7. La noche libre
—¿Cómo, que no hay pudín? —dijo Michael, mientras Mary Poppins, con los brazos cargados de platos, tazas y cuchillos, se disponía a poner la mesa para la merienda.
Mary Poppins se dio la vuelta y le dirigió una mirada feroz.
—Hoy es mi tarde libre —le dijo secamente—. Así es que vais a comer pan con mantequilla, mermelada de fresa y gracias. Hay muchos niños que estarían contentísimos de poder tener estas cosas.
—Pues yo no —refunfuñó Michael—. Yo quiero pudín de arroz con miel.
—¡Tú quieres! ¡Tú quieres! ¡Tú lo quieres todo! Cuando no es esto es aquello y, si no, lo de más allá. Cualquier día vas y pides la luna.
Michael se metió las manos en los bolsillos y se dirigió enfurruñado hacia el poyete que había debajo de la ventana. Allí estaba Jane, de rodillas, contemplando un cielo nocturno gélido y brillante. Todavía con cara de estar muy enfadado, se subió junto a ella.
—¡Muy bien! Pues pido la luna. ¡Qué pasa! —dijo, devolviéndole la pelota a Mary Poppins—. Total, sé que no me la van a dar. A mí nunca me dan nada.
Y rápidamente volvió la vista para evitar la mirada furiosa de Mary Poppins.
—No hay pudín, Jane —dijo Michael.
—¡No me interrumpas, que estoy contando! —le respondió Jane, y volvió a pegar la nariz contra el cristal hasta dejarla completamente achatada.
—¿Contando, qué? —preguntó Michael sin demostrar mucho interés. El pudín de arroz con miel seguía absorbiendo todos sus pensamientos.
—Estrellas fugaces. ¡Mira, ahí va otra! Con ésa hacen siete. ¡Y otra más! Ocho. ¡Y ahora una sobre el parque! ¡Ya llevo nueve!
—¡Ooohh! ¡Hay una que se está metiendo por la chimenea del almirante Boom! —dijo Michael, incorporándose y relegando el pudín de arroz al olvido.
—Y una muy pequeña allí… mira… cruzando como una centella por encima de la calle. ¡Son como luces gélidas! —exclamó Jane—. ¡Ay, ojalá pudiéramos estar fuera! Oye, Mary Poppins, ¿por qué salen disparadas las estrellas?
—¿Es que las tiran con un cañón? —quiso saber Michael.
Mary Poppins soltó un resoplido desdeñoso.
—¿Pero qué os habéis creído que soy, una enciclopedia donde viene todo de la A a la Z? —les preguntó enfadada—. ¡Haced el favor de venir a tomar la merienda! —Los empujó hacia sus respectivas sillas y bajó la persiana—. Y nada de tonterías, que tengo prisa.
Les hizo comer a tal velocidad que los dos pensaron que iban a ahogarse.
—¿Puedo tomar un pedacito más, sólo uno? —preguntó Michael, alargando la mano hacia el plato donde estaba el pan con mantequilla.
—No, no puedes. Ya has tomado bastante más de lo que te conviene. Te coges una galleta de jengibre y a la cama.
—Pero…
—¡No hay peros que valgan! —le espetó con severidad.
—¡Me va a dar una indigestión, ya verás! —le dijo a Jane. Pero lo dijo en un susurro, porque cuando Mary Poppins se ponía así lo mejor era abstenerse de hacer cualquier comentario. Jane, sin embargo, no le prestó atención. Estaba comiendo lentamente su galleta de jengibre, mientras miraba de reojo el cielo gélido a través de una de las rendijas de la persiana.
—Trece, catorce, quince, dieciséis…
—¿He dicho o no he dicho que a la cama? —preguntó a sus espaldas aquella voz que les era tan familiar.
—¡Está bien, está bien! ¡Ya vamos, Mary Poppins!
Y salieron corriendo y chillando hacia el dormitorio, perseguidos muy de cerca por una Mary Poppins que estaba hecha un auténtico basilisco.
Apenas media hora más tarde ya estaba arropándoles y entremetiendo con golpes secos y furiosos las mantas y las sábanas bajo el colchón.
—¡Ya está! —dijo, haciendo chasquear la lengua—. Por esta noche se acabó. Y como oiga una sola palabra… —no acabó la frase pero su expresión lo decía todo.
—¡… se va a armar! —dijo Michael, concluyendo la frase en voz baja desde debajo de las mantas. Sabía perfectamente lo que podía suceder si se le ocurría decirla en voz alta.
Mary Poppins, acompañada del concierto de crepitaciones y crujidos de su delantal almidonado, salió de la habitación a toda prisa y cerró la puerta tras de sí con un furioso clic. Los niños oyeron cómo bajaba apresuradamente las escaleras, pasando sucesivamente por todos los descansillos: ¡plum, plum, plum, plum!
—Se le ha olvidado dejar encendida una luz —dijo Michael, asomándose por una esquina de la almohada—. ¡Caray, vaya unas prisas que lleva! Me pregunto adónde irá.
—¡Y se ha dejado subida la persiana! —dijo Jane, incorporándose en la cama—. ¡Hurra, vamos a poder ver las estrellas fugaces!
Los puntiagudos tejados de la calle del Cerezo resplandecían cubiertos de escarcha y la luz de la luna resbalaba por sus relucientes faldones hasta precipitarse silenciosamente en los oscuros abismos que se abrían entre casa y casa. Todo reverberaba y brillaba; la tierra igual que el cielo.
—Diecisiete, dieciocho, diecinueve, veinte… —decía Jane, contando las estrellas a medida que iban cayendo. Tan pronto como desaparecía una, surgía otra para remplazaría, de tal forma que el cielo, iluminado por el centelleo de tantas estrellas fugaces, parecía haber cobrado vida y haberse puesto a bailar.
—Son como fuegos artificiales —dijo Michael—. ¡Eh, mira a ésa! O como el circo. Oye, Jane, ¿tú crees que hay circos en el cielo?
—¡No estoy segura! —dijo Jane en tono dubitativo—. Desde luego está la Osa Mayor y la Osa Menor, y también Tauro, el toro, y Leo, el león. Pero la verdad es que nunca he oído hablar de un circo.
—Mary Poppins lo sabría —sentenció Michael, moviendo la cabeza en plan sabihondo.
