3. El miércoles malo

«¡TIC-TAC! ¡Tic-Tac!».

El péndulo del reloj de la habitación de los niños oscilaba como una anciana que estuviera dando cabezadas.

«¡Tic-tac! ¡Tic-tac!».

De pronto, el tic-tac se detuvo y el reloj empezó a zumbar y a gruñir, quedamente primero y, luego, con más fuerza, como si le aquejara un gran dolor. Aquel zumbido iba acompañado de unas sacudidas tan violentas que el mantel entero se puso a temblar. Un tarro de mermelada vacío empezó a dar botes, a zarandearse y a temblequear. El cepillo de John, que se habían dejado olvidado allí durante la noche, bailoteaba apoyado sobre sus cerdas. Y el gran cuenco Royal Doulton, un regalo que la tía abuela Carolina le había hecho a la señora Banks por su bautismo, resbaló y se puso de lado, de tal modo que los tres niños jugando a los caballitos que había pintados dentro se quedaron cabeza abajo.

Y después de todo aquello, cuando parecía que el reloj estaba a punto de reventar, empezó a dar la hora.

¡Una! ¡Dos! ¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Seis! ¡Siete!

Al sonar la última campanada, Jane se despertó.

La luz del sol se colaba por una rendija de las cortinas y proyectaba un entramado de franjas doradas sobre el edredón. Jane se incorporó y echó un vistazo a la habitación. De la cama de Michael no llegaba ruido alguno. Los gemelos, metidos en sus cunitas, se chupaban el pulgar y respiraban profundamente.

—Soy la única que está despierta —dijo encantada—. Puedo quedarme aquí tumbada y pensar, y pensar, y pensar.

Dobló las rodillas hasta la altura del mentón y se acurrucó en la cama como si se estuviera colocando en un nido.

—¡Ahora soy un pájaro! —se dijo—. Acabo de poner siete preciosos huevos blancos y estoy sentada sobre ellos, cubriéndolos con las alas y empollándolos. ¡Clo-clo! ¡Clo-clo! —añadió, cloqueando como una gallina.

—Y después de mucho tiempo, una media hora, poco más o menos, se oirá un leve pitido, luego un golpecito, y los huevos se abrirán. Y entonces saltarán fuera siete pollitos: tres amarillos, dos pardos y dos…

—¡Hora de levantarse!

Mary Poppins apareció como por ensalmo y, de un tirón, le quitó la ropa de cama de los hombros.

—¡Oh, no, no! —refunfuñó Jane, volviéndosela a subir.

Estaba enfadada con Mary Poppins por haber irrumpido así y haberlo estropeado todo.

—¡No quiero levantarme! —dijo, mientras se cubría la cara con la almohada.

—¿De veras? —dijo con calma Mary Poppins, como si aquel comentario no le interesara en lo más mínimo. Y, acto seguido, agarró toda la ropa y tiró de ella hasta arrancarla de la cama, dejando a Jane de pie en medio del suelo.

—¿Por qué tengo ser siempre yo la primera en levantarse? —refunfuñó.

—Porque eres la mayor, precisamente por eso. —Mary Poppins la empujó hacia el cuarto de baño.

—Pero yo no quiero ser la mayor. ¿Por qué no puede ser Michael el mayor alguna vez?

—Porque tú naciste antes, ¿entiendes?

—Bueno, yo no lo pedí. Estoy harta de haber nacido antes. Quería pensar.

—Puedes pensar mientras te lavas los dientes.

—Pero no los mismos pensamientos.

—¿Y quién quiere pensar siempre los mismos pensamientos?

—Yo sí.

Mary Poppins le lanzó una de sus miradas de odio.

—¡Ni una palabra más! —Y por su tono de su voz, Jane se dio cuenta de que hablaba muy en serio.

Mary Poppins se alejó rápidamente para ir a despertar a Michael.

Jane dejó el cepillo de dientes y se sentó en el bordillo de la bañera.

—No es justo —refunfuñó, golpeando los pies contra el suelo de linóleo—. ¡Mira que obligarme a hacer todas esas cosas horribles, sólo porque soy la mayor! ¡Pues no pienso limpiarme los dientes!

Y de pronto se dio cuenta de lo sorprendente que era aquel comportamiento suyo. Normalmente estaba muy contenta de ser mayor que Michael y que los gemelos. Le hacía sentirse superior y mucho más importante. Pero hoy… ¿qué le pasaba hoy?, ¿por qué estaba de tan mal humor?

—¡Si Michael hubiera nacido antes me habría dado tiempo a incubar los huevos! —rezongó para sus adentros, con la sensación de que el día había empezado fatal.

Por desgracia, en vez de ir a mejor, no hizo sino empeorar a partir de entonces.

Durante el desayuno, Mary Poppins se dio cuenta de que sólo había arroz inflado para tres.

—Bueno, Jane tomará papilla de copos de avena —dijo, mientras ponía los platos y resoplaba enfadada, porque no le gustaba preparar los copos de avena; siempre quedaban demasiados grumos.

—¿Pero, por qué yo? —se quejó Jane—. Yo quiero arroz inflado.

Mary Poppins le lanzó una mirada feroz.

