5. El nuevo

Pero ¿por qué tenemos que ir a dar un paseo con Ellen? —refunfuñó Michael, mientras cerraba de un portazo la verja—. Ellen no me gusta. Tiene demasiado colorada la nariz.

—¡Chis! —dijo Jane—. ¡Que te va a oír!

Ellen, que iba delante de ellos empujando el cochecito, se dio la vuelta.

—¡Es usted un niño cruel y desagradable, señorito Michael! Yo me limito a cumplir con mi deber. ¡No se vaya a creer que me apetece salir a dar un paseo con este calor!

—Entonces, ¿por qué lo haces? —le preguntó Michael.

—Porque Mary Poppins está muy ocupada. Ande, pórtese bien y le compraré un penique de caramelos de menta.

—No quiero caramelos de menta —refunfuñó Michael—. Quiero a Mary Poppins.

¡Plum-plum-plum! Con paso lento y pesado, Ellen prosiguió su marcha por la acera.

—Veo un arcoíris por las rendijas de mi sombrero —dijo Jane.

—Pues yo sólo veo el forro de seda —dijo enfadado Michael.

Al llegar a la esquina, Ellen se detuvo y miró con preocupación a ambos lados de la calle para ver si pasaban coches.

—¿Necesita ayuda? —preguntó el guardia, mientras se le acercaba lentamente.

—Bueno —dijo Ellen, sonrojándose—, si pudiera ayudarnos a cruzar la calle, le quedaría muy agradecida. Con el resfriado que llevo encima y teniendo que ocuparme de estos cuatro niños, la verdad es que ya no sé ni dónde tengo la cabeza. —Y dicho aquello, se sonó la nariz.

—¡Pues deberías saberlo! ¡Basta con que te mires! —dijo Michael, pensando que Ellen era rematadamente tonta.

No obstante, el policía no parecía ser de la misma opinión, pues agarró a Ellen firmemente del brazo con una mano, cogió la guía del cochecito con la otra y le ayudó a cruzar la calle con tanta delicadeza como si se tratara de una novia.

—¿Libra usted algún día? —preguntó, mirando con interés el rostro sonrosado de Ellen.

—Bueno —dijo Ellen—, más bien medios días. El segundo sábado del mes. —Y, muy nerviosa, volvió a sonarse la nariz.

—¡Qué casualidad! —dijo el policía—. Yo también libro ese día. Y a eso de las dos de la tarde suelo rondar por aquí.

—¡Ah! —dijo Ellen, con la boca muy abierta.

—¿Entonces? —dijo el policía, inclinando cortésmente la cabeza.

—Ya veremos —dijo Ellen—. Hasta luego.

Se alejó andando pesadamente, aunque de vez en cuando se daba la vuelta para ver si el guardia estaba mirando.

Y siempre lo estaba.

—Mary Poppins nunca necesita un guardia —se quejó Michael—. ¿Qué es eso que la tiene tan ocupada?

—Algo muy importante está ocurriendo en casa —dijo Jane—. Estoy segura.

—¿Cómo lo sabes?

—Tengo como un hueco por dentro y una sensación de estar a la espera de que ocurra algo.

—¡Bah! ¡Lo que pasa es que tienes el estómago vacío! —dijo Michael—. ¿No podemos ir más deprisa, Ellen? Así acabaremos antes.

—Este niño tiene el corazón más duro que una piedra —dijo Ellen, hablándole a las verjas del parque—. No, señorito Michael, no podemos por culpa de mis pies.

—¿Qué les pasa?

—Que no pueden ir más rápido.

—¡Ay, dónde estarás, querida Mary Poppins! —se lamentó Michael con amargura.

Soltó un suspiro y siguió andando detrás del cochecito. Jane caminaba a su lado, contando los arcoíris que se veían a través de su sombrero.

Los lentos pasos de Ellen abrían la marcha con un ritmo machacón. Un-dos, un-dos. ¡Plum-plum! ¡Plum-plum!

Entretanto, en la calle del Cerezo, que ya habían dejado bastante atrás, aquella cosa tan importante estaba ocurriendo.