—Seguro, pero no nos lo diría —repuso Jane, mientras se daba la vuelta para seguir mirando por la ventana—. ¿Cuántas llevaba? ¿Eran veintiuna? ¡Guau, Michael, mira ésa qué preciosidad! —Jane señaló hacia la ventana y se puso a pegar saltos sobre la cama.
Una estrella muy brillante, mayor que todas cuantas habían visto hasta entonces, caía por el cielo y parecía apuntar directamente al número diecisiete de la calle del Cerezo. Era muy distinta de todas las otras, pues en vez de surcar la oscuridad en línea recta, caía dando vueltas y describiendo una curva muy singular.
—¡Agacha la cabeza, Michael! —gritó de pronto Jane—. ¡Viene hacia aquí! —Los dos se zambulleron entre las mantas y metieron la cabeza debajo de la almohada.
—¿Crees que ya se habrá ido? Estoy empezando a asfixiarme —dijo Michael al cabo de un rato, con la voz amortiguada por la almohada.
—¡Pues claro que no me he ido! ¡Por quién me has tomado! —respondió con toda claridad una vocecilla.
Muy sorprendidos, Jane y Michael se quitaron de encima las mantas y las sábanas y se incorporaron. Allí mismo, justo al borde del alféizar de la ventana, sentada sobre su resplandeciente cola y lanzando brillantes destellos en su dirección, estaba la estrella fugaz.
—¡A ver, vosotros dos! ¡Daos prisa! —dijo, mientras sus gélidos rayos se iban extendiendo por la habitación.
Michael la miraba como hipnotizado.
—¿Quieres decir que… que tenemos que irnos contigo? —dijo Jane.
—Pues claro. Y abrigaos bien. ¡Hace fresco!
Se levantaron de la cama de un salto y corrieron a buscar sus abrigos.
—¿Lleváis dinero? —les preguntó de pronto.
—Creo que tengo una moneda de dos peniques en el bolsillo de mi chaqueta —dijo Jane dubitativamente.
—¿Calderilla? ¡No sirve! ¡Anda, tomad! —Y haciendo un ruido que recordaba al chisporroteo de un buscapiés, la estrella vertió sobre ellos una lluvia de centellas. Dos de ellas cruzaron la habitación en línea recta y aterrizaron, una en la mano de Jane y, otra, en la de Michael.
»¡Deprisa, que vamos a llegar tarde!
La estrella salió como una exhalación del cuarto, atravesando la puerta cerrada, y bajó las escaleras. Jane y Michael, apretando entre las manos su dinero estelar, la siguieron.
—¿No estaré soñando? —se preguntó Jane, mientras cruzaba corriendo el jardín.
Al llegar al final de la calle, donde el gélido cielo y la acera casi parecían tocarse, la estrella gritó:
—¡Seguidme! —y, acto seguido, pegó un salto en el aire y desapareció.
»¡Seguidme! ¡Seguidme! —se le oyó decir de nuevo—. ¡Desde donde estáis ahora, poned un pie en una estrella y subid!
Jane cogió a Michael de la mano y, con aire vacilante, levantó un pie de la acera. Para su sorpresa, resultó que la estrella más cercana estaba a su alcance. Tratando de mantener el equilibrio, se impulsó hacia arriba. La estrella parecía firme y sólida.
—¡Venga, Michael!
Y se lanzaron a correr por el firmamento invernal, salvando los abismos que se abrían entre unas estrellas y otras.
—¡Seguidme! —gritaba muy por delante de ellos la voz. Jane se paró un momento para echar un vistazo hacia abajo y, al ver lo alto que estaban, se le cortó la respiración. La calle del Cerezo —el mundo entero, de hecho— era como un juguete, pequeño y brillante, que colgara de un árbol de Navidad.
—¿Tienes vértigo, Michael? —preguntó, mientras saltaba sobre una estrella muy grande y muy plana.
—No… no. Pero ni se te ocurra soltarme la mano.
De pronto, se pararon en seco. A su espalda se extendía la gran escalera de estrellas que conducía hasta la tierra, pero delante de ellos ya no había nada; nada excepto un gran trozo de cielo vacío de un intenso color azul oscuro.
Jane notó que la mano de Michael estaba temblando.
—¿Qué, qué, qué vamos a hacer ahora? —dijo Michael, tratando de que no se le notara en la voz el miedo que tenía.
—¡Pasen! ¡Pasen! ¡Pasen y vean! ¡Con una sola entrada podrán verlo todo! ¡El dragón de doble cola, el caballo alado! ¡Prodigios mágicos! ¡Maravillas del universo! ¡Pasen! ¡Pasen!
Era como si una voz muy potente les estuviera gritando en sus mismísimos oídos. Echaron un vistazo a su alrededor, pero allí no había absolutamente nadie.
—¡Acérquense! ¡No se pierdan al toro de oro y al gran payaso cómico! ¡La mundialmente famosa troupe de constelaciones artistas! ¡Lo que vean aquí no lo olvidarán jamás! ¡Corran el telón y entren!
La voz seguía sonando muy cerca. Jane alargó la mano y, para su inmensa sorpresa, lo que a simple vista no parecía ser otra cosa que un trozo de cielo sin estrellas, era en realidad un telón muy grueso y oscuro. Lo empujó un poco y comprobó que cedía, entonces levantó un pliegue y, tirando de Michael, lo atravesó.
Un potente destello los cegó durante algunos instantes.
Cuando recobraron la vista se encontraron al borde de una pista reluciente, toda cubierta de arena. El gran telón azul rodeaba la pista por todas partes y se recogía en un punto muy elevado, formando una especie de carpa.
—¡Será posible! ¡Casi llegáis tarde! Traeréis las entradas, ¿no?
Los niños se dieron la vuelta. Una enorme y extraña figura, cuyos pies lanzaban relucientes destellos desde la arena, se alzaba junto a ellos. Parecía un cazador, pues llevaba sobre los hombros una piel de leopardo tachonada de estrellas y de su cinturón, que estaba decorado con tres grandes luceros, colgaba una relumbrante espada.
—¡Las entradas, por favor! —dijo alargando la mano.
—Verá, es que no tenemos. No sabíamos que… —empezó a decir Jane.
—¡Señor, señor, qué descuido! Pues lo siento, no os puedo dejar pasar sin entrada. Pero, bueno, y eso que tenéis en la mano, ¿qué es?
Jane le mostró la centella dorada.