—¡Porque eres la mayor!

Otra vez le venían con ésas. Otra vez había salido la dichosa palabrita. Se puso a darle puntapiés a la pata de su silla por debajo de la mesa, con la esperanza de que acabaría por arrancarle el barniz, y se comió los copos de avena todo lo lentamente que se atrevió. Les daba vueltas y vueltas en la boca, tragando la menor cantidad posible. Si al final resultaba que se moría de hambre, ellos tendrían la culpa. ¡Entonces sí que lo sentirían!

—¿Qué día es hoy? —preguntó Michael alegremente, mientras rebañaba las últimas cucharadas de arroz inflado.

—Miércoles —dijo Mary Poppins—. Y no rebañes también el dibujo del cuenco, ¿quieres?

—¡Qué bien, entonces es hoy cuando vamos a merendar con la señorita Alondra!

Sólo si os portáis bien —dijo Mary Poppins con voz tétrica, como si no le pareciera que semejante cosa fuera posible.

Pero Michael tenía un día muy alegre, y ni se dio cuenta.

—¡Miércoles! —gritó, dándole golpes a la mesa con la cuchara—. Ése es el día en que nació Jane. «Niño de miércoles, vaya desgracia». ¡Por eso Jane ha tomado copos de avena en vez de arroz inflado! —dijo Michael con malicia.

Jane frunció el ceño y le soltó una patada por debajo de la mesa. Pero Michael apartó a tiempo las piernas y se puso a reír.

—«¡Niño de lunes, cara de ángel, niño de martes, lleno de gracia!» —canturreó—. Eso también es verdad. Los gemelos nacieron en martes y son muy graciosos. Y como yo soy del lunes, pues tengo cara de ángel.

Jane soltó una risa burlona.

—Claro que la tengo —insistió—. Se lo oí decir una vez a la señora Brill. Le dijo a Ellen que era tan guapo como una moneda de media corona.

—Pues eso no es ser demasiado guapo —dijo Jane—. Y, además, tienes la nariz respingona.

Michael le lanzó una mirada de reproche. Y una vez más Jane se quedó sorprendidísima. En cualquier otro momento se habría mostrado completamente de acuerdo con él, pues la verdad era que Michael siempre le había parecido un chico muy guapo. Pero, en esta ocasión, le dijo cruelmente:

—Sí, señor, y además tienes los pies torcidos para dentro. ¡Patizambo! ¡Patizambo!

Michael se abalanzó sobre ella.

—¡Esto es lo último que te consiento! —dijo Mary Poppins, mirando enfurecida a Jane—. Y, por cierto, la única persona en esta casa que es una auténtica belleza es… —hizo una pausa y contempló orgullosa su reflejo en el espejo.

—¿Quién? —preguntaron Jane y Michael al unísono.

—¡Nadie que se apellide Banks, desde luego! —replicó Mary Poppins—. ¿Está claro?

Michael dirigió una mirada a Jane, como solía hacer siempre que Mary Poppins soltaba uno de sus extraños comentarios. Pero Jane, aunque se percató de su mirada, hizo como si no la hubiera visto. Se dio la vuelta y cogió su caja de pinturas del armario de arriba.

—¿Te apetece jugar a los trenes? —le preguntó Michael, tratando de ser amable.

—No, no me apetece. Quiero jugar sola.

—Bueno, tesoros, ¿cómo estáis esta mañana?

La señora Banks entró corriendo en la habitación y les dio un beso a cada uno a toda velocidad. Estaba siempre tan ocupada que no tenía tiempo de ir andando a ninguna parte.

—Michael, necesitas unas zapatillas nuevas, con ésas te asoman ya los dedos por delante. Mary Poppins, esos rizos de John tienen que desaparecer. ¡Barbara, cariño, no te chupes el pulgar! Jane, vete corriendo al piso de abajo y dile a la señora Brill que no le dé un baño de caramelo al plum cake. Quiero un plum cake sencillo.

«Ya están otra vez reventándome el día», se dijo Jane para sus adentros. Tan pronto como se ponía a hacer algo, venía alguien y le obligaba a hacer otra cosa.

—¿Mamá, tengo que hacerlo? ¿Por qué no va Michael?

La señora Banks se quedó muy sorprendida.

—¡Yo creía que te gustaba ayudar! A Michael siempre se le olvidan los recados. Y, además, tú eres la mayor. ¡Venga, date prisa!

Jane bajó las escaleras con toda la lentitud del mundo. Tenía la esperanza de que la señora Brill ya habría puesto el baño de caramelo para cuando le llegara el recado.

Y en todo momento seguía asombrándose de la forma en que se estaba portando. Era como si llevara otra persona dentro —alguien con muy malas pulgas y con una cara horrible— que hacía que estuviera siempre de mal humor.

Le dio el recado a la señora Brill y se llevó un buen chasco al comprobar que había llegado con tiempo de sobra.

—Bueno, al fin y al cabo, así me ahorro un montón de trabajo —comentó la señora Brill.

—Cariño —prosiguió—, ya que estás aquí, pásate por el jardín y le dices a Robertson Ay que todavía no ha limpiado los cuchillos. Mis piernas ya no están para muchos trotes y son las únicas que tengo.