Vista desde fuera, la casa del número diecisiete parecía tan tranquila y soñolienta como todas las demás casas. Pero tras los visillos echados había tal agitación y tal ajetreo que, de no haber sido verano, cualquiera hubiera dicho que estaban en plena limpieza de primavera o preparando las Navidades.

Sin embargo, la casa propiamente dicha se limitaba a parpadear cegada por el sol sin preocuparse de nada. Al fin y al cabo, pensaba, todo este bullicio ya me lo conozco de otras veces y lo más probable es que vuelva a verlo muchas otras más, así que, ¿para qué preocuparse?

En ese momento se abrió de golpe la puerta principal y se vio a la señora Brill, haciéndose a un lado, para que el doctor Simpson pudiera salir a toda prisa. La señora Brill pegaba saltitos sobre la punta de los pies mientras veía cómo el doctor Simpson, con su maletín marrón balanceándose en una mano, se alejaba por el sendero del jardín. Luego, fue corriendo a la despensa y, con voz muy nerviosa, empezó a gritar:

—¿Dónde te has metido, Robertson? ¡Si vas a venir, ven ya!

E inmediatamente salió corriendo hacia las escaleras y las subió de dos en dos, seguida de Robertson Ay, que no paraba de bostezar y estirarse.

—¡Chis! —siseó la señora Brill—. ¡Chis!

Se llevó un dedo a los labios y avanzó de puntillas hasta la puerta de la habitación de la señora Banks.

—¡Vaya, sólo se ve el armario! El armario y un trocito de la cuerda de la cortina —se quejó, mientras miraba por el ojo de la cerradura.

Pero, de pronto, pegó un brinco.

—¡Dios bendito! —aulló. La puerta se había abierto de golpe y la había tirado sobre Robertson Ay.

Recortada a contraluz, apareció la figura de Mary Poppins, que la miraba con expresión severa y suspicaz. Llevaba en brazos unas mantas arrebujadas que parecía sostener con mucho cuidado.

—¡Caramba, si es usted! —dijo casi sin aliento la señora Brill—. Estaba limpiando el pomo. Sacándole brillo, ya sabe. Y de pronto ha salido usted.

Mary Poppins le echó un vistazo al pomo. Estaba sucísimo.

—¡Me parece a mí que lo que usted estaba limpiando era el ojo de la cerradura! —dijo con sequedad.

Pero la señora Brill no prestó atención a aquellas palabras. Estaba mirando con ternura el rebujo que Mary Poppins tenía en brazos. Alargando una manaza colorada, apartó un poco el rebozo de una de las mantas y, al instante, una sonrisa de satisfacción inundó su rostro.

—¡Ay, mi corderito! ¡Ay, mi patito! ¡Ay, mi cosita! —dijo con voz arrulladora—. ¡Es mejor que una semana en la que todos los días fueran fiesta, sí señor!

Robertson Ay soltó otro bostezo y miró al rebujo de mantas con la boca entreabierta.

—¡Otro par de zapatos que limpiar! —dijo con voz lastimera, mientras se recostaba sobre la barandilla en busca de apoyo.

—¡Tenga cuidado, no se le vaya a caer! —dijo inquieta la señora Brill, cuando Mary Poppins la rozó al pasar junto a ella.

Mary Poppins les lanzó a los dos una mirada despectiva.

—¡Hay ciertas personas que harían mejor en cuidarse de sus propios asuntos! —comentó agriamente.

Y tras volver a doblar la manta sobre aquel pequeño rebujo, subió hacia las habitaciones de los niños.

—¡Disculpe! ¡Lo siento, disculpe! —El señor Banks, que había subido las escaleras como una exhalación, casi tira al suelo a la señora Brill al entrar en el dormitorio de la señora Banks.

—¡Bueno! —dijo, sentándose a los pies de la cama—. ¡Esto sí que es una complicación! ¡Una verdadera complicación! No sé si puedo permitírmelo. Cinco no era lo acordado.

—¡Lo siento mucho! —dijo la señora Banks, dirigiéndole una sonrisa de felicidad.