—¡Que me aspen si eso no es una entrada! —Cogió la centella y la puso entre las tres grandes estrellas que ya tenía—. ¡Otro lucero para el cinturón de Orión! —dijo encantado.
—¿Es usted? —dijo Jane, mirándole fijamente.
—Pues claro, ¿es que no te habías dado cuenta? Pero ahora tenéis que disculparme, debo ocuparme de la puerta. ¡Id avanzando, por favor!
Un tanto cohibidos, los niños siguieron adelante cogidos de la mano. A un lado se levantaban gradas y más gradas de asientos, mientras que al otro, un cordel dorado los separaba de la pista. La pista en cuestión estaba llena de animales que formaban el conjunto más extraño que se pueda imaginar, pues todos ellos resplandecían como el oro. Un caballo de alas doradas hacía cabriolas sobre unas pezuñas centelleantes. Un pez de colores se arrastraba por la arena impulsado por sus aletas. Tres cabritillos corrían como locos de un lado para otro, sosteniéndose en tan sólo dos de sus patas. A medida que se fueron fijando con más detalle, a Jane y a Michael les pareció que todos aquellos animales estaban hechos de estrellas. En lugar de plumas, las alas del caballo las formaban multitud de estrellas; los tres cabritillos tenían estrellas en el hocico y en la cola; y el pez estaba recubierto de resplandecientes escamas estelares.
—¡Buenas noches! —dijo el pez, haciéndole una reverencia a Jane mientras pasaba arrastrándose por su lado—. ¡Espléndida noche para la función!
Pero antes de que Jane tuviera tiempo de responderle se alejó a toda prisa.
—¡Qué cosa más rara! —dijo ella—. ¡Nunca había visto animales como éstos!
—¿Qué tiene de extraño? —dijo una voz a sus espaldas.
Dos niños, un poco más mayores que Jane, se encontraban a su lado, sonriéndole. Vestían unas túnicas brillantes y llevaban unos gorros puntiagudos, rematados en una estrella que hacía las veces de pompón.
—Perdonad —dijo Jane cortésmente—, pero es que nosotros estamos acostumbrados a que los animales tengan… no sé, plumas y pieles, y éstos parecen estar hechos de estrellas.
—¡Pues claro! —dijo el primero de los niños, abriendo mucho los ojos—. ¿De qué iban a estar hechos si no? ¡Son constelaciones!
—Pero es que hasta el serrín es de oro… —empezó a decir Michael.
El segundo niño se rió.
—El polvo de estrellas, querrás decir. ¿Qué pasa, que no habíais estado nunca en un circo?
—No en uno como éste.
—Bueno, todos los circos se parecen bastante —dijo el primer niño—. Sólo que en el nuestro los animales son más brillantes.
—¿Y vosotros quiénes sois? —quiso saber Michael.
—Los gemelos Géminis. Él es Pólux y yo soy Cástor. Somos inseparables.
—¿Como los gemelos siameses?
—Más todavía. Los siameses sólo están unidos por el cuerpo, pero nosotros dos tenemos un solo corazón y una sola mente. Cada uno puede pensar los pensamientos del otro y soñar sus sueños. Bueno, no podemos seguir aquí charlando. Tenemos que prepararnos, ¿sabéis? ¡Luego nos vemos! —Y los dos gemelos se fueron corriendo y desaparecieron por una de las salidas del telón.
—¡Hola! —dijo una voz muy lúgubre desde dentro de la pista—. ¿No llevaréis por casualidad una pasa en el bolsillo?
Un dragón, con dos colas terminadas en aletas, avanzaba pesadamente hacia ellos echando vapor por el hocico.
—No, lo siento —dijo Jane.
—¿Ni una o dos galletitas? —dijo ansioso el dragón.
Jane y Michael hicieron un gesto negativo con la cabeza.
—Ya me lo temía yo —refunfuñó, mientras se le escapaba una lágrima dorada—. Las noches en que hay circo siempre ocurre lo mismo. No me dan de comer hasta que ha terminado la función. Los días normales, en cambio, siempre me ceno una hermosa doncella.
Jane se echó rápidamente hacia atrás, arrastrando consigo a Michael.
—¡Oh, no os alarméis! —prosiguió el dragón en tono tranquilizador—. Sois demasiado pequeños. Además, sois humanos y, por lo tanto, bastante insípidos. Veréis —les explicó—, me mantienen con hambre para que haga mejor mi número. Eso sí, después del espectáculo… —Sus ojos se iluminaron con un brillo de gula, mientras se alejaba sacando la lengua y diciendo «ñam-ñam» con voz ávida y sibilante.
—Me alegro de no ser más que un humano. ¡Debe ser horrible que te coma un dragón! —dijo Jane, volviéndose hacia Michael.
Pero Michael se había adelantado y estaba charlando animadamente con los tres cabritillos.
—¿Cómo es? —les estaba preguntando cuando Jane le alcanzó.
El mayor de los cabritillos, que al parecer se había ofrecido a recitar algo, se aclaró la garganta y comenzó a decir:
Cuerno y pezuña,
pezuña y cuerno.
—¡Venga, cabritillos! —les interrumpió la potente voz de Orión—. Ya haréis vuestro número cuando llegue el momento. ¡Ahora, id a prepararos, que vamos a empezar! ¡Seguidme, por favor! —dijo luego, dirigiéndose a los niños.
Jane y Michael le obedecieron inmediatamente y se pusieron a trotar detrás de la resplandeciente figura. Mientras iban avanzando, los animales dorados se daban la vuelta para mirarlos y, al pasar junto a ellos, oyeron algunos retazos sueltos de lo que cuchicheaban.
—¿Qué es eso? —dijo un toro estelar, dejando de piafar en el polvo de estrellas para echarles un vistazo. Un león se dio la vuelta y le susurró algo al oído. Pudieron coger las palabras «Banks» y «noche libre», pero eso fue todo.
Para entonces, todos y cada uno de los asientos de las gradas estaban ya ocupados por una figura estelar. Sólo parecían quedar tres asientos libres y fue precisamente allí donde les condujo Orión.
—¡Aquí es! Los hemos reservado para vosotros. Justo debajo del palco real. Lo vais a ver todo perfectamente. ¡Mirad! ¡Ya va a empezar!
Jane y Michael se dieron la vuelta y vieron que la pista estaba vacía. Al parecer, los animales la habían abandonado a toda prisa mientras ellos subían hasta sus asientos. Los niños se desabrocharon los abrigos y se inclinaron hacia delante, presos de una gran excitación.
Desde algún lugar que no consiguieron identificar llegó el sonido de una fanfarria de trompetas. Un auténtico estallido musical resonó por toda la carpa y, por encima de aquel sonido, se oyó de pronto un relincho muy agudo y muy dulce.
—¡Los cometas! —dijo Orión, mientras se sentaba al lado de Michael.
Por el telón asomó la cabeza de un caballo, dando violentas sacudidas, y, a continuación, uno tras otro, fueron saliendo nueve cometas y se pusieron a galopar por la pista; sus crines estaban trenzadas con oro y en la cabeza lucían plumas plateadas.
De pronto, la música adquirió un volumen atronador y todos los cometas a una doblaron las rodillas e inclinaron la cabeza. Una ráfaga de aire cálido se expandió por todo el recinto.
—¡Qué calor hace! —dijo Jane.
—¡Chis! ¡Que viene! —exclamó Orión.
—¿Quién? —susurró Michael.
—¡El maestro de ceremonias!
Orión señaló con la cabeza hacia la entrada que se encontraba más alejada de ellos. La luz que procedía de allí eclipsaba a la de todas las constelaciones y parecía hacerse cada vez más y más brillante.
—¡Ya está aquí! —La voz de Orión tenía ahora un tono de una extraña dulzura.
Y mientras decía aquello, apareció por el telón una altísima figura dorada, con la cabeza cubierta de flameantes rizos y un rostro amplio y radiante. Su aparición vino acompañada de una oleada de calor, que fue lamiendo la pista y se extendió luego en círculos cada vez más amplios hasta que Jane, Michael y Orión quedaron envueltos en ella.
Orión se puso de pie de un salto y levantó la mano derecha por encima de la cabeza.
—¡Salve, Sol, salve! —gritó. Y desde los asientos de las gradas, todas las estrellas le hicieron eco:
—¡Salve!
La mirada del Sol recorrió toda la amplitud del recinto que cubría la oscura lona y respondió a aquel saludo haciendo restallar tres veces un largo látigo dorado. Cada vez que la tralla sacudía el aire se oía un chasquido seco y fulminante. Al instante, los cometas se pusieron en pie e iniciaron un medio galope, balanceando con furia las trenzas de sus colas y manteniendo muy altas y erguidas sus cabezas empenachadas.
—¡Ya estoy aquí! ¡Ya estoy aquí! —gritó una voz ronca y potente. Una figura de aspecto muy cómico salió pegando brincos a la pista. Tenía la cara pintada de plata, una ancha boca roja y una enorme gorguera plateada.
—¡Es Saturno… el payaso! —les susurró Orión a los niños, tapándose la boca con una mano.
El payaso se dio la vuelta y, sosteniéndose sobre una sola mano, preguntó al público:
—Blanca por dentro y verde por fuera, si quieres que te lo diga, espera. ¿Qué es?
—¡La pera! —respondieron Jane y Michael a voz en grito.
Al payaso se le puso cara de fastidio.
—¡O sea, que lo sabéis! —dijo en tono de reproche—. ¡No hay derecho!
El Sol hizo restallar su látigo.
—¡Está bien! ¡Está bien! —dijo el payaso—. Me sé otra. A ver, ¿cuál es el animal que tiene silla y no se puede sentar? —preguntó, sentándose de golpe sobre el polvo de estrellas.
—¡El caballo! —gritaron Jane y Michael al unísono.
La serpenteante cuerda del látigo se enroscó en las rodillas del payaso.
—¡Ay! ¡No hagas eso! Vas a hacerle daño al pobre Augusto. ¡Mira a esos de ahí arriba cómo se ríen! ¡Se van a enterar! ¡Escuchad!
Dio un doble salto mortal en el aire, y dijo:
—¿Cuál es el animal con más dientes? ¡A ver qué me decís!
—¡El ratoncito Pérez! —aullaron Jane y Michael.
—¡Largo de aquí! —gritó el Sol, atrapando al payaso por los hombros con el látigo; y el payaso se recorrió toda la pista dando botes boca abajo, y gimiendo:
—¡Ay, pobrecito Augusto! ¡Ha vuelto a fracasar! Todo el mundo se sabe sus mejores gracias, pobrecito… ¡Uy, lo siento, señorita, lo siento!
Tuvo que interrumpirse, pues, al dar una voltereta, se había chocado con Pegaso, el caballo alado, que acababa de entrar en la pista montado por una figura resplandeciente.
—Venus, el lucero del alba —les explicó Orión.
Jane y Michael contemplaron asombrados a aquella figura estelar que cruzaba la pista cabalgando con enorme ligereza. Empezó a dar vueltas y vueltas; y cada vez que pasaba por delante del Sol le hacía una reverencia con la cabeza. De pronto, el Sol se interpuso en su camino y levantó un gran aro forrado de un fino papel dorado.
Venus se puso de puntas y se sostuvo unos instantes en equilibrio.
—¡Ale hop! —dijo el Sol, y Venus, de un salto muy elegante, atravesó el aro y volvió a caer sobre el lomo de Pegaso.
—¡Hurra! —gritaron Jane y Michael; y todo el público estelar, haciéndose eco, gritó: ¡Hurra!
—¡Déjame intentarlo! ¡Deja que el pobre Augusto haga una prueba, sólo una prueba pequeñita, como para hacer reír a un gato! —chilló el payaso. Pero Venus, por toda respuesta, sacudió la cabeza, se rió y salió cabalgando de la pista.
Apenas acababa de salir Venus, cuando los tres cabritillos, con aspecto un tanto cohibido, entraron pegando brincos y se inclinaron torpemente delante del Sol. Luego, se levantaron sobre sus cuartos traseros y, formando una hilera, se pusieron a cantar con voz alta y aguda.
cuando salen los cabritos.
Cuerno y pezuña,
pezuña y cuerno.
Todas las noches
nacen tres cabritos.
Titila su cola,
titila su hocico.
Azul y negro,
negro y azul,
es el cielo de la noche
cuando salen los cabritos.
Titila su cola,
titila su hocico.
cuando salen los cabritos.
Alegres, brillantes,
blancos como la nieve.
De la Vía Láctea,
beben tres cabritos.
Titila su cola,
titila su hocico.
cuando salen los cabritos.