—No puedo. Tengo cosas que hacer.

Ahora le tocó a la señora Brill el turno de sorprenderse.

—Anda, sé una niña buena… bastante hacen ya mis piernas manteniéndome en pie como para encima pedirles que anden.

Jane suspiró. ¿Por qué no la dejaban en paz? Abrió la puerta de la cocina de una patada y avanzó con desgana por el jardín.

Robertson Ay estaba dormido en el sendero, con la cabeza apoyada en una regadera. Su pelo lacio se ponía de punta y volvía a caer al compás de sus ronquidos. El más excepcional de los dones de Robertson Ay era su capacidad para dormirse en cualquier parte y a cualquier hora. De hecho, le gustaba más dormir que estar despierto. Por lo general, o siempre que les era posible al menos, tanto Jane como Michael procuraban evitar que le descubrieran, pero hoy las cosas era distintas. A aquel ser malhumorado que llevaba dentro le traía al fresco lo que pudiera pasarle a Robertson Ay.

—¡Odio a todo el mundo! —dijo, y le dio un golpetazo a la regadera.

Robertson Ay se incorporó de un salto.

—¡Socorro! ¡Asesinos! ¡Fuego! —gritó, moviendo los brazos como un loco.

Se restregó los ojos y entonces vio a Jane.

—¡Ah, eres tú! —dijo decepcionado, como si tuviera la esperanza de que se tratara de algo más emocionante.

—Tienes que ir a ocuparte de los cuchillos ahora mismo —le ordenó.

Robertson Ay se puso lentamente en pie y se sacudió.

—¡Ay, siempre estamos con las mismas! —se lamentó—. Cuando no es una cosa es otra. Necesito un descanso. Nunca tengo ni un momento de tranquilidad.

—¿Cómo que no? —dijo Jane con crueldad—. Si hay algo que tienes es tranquilidad. Te pasas el día durmiendo.

Una mirada dolida y llena de reproche cruzó por el rostro de Robertson Ay; una mirada que, en cualquier otra circunstancia, habría hecho que Jane se sintiera avergonzada. Pero, en esta ocasión, le dejó del todo indiferente.

—¡Qué cosas hay que oír! —dijo apenado Robertson Ay—. Y tú que eres la mayor. Jamás lo hubiera pensado de ti, ni aunque me pasara el resto de mi vida pensando, no señor.

Y tras dirigirle una mirada afligida, se dirigió a la cocina arrastrando los pies.

Jane se preguntó si alguna vez llegaría a perdonarla por aquello. Y, a modo de respuesta, aquel ser malhumorado que llevaba dentro, dijo: «Pues que no me perdone, me importa un bledo».

Sacudió hacia atrás la cabeza y regresó lentamente hacia las habitaciones de los niños, restregando las manos sucias por la blancura inmaculada de la pared, por la simple razón de que siempre le decían que no lo hiciera.

Mary Poppins estaba pasándole el plumero a los muebles.

—¿Adónde vas con esa cara de funeral? —preguntó al ver entrar a Jane.

Jane, enfurruñada, no se molestó en responderle.

—Yo sé de alguien que se la está ganando. ¡Y quien la sigue, la consigue!

—¡Me importa un bledo!

—¡Sé yo de una niña a la que todo le importaba un bledo y acabó muy mal! —se mofó Mary Poppins, mientras guardaba el plumero.

—Y ahora, voy a tomarme la cena —dijo, echándole una mirada de advertencia a Jane—. Así que te vas a quedar cuidando de los pequeños, y como oiga una sola palabra… —No acabó la frase, pero mientras salía de la habitación, soltó un resoplido largo y amenazador.

John y Barbara se acercaron corriendo a Jane y le agarraron de las manos. Pero ella les soltó los dedos y los apartó.

—¡Ojalá fuera hija única! —dijo amargamente.

—¿Por qué no te escapas? —le sugirió Michael—. A lo mejor alguien te adopta.

Jane, sorprendida y un tanto asustada, alzó la vista.

—¡Pero me echaríais de menos!

—Yo, no —dijo rotundamente—. Al menos si sigues siempre enfadada. Además, así podré quedarme con tu caja de pinturas.

—No, no podrás —dijo con avaricia—. Me la llevaría.

Y para demostrarle que la caja de pinturas era suya, y nada más que suya, sacó los pinceles y las pinturas y los desplegó por el suelo.

—¡Anda, pinta el reloj! —dijo Michael en plan simpático.

—No.

—Vale, pues entonces pinta el cuenco Royal Doulton.

Jane miró hacia arriba.

Los tres niños corrían por el prado que había pintado en la parte interior del cuenco. En otras circunstancias, le habría encantado la idea de pintarlos, pero hoy no estaba dispuesta a dar gusto a nadie.

—No pienso hacerlo. Voy a pintar lo que a me dé la gana.

Y se puso a pintarse a sí misma, completamente sola, empollando unos huevos.

Michael, John y Barbara, sentados, la observaban.

Jane estaba tan absorta pintando aquellos huevos que casi se le olvidó su mal humor.

Michael se echó un poco hacia delante.