—¡Qué vas a sentirlo! Al contrario, estás muy orgullosa y muy satisfecha. Y tampoco es para tanto. Es bastante pequeño.

—A mí me gustan así —dijo la señora Banks—. Y, además, ya crecerá.

—¡Sí, por desgracia! —replicó amargamente el señor Banks—. Y a mí me tocará comprarle zapatos, y ropa, y un triciclo. ¡Como si no lo supiera! Y después habrá que mandarle a un colegio y ayudarle a que se abra camino en la vida. Todo muy caro. Y luego, cuando yo ya no sea más que un viejo que se pasa las horas muertas sentado junto a la chimenea, se largará y me dejará solo. ¿A que no se te ha ocurrido pensar en eso?

—No, la verdad es que no se me había ocurrido —dijo la señora Banks, haciendo un esfuerzo por poner cara de arrepentimiento, pero sin llegar a conseguirlo.

—Ya lo sabía yo. En fin, la cosa no tiene remedio. Pero, te advierto algo: no puedo permitirme pagar un cambio de azulejos para el cuarto de baño.

—No te preocupes por eso —dijo, tranquilizándole la señora Banks—. Los azulejos viejos me gustan mucho.

—Entonces es que estás boba. Y no se hable más.

El señor Banks se marchó, y mientras cruzaba la casa no paraba de refunfuñar y de soltar bravatas. Pero nada más salir, echó los hombros para atrás, sacó pecho y se puso un gran puro en la boca. Poco después, se le podía oír dándole al almirante Boom la noticia en voz muy alta, muy jactanciosa y muy engreída.

Mary Poppins se inclinó sobre la nueva cuna que había entre las camitas de John y de Barbara y, con mucho cuidado, dejó en ella el rebujo de mantas.

—¡Bueno, por fin estás aquí! ¡Maldito sea mi pico y el plumaje de mi cola, empezaba a pensar que no llegarías nunca! ¿Qué es? —graznó una voz desde la ventana.

Mary Poppins levantó la vista.

El estornino que vivía en lo alto de la chimenea estaba tan nervioso que no paraba de pegar saltitos en el alféizar de la ventana.

—Es niña y se llama Annabel —dijo escuetamente Mary Poppins—. Y te agradecería mucho que dejaras de hacer tanto ruido. ¡Armas más follón que una bandada de urracas!

Pero el estornino no la escuchaba. Se había puesto a dar volteretas y, cada vez que caía de cabeza, aplaudía frenéticamente con las alas.

—¡Qué maravilla! ¡Qué auténtica maravilla! —dijo jadeando, cuando volvió a ponerse derecho—. Me entran ganas de cantar.

—Pues que no te entren. Que no te entren a poder ser hasta el Día del Juicio.

Pero el estornino estaba demasiado contento para hacerle caso.

—¡Una niña! —chilló, bailoteando sobre la punta de las patas—. En lo que va de año he tenido tres nidadas y… ¿querrás creer que todos han sido niños? ¡Pero Annabel me servirá de compensación!

El estornino, dando unos saltitos, avanzó un poco por el alféizar de la ventana.

—¡Annabel! ¡Qué nombre más bonito! —chilló de nuevo—. Yo tuve una tía que se llamaba Annabel. Vivía en la chimenea del almirante Boom. La pobre murió por comer uvas y manzanas que no estaban maduras. ¡Y mira que yo se lo advertí! ¡Vaya que si se lo advertí! Pero no quiso creerme. Así que…

—¡Quieres callarte de una vez! —le ordenó Mary Poppins, tratando de alcanzarle con el delantal.

—¡No me da la gana! —gritó, tras esquivar limpiamente el golpe—. No es momento de estar callado. Voy a difundir la noticia.

Y salió volando por la ventana.

—¡En cinco minutos me tienes de vuelta! —chilló por encima del hombro, mientras se alejaba a toda velocidad.

Mary Poppins trajinaba en silencio por la habitación, ordenando en un montón la ropa nueva de Annabel.

La luz del sol se coló por la ventana y avanzó sigilosamente hasta alcanzar la cuna.

—Abre los ojos y los haré resplandecer —dijo en voz baja.

El cobertor de la cuna se estremeció levemente y Annabel abrió un ojo.

—¡Buena chica! —dijo la luz—. Ya veo que son azules. ¡Mi color favorito! ¡Ya está! ¡Nunca se verá un par de ojos azules más brillantes que éstos! —Luego, salió de los ojos y se dejó caer al lado de la cuna.

—¡Muchas gracias! —dijo cortésmente Annabel.

Una cálida brisa hizo temblar los volantes de muselina que rodeaban la cabeza de Annabel.

—¿Rizado o lacio? —susurró la brisa, mientras se ponía a su lado.

—¡Rizado, por favor! —dijo Annabel muy bajito.

—Da menos problemas, ¿verdad? —asintió la brisa. Y empezó a recorrerle la cabeza, doblando con mucho tiento las frágiles puntas de su cabello. Cuando terminó, se alejó revoloteando por la habitación.

—¡Ya estamos aquí! ¡Ya estamos aquí! —chirrió una voz desde la ventana.

El estornino había regresado. Pero en esta ocasión venía con él un pájaro muy joven, que se tambaleó con aire inseguro al posarse en la ventana.

Mary Poppins avanzó hacia ellos con ademán amenazador.

—¡Largaos ahora mismo! —dijo furiosa—. No voy a tolerar que ningún gorrión me ensucie la habitación.

Pero el estornino, con el pájaro más joven pegado a su lado, salió volando y los dos pasaron rozándola con aire altanero.

—Te rogaría que no olvidaras, Mary Poppins, que todas mis familias han recibido una educación exquisita —dijo en un tono gélido—. ¡Ensuciar, nosotros!

Con gran habilidad, el estornino se posó sobre el borde de la cuna y ayudó al polluelo a que cogiera el equilibrio a su lado.

Los grandes ojos redondos del pájaro más joven lanzaron una mirada inquisitiva a su alrededor, mientras el estornino avanzaba a saltitos hasta la altura de la almohada.

—Querida Annabel —empezó a graznar en tono meloso—, los trocitos de galleta de arrurruz bien frescos y crujientes son mi debilidad. —Sus ojos emitieron un centelleo de gula—. ¿No tendrás uno a mano por casualidad?

La cabecita rizada se agitó sobre la almohada.

—¿No? Bueno, supongo que todavía eres muy pequeña para tomar galletas. Tu hermana, Barbara —que es una niña muy simpática, muy generosa y muy amable—, siempre se acordaba de mí. Así que, si en el futuro puedes guardarle a este viejo pájaro una o dos miguillas…

—Claro que sí —dijo Annabel desde los pliegues de la manta.

—¡Ésa es mi niña! —graznó el estornino, dando su aprobación. Ladeó entonces la cabeza y la miró con su brillante ojo circular—. Confío en que no estés demasiado cansada después de tu viaje —le comentó amablemente.

Annabel dijo que no con la cabeza.

—¿De dónde ha salido, de un huevo? —pió de pronto el polluelo.

—¡Psss! ¿La has tomado por un gorrión? —se burló Mary Poppins.

El estornino le lanzó una mirada entre dolida y altanera.

—Bueno, ¿entonces qué es? ¿Y de dónde ha salido? —gritó con voz estridente el polluelo, batiendo sus cortas alas y mirando hacia la cuna.

—¡Anda, Annabel, cuéntaselo tú! —graznó el estornino.

—Soy tierra y aire, fuego y agua. Vengo de la Oscuridad donde todas las cosas tienen su principio —dijo con voz muy queda.

—¡Ah, qué oscuridad aquella! —dijo en voz baja el estornino, inclinando la cabeza contra el pecho.

—¡También estaba oscuro en el huevo! —pió el polluelo.

—Vengo del mar y de sus mareas —prosiguió Annabel—. Vengo del cielo y de sus estrellas, vengo del sol y de su resplandor…

—¡Ah, el resplandor aquel! —dijo el estornino, asintiendo con la cabeza.

—Y vengo de los bosques de la tierra.

Mary Poppins, ensimismada, mecía la cuna con rítmico balanceo.

—¿Y qué más? —susurró el polluelo.

—Al principio me movía muy despacio, sin dejar nunca de dormir y soñar —dijo Annabel—. Recordé todo lo que había sido y pensé en todo lo que llegaría a ser. Y una vez que hube soñado todo mi sueño, me desperté y empecé a avanzar mucho más deprisa.

Se quedó callada un momento, con sus ojos azules inundados de recuerdos.

—¿Y luego? —saltó el polluelo.

—Mientras venía hacia aquí, oí cantar a las estrellas y sentí unas alas cálidas que me rodeaban. Pasé junto a las bestias salvajes y atravesé las aguas oscuras y profundas. Fue un viaje muy largo.

Annabel se calló.

La mano de Mary Poppins reposaba muy quieta a un lado de la cuna. Había dejado de mecerla.

—¡Un viaje muy largo, sin duda! Pero ¡qué pronto se olvida! —dijo en voz baja el estornino, mientras levantaba la cabeza.

Annabel se revolvió bajo la colcha.

—¡No! —dijo muy convencida—. Yo nunca lo olvidaré.

—¡Por todos los picos y patas, no digas tonterías! Pues claro que lo olvidarás. Antes de que pase esta semana ya no recordarás ni una sola palabra de todo ello… ¡Ni qué eres, ni de dónde vienes!

Annabel, envuelta en su enagua de franela, se puso a patalear.

—¡Sí que me acordaré! ¡Sí que me acordaré! ¿Cómo iba a olvidarlo?

—¡Porque todos lo olvidan! —se burló con aspereza el estornino—. Todos los estúpidos humanos lo olvidan, todos… menos ella —dijo, señalando con la cabeza a Mary Poppins—. Ella es distinta, es el Bicho raro, es la Gran Inadaptada…

—¡Maldito gorrión! —gritó Mary Poppins, saliendo disparada hacia él.

Pero tras soltar una risotada grosera y darle un empellón al polluelo para sacarlo del borde de la cuna, salió volando en su compañía en dirección al alféizar de la ventana.

—¡Has vuelto a fallar! —dijo con descaro, mientras pasaba rozando a Mary Poppins—. ¡Anda! ¿Qué es eso?

Desde fuera llegaba el sonido de un coro de voces que parecían venir del descansillo, seguido bien pronto de un estrépito de pasos que subían por las escaleras.

—¡No te creo! ¡No pienso creerte! —gritaba rabiosa Annabel.

En ese momento, Jane, Michael y los gemelos irrumpieron en la habitación.

—¡La señora Brill dice que quieres enseñarnos algo! —dijo Jane, tirando al aire su sombrero.

—¿Qué es? —quiso saber Michael, mientras recorría la habitación con la vista.

—¡Enséñamelo! ¡Y a mí también! —chillaban los gemelos.

Mary Poppins les lanzó una mirada feroz.

—¿Qué es esto, un cuarto de niños o un jardín zoológico? —preguntó furiosa—. ¡A ver, respondedme!

—Un jardín zoo… esto… quiero decir… —Michael se calló de golpe al advertir la mirada que había puesto Mary Poppins—… quiero decir un cuarto de niños —concluyó de manera poco convincente.

—¡Ay, mira, Michael, mira! —gritó Jane entusiasmada—. ¡Te dije que aquí pasaba algo muy importante! Ay, Mary Poppins, ¿puedo quedármelo y criarlo yo?

Tras dirigirles a todos una mirada iracunda, Mary Poppins se agachó, sacó a Annabel de la cuna y se sentó con ella en la butaca.

—¡Con cuidado, por favor, con cuidado! ¡Esto es un bebé, no un acorazado! —les previno, mientras todos se arremolinaban a su alrededor.

—¿Es niño? —preguntó Michael.

—No, niña. Se llama Annabel.

Las miradas de Michael y de Annabel se cruzaron. Michael puso un dedo entre las manos de la niña y ésta lo apretó con fuerza.

—¡Mi muñeco! —dijo John, tratando de auparse a las rodillas de Mary Poppins.

Se sentó con ella en la butaca

—¡Mi conejito! —dijo Barbara, dándole un tirón a la toquilla de Annabel.

—¡Oh, qué dulce y qué pequeñina que es! ¡Es igualita que una estrella! —dijo Jane, mientras tocaba el cabello que había rizado la brisa—. Anda, Annabel, dime de dónde has venido.

Encantada de que se lo preguntaran, Annabel se dispuso a contar de nuevo su historia.

—Vengo de la Oscuridad… —recitó en voz baja.

Jane rompió a reír.

—¡Qué ruiditos más graciosos hace! —gritó—. ¡Ojalá supiera hablar para contárnoslo!

Annabel la miró de hito en hito.

—¡Pero si te lo estoy contando! —protestó, dando una patada al aire.

—¡Ja, ja! —aulló groseramente el estornino desde la ventana—. ¿Qué te dije yo? ¡Disculpa que me ría!

El polluelo se tapó la cabeza con el ala y soltó una risita.

—A lo mejor viene de una tienda de juguetes —dijo Michael.

Annabel, en un arranque de furia, le apartó el dedo.

—¡No seas tonto! —dijo Jane—. ¡Tiene que haberla traído el doctor Simpson en su maletín marrón!

—¿Qué, tenía razón o no? —Los ancianos ojos del estornino chispeaban burlones mientras miraban a Annabel.

—¡Venga, qué me dices ahora! —se burló, batiendo las alas en señal de triunfo.

Pero, por toda respuesta, Annabel hundió la cabeza en el delantal de Mary Poppins y se puso a llorar. Su primer llanto, chiquito y desconsolado, sonó desgarrador por toda la casa.

—¡Vamos! ¡Vamos! ¡No te lo tomes así! —dijo bruscamente el estornino—. No se puede hacer nada. Al fin y al cabo, no eres más que una criatura humana. Pero así aprenderás a creer a quienes te superan en edad y sabiduría. ¡En edad y en sabiduría! ¡En edad y en sabiduría! —chilló, pavoneándose.

—¡Michael, haz el favor, coge mi plumero y bárreme a esos pájaros de la ventana! —dijo Mary Poppins en tono amenazador.

El estornino graznó divertido.

—No te molestes, Mary Poppins, nosotros mismos nos barreremos. De todas formas, ya nos íbamos. ¡Venga, chico!

Y prorrumpiendo en una sonora risita, le dio un empujón al polluelo y los dos se fueron volando.

Annabel no tardó mucho en adaptarse perfectamente a la vida en la calle del Cerezo. Le encantaba ser el centro de atención y se sentía muy complacida cuando alguien se asomaba a la cuna y le decía lo guapa y lo buena que era y el carácter tan dulce que tenía.

—¡No dejéis de admirarme! —les decía sonriendo—. ¡Me gusta muchísimo!

Y, acto seguido, todos se apresuraban a decirle lo rizado que tenía el pelo y lo azules que eran sus ojos. A Annabel se le dibujaba entonces en la cara tal sonrisa de satisfacción, que todos exclamaban: «¡Qué lista que es! ¡Si parece como si nos entendiera!».

Pero eso era precisamente lo que a ella más le molestaba, y cuando lo oía, se daba la vuelta muy disgustada por lo tontos que eran. Lo cual era una estupidez, pues cuando se disgustaba tenía un aspecto tan encantador que se ponían todavía más tontos si cabe.

Había cumplido ya Annabel la semana de edad, cuando, un buen día, regresó el estornino. En el momento en que apareció, Mary Poppins, iluminada por la tenue luz de la lamparilla de noche, se encontraba meciendo suavemente la cuna.

—¿Otra vez por aquí? —dijo con sequedad Mary Poppins al verle entrar dando brincos—. ¡Eres peor que un dolor de muelas! —añadió, acompañando sus palabras con un resoplido.

—¡He estado muy ocupado! —dijo el estornino—. Tengo que llevar mis asuntos de una forma ordenada. Y ésta no es la única casa con niños de la que tengo que ocuparme, ¿sabes? —Sus ojos de azabache chispeaban con picardía.

—¡Ja! ