2. La alondra y la señorita Andrew

Era sábado por la tarde.

En el recibidor del número diecisiete de la calle del Cerezo, el señor Banks estaba muy entretenido dándole golpecitos al barómetro y diciéndole a la señora Banks el tiempo que iba a hacer.

—Viento moderado del sur; temperaturas medias; tormentas locales; mar rizada. Previsión: inestable —dijo—. ¡Dios bendito! ¿Qué ha sido eso?

Se había interrumpido al oír un ruido en el piso de arriba, que sonaba a la vez a salto, mamporro y golpetazo.

Por el recodo de la escalera apareció Michael, que bajaba a trompicones, con aspecto de estar enfurruñado y de muy malas pulgas. Detrás de él, con uno de los gemelos en cada brazo, venía Mary Poppins empujándole con la rodilla e impulsándole con un golpe seco de escalón en escalón. Jane, cargada con los sombreros, cerraba la marcha.

—A buen principio no hay mal final. ¡Vamos bajando, por favor! —le decía con voz áspera Mary Poppins.

El señor Banks, al verlos llegar, se desentendió del barómetro y miró hacia arriba.

—Bueno, ¿se puede saber qué te pasa? —preguntó a Michael.

—¡No quiero ir a dar un paseo! ¡Prefiero quedarme jugando con mi nueva locomotora! —dijo Michael, tragando saliva, mientras la rodilla de Mary Poppins le enviaba al siguiente escalón de un golpe.

—¡No digas tonterías, cariño! —dijo la señora Banks—. Claro que quieres ir. Pasear hace que las piernas se te pongan fuertes y largas.

—Pues a mí me gusta más tener piernas cortas —refunfuñó Michael, tropezando pesadamente en el siguiente escalón.

—Cuando yo era niño —dijo el señor Banks—, me encantaba pasear. Todos los días salía con mi institutriz a dar un paseo de ida y vuelta hasta la segunda farola. Y nunca refunfuñaba.

Michael se detuvo en uno de los escalones y se quedó mirando con incredulidad al señor Banks.

—¿Es que alguna vez fuiste niño? —preguntó asombrado.

El señor Banks pareció sentirse muy dolido.

—Pues claro que sí. Un niño muy dulce con rizos rubios, que siempre llevaba un cuello de encaje, pantaloncitos cortos de terciopelo y botitas con botones.

—Cuesta trabajo creerlo —dijo Michael, bajando rápidamente las escaleras por su propio impulso, sin dejar de mirar al señor Banks.

—¿Cómo se llamaba tu institutriz? —le preguntó Jane, mientras bajaba las escaleras corriendo detrás de Michael—. ¿Era simpática?

—¡Se llamaba señorita Andrew y era la gran fiera corrupia!

—¡Chis! —le dijo en tono de reproche la señora Banks.

—Bueno, quiero decir que…, que era muy estricta —dijo el señor Banks, tratando de rectificar—. Y que pensaba que siempre tenía razón. Le encantaba dejar mal a todo el mundo hasta hacer que se sintieran como unos gusanos. ¡Así se las gastaba la señorita Andrew!

De sólo recordar a su antigua institutriz al señor Banks le entraba un sudor frío.

¡Tilín! ¡Tilín! ¡Tilín!

Repicó la campanilla de la entrada, resonando por toda la casa.

El señor Banks fue a la puerta y abrió. En el escalón había un repartidor de la oficina del telégrafo con un aire bastante presuntuoso.

—Telegrama urgente a nombre del señor Banks. ¿Hay respuesta? —dijo, mientras le entregaba un sobre de color naranja.

—Si son buenas noticias te daré una moneda de seis peniques —dijo el señor Banks. A continuación, rasgó el sobre, sacó el telegrama y lo leyó. Y nada más hacerlo se puso blanco.

—No hay respuesta —se limitó a decir.

—¿Y moneda de seis peniques?

—¡Pues claro que no! —dijo con amargura el señor Banks. El muchacho de telégrafos le echó una mirada de reproche y se alejó andando con aire apenado.

—Ay, dime, ¿qué es? —preguntó la señora Banks—. ¿Hay alguien enfermo?

—¡Peor que eso! —dijo muy compungido el señor Banks.

—¿Hemos perdido todo nuestro dinero? —Para entonces, la señora Banks estaba ya tan pálida y angustiada como su marido.

—¡Aún peor! ¿Acaso no anunciaba tormentas el barómetro? ¿Acaso no preveía un tiempo inestable? ¡Escucha!

Estiró el telegrama y lo leyó en voz alta:

«Voy a pasar con ustedes un mes. Llegada esta tarde a las tres. Por favor encender fuego habitación.

EUPHEMIA ANDREW».

—¿Andrew? Pero ¿no era así como se llamaba tu institutriz? —dijo Jane.

—¡Es que es mi institutriz! —dijo el señor Banks, y empezó a andar de un lado para otro dando grandes zancadas y mesándose el poco pelo que le quedaba—. Su nombre de pila es Euphemia. ¡Y viene hoy a las tres!

El señor Banks lanzó un sonoro quejido.

—Pero eso no es una mala noticia —dijo la señora Banks, que se sentía muy aliviada—. Habrá que preparar la habitación de huéspedes, claro, pero eso se hace en un momento. Me gustará tener de invitada a esa buena mujer…

—¿Buena mujer? —rugió el señor Banks—. No sabes de lo que estás hablando. ¿Buena mujer, dices? Por todos los demonios, espera a verla y a ver qué dices entonces. ¡Tú espera a verla!

Y, acto seguido, cogió de un tirón el sombrero y la gabardina.

—¡Cariño, por Dios! —dijo la señora Banks—. Tienes que quedarte para recibirla. Va a pensar que somos unos groseros. ¿Se puede saber adónde vas?

—A cualquier parte y a ninguna parte. ¡Dile que me he muerto! —le replicó con amargura—. Y, con aspecto nervioso y deprimido, salió a toda prisa de la casa.

—Caray, Michael, ¿cómo será la mujer esa? —dijo Jane.

—Por querer saber, la zorra perdió la cola —sentenció Mary Poppins—. ¡Haced el favor de poneros los sombreros!

Instaló a los gemelos en el cochecito y lo fue empujando por el sendero del jardín hasta salir a la calle. Jane y Michael marcharon detrás de ella.

—¿Dónde vamos hoy, Mary Poppins?

—Primero cruzaremos el parque, seguiremos luego la ruta del autobús treinta y nueve, subiremos por High Street, cruzaremos el puente y regresaremos a casa atravesando el viaducto del ferrocarril —les soltó de un tirón.

—Si hacemos eso nos vamos a pasar andando toda la noche —susurró Michael, que caminaba rezagado al lado de Jane—. Y entonces nos perderemos la llegada de la señora Andrew.

—Se va a quedar un mes entero —le recordó Jane.

—Pero yo quiero verla llegar —se quejó Michael, mientras empezaba a arrastrar los pies y a avanzar lentamente por la acera.

—Queréis hacer el favor de andar más rápido —dijo con voz enérgica Mary Poppins—. Salir de paseo con vosotros es como salir con un par de caracoles.

A pesar de lo cual, cuando se pusieron a su altura, los tuvo más de cinco minutos esperándola mientras ella se miraba en el escaparate de una freiduría de pescado.

Llevaba su nueva blusa blanca con puntitos rosas, y su rostro, que veía reflejado entre pilas de pescadillas fritas, rebosaba de orgullo y satisfacción. Se echó un poco hacia atrás el abrigo para que se viera más la blusa y pensó que, en conjunto, nunca se había visto a Mary Poppins más guapa que entonces. Hasta los pescaditos fritos, con sus colas enroscadas dentro de la boca, parecían admirarla con sus grandes ojos redondos.

Mary Poppins dirigió a su reflejo un leve gesto presuntuoso y prosiguió rápidamente la marcha. Hacía un rato que habían dejado atrás High Street y en ese momento se encontraban ya cruzando el puente. No tardaron en llegar al viaducto del ferrocarril, y justo entonces, Jane y Michael se adelantaron corriendo al cochecito y no pararon hasta doblar la esquina que daba a la calle del Cerezo.

—¡Por ahí viene un taxi! —gritó Michael—. Tiene que ser la señorita Andrew.

Se quedaron en la esquina esperando a que llegara Mary Poppins y a que apareciera la señorita Andrew.

Avanzando lentamente por la calle, el taxi llegó a la altura del número diecisiete. El motor se paró con un traqueteo y soltó una especie de gruñido. Lo cual no es de extrañar, pues iba cargado de equipaje desde las ruedas hasta el techo. Llevaba tal cantidad de bultos —en el techo, en la parte de atrás, en los laterales— que apenas se alcanzaba a ver el taxi.

Cestas y maletas sobresalían por las ventanas; varias cajas de sombreros iban atadas a los estribos; y dos grandes bolsas parecían ir sentadas en el asiento del conductor.

Al punto, de debajo de ellas, emergió el conductor en persona. Bajó con mucho cuidado, como si estuviera descendiendo una empinada montaña, y abrió la puerta.

Una caja de botas salió proyectada hacia el exterior, seguida de un gran paquete envuelto en papel marrón, tras el cual vino un paraguas y un bastón unidos por una cuerda. Finalmente, una báscula, que iba sujeta a la vaca, se vino abajo con un gran estrépito y derribó al taxista.

—¡Tenga más cuidado! —gritó una voz estentórea e inmensa desde el interior del taxi—. ¡Es un equipaje muy valioso!

—¡Y yo un taxista muy valioso, no te fastidia! —replicó el conductor mientras se incorporaba y se frotaba el tobillo—. Claro, que eso a usted le debe traer al fresco, ¿no?

—¡Apártese, apártese! ¡Voy a salir! —volvió a gritar aquel vozarrón.

Y en ese preciso instante apareció sobre el estribo del taxi el pie más gigantesco que jamás habían visto los niños. Tras él, llegó el resto de la señorita Andrew.

Vestía un gran abrigo con cuello de pieles y llevaba encasquetado en la cabeza un sombrero masculino de fieltro, del que colgaba flotando un largo velo gris. Con una mano se recogía los pliegues de la falda y con la otra agarraba un objeto circular muy grande, cubierto con un trapo a cuadros.

Los niños se pegaron a la verja y avanzaron sigilosamente, observando con mucho interés aquella imponente figura de nariz ganchuda, semblante adusto y ojos diminutos de mirada enojada que escudriñaban tras el cristal de unas gafas. El sonido de su voz mientras discutía con el taxista estuvo a punto de dejarlos sordos.

—¡Cuatro libras y tres peniques! —decía—. ¡Esto es un abuso! Por esa cantidad se puede dar media vuelta al mundo. No pienso pagarle. Es más, voy a denunciarle a la policía.

El taxista se encogió de hombros.

—Es lo que marca —dijo con calma—. Si sabe leer, léalo usted misma en el taxímetro. Nadie le va a llevar en taxi por amor al arte, al menos no con todo ese equipaje.

La señorita Andrew soltó un bufido y, metiendo la mano en uno de sus enormes bolsillos, sacó un monedero diminuto y le entregó una moneda al taxista. Éste se la quedó mirando y se puso a darle vueltas en la mano como si le pareciera un objeto muy curioso. Luego, con todo descaro, soltó una risotada.

—¿Es la propina? —comentó en tono sarcástico.

—Ni mucho menos. Es el precio de la carrera. Estoy en contra de las propinas —dijo la señorita Andrew.

—¡No me diga! —soltó el taxista, mirándola fijamente. Y hablando para sí, dijo: «Trae equipaje suficiente para llenar la mitad del parque y dice que está en contra de las propinas… ¡valiente arpía está hecha!».

Pero la señorita Andrew no le oyó. Los niños habían llegado ya a la verja de entrada, y ella, haciendo repiquetear los pies, se había dado la vuelta para saludarles, mientras el velo se quedaba ondeando a su espalda.

—¿Y bien? —dijo con brusquedad, mientras sus labios esbozaban una sonrisa—. Supongo que no sabréis quién soy yo.

—¡Oh, claro que sí! —dijo Michael, con su voz más amable, pues estaba verdaderamente encantado de conocer a la señorita Andrew—. ¡Usted es la gran fiera corrupia!

Del cuello de la señorita Andrew pareció brotar un color púrpura oscuro que se fue extendiendo hasta inundar toda su cara.

—¡Eres un niño grosero e impertinente! ¡Pienso decírselo a tu padre!

Michael se mostró muy sorprendido.

—No pretendía ser grosero —empezó a decir—. Precisamente fue papá quien…

—¡Chis! ¡Silencio! ¡Ni se te ocurra contestarme! —dijo la señorita Andrew, mientras se volvía hacia Jane.

—Y tú, supongo, debes ser Jane, ¿no? Um, ese nombre nunca me ha gustado.

—Encantada de conocerla —dijo cortésmente Jane, aunque para sus adentros se estaba diciendo que a ella el nombre de Euphemia tampoco le gustaba nada.

—¡Llevas un traje demasiado corto! —bramó la señorita Andrew—. Y deberías llevar medias. En mis tiempos las niñas nunca llevaban las piernas al aire. Le hablaré de ello a tu madre.

—No me gustan las medias —dijo Jane—. Sólo las llevo en invierno.

—No seas descarada. ¡A los niños se les ve, pero no se les oye! —sentenció la señorita Andrew.

Se inclinó sobre el cochecito y, con su enorme mano, le dio a los gemelos un pellizco en la mejilla a modo de saludo.

John y Barbara se pusieron a llorar.

—¡Bah! ¡Qué modales! —exclamó la señorita Andrew—. Mano dura… ¡eso es lo que les hace falta! —prosiguió, dirigiéndose ahora a Mary Poppins—. Ningún niño bien educado llora de esa manera. Mano dura. Mucha mano dura. No lo olvide.

—Muchas gracias, señora —dijo Mary Poppins con gélida cortesía—, pero yo educo a los niños a mi manera y no acepto consejos de nadie.

La señorita Andrew se la quedó mirando de hito en hito. No parecía dar crédito a sus oídos.

—Jovencita, usted ha perdido la cabeza —dijo la señorita Andrew, irguiéndose—. ¿Cómo se atreve a hablarme así? Me voy a encargar de que sea usted despedida de esta casa inmediatamente. ¡Créame que lo haré!

Abrió de golpe la verja y, sin dejar de soltar bufidos, avanzó a grandes zancadas por el sendero, balanceando furiosamente aquel objeto circular cubierto con un trapo a cuadros.

La señora Banks salió corriendo a recibirla.

—¡Bienvenida, señorita Andrew, bienvenida! —dijo cortésmente—. Qué amable de su parte venir a hacernos una visita. Es un placer tan inesperado… Espero que haya tenido buen viaje.

—Ha sido de lo más desagradable. Nunca me han gustado los viajes —dijo la señorita Andrew, mientras escrutaba el jardín con expresión de enojo.

—¡Es una vergüenza cómo tienen el jardín! —comentó con disgusto—. Siga mi consejo, arranque esas cosas —dijo, señalando a los girasoles— y plante siempre verdes. Dan menos problemas. Se ahorra tiempo y dinero. Y además, dan un aspecto más cuidado. O mejor aún, no ponga jardín. Con un simple patio de cemento vale.

—¡Pero si las flores son lo que más me gusta del mundo! —protestó con delicadeza la señora Banks.

—¡Ridículo! ¡Tonterías! Es usted boba. Y sus hijos son unos maleducados, sobre todo el niño.

—¡Michael, no puedo creerlo! ¿Has sido grosero con la señorita Andrew? Pídele perdón enseguida —la señora Banks estaba empezando a sentirse muy alterada y nerviosa.

—No es verdad, mamá, yo sólo… —trató de explicar Michael, pero el vozarrón de la señorita Andrew le interrumpió.

—Me ha ofendido en lo más hondo —insistió la señorita Andrew—, deberían enviarle inmediatamente a un reformatorio. Y la niña necesita una institutriz. Yo misma la elegiré. Y en cuanto a la joven que cuida de ellos —dijo, haciendo un gesto en dirección a Mary Poppins—, despídala ahora mismo. Es una impertinente, una inepta y no merece la más mínima confianza.

La señora Banks estaba absolutamente horrorizada.

—¡No puede ser, señorita Andrew, usted se equivoca! ¡Todos pensamos que es una joya!

—Usted no entiende de estas cosas. Y sepa que yo nunca me equivoco. ¡Despídala!

Y, dicho aquello, prosiguió su marcha por el sendero.

La señora Banks, muy inquieta y contrariada, se apresuró a seguirla.

—Confío… hummm… que sabremos hacer que se sienta cómoda, señorita Andrew —dijo cortésmente, aunque comenzaba a tener serias dudas de ello.

—¡Pufff, esta casa no vale nada! —soltó la señorita Andrew—. Y se encuentra en un estado lamentable; toda destartalada y llena de desconchados. Llamen a un carpintero. ¿Se puede saber cuándo fue la última vez que encalaron estos escalones? Están hechos un asco.

La señora Banks se mordió los labios. La señorita Andrew estaba convirtiendo su preciosa y confortable casa en un lugar sórdido y cochambroso, y aquello hacía que se sintiera muy desgraciada.

—Mañana mismo mandaré que lo hagan —dijo dócilmente.

—¿Y por qué no hoy mismo? —inquirió la señorita Andrew—. No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy. ¿Y, esta puerta, por qué tiene que estar pintada de blanco? Marrón oscuro, ése es el color apropiado para una puerta. Es más barato y la suciedad se nota menos. ¡Mire todas esas manchas!

Y tras dejar en el suelo el bulto circular, se puso a señalar las manchas de la puerta principal.

—¡Aquí hay una! ¡Y aquí! ¡Y aquí! ¡Por todas partes! ¡Es vergonzoso!

—Me ocuparé de ello inmediatamente —dijo la señora Banks en una voz apenas audible—. ¿Le parece que subamos a su habitación?

La señorita Andrew entró en el recibidor dando un fuerte pisotón.

—Confío en que tenga chimenea.

—Claro que la tiene. Una chimenea estupenda. Sígame, señorita Andrew. Robertson Ay se encargará de subir su equipaje.

—Pues dígale que lo haga con cuidado. Los baúles están llenos de frascos de medicinas. ¡Tengo que cuidarme!

La señorita Andrew se dirigió hacia las escaleras y, una vez allí, le echó un vistazo al recibidor.

—A esta pared hay que cambiarle el papel pintado. Le hablaré a George de ello. Y por cierto, ¿se puede saber por qué no está aquí para recibirme? Es una grosería por su parte. ¡Ya veo que sus modales no han mejorado en lo más mínimo!

Su voz se fue volviendo más débil a medida que se iba alejando escaleras arriba, siguiendo a la señora Banks. A lo lejos, los niños alcanzaban a oír la suave voz de su madre, ofreciéndose humildemente a hacer todo lo que la señorita Andrew le pedía.

Michael se volvió hacia Jane.

—¿Quién es George? —le preguntó.

—Papá.

—Pero si se llama señor Banks.

—Sí, pero su otro nombre es George.

Michael exhaló un suspiro.

—Un mes es un montón de tiempo, ¿verdad, Jane?

—Sí, cuatro semanas y pico —dijo Jane, con la impresión de que un mes con la señorita Andrew se parecería más bien a un año.

Michael se arrimó a ella.

—Oye… —empezó a susurrarle con voz angustiada—, ella no puede hacer que echen a Mary Poppins, ¿verdad que no?

—No, no creo. Pero desde luego es una persona la mar de rara. No me extraña que papá se haya largado.

—¿Rara?

La palabra sonó a sus espaldas con toda la fuerza de una auténtica explosión.

Se dieron la vuelta, y ahí estaba Mary Poppins, siguiendo con una mirada asesina a la señorita Andrew mientras ésta se iba alejando.

—¿Rara? —repitió, acompañando aquella palabra de un larguísimo resoplido—. Esa palabra se queda muy corta. ¡Hum! ¿Conque yo no sé educar a unos niños? ¿Conque soy una impertinente, una inepta y una persona poco de fiar? ¡Esto no va a quedar así!

Jane y Michael estaban acostumbrados a oír a Mary Poppins profiriendo amenazas, pero esta vez había un tono en su voz que nunca habían oído antes. Se la quedaron mirando en silencio, preguntándose en qué pararía todo aquello.

Entonces, un ruido minúsculo, mitad suspiro mitad silbido, se propagó por la habitación.

—¿Qué ha sido eso? —dijo rápidamente Jane.

El sonido volvió a oírse, esta vez un poco más alto. Mary Poppins ladeó la cabeza para escuchar mejor.

Y de nuevo sonó una especie de débil gorjeo, que parecía provenir del umbral de la puerta.

—¡Ajá! —exclamó triunfalmente Mary Poppins—. ¡Creo que ya sé lo que es!

Y con un brusco movimiento, se acercó al bulto circular que se había dejado olvidado la señorita Andrew y, de un pellizco, le quitó el trapo que lo cubría.

Debajo había una jaula de latón, toda limpia y reluciente. En un extremo de la percha, acurrucado bajo sus alas, había un pajarito de color castaño claro. Al derramarse sobre su cabeza la luz del atardecer, parpadeó levemente y, luego, poniendo una cara muy solemne, echó un vistazo a su alrededor con unos ojos muy redondos y muy negros. Al posar su mirada sobre Mary Poppins, dio un respingo, como indicando que la conocía, y abriendo el pico, emitió un gorjeo triste y gutural. Jane y Michael jamás habían escuchado un sonido más lastimero que aquél.

—¿De veras que ella hizo eso? ¡Desde luego! ¡Hay que ver! —exclamó Mary Poppins, mientras asentía con la cabeza en actitud comprensiva.

—¡Pi… pío! —dijo el pajarillo, encogiendo desconsolado las alas.

—¿Cómo? ¡Dos años, dices! ¿En esa jaula? ¡Debería darle vergüenza! —dijo Mary Poppins, con el rostro encendido de furia.

Los niños lo miraban todo atentamente. El pájaro hablaba una lengua que ellos desconocían y, sin embargo, ahí estaba Mary Poppins manteniendo con él una conversación racional como si le comprendiera a la perfección.

—¿Qué dice…? —empezó Michael.

—¡Chis! —dijo Jane, dándole un pellizco en el brazo para que se callara.

Siguieron mirando al pájaro en completo silencio. Un instante después, el pájaro avanzó dando saltitos por la percha para acercarse más a Mary Poppins y entonó una o dos notas en un tono bajo e interrogante.

Mary Poppins asintió.

—Sí, claro que conozco ese prado. ¿Fue allí donde te capturó?

El pájaro dijo que sí con la cabeza y, a continuación, soltó un apresurado trino que sonaba a pregunta.

Mary Poppins se quedó pensando un instante.

—Bueno, no está demasiado lejos. Podrías hacerlo en una hora, poco más o menos. Desde aquí tienes que volar en dirección sur.

El pájaro parecía estar encantado. Se puso a bailar en la percha y a batir las alas lleno de entusiasmo. Entonces volvió a cantar y soltó todo un chorro de notas claras y sonoras, mientras dirigía una mirada implorante a Mary Poppins.

Ésta giró la cabeza y miró con cautela hacia lo alto de las escaleras.

—Bueno, ¿lo hago? ¿Tú qué dices? ¿No oíste cómo me llamaba jovencita? ¡A mí! —exclamó indignada, mientras soltaba un bufido.

Los hombros del pájaro temblaron, como si se estuviera riendo.

—¿Qué vas a hacer, Mary Poppins? —gritó Michael, que ya no podía seguir conteniéndose más—. ¿Qué tipo de pájaro es ése?

—Una alondra —se limitó a decir Mary Poppins y, sin más, hizo girar el pomo de la portezuela de la jaula—. Ésta es la primera vez que ves a una alondra enjaulada… ¡y la última!

Y mientras decía aquello, la portezuela se abrió.

La alondra, dando un grito muy agudo, salió revoloteando de la jaula y fue a posarse sobre el hombro de Mary Poppins.

—¡Hum! —dijo Mary Poppins, volviendo la cabeza—. Me parece a mí que así está mucho mejor.

—¡Pi… piripío! —dijo la alondra para mostrar que estaba de acuerdo.

—Bueno, será mejor que te vayas —le previno Mary Poppins—. Puede bajar en cualquier momento.

Al oír aquello, el pájaro prorrumpió en un torrente ininterrumpido de notas, a la vez que aleteaba sin parar e inclinaba la cabeza una y otra vez.

—¡Vale! ¡Vale! —dijo con brusquedad Mary Poppins—. No hace falta que me des las gracias. Lo he hecho encantada. ¡No soporto ver a una alondra en una jaula! ¡Además, ya oíste lo que dijo de mí!

La alondra se inclinó hacia atrás y batió las alas. Parecía estar riéndose con todas sus ganas. Luego, ladeó la cabeza y se puso en actitud de escuchar.

—¡Ay, casi me olvido! —dijo una voz estentórea desde el piso de arriba—. Me he dejado ahí fuera a Caruso. En esos sucios escalones. Tengo que ir a recogerlo ahora mismo.

Se oyeron los atronadores pasos de la señorita Andrew bajando las escaleras.

—¿Cómo? —dijo en respuesta a una pregunta de la señora Banks—. ¡Oh, Caruso es mi alondra, sí, mi alondra! Le puse ese nombre porque era un cantante maravilloso. ¿Cómo? No, ya no canta, desde que lo cogí en un prado y lo puse en una jaula ha dejado de cantar. No entiendo por qué.

La voz sonaba cada vez más cerca y, a medida que se iba aproximando, se volvía más potente.

—¡Ni soñarlo! —dijo, respondiendo de nuevo a algo que había dicho la señora Banks—. Yo misma lo recogeré. No me fío de esos niños descarados. Oiga, la barandilla necesita que le den lustre. Hágalo sin falta.

Pataplum, pataplum, pataplum, retumbaban los pasos de la señorita Andrew por el recibidor.

—¡Ahí llega! —dijo Mary Poppins entre dientes—. Venga, vete ya —añadió, mientras sacudía levemente el hombro.

—¡Rápido! —grito ansioso Michael.

—¡Deprisa! —dijo Jane.

Con un rápido movimiento, la alondra inclinó la cabeza y se arrancó con el pico una de las plumas del ala.

—¡Pi-iribi-pi-pi! —cantó, mientras prendía la pluma de la cinta del sombrero de Mary Poppins. Luego, desplegó las alas y emprendió el vuelo.

En ese preciso instante, la señorita Andrew apareció en el umbral.

—¿Cómo? —gritó al ver a Jane, Michael y los gemelos—. ¿Que todavía no estáis en la cama? Esto no puede ser. Un niño bien educado debería estar en cama a las cinco —dijo, dirigiendo a Mary Poppins una mirada torva—. Vuestro padre se va a enterar de esto.

A continuación, echó un vistazo a su alrededor.

—A ver… ¿dónde he puesto mi…? —Pero de golpe se interrumpió. Delante de sus pies estaba la jaula, destapada y con la portezuela abierta. Miró hacia abajo como si no diera crédito a lo que veían sus ojos.

—¿Por qué? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Qué? ¿Quién? —dijo, farfullando de rabia. Pero al instante recuperó toda la plenitud de su voz.

—¿Quién le ha quitado la cubierta? —bramó, y el sonido de su voz hizo que los niños se pusieran a temblar.

—¿Quién ha abierto la jaula?

No hubo respuesta.

—¿Dónde está mi alondra?

El silencio se mantuvo mientras la mirada de la señorita Andrew iba pasando de uno a otro niño. Finalmente, sus ojos se posaron acusadores sobre Mary Poppins.

—¡Ha sido usted! —chilló, señalándola con su larguísimo dedo—. ¡Se lo noto en la mirada! ¿Cómo se ha atrevido? Me voy a encargar de que abandone la casa esta misma noche… ¡con todo su equipaje a cuestas! Es usted una descarada, una impertinente, un ser despreciable, una…

¡Pi-piri-pío!

Desde las alturas llegó un leve trino que sonaba a risa. La señorita Andrew levantó la vista. La alondra, batiendo las alas, se mantenía suspendida en el aire justo encima de los girasoles.

—¡Ah, Caruso, estás ahí! —exclamó la señorita Andrew—. ¡Ven para acá! No me hagas esperar. Mira qué limpia y qué bonita está tu jaula, baja para que pueda cerrar la portezuela.

Pero la alondra se limitó a mantenerse suspendida en el aire y empezó a reírse a carcajadas, sacudiendo hacia atrás la cabeza y batiendo las alas contra los costados.

La señorita Andrew se agachó, recogió la jaula y la alzó por encima de su cabeza.

—¿Qué te he dicho, Caruso? ¡Ven aquí inmediatamente! —le ordenó, mientras blandía la jaula. La alondra bajó en picado y, esquivando la jaula, pasó rasando el sombrero de Mary Poppins.

—¡Pi-pío! —dijo, mientras pasaba a toda velocidad junto a ella.

—¡De acuerdo! —dijo Mary Poppins, asintiendo con la cabeza.

—¿Caruso, has oído lo que te he dicho? —gritó la señorita Andrew. Pero en su vozarrón se notaba ya un deje de abatimiento. Puso la jaula en el suelo y trató de atrapar a la alondra con las manos. Pero ésta la esquivó, pasando como una exhalación junto a ella y, luego, con un fuerte impulso de las alas, se remontó a mayor altura.

—¡Déjenme salir! ¡Les digo que me dejen salir!

Desde lo alto, el pájaro vertió un auténtico torrente de notas dirigido a Mary Poppins.

—¡Lista! —le respondió ella.

Y entonces ocurrió algo muy extraño.

Mary Poppins clavó la vista en la señorita Andrew; y ésta, hechizada de pronto por aquella sombría mirada, empezó a temblar. Soltó un pequeño grito ahogado, se tambaleó con aire indeciso hacia delante y, de pronto, salió disparada hacia la jaula y se metió dentro. ¿Qué era lo que había pasado, que la señorita Andrew se había vuelto más pequeña, o que la jaula se había hecho más grande? Ni Jane ni Michael lo sabían con certeza. En cualquier caso, de lo que no cabía duda era de que la portezuela de la jaula, haciendo un leve «clic», se había cerrado dejando dentro a la señorita Andrew.

—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! —gritaba sin parar la señorita Andrew, mientras la alondra descendía sobre la jaula y agarraba la argolla con las patas.

—¿Qué hago aquí? ¿Adónde me llevan? —chillaba la señorita Andrew a medida que la jaula ascendía oscilando por el aire.

—¡No tengo espacio para moverme! ¡Apenas puedo respirar! —gritó.

—¡Tampoco podía él! —dijo con calma Mary Poppins.

La señorita Andrew se puso a sacudir los barrotes de la jaula.

—¡Abran la puerta! ¡Déjenme salir! ¡Les digo que me dejen salir!

—¡Bah! Es poco probable —se burló en voz baja Mary Poppins.

La alondra, sin parar de cantar ni un instante, proseguía su vuelo, remontándose cada vez más y más alto. Colgada de sus patas, la pesada jaula, con la señorita Andrew dentro, ascendía balanceándose y dando unos bandazos que ponían los pelos de punta.

Por encima del cristalino canto de la alondra, se oía a la señorita Andrew aporreando los barrotes y gritando:

—Yo que he sido tan bien educada. Yo que siempre he tenido razón. Yo que nunca me he equivocado. ¡Cómo he podido llegar yo a esto!

Mary Poppins dejó escapar una risita muy extraña.

A la alondra se la veía cada vez más pequeña, pero seguía ascendiendo en círculos, entonando a todo pulmón un canto de victoria. La señorita Andrew y la jaula la seguían trazando idénticos círculos y bamboleándose de un lado a otro como un barco azotado por una tormenta.

—¡Sáquenme de aquí, les digo! ¡Sáquenme de aquí! —se la oía gritar desde las alturas.

De repente, la alondra cambió la dirección de su vuelo. Salió disparada como una flecha hacia un lado y, durante un instante, su canto cesó. Luego, se oyó de nuevo, al tiempo que se desembarazaba de la argolla de la jaula de una sacudida y proseguía su vuelo hacia el sur.

—¡Se va! —dijo Mary Poppins.

—¿Adónde? —preguntaron Jane y Michael.

—¡A su casa… a los prados! —respondió Mary Poppins, mirando hacia arriba.

—¡Pero si ha soltado la jaula! —dijo Michael, que no perdía detalle de lo que ocurría.

Y hacía bien, pues en aquel preciso momento, la jaula, dando bandazos y vueltas de campana, se precipitaba en el vacío. Distinguían perfectamente la figura de la señorita Andrew, ora cabeza arriba ora cabeza abajo, según fueran las vueltas que daba la jaula al caer. Caía y caía, pesada como una piedra, hasta que, finalmente, aterrizó con un sonoro «pum» en el escalón más alto del jardín.

Dando una violenta sacudida, la señorita Andrew arrancó de cuajo la portezuela. Cuando salió, a Jane y a Michael les pareció tan grande como siempre pero mucho más terrorífica que nunca.

Estuvo unos instantes inmóvil, jadeando sin parar, incapaz de pronunciar palabra y con el rostro mucho más encendido de lo que había estado antes.

—¿Cómo se atreve? —dijo con un susurro gutural, mientras extendía un dedo tembloroso y señalaba a Mary Poppins. Pero Jane y Michael se dieron cuenta de que la expresión de sus ojos no era ya de furia y desprecio sino de terror.

—Es usted… es usted —tartamudeó la señorita Andrew con voz ronca—, es usted una chica cruel, irrespetuosa, desagradable, obstinada y perversa. ¿Cómo ha podido usted? ¿Cómo ha podido?

Mary Poppins clavó en ella su mirada. Durante un instante, que pareció durar una eternidad, Mary Poppins, con los ojos entornados, la estuvo contemplando con sed de venganza.

—Usted dijo que yo no sabía educar a los niños. —Mary Poppins pronunció lenta y claramente cada palabra.

La señorita Andrew se echó hacia atrás, temblando de miedo.

—Lo… lo siento —dijo, tragando saliva.

—Que yo era una persona impertinente, inepta y en la que no se podía confiar —dijo Mary Poppins.

—Fue un error. Lo… lo siento —tartamudeó la señorita Andrew.

—¡Que yo era una jovencita! —prosiguió implacable Mary Poppins.

—Lo retiro —resolló la señorita Andrew—. Lo retiro todo. Pero déjeme marchar. No le pido más. —Juntó las manos y dirigió a Mary Poppins una mirada de súplica.

—No puedo seguir aquí —susurró—. ¡No! ¡No! ¡Aquí no! ¡Deje que me vaya!

Mary Poppins se la quedó mirando un rato con expresión pensativa. Luego movió ligeramente la mano hacia fuera y dijo:

—¡Váyase!

La señorita Andrew, aliviada, soltó un grito ahogado.

—¡Gracias! ¡Gracias! —y sin dejar de mirar a Mary Poppins, bajó de espaldas los escalones, tropezando una y otra vez. Luego, se dio la vuelta y avanzó a trompicones por el sendero del jardín.

El taxista, que hasta hacía un momento había estado descargando el equipaje, acababa de arrancar el motor y se disponía a partir.

La señorita Andrew levantó una mano temblorosa.

—¡Espere! —gritó con voz quebrada—. ¡Espéreme! Le daré un billete de diez chelines si me saca de aquí ahora mismo.

El hombre la miró de hito en hito.

—¡Hablo en serio! —dijo con premura—. Mire, —se puso a rebuscar frenéticamente en los bolsillos—. Aquí lo tiene. Cójalo… y vámonos corriendo.

La señorita Andrew entró tambaleándose en el taxi y se desplomó sobre el asiento.

El taxista, con la boca muy abierta, cerró la puerta.

Acto seguido, se apresuró a cargar de nuevo todo el equipaje. Robertson Ay se había quedado dormido encima de una pila de baúles, pero el taxista ni se molestó en despertarle. Lo tiró al sendero y él mismo se ocupó de acabar todo el trabajo.

—¡Vaya, parece que la buena señora se ha llevado un buen susto! ¡En mi vida había visto a nadie en semejante estado! ¡No señor! —murmuró para sus adentros mientras arrancaba.

Pero el taxista no sabía de qué clase de susto se trataba y, por más años que viviera, jamás lo habría adivinado.

—¿Dónde está la señorita Andrew? —dijo la señora Banks, mientras se acercaba corriendo a la puerta principal buscando a su invitada.

—¡Se ha ido! —dijo Michael.

—¡Cómo que se ha ido! —La señora Banks parecía estar profundamente sorprendida.

—No parece que tuviera muchas ganas de quedarse —dijo Jane.

La señora Banks frunció el ceño.

—¿Qué significa esto, Mary Poppins? —le preguntó.

—La verdad, señora, no tengo ni idea —dijo tranquilamente Mary Poppins, como si el tema no le interesara en lo más mínimo. Bajó la vista y se pasó la mano por su blusa nueva para alisar una arruga que acababa de descubrir.

La señora Banks les fue mirando a todos uno por uno y, luego, sacudió la cabeza.

—¡Qué cosa más rara! No entiendo nada.

En ese preciso momento oyeron que la puerta del jardín se abría y volvía a cerrarse con un leve clic. El señor Banks avanzaba de puntillas por el sendero. Vaciló un instante y, cuando todos se volvieron hacia él, se quedó quieto con un pie en el aire.

—¿Qué… ha venido? —susurró angustiado.

—Ha venido y se ha ido —dijo la señora Banks.

El señor Banks la miró fijamente.

—¿Que se ha ido? ¿Lo dices en serio? ¿La señorita Andrew?

La señora Banks asintió con la cabeza.

—¡Dios bendito! ¡Qué alegría! ¡Qué alegría! —Y agarrándose los faldones de la gabardina con ambas manos, se puso a bailar una danza escocesa en medio del sendero. Sin embargo, de pronto se paró.

—¿Pero cómo? ¿Cuándo? ¿Por qué? —preguntó.

—En un taxi, hace un momento, y me imagino que será porque los niños han sido unos groseros. Me dio quejas de ellos. La verdad es que no se me ocurre ninguna otra razón, ¿y a ti, Mary Poppins?

—Tampoco, señora —dijo Mary Poppins, mientras se quitaba con mucho cuidado una mota que había visto en su blusa.

El señor Banks, con cara apenada, se volvió hacia Jane y Michael.

—¿Habéis sido groseros con la señorita Andrew? ¿Con mi institutriz? ¿Con esa buena mujer? Me avergüenzo de vosotros, me avergüenzo en lo más hondo —el tono en que hablaba era muy serio, pero en sus ojos se adivinaba un destello de alegría—. Soy un hombre muy desafortunado —prosiguió, mientras metía las manos en los bolsillos—. Aquí me tenéis, trabajando como un esclavo un día sí y otro también para daros una buena educación, ¿y cómo me lo pagáis? ¡Siendo unos groseros con la señorita Andrew! Es bochornoso. ¡Es intolerable! No sé si seré capaz de perdonaros. Pero —prosiguió, mientras se sacaba del bolsillo dos monedas de seis peniques y les daba una a cada uno— ¡haré todo lo posible por olvidarlo!

Y, dicho eso, se apartó de ellos con una sonrisa en los labios.

—¡Vaya! —exclamó al tropezar con la jaula—. ¿De dónde ha salido esto? ¿De quién es?

Jane, Michael y Mary Poppins permanecieron en silencio.

—Bueno, da igual —dijo el señor Banks—. Ahora es mío. Lo voy a dejar en el jardín para que sirva de guía a mis almortas.

Y, cargado con la jaula, salió fuera silbando alegremente.

—Desde luego, hay que ver qué tejemanejes os traéis —dijo con voz severa Mary Poppins, mientras marchaba detrás de ellos hacia sus habitaciones—. Mira que portarse groseramente con la invitada de vuestro padre.

—¡Pero si no hemos sido groseros! —protestó Michael—. Yo sólo dije que era la gran fiera corrupia y, además, fue él mismo quien la llamó así.

—¿Acaso no es propio de dos niños maleducados hacer que un invitado se vaya cuando acababa de llegar, eh? —inquirió Mary Poppins.

—Pero si no hemos sido nosotros —dijo Jane—. Fuiste tú quien…

—¿Que yo he sido grosera con la invitada de vuestro padre? —Mary Poppins puso los brazos enjarras y lanzó una mirada furibunda a Jane—. ¿Me dices eso y te quedas ahí tan tranquila?

—¡No! ¡No! No fuiste grosera, pero…

—¡Desde luego que no! —replicó Mary Poppins, mientras se quitaba el sombrero y desdoblaba el delantal—. ¡A me educaron como Dios manda! —añadió con un resoplido y, a continuación, se puso a desvestir a los gemelos.

Michael exhaló un suspiro. Sabía que no servía de nada discutir con Mary Poppins.

Miró a Jane y vio que estaba dándole vueltas en la mano a la moneda de seis peniques.

—¡Michael! —dijo—. ¿Sabes qué estoy pensando?

—¿Qué?

—Que papá nos las ha dado porque cree que hemos sido nosotros quienes hemos hecho que se fuera la señorita Andrew.

—Ya lo sé.

—Pero no hemos sido nosotros. ¡Ha sido Mary Poppins!

Michael empezó a arrastrar los pies.

—Entonces, crees que… —empezó a decir inquieto, con la esperanza de que Jane no estuviera pensando lo que él creía que estaba pensando.

—Sí, creo que sí —dijo Jane, asintiendo con la cabeza.

—Pero yo quiero gastarme la mía.

—También yo. Pero no sería justo. En realidad, son suyas.

Michael estuvo dándole vueltas al asunto durante un buen rato y, finalmente, dejó escapar un suspiro.

—Está bien —dijo con pesar, y se sacó la moneda de seis peniques del bolsillo.

Los dos se dirigieron a donde estaba Mary Poppins.

Jane le tendió las monedas.

—¡Toma! —dijo con voz entrecortada—. Nos parece que esto es tuyo.

Mary Poppins cogió las dos monedas y se puso a darles vueltas en la palma de la mano, primero del lado de la cara y luego del de la cruz. De pronto, la mirada de Mary Poppins se cruzó con la suya y los niños tuvieron la sensación de que aquellos ojos les traspasaban y veían lo que estaban pensando. Se quedó así un buen rato, mirándoles los pensamientos.

—¡Bah! —dijo por fin, mientras dejaba caer las dos monedas en los bolsillos del delantal—. A quien cuida los peniques nunca le faltarán las libras.

—Espero que te vengan bien —dijo Michael, mirando apenado los bolsillos de Mary Poppins.

—Yo también lo espero —replicó secamente, mientras iba a preparar los baños.