—¿Por qué no pones ahí una gallina?

Señaló un trozo de papel que aún estaba en blanco y, al hacerlo, le dio un empellón a John con el brazo. John se cayó de lado y volcó el tarro de agua con el pie. El agua coloreada se vertió y mojó todo el cuadro.

Jane dio un grito y se puso de pie de un salto.

—¡No aguanto más! ¡Eres un torpe! ¡Lo has estropeado todo!

Se abalanzó sobre Michael y le dio tal puñetazo que también él perdió el equilibrio y se fue a caer encima de John. Los gemelos lanzaron un chillido de pánico y de dolor, mientras, por encima de sus voces, se oía a Michael, gimiendo:

—¡Me he roto la cabeza! ¡Qué va a ser de mí! ¡Me he roto la cabeza!

—¡Me importa un bledo! ¡Me importa un bledo! —gritaba Jane—. No me dejáis sola y me habéis estropeado mi cuadro. Os odio, os odio, os…

La puerta se abrió de golpe.

Mary Poppins contempló la escena con ojos iracundos.

—¿Qué te dije? —le preguntó a Jane con una voz que, de suave que era, producía verdadero terror—. Te dije que como oyera una sola palabra… ¡y mira lo que me encuentro! Me parece a mí que poca fiesta te espera a ti en casa de la señorita Alondra. Si pones un solo pie fuera de esta habitación es que yo soy china.

—No quiero ir. Prefiero quedarme aquí —Jane se puso las manos a la espalda y se alejó como si tal cosa. No estaba nada arrepentida.

—Estupendo.

La voz de Mary Poppins sonaba muy suave, pero había en ella algo que daba miedo.

Jane la estuvo observando mientras vestía a los demás para la fiesta. Cuando los tuvo listos, Mary Poppins sacó su mejor sombrero de una bolsa de papel marrón y se lo puso en un ángulo muy elegante. Se abrochó el guardapelo dorado alrededor del cuello y, sobre él, se colocó la bufanda de cuadros rojos y blancos que le había regalado la señora Banks. En uno de sus extremos, llevaba una etiqueta blanca con las letras M. P. en grande, y mientras sonreía a su imagen en el espejo, colocó la etiqueta de forma que no estuviera a la vista.

A continuación, sacó del armario su paraguas con mango en forma de cabeza de loro, se lo metió bajo el brazo y apremió a los pequeños para que bajaran las escaleras.

—¡Ahora tendrás tiempo para pensar! —dijo con aspereza y, soltando un sonoro resoplido, cerró la puerta tras de sí.

Durante un buen rato, Jane permaneció sentada con la mirada perdida. Estaba intentando pensar en sus siete huevos. Pero, por la razón que fuera, habían dejado de interesarle.

¿Qué estarían haciendo ahora en casa de la señorita Alondra?, se preguntaba. Quizá estuvieran jugando con los perros de la señorita Alondra y escuchando cómo la señorita Alondra les decía que Andrew tenía un pedigrí magnífico, pero que Willoughby era mitad Airedale y mitad Retriever, y que había heredado lo peor de ambas razas. Y, a no tardar mucho, todos, incluidos los perros, estarían merendando galletas de chocolate y pastel de nueces.

—¡Ay!

La sola idea de todo lo que se estaba perdiendo le llenaba de furia por dentro, y cuando se acordó de que ella misma se lo había buscado, se sintió más enfadada todavía.

«¡Tic-tac! ¡Tic-tac!», sonaba el reloj.

—¡Quieres callarte! —gritó furiosa, y cogiendo del suelo su caja de pinturas, la lanzó al otro extremo de la habitación.

La caja se estrelló contra la esfera de cristal del reloj y, de rebote, cayó sobre el cuenco Royal Doulton produciendo un gran estrépito.

¡Crrraaac! El cuenco se volcó y quedó apoyado de lado contra el reloj.

¡Ay! ¡Ay! ¿Qué había hecho?

Jane cerró los ojos para no tener que ver aquello.

—¡Oye, que eso duele!

Desde algún lugar de la habitación, sonó con toda nitidez una voz de reproche.

—¡Jane! ¡Me has dado en la rodilla! —dijo la voz.

Jane se dio rápidamente la vuelta. No había nadie en la habitación.

Fue corriendo hasta la puerta y la abrió. Ahí tampoco había nadie.

Entonces se oyó una risa.

—¡Aquí, tonta! —volvió a decir la voz—. ¡Aquí arriba!

Jane alzó la vista y miró hacia la repisa de la chimenea. El cuenco Royal Doulton, surcado de lado a lado por una gran raja, se encontraba junto al reloj y, para su gran sorpresa, vio que uno de los niños que tenía dibujado había soltado las riendas y estaba agachado, sosteniéndose la rodilla con ambas manos. Los otros dos se habían dado la vuelta y le miraban compasivamente.

—Pero…, no entiendo —dijo Jane, sin saber muy bien si hablaba consigo misma o con aquella voz. El niño alzó la cabeza y le dirigió una sonrisa.

—¿Ah, no? Bueno, era de esperar. Ya me he fijado que Michael y tú a veces no comprendéis ni siquiera las cosas más sencillas, ¿verdad que no?