Todas las noches,
del crepúsculo al alba,
en los prados estelares
pastan tres cabritos.
Titila su cola,
titila su hocicooo…
Alargaron el último verso con un prolongado balido, y salieron bailando de la pista.
—¿Qué viene ahora? —preguntó Michael. Pero no hizo falta que Orión le respondiera, pues el dragón, echando vapor por el hocico y levantando nubes de polvo de estrellas con su doble cola, acababa de salir a la pista.
Tras él venían Cástor y Pólux, cargados con un enorme globo, blanco y brillante, en el que aparecían esbozados los contornos de varios ríos y montañas.
—¡Parece la Luna! —dijo Jane.
—¡Como que es la Luna! —afirmó Orión.
El dragón se había levantado sobre sus cuartos traseros y los Gemelos estaban colocándole la Luna en el hocico. Durante un instante, el globo se tambaleó de uno a otro lado como si se fuera a caer, pero finalmente quedó bien sujeto y, entonces, el dragón se puso a bailar. Con mucho cuidado y manteniendo un ritmo constante, dio una vuelta, y dos, y tres.
—¡Es suficiente! —dijo el Sol, mientras hacía restallar el látigo. El dragón, exhalando un suspiro de alivio, dio una sacudida con la cabeza y la Luna atravesó volando la pista y fue a aterrizar con un golpe sordo en el regazo de Michael.
—¡Por Dios! —dijo sobresaltado Michael—. ¿Y ahora qué hago yo con esto?
—Lo que más rabia te dé —dijo Orión—. Tenía entendido que la habías pedido.
Michael se acordó de pronto de la conversación que había tenido aquella misma noche con Mary Poppins. Entonces había pedido la Luna, y ahora que la tenía, no sabía qué hacer con ella. ¡Qué situación más embarazosa!
Pero no tuvo tiempo de darle muchas vueltas al asunto, porque el Sol había vuelto a hacer restallar su látigo. Así que Michael se colocó la Luna sobre las rodillas lo mejor que pudo, la rodeó con los brazos y se puso a mirar otra vez a la pista.
—¿Cuánto son dos más tres? —le preguntaba el Sol al dragón.
Las dos colas de dragón descargaron cinco trallazos sobre el polvo de estrellas.
—¿Y seis más cuatro?
El dragón se quedó pensativo durante un minuto. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve… Y al llegar a aquel número, las colas se pararon.
—¡Mal! ¡Rematadamente mal! ¡Castigado sin cena!
Al oír aquello, el dragón rompió a llorar y salió apresuradamente de la pista, sollozando.
¡Ay, ay, requeteay!
¡Gua, gua, gua!
Lloraba desconsolado.
Quería una doncella, toda estofada.
Una chica suculenta, sabrosa y bien condimentada,
con rizos de cometa y ojos de estrella.
Y nada me hubiera importado que fueran dos,
pues muerto de hambre estoy.
¡Gua!
¡Gua!
¡Gua!
—¿No se le puede dar una doncella, aunque sea pequeñita? —dijo Michael, compadecido del dragón.
—¡Chis! —siseó Orión, pues en aquel momento una figura deslumbrante acababa de saltar a la pista.
Cuando se despejó la nube de polvo de estrellas que se había formado, los niños se echaron hacia atrás muy asustados. Era el león, y estaba rugiendo con una furia tremenda.
Michael se arrimó a Jane.
El león pegó el cuerpo al suelo y empezó a avanzar lentamente hasta llegar a donde estaba el Sol. Sacó entonces una lengua roja larguísima y la dejó colgando con aire amenazador. Pero el Sol se limitó a soltar una carcajada y, levantando un pie, propinó una suave patada al hocico dorado del león. La fiera estelar soltó un rugido como si se hubiera quemado, y se puso de pie de un salto.
El látigo del Sol restalló con furia en el aire. Lentamente, de mala gana y soltando unos terribles gruñidos guturales, el león se levantó sobre sus cuartos traseros. El Sol le tiró entonces una comba, y el león, tras cogerla entre sus garras, empezó a cantar:
Soy el león, Leo; Leo, el león.
El guapo, galante y apuesto león.
En noches claras y frías tendrás ocasión
de verme en el cielo a los pies de Orión.
Brillante, luciente y parpadeante no hallarás
en el cielo nada más elegante.
En cuanto terminó la canción, el león empezó a balancear la comba y recorrió a saltos todo el perímetro de la pista, poniendo los ojos en blanco y lanzando unos gruñidos terroríficos.
—¡Date prisa, Leo, que ahora es nuestro turno! —retumbó una voz desde detrás del telón.
El león tiró la comba y, soltando un rugido, se abalanzó sobre el telón, pero los dos seres a los que les tocaba entrar se echaron a un lado y le esquivaron.
—¡La Osa Mayor y la Osa Menor! —dijo Orión.
Con paso lento y pesado entraron las dos osas y, nada más hacerlo, se cogieron de las zarpas y se pusieron a bailar una melodía lenta. Muy serias y solemnes, dieron una vuelta entera a la pista y, cuando concluyeron su baile, hicieron una torpe reverencia al público, y dijeron:
Somos la osa ronca y la osa chillona.
Os sobra un panal de miel, oh constelaciones,
para que la osa ronca y la osa chillona
de su oscura guarida aumenten las provisiones
o para…
o para…
o para…
La Osa Mayor y la Osa Menor empezaron a tartamudear, a dar traspiés y a mirarse la una a la otra.
—¿No te acuerdas de lo que viene ahora? —preguntó con voz cavernosa la Osa Mayor, tapándose la boca con una garra.
—¡Ni idea! —La osa de voz chillona hizo un gesto negativo con la cabeza y, muy acongojada, clavó la vista en el polvo de estrellas, como si pensara que a lo mejor encontraba allí las palabras que le faltaban.
Pero en ese preciso momento el propio público se ocupó de salvar la situación. Un auténtico chaparrón de panales se precipitó sobre la pista y fueron a aterrizar cerca de donde estaban las dos osas. La osa ronca y la osa chillona, muy aliviadas, se agacharon para recogerlos.
—¡Qué buena está! —dijo con voz cavernosa la Osa Mayor, hundiendo el hocico en uno de los panales.
—¡Ex-ce-len-te! —chilló la Osa Menor, mientras probaba otro. A continuación, hicieron una reverencia al Sol y, con los hocicos chorreando miel, salieron dando tumbos.
El Sol agitó una mano en el aire, y la música resonó triunfalmente por toda la carpa.
—Es la señal para el Gran Desfile —dijo Orión, mientras Cástor y Pólux salían bailando a la pista, seguidos de todas las constelaciones.
Allí estaban otra vez las osas, bailando torpemente un vals; y Leo, el león, que venía detrás, olfateando su rastro y gruñendo muy enfadado. Apareció después un cisne estelar, que se deslizó majestuosamente por la arena, entonando un canto agudo y cristalino.
—El canto del cisne —dijo Orión.
Y tras el cisne llegó el pez de colores, que conducía a los tres cabritillos atados con un cordel de plata, y el dragón, que seguía llorando desconsolado. Entonces, un sonido atronador casi ahogó la música. Era el bramido de Tauro, el toro, que acababa de saltar a la pista y estaba intentando descabalgar al payaso Saturno. Una tras otra, las distintas criaturas estelares fueron saliendo y ocupando apresuradamente su sitio. La pista estaba ahora totalmente cubierta por una masa dorada de cuernos, pezuñas, crines y colas que se mecían a uno y otro lado.
—¿Es el final? —susurró Jane.
—Prácticamente —respondió Orión—. Esta noche la cosa acaba pronto. Es que ella tiene que estar de vuelta antes de las diez y media.
—¿Quién? —preguntaron los dos niños a un tiempo. Pero Orión no los oyó. Se había puesto de pie sobre el asiento y estaba haciendo señas con la mano.
—¡Venga, daos prisa, salid ya! —exclamó.
Y al instante, Venus, montada en su caballo alado, salió a la pista, seguida de una serpiente estelar que tenía la cola metida dentro de la boca. Nada más salir, la serpiente empezó a dar vueltas alrededor de la pista como si fuera un aro.
Los últimos en aparecer fueron los cometas, que atravesaron majestuosamente el telón y se pusieron a hacer cabriolas y a sacudir sus colas trenzadas. La música sonaba ahora con una fuerza salvaje y atronadora, y un humo dorado empezó a ascender desde el polvo de estrellas, a medida que las constelaciones, gritando, cantando, rugiendo y gruñendo, se juntaban para formar un inmenso corro. Y en el centro, como si ninguna de ellas se atreviera a acercarse demasiado, dejaron un amplio espacio libre alrededor del Sol.
Allí se alzaba, con el látigo doblado bajo el brazo, sobrepujando en altura a todas las demás estrellas. Al pasar por delante de él, los animales se agachaban, y él les devolvía el saludo con una leve inclinación de cabeza. Jane y Michael se fijaron en que los resplandecientes ojos del Sol levantaban la mirada de la pista y empezaban a vagar por entre la multitud del público estelar para posarse finalmente en el palco real. Al caer sobre ellos sus rayos, comenzaron a sentir un calor muy intenso y, de pronto, pegaron un bote de sorpresa al ver cómo levantaba el látigo y les señalaba con la cabeza.
Cuando la tralla del látigo ascendió cimbreándose en el aire, todas las estrellas y constelaciones se pararon en seco y se volvieron hacia el palco. Luego, todas a una, hicieron una reverencia.
—¿Será posible que… que nos estén haciendo una reverencia… a nosotros? —susurró Michael, apretando con más fuerza la Luna.
Una risa muy familiar sonó a sus espaldas. Inmediatamente se dieron la vuelta. Una figura, bien conocida de ambos, con un sombrero de paja, un abrigo azul y un guardapelo dorado colgado del cuello, estaba sentada sola en el palco real.
—¡Salve, Mary Poppins, salve! —entonaron a coro todas las voces desde la pista del circo.
Jane y Michael se miraron el uno al otro. ¡Con que esto era lo que hacía Mary Poppins en su noche libre! Aunque apenas daban crédito a lo que veían sus ojos, no cabía ninguna duda; la persona que había en el palco dándose aires de superioridad era la mismísima Mary Poppins.
—¡Salve! —sonó de nuevo un grito atronador.
Mary Poppins alzó la mano a modo de saludo y, con aire estirado y suficiente, bajó del palco. No pareció sorprenderse de ver allí a Jane y a Michael; sin embargo, cuando pasó a su lado, soltó un resoplido y, dirigiéndose a ellos por encima de la cabeza de Orión, les dijo:
—¿Cuántas veces tengo que deciros que es de mala educación quedarse mirando a la gente?
Luego, siguió avanzando y, al llegar a la pista, la Osa Mayor alzó el gran cordel dorado para que pasara. Las constelaciones le abrieron camino y el Sol, dando un paso adelante, dijo con voz dulce y cálida:
—¡Querida Mary Poppins, sé bienvenida!
Mary Poppins dobló las rodillas e hizo una profunda reverencia.
—Los planetas te aclaman y las constelaciones te presentan sus respetos. ¡Levántate, mi niña!
Se levantó, manteniendo la cabeza agachada en señal de respeto.
—Por ti se han congregado las estrellas bajo la oscura carpa azul —prosiguió el Sol—, por ti han dejado de alumbrar esta noche el universo. Confío en que habrás disfrutado de tu noche libre.
—¡Nunca he tenido otra mejor! ¡Nunca! —dijo Mary Poppins, levantando la vista y sonriendo.
—¡Mi querida niña! —dijo el Sol, inclinando la cabeza—. Caen ya las últimas arenas de la noche y tú tienes que estar de vuelta antes de las diez y media. Pero antes de que partas, déjanos que, en recuerdo de los viejos tiempos, bailemos todos juntos la Danza de la Rueda del Cielo.
—¡Venga, vamos para abajo! —dijo Orión, dando un empujoncito a los niños, que estaban como hipnotizados. Bajaron dando tumbos por las escaleras y estuvieron a punto de caerse al polvo de estrellas de la pista.
¿Cuántas veces tengo que deciros que es de mala educación quedarse mirando a la gente?
—¿Se puede saber qué modales son ésos? —le siseó a Jane una voz muy familiar.
—¿Qué, qué tengo que hacer? —tartamudeó Jane.
Mary Poppins le lanzó una mirada feroz y se acercó un poco más al Sol. Jane se dio cuenta enseguida de lo que pasaba. Agarró a Michael del brazo y, poniéndose de rodillas, tiró de él e hizo que se agachara a su lado. La ardiente caricia y la dulce calidez del Sol les envolvieron.
—Alzaos, niños —dijo amablemente—. Sed bienvenidos. Os conozco muy bien… ¡la de veces que he bajado a veros en los largos días de verano!
Jane se levantó apresuradamente y se acercó hacia él, pero el Sol interpuso su látigo.
—¡No me toques, criatura de la Tierra! —exclamó en tono de advertencia, mientras la alejaba de él—. La vida es dulce y ningún ser humano puede acercarse al Sol. ¡No me toques!
—¿Pero es verdad que eres el Sol? —preguntó Michael, mirándole fijamente.
El Sol levantó de golpe la mano.
—¡Oh, estrellas y constelaciones, decid quién soy yo! A este niño le gustaría saberlo.
—¡Oh Sol, señor de las estrellas! —proclamaron miles de voces estelares.
—Él es el rey del Sur y del Norte; el soberano del Este y del Oeste —proclamó Orión—. Recorre los límites del mundo y los Polos se derriten ante su gloria. Hace brotar la hoja de la semilla y cubre la tierra de bienes. Él es, sin duda, el Sol.
El Sol le dirigió una sonrisa a Michael.
—¿Lo crees ahora?
Michael asintió con la cabeza.
—Entonces… ¡que suene la música! Y vosotras, constelaciones, ¡elegid pareja!
El Sol hizo restallar su látigo, y la música —rápida, alegre y bailable— volvió a sonar. Michael, sin dejar de abrazar a la Luna, empezó a seguir el ritmo con los pies. Pero mucho debía estar apretándola, porque de pronto sonó una especie de «pum» muy fuerte, y la Luna empezó a deshincharse.
—¡Ay! ¡Ay! ¡Mirad lo que está pasando! —gritó Michael, a punto de que se le saltaran las lágrimas.
La Luna iba encogiendo cada vez más y más; primero adquirió el tamaño de una pompa de jabón, luego el de una motita brillante y, finalmente, las manos de Michael sólo apretaron aire.
—No es posible que fuera la verdadera Luna, ¿no? —preguntó Michael.
Jane dirigió una mirada interrogante el Sol a través del pequeño trecho de polvo de estrellas que les separaba.
El Sol echó la cabeza hacia atrás y sonrió levemente.
—¿Qué es verdad y qué no lo es? ¿Sabrías tú decírmelo, o sabría yo decírtelo a ti? Quizá lo más que lleguemos a saber es que basta con pensar una cosa para que sea verdadera. De modo que si Michael pensaba que lo que tenía entre sus manos era la verdadera Luna, es que lo era.
—Entonces, ¿estamos aquí de verdad o sólo creemos que estamos? —dijo Jane asombrada.
El Sol volvió a sonreír, pero esta vez se adivinaba en su rostro una leve expresión de tristeza.
—¡No quieras saber más, querida niña! —dijo—. Desde los orígenes del mundo los hombres se han hecho siempre esa misma pregunta. Y ni siquiera yo —que soy el señor de los cielos— tengo la respuesta. Lo único que sé con certeza es que hoy es la noche libre y las constelaciones están brillando ante vuestros ojos, y que si creéis que es verdad, entonces, lo es.
—¡Jane, Michael, venid a bailar con nosotros! —les gritaron los Gemelos.
Mientras los cuatro daban vueltas por la pista, siguiendo el ritmo de aquella melodía celestial, Jane terminó por olvidarse de su pregunta. Sin embargo, apenas habían completado media vuelta, cuando de pronto dio un traspié y se quedó como paralizada.
—¡Mirad! ¡Mirad! ¡Está bailando con él!
En efecto, Mary Poppins y el Sol bailaban juntos. Pero no agarrados y con los pies casi pegados, como lo hacía Jane con los Gemelos. Mary Poppins y el Sol no se tocaban, sino que bailaban el uno enfrente del otro con los brazos extendidos, pero perfectamente acompasados a pesar de la distancia que les separaba.
Girando a su alrededor bailaban las constelaciones: Venus, abrazada al cuello de Pegaso; el toro y el león, cogidos de la mano; y los tres cabritillos, pegando brincos en hilera. Aquel resplandor en continuo movimiento deslumbraba a los niños, que, de pie sobre el polvo de estrellas, miraban asombrados.
De pronto, el ritmo del baile comenzó a disminuir y la música fue bajando poco a poco hasta que finalmente desapareció por completo. El Sol y Mary Poppins, muy cerca el uno del otro, aunque sin llegar a tocarse, se quedaron inmóviles. Y en ese preciso instante, todos los animales detuvieron su danza y esperaron pacientemente en el lugar donde se habían quedado parados. Todo el corro permanecía ahora en silencio.
Entonces el Sol tomó la palabra.
—Ha llegado el momento —dijo en voz baja—. Estrellas y constelaciones, regresad a vuestro lugar en el firmamento. Y vosotros, mis tres queridos huéspedes mortales, volved a vuestra casa y dormid. ¡Buenas noches, Mary Poppins! No me despido de ti porque sé que pronto nos volveremos a ver. Pero… aunque sea por poco tiempo… ¡adiós! ¡adiós!
Con un movimiento amplio y majestuoso, el Sol inclinó la cabeza hacia delante, salvando la distancia que le separaba de Mary Poppins, y con mucha ceremonia, sus labios rozaron suave, cuidadosa y fugazmente su mejilla.
—¡Ah! ¡El beso! ¡El beso! —gritaron con envidia las constelaciones.
Al recibir el beso, Mary Poppins se llevó rápidamente la mano a la mejilla, como si se hubiera quemado. Por un instante, se le dibujó en el rostro una expresión de dolor, pero, luego, sonrió y levantó la vista hacia el Sol.
—¡Adiós! —dijo suavemente, con una voz que ni Jane ni Michael recordaban haberle oído nunca.
—¡Partid! —exclamó el Sol, desplegando su látigo. Y todas las constelaciones se apresuraron a obedecerle y abandonaron el corro. Cástor y Pólux rodearon a los niños con los brazos, no fuera a ser que la Osa Mayor con su torpe caminar les diera un golpe al pasar a su lado, el toro les raspara con los cuernos o el león les hiciera algún daño.
Pero Jane y Michael apenas si oían ya los ruidos de la pista. La cabeza se les había vencido hacia un lado y reposaba pesadamente sobre sus hombros. Otros brazos les rodearon entonces y creyeron oír en sueños la voz de Venus que decía: «¡Yo me ocupo de ellos! Por algo soy la Estrella del Regreso al Hogar. Yo soy quien devuelve el cordero al rebaño y el niño a su madre».
Se abandonaron a aquellos brazos que les acunaban suavemente, como mece la marea a un bote.
A uno y otro lado, a uno y otro lado.
Sintieron que una luz parpadeaba delante de sus ojos. ¿Era el brillante dragón, que pasaba a su lado, o la vela de su dormitorio, que brillaba trémula encima de ellos?
Y seguían meciéndose… a uno y otro lado, a uno y otro lado.
Sintieron un tacto cálido y mullido que parecía envolverles. ¿Era el Sol, que les acariciaba, o el edredón de la cama de su dormitorio?
—Yo creo que es el Sol —dijo Jane en sueños.
—Pues yo creo que es mi edredón —pensó Michael.
Y desde muy lejos, una voz como salida de un sueño o como un leve soplo de aire les dijo: «Es lo que creáis que es. Adiós… Adiós…».
Michael se despertó de golpe y soltó un grito. Se acababa de acordar de algo.
—¡El abrigo! ¡El abrigo! ¡Me lo he dejado en el palco real!
Entonces abrió los ojos y vio el pato pintado que había a los pies de su cama. Vio luego la repisa de la chimenea, con el reloj, el cuenco Royal Doulton y el tarro de mermelada lleno de hojas verdes. Y colgado del gancho de siempre, vio también su abrigo y, justo encima, su gorro.
—Pero… ¿dónde están las estrellas? —gritó, incorporándose en la cama y mirando a su alrededor—. ¡Quiero las estrellas y las constelaciones!
—¿Ah sí? ¿Y qué más? ¡Me sorprende que no pidas también la luna! —dijo Mary Poppins, que acababa de entrar en la habitación, con el aspecto tieso y almidonado que solía tener cuando iba enfundada en su delantal.
—¡Ya la pedí! ¡Y me la dieron! —le recordó en tono de reproche—. ¡Pero la apreté mucho y explosionó!
—¡Se dice explotó!
—Bueno, pues explotó.
—¡Tonterías! —dijo tirándole la bata.
—¿Ya es de día? —dijo Jane, mientras echaba un vistazo a su alrededor y se quedaba muy sorprendida al comprobar que estaba en su cama—. ¿Cómo he llegado otra vez aquí? ¡Pero si yo estaba bailando con las estrellas gemelas, Cástor y Pólux…!
—¡Vosotros y vuestras dichosas estrellas! —dijo enfadada Mary Poppins, mientras le arrancaba de golpe la ropa de cama—. ¡Ya os daré yo estrellas! ¡Salid inmediatamente de la cama! ¡Se me está haciendo tarde!
—Será porque la otra noche estuviste bailando hasta las tantas —dijo Michael, saliendo a regañadientes de debajo de las sábanas.
—¿Bailando yo? ¡Bah! ¡Cómo voy a ir yo a bailar si tengo que ocuparme de los cinco niños más malos del mundo!
Mary Poppins soltó un resoplido, pero en ese mismo momento asomó a su cara una expresión de cansancio, como de alguien que no hubiera dormido bien.
—¿Es que no fuiste a bailar en tu noche libre? —dijo Jane, acordándose de cuando Mary Poppins y el Sol estuvieron bailando juntos en el centro de la pista de polvo de estrellas.
Mary Poppins puso los ojos como platos.
—Afortunadamente tengo mejores cosas que hacer en mi noche libre que ponerme a dar vueltas y vueltas como una peonza —dijo, irguiéndose con altanería.
—¡Pero si yo te vi! —dijo Jane—. ¡Arriba en el cielo! Saltaste del palco real y saliste a bailar a la pista.
Michael y Jane contuvieron la respiración al ver cómo el rostro de Mary Poppins se iba poniendo rojo de ira.
—Me parece a mí que habéis tenido una pesadilla en toda la regla —dijo escuetamente—. ¡A quién se le ocurre pensar que una persona de mi posición vaya a saltar desde…!
—Pero es que yo he tenido esa misma pesadilla, y ha sido maravillosa —le interrumpió Michael—. ¡Jane y yo te vimos!
—¿Saltando?
—Ejem, sí… y bailando.
—¿En el cielo?
Michael se puso a temblar al ver que Mary Poppins iba hacia él. Su rostro tenía una expresión sombría y terrible.
—Otro insulto más… uno más sólo, y os vais a encontrar los dos bailando en el rincón —dijo amenazadora—. ¡Estáis avisados!
Michael se apresuró a mirar hacia otro lado, y Mary Poppins, cuyo delantal parecía estar también que echaba chispas, cruzó hecha una furia la habitación para ir a despertar a los gemelos.
Jane se sentó en la cama y se quedó mirando a Mary Poppins, que se estaba inclinando sobre las cunas. Michael se puso lentamente las zapatillas y soltó un suspiro.
—Debe ser que lo hemos soñado —dijo con tristeza—. Ojalá hubiera sido verdad.
—Pero es que fue verdad —le susurró con cautela Jane, sin apartar los ojos de Mary Poppins.
—¿Cómo lo sabes? ¿Estás segura?
—¡Mira!
Mary Poppins tenía la cabeza inclinada sobre la cuna de Barbara. Jane se la señaló.
—¡Mira su cara! —le susurró al oído.
Michael se quedó un rato mirando la cara de Mary Poppins. Ahí estaba su pelo negro, montado sobre las orejas; aquellos ojos azules, tan parecidos a los de una muñeca holandesa; la nariz respingona y las mejillas sonrosadas y relucientes.
—No veo nada… —empezó a decir, pero se calló de golpe, pues al volver Mary Poppins la cabeza, vio por fin lo mismo que había visto Jane.
Brillando intensamente en pleno centro de una de sus mejillas había una pequeña marca de un rojo encendido. Al mirar con más atención, Michael comprobó que tenía una forma muy rara. Era redonda con los bordes rizados en forma de llama, como si fuera un sol en pequeño.
—¿Ves? —dijo Jane en voz baja—. Allí es donde la besó.
Michael asintió una, dos y hasta tres veces.
—Sí —dijo, completamente paralizado y sin dejar de mirar a Mary Poppins—. Sí, lo veo. Sí.