelera.

Por fin, pasado un tiempo que se les hizo eterno, llegaron a la salida del parque. Mary Poppins se cuidó muy mucho de que no se alejaran de su lado hasta llegar a la verja del número diecisiete. Pero, una vez allí, se separaron de ella y empezaron a correr por todo el jardín.

Se lanzaron a mirar detrás del lilo. ¡Ahí no había nada!

Buscaron entre los rododendros, en el invernadero, en la caseta de las herramientas y en el barril del agua de lluvia. Incluso echaron un vistazo en una manguera enroscada. ¡No había ni rastro del Sucio Rufián!

Aparte de ellos, la única persona que había en el jardín era Robertson Ay. Estaba durmiendo a pierna suelta en medio de la hierba, con la mejilla apoyada en las cuchillas de la cortadora de césped.

—¡Le hemos perdido! —exclamó Michael—. Habrá cogido un atajo y se habrá ido por la parte de atrás. Ya no le volveremos a ver.

Y dicho eso, se volvió hacia la cortadora de césped.

Jane, que estaba de pie junto a ella, miraba tiernamente a Robertson Ay. Llevaba calado hasta los ojos su viejo sombrero de fieltro, cuya copa, de aplastada y arrugada que estaba, había adquirido una forma curva y picuda.

—Me pregunto qué tal le habrá ido en su medio día libre —dijo Michael, hablando en un susurro para no despertarle.

Pero por muy bajo que fuera el susurro, Robertson Ay debió oírlo, pues rebulló un poco y cambió de postura. Al hacerlo, se oyó un leve tintineo, como si no muy lejos de allí alguien hubiera hecho sonar unos cascabeles.

Jane dio un respingo y miró a Michael.

—¿Has oído? —le susurró.

Michael, mirándola fijamente, asintió con la cabeza.

Robertson Ay volvió a moverse y murmuró algo en sueños.

—Una vaca blanca y negra… —masculló— en lo alto de un árbol se sentó… mmm, mmm… entonces no sería yo. ¡Hum…!

Jane y Michael se lanzaron una mirada interrogante por encima de aquel bulto durmiente.

—¡Bah! ¡Quién iba a ser si no!

Mary Poppins, que se les había acercado por la espalda, también estaba mirando a Robertson Ay.

—¡Vago, perezoso, calamidad! —dijo enfadada.

No obstante, tampoco debía de estarlo tanto como parecía a simple vista, pues se sacó el pañuelo del bolsillo y lo deslizó entre la mejilla de Robertson Ay y la cortadora de césped.

—Al menos cuando se despierte tendrá la cara limpia. ¡Vaya una sorpresa que se va a llevar! —dijo con aspereza.

Pero Jane y Michael no dejaron de advertir el cuidado que había puesto en no despertar a Robertson Ay y la dulce expresión de sus ojos cuando se alejó de él.

La siguieron de puntillas, haciéndose señas de complicidad. Cada uno de ellos sabía que el otro también había comprendido.

Mary Poppins empujó el cochecito escaleras arriba y entró en el recibidor. La puerta principal se cerró a su espalda con un leve ruido.

En el jardín, Robertson Ay seguía durmiendo…

Aquella misma noche, cuando Jane y Michael fueron a darle las buenas noches al señor Banks se lo encontraron hecho una furia. Se estaba vistiendo para salir a cenar y sus mejores gemelos no aparecían por ninguna parte.

—¡Por todos los diablos, si están aquí! —exclamó de pronto—. ¡En una lata de betún negro! Pero… ¿cómo diablos ha venido a parar al tocador? Esto es cosa de Robertson Ay. El día menos pensado le despido. ¡No es más que un sucio rufián!

El señor Banks no alcanzó a comprender por qué, al decir aquello, Jane y Michael estallaron en una carcajada de júbilo.