Se volvió sonriente hacia sus hermanos.

—Desde luego —dijo uno de ellos—, ¡si ni siquiera saben qué hacer para que los gemelos se estén callados!

—Ni cómo dibujar unos huevos como Dios manda; el perfil te ha salido movido —dijo el otro.

—¿Qué sabéis vosotros de los gemelos… y de los huevos? —soltó Jane, con el rostro encendido.

—¡Pardiez! —dijo el primero de los niños—. Como comprenderás, después de haber estado observando esta habitación durante tanto tiempo, hemos acabado por conocer a la perfección todo lo que ocurre en ella. El dormitorio no lo podemos ver, ni el baño, claro. Oye, por cierto, ¿de qué color tiene los baldosines?

—Rosa —dijo Jane.

—El nuestro los tiene blancos y azules. ¿Te gustaría verlo?

Jane vacilaba. Apenas si sabía qué responder de asombrada que estaba.

—¡Venga, anímate! William y Everard serán tus caballos y yo llevaré el látigo e iré corriendo a vuestro lado. Yo soy Valentine, por si no lo sabías. Somos trillizos. Bueno, y también está Christina, claro.

—¿Y dónde está Christina? —dijo Jane, buscando por el cuenco. Pero ahí sólo se veía el prado verde, una pequeña aliseda y a Valentine, William y Everard, que estaban de pie muy juntos.

—¡Ven y la verás! —le dijo Valentine con tono persuasivo, mientras le tendía la mano—. ¿Qué pasa, que sólo los otros tienen derecho a divertirse? ¡Ven con nosotros… al cuenco!

Eso bastó para que se decidiera. Les demostraría a Michael y a los gemelos que no eran los únicos que podían irse de fiesta. Les daría envidia y haría que se sintieran culpables por haberla tratado tan mal.

—De acuerdo —dijo, alargando la mano—. ¡Voy para allá!

La mano de Valentine se cerró sobre su muñeca y tiró de ella hacia el cuenco. De pronto, Jane ya no estaba en la reposada atmósfera de la habitación de los niños, sino al aire libre, en un amplio prado lleno de luz. Y en lugar de la áspera moqueta del cuarto, bajo sus pies se extendía una mullida alfombra de hierba, sembrada de margaritas.

—¡Hurra! —gritó Valentine, mientras William y Everard bailaban alrededor de Jane. Entonces Jane se dio cuenta de que Valentine cojeaba.

—¡Ay, me había olvidado de tu rodilla! —dijo Jane.

Él la miró sonriente.

—No importa. Fue culpa de la raja. ¡Ya sé que tú no querías hacerme daño!

Jane sacó su pañuelo y se lo anudó a la rodilla.

—¡Gracias, así está mucho mejor! —dijo él cortésmente y, a continuación, le entregó las riendas.

William y Everard, resoplando y sacudiendo hacia atrás la cabeza, empezaron a correr a toda velocidad por el prado, mientras Jane los seguía haciendo tintinear las riendas.

A su lado, con un pie liviano y el otro algo más torpe, debido a su rodilla, corría Valentine.

Y mientras corría, iba cantando:

Dulce sois, mi amor, cual ramillete de flores.

De entre mis flores por la más dulce os tengo

y encantado de mi pecho os prendo

¡y así os amo de mil amores!

William y Everard se le unieron para entonar el estribillo:

¡Y así os amoooo de mil amooooores!

A Jane la canción le pareció un tanto anticuada, pero el caso es que todo lo que tenía que ver con los trillizos resultaba bastante anticuado: el pelo largo, las extrañas vestimentas y la forma tan cortés que tenían de hablar.

«¡Qué cosa más rara!», pensó, pero también pensó que aquello era mejor que estar en casa de la señorita Alondra y en la envidia que sentiría Michael cuando se lo contara todo.

Los caballos proseguían su marcha, tirando de Jane y alejándola cada vez más de la habitación.

Al cabo de un rato, Jane tiró de las riendas y, jadeando, volvió la cabeza hacia atrás y echó un vistazo al rastro que habían dejado marcado sobre la hierba. Más a lo lejos, al otro extremo del prado, se veía el borde exterior del cuenco. Parecía muy pequeño y lejano. Entonces, algo en su interior le dijo que era hora de regresar.

—Tengo que irme —dijo soltando las riendas, que cayeron al suelo con un tintineo.

—¡Oh, no, no! —gritaron los trillizos, arremolinándose en torno a ella. Algo había en sus voces que hizo que, de pronto, se sintiera inquieta.

—Me echarán de menos en casa. Lo siento, pero tengo que volver —dijo rápidamente.

—¡Pero si es muy pronto! —se quejó Valentine—. Todavía estarán en casa de la señorita Alondra. ¡Venga! Si te quedas te enseño mi caja de pinturas.

Jane se sintió tentada.

—¿Tiene blanco de la China? —preguntó, pues ése era precisamente el color que le faltaba a su caja.

—Sí, en un tubo de plata. ¡Ven, anda!

Aunque sin poner mucho de su parte, Jane se dejó conducir hacia adelante. Pensó en echarle un vistazo a la caja y luego volverse corriendo. Ni siquiera le pediría que le dejara usarla.

—Oye, ¿dónde está vuestra casa? ¿Es que no está en el cuenco?

—¡Pues claro que sí! Lo que pasa es que no la puedes ver porque está detrás del bosque. ¡Vamos!

Pronto se encontró avanzando a rastras bajo el oscuro ramaje de los alisos. Las hojas secas crujían bajo sus pies y, de cuando en cuando, un pichón volaba de una rama a otra mientras batía sonoramente las alas. William le enseñó un nido de petirrojo, que había escondido entre una maraña de ramas, y Everard arrancó un manojo de hojas y se las ciñó a Jane a la cabeza. Pero, a pesar de lo amables que eran, Jane se mostraba cohibida y nerviosa, y cuando por fin llegaron al final del bosque, se sintió muy aliviada.

—¡Aquí es! —dijo Valentine, agitando la mano.

Frente a ella se alzaba una enorme casa de piedra, completamente cubierta con una enredadera. Era la casa más vieja que había visto en su vida y parecía cernirse sobre ella con aspecto amenazador. A cada lado de la escalera se agazapaba un león de piedra, como esperando el momento más oportuno para saltar.

Jane sintió un escalofrío al entrar bajo la sombra que proyectaba la casa.

—No puedo quedarme mucho. Se está haciendo un poco tarde —dijo con inquietud.

—¡Sólo cinco minutos! —le rogó Valentine, mientras tiraba de ella hacia el recibidor.

Al pisar sobre el suelo de piedra, sus pasos resonaron con un ruido hueco. No había ni rastro de personas en aquel lugar. Aparte de ella y de los tres mellizos, la casa parecía estar deshabitada. Por los pasillos gemía un viento helador.

—¡Christina! ¡Christina! —llamó Valentine, tirando de Jane escaleras arriba—. ¡Aquí la tienes!

Su grito resonó por toda la casa, y cada uno de sus muros pareció responder: «¡Aquí la tienes!».

Se oyó un ruido de pasos que corrían y, de pronto, la puerta se abrió de golpe. Una niña, apenas más alta que los trillizos y vestida con un traje de flores bastante anticuado, entró corriendo y se echó encima de Jane.

—¡Por fin! ¡Por fin! —gritó entusiasmada—. ¡Los chicos llevan siglos acechándote! Pero hasta ahora no habían podido atraparte… ¡estabas siempre tan contenta!

—¿Atraparme? —dijo Jane—. No comprendo.

Empezaba a sentirse asustada y a arrepentirse de haber entrado con Valentine al cuenco.

—El bisabuelo te lo explicará —dijo Christina, mientras sonreía de una forma muy extraña. Y acto seguido, arrastró a Jane por el recibidor y la hizo entrar por la puerta.

—¡Vaya! ¡Vaya! ¡Vaya! ¿Qué tenemos aquí? —preguntó una vocecilla cascada.

Jane miró hacia delante e inmediatamente dio un paso atrás y se arrimó a Christina. Al otro extremo de la habitación, en un asiento que había junto al fuego, se encontraba sentada una figura que le causó verdadero pavor. La temblorosa luz de las llamas alumbraba a un hombre muy viejo, tan viejo, que más que un ser humano, parecía una sombra. Una barba gris y rala brotaba en desorden desde su delgadísima boca, y aunque llevaba puesto un gorro de andar por casa, Jane pudo comprobar que tenía la cabeza tan calva como una bola de billar. Vestía una larga bata de seda, descolorida y anticuada, y de sus finísimos pies pendían un par de zapatillas bordadas.

La temblorosa luz de las llamas alumbraba a un hombre muy viejo

—¡Ajá! —dijo aquella tétrica figura, tras sacarse de la boca una gran pipa curva—. Por fin has venido, Jane. —Se levantó y se acercó a ella con una sonrisa intimidante, mientras la miraba con unos ojos que parecían arder dentro de sus órbitas con un fuego brillante y acerado.

—Los chicos la han traído cruzando la aliseda, bisabuelo —dijo Christina.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo la han cogido?

—Estaba enfadada porque es la hermana mayor. Así que tiró la caja de pinturas contra el cuenco y le fracturó la rodilla a Val.

—¡Ajá! —exclamó aquella voz anciana y terrible—. Ha sido el mal genio, ¿no es así? Bien, bien… —dijo, sonriendo fríamente—. ¡Ahora, querida, serás la más pequeña! La más pequeña de mis biznietas. Pero nada de mal genio aquí, ¿eh? ¡Je, je, je! Eso sí que no, querida. Bueno, ahora acércate y siéntate junto al fuego. ¿Qué prefieres, té o vino de cerezas?

—¡No, no! —saltó Jane—. Debe haber un error. Tengo que irme a casa ahora mismo. Yo vivo en el número diecisiete de la calle del Cerezo.

—Querrás decir que antes vivías ahí —le corrigió Val en tono victorioso—. Porque ahora vives aquí.

—¿Pero es que no lo entendéis? —dijo Jane con desesperación—. No quiero vivir aquí. Quiero volver a mi casa.

—¡Tonterías! —dijo la voz cavernosa del bisabuelo—. El número diecisiete es un lugar horrendo, sórdido, maloliente y moderno. Y, además, tú no eres feliz ahí. ¡Je! ¡Je! ¡Je! Sé muy bien lo que significa ser el mayor; mucho trabajo y poca diversión. ¡Je! ¡Je! ¡Je! Pero aquí —añadió, blandiendo su pipa—, aquí serás la niña mimada, la niña bonita, el tesoro de la casa… ¡y ya nunca querrás regresar!

—¡Nunca! —respondieron como un eco William y Everard, mientras se ponían a bailar alrededor de ella.

—Pero yo tengo que volver, pienso volver —gimió Jane, a cuyos ojos empezaban a asomar las lágrimas.

El bisabuelo le dirigió una de sus horribles sonrisas desdentadas.

—¿Acaso crees que vamos a dejar que te vayas? —le interrogó—. Has rajado nuestro cuenco y tienes que pagar por ello. Además nos debes algo. Le hiciste daño a Valentine en la rodilla.

—Le daré algo para compensarle. Le regalo mi caja de pinturas.

—Ya tiene una.

—Mi aro.

—Ya es mayor para jugar con aros.

—Bueno… —titubeó Jane—. Me casaré con él cuando sea mayor.

Al bisabuelo le dio un ataque de risa.

Jane se volvió en actitud implorante hacia Valentine. Pero éste hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Me temo que ya es tarde para eso —dijo Valentine con tristeza—. Ya hace mucho que me hice mayor.

—Entonces, por qué… qué… ¡ay, no entiendo nada! ¿Dónde estoy? —gritó Jane, mirando espantada a su alrededor.

—Muy lejos de casa, mi niña, muy lejos de casa —dijo con voz cavernosa el bisabuelo—. Estás en el Pasado, estás en el lugar donde Christina y los chicos fueron niños… ¡hace ya sesenta años!

A través de sus ojos anegados en lágrimas, Jane alcanzó a distinguir la mirada ardiente y feroz del anciano.

—Entonces… ¿cómo puedo volver a casa? —susurró Jane.

—No puedes volver. Te vas a quedar aquí. Ya no te queda ningún sitio a donde ir. Has vuelto al Pasado, ¡no lo olvides! Ni los gemelos ni Michael, ni siquiera tu madre o tu padre, han nacido todavía; la casa del número diecisiete está aún por construir. ¡No puedes volver!

—¡No! ¡No! —gritó Jane—. ¡No es verdad! ¡No puede ser verdad! —El corazón le latía con fuerza. ¡Cómo no iba a volver a ver a Michael, a los gemelos, a su padre, a su madre y a Mary Poppins!

Y, de pronto, se puso a gritar con todas sus fuerzas y su voz resonó atronadora por los corredores de piedra.

—¡Mary Poppins! ¡Siento haberme enfadado! ¡Ay, Mary Poppins, ayúdame, por favor, ayúdame!

—¡Deprisa! ¡Sujetadla! ¡Rodeadla!

Le oyó al bisabuelo ordenar con energía y, al instante, sintió cómo los cuatro niños se apretaban contra ella.

Jane cerró con fuerza los ojos.

—¡Mary Poppins! —volvió a gritar—. ¡Mary Poppins!

Alguien le agarró de la mano y le sacó de un tirón del cerco que formaban los brazos de Christina, Valentine, William y Everard.

—¡Je! ¡Je! ¡Je!

La risa socarrona del bisabuelo resonaba por la habitación. Entonces, la mano que la tenía agarrada le apretó con más fuerza y empezó a arrastrarla. No se atrevió a mirar por temor a aquellos ojos terroríficos, pero se aferró con todas sus fuerzas a la mano que tiraba de ella.

—¡Je! ¡Je! ¡Je!

La risa sonó de nuevo, pero la mano no paraba de tirar, mientras bajaban escaleras de piedra y recorrían corredores que retumbaban con el eco de sus pasos.

Jane había perdido ya toda esperanza. A su espalda, las voces de los trillizos y de Christina se oían cada vez más débiles. Ya no podía esperar ninguna ayuda de ellos.

Corría desesperadamente, siguiendo a trompicones aquellos pasos vertiginosos, y a pesar de que tenía los ojos cerrados, sentía oscuras sombras sobre su cabeza y el tacto de la tierra húmeda bajo sus pies.

¿Qué le estaba sucediendo? ¿Y adónde, ay, adónde la llevaban? ¿Por qué tuvo que enfadarse, por qué?

La fuerte mano seguía arrastrándola hacia delante y, al cabo de un rato, Jane sintió la calidez del sol en sus mejillas y el roce de afiladas briznas de hierba que le arañaban las piernas. De pronto, un par de brazos, fuertes como argollas de hierro, se ciñeron sobre ella, la auparon y empezaron a zarandearla.

—¡Socorro, socorro! —gritó, mientras se retorcía y se revolvía contra aquellos brazos. No se rendiría sin pelear, le daría una patada, y otra y otra…

—Te agradecería que no olvidaras que llevo puesta mi mejor falda y que me tiene que durar hasta el verano —dijo una voz que le sonaba muy familiar.

Jane abrió los ojos. Dos ojos de un azul intenso la miraban fijamente.

Los brazos que la sujetaban con tanta fuerza eran los de Mary Poppins y las piernas a las que estaba pateando con tanta furia eran las piernas de Mary Poppins.

—¡Oh! —balbuceó—. ¡Si eras ! ¡Pensé que no me habías oído, Mary Poppins! Pensé que me iban a retener allí para siempre. Pensé que…

—Hay gentes que piensan demasiado. De eso estoy más que segura —señaló Mary Poppins—. ¡Haz el favor de limpiarte la cara!

Le tendió bruscamente su pañuelo azul y se puso a arreglar la habitación para la noche.

Mientras se secaba las lágrimas del rostro con el gran pañuelo azul, Jane la estuvo observando durante un rato y, luego, echó un vistazo a aquella habitación que conocía tan bien. Allí estaba la raída moqueta, y el armario de los juguetes, y la butaca de Mary Poppins. Ver todo aquello hacía que se sintiera invadida de una reconfortante sensación de seguridad y de calidez. Escuchó aquellos ruidos tan familiares que hacía Mary Poppins mientras se ocupaba de sus tareas, y su terror terminó por desaparecer del todo. Una marea de felicidad le inundó.

—No puedo haber sido yo la que estaba enfadada —se dijo para sus adentros—. Tiene que haber sido otra persona.

Y se quedó un buen rato sentada, preguntándose quién podría ser esa persona…

—¡Eso no puede ser verdad! —se burló Michael más tarde, cuando Jane le contó su aventura—. Eres demasiado grande para caber en el cuenco.

Jane se quedó pensativa. Lo cierto es que, a medida que contaba su historia, se iba dando cuenta de que era imposible que aquello hubiera ocurrido.

—Supongo que tienes razón —reconoció—. Pero entonces me pareció completamente real.

—Seguro que te lo has imaginado todo. Siempre estás imaginándote cosas —Michael se sentía muy superior porque él nunca se imaginaba nada.

—¡Vosotros y vuestra dichosa imaginación! —dijo Mary Poppins con tono enfadado, mientras los apartaba para depositar a los gemelos en sus cunas.

—A ver si ahora tengo un minuto de tiempo para dedicarlo a mí misma —dijo bruscamente, una vez que John y Barbara estuvieron bien arropados.

Se sacó los alfileres del sombrero y los tiró en la bolsa de papel marrón. Luego se desabrochó el guardapelo y lo puso con mucho cuidado en un cajón. Finalmente, se quitó el abrigo, lo sacudió y lo colgó del gancho que había en la puerta.

—Pero ¿dónde está tu bufanda nueva? —dijo Jane—. ¿Es que la has perdido?

—¡No es posible! —aseguró Michael—. La llevaba puesta cuando entramos en casa. Yo la vi.

Mary Poppins se volvió hacia ellos.

—Os rogaría que tuvierais la amabilidad de ocuparos de vuestros propios asuntos, que de los míos ya me ocuparé yo —les dijo con tono cortante.

—Sólo quería ayudar… —empezó a decir Jane.

—Sé valerme por mí misma, ¡gracias! —dijo Mary Poppins, soltando un resoplido.

Jane se dio la vuelta para cruzar una mirada con Michael. Pero, en esta ocasión, fue él quien no pareció darse cuenta de ello. Estaba mirando fijamente a la repisa de la chimenea, como si no diera crédito a lo que veían sus ojos.

—¿Qué pasa, Michael?

—Que al final resulta que… ¡no te lo imaginaste! —susurró, mientras señalaba algo con el dedo.

Jane miró hacia la repisa. Allí estaba el cuenco Royal Doulton, con la raja que lo cruzaba de lado a lado. Allí estaba el prado de hierba y la aliseda. Y también los tres niños jugando a los caballitos, dos corriendo delante y el otro detrás, con el látigo.

Pero… la pierna del que hacía de cochero llevaba anudado un pañuelo blanco y, tirada en la hierba, como si se le hubiera caído a alguien mientras corría, había una bufanda a cuadros blancos y rojos. En uno de sus extremos llevaba cosida una gran etiqueta de color blanco con las iniciales: M. P.

—¡Así que ahí es donde la perdió! —dijo Michael, moviendo sesudamente la cabeza—. ¿Crees que debemos decirle que la hemos encontrado?

Jane echó un vistazo a su alrededor. Mary Poppins se estaba abrochando el delantal y, a juzgar por su expresión, debía sentir que el mundo entero la había ofendido.

—Mejor que no —dijo en voz baja—. Seguramente ya lo sabe.

Jane permaneció un buen rato inmóvil, sin dejar de mirar el cuenco rajado, el pañuelo con el nudo y la bufanda.

Luego, cruzó la habitación como una centella y se abalanzó sobre la figura del delantal almidonado.

—¡Ay! —gritó—. ¡Ay, Mary Poppins! ¡Nunca volveré a portarme mal!

Una fina sonrisa escéptica se insinuó en las comisuras de los labios de Mary Poppins mientras se alisaba las arrugas del delantal.

—¡Bah! —fue todo lo que dijo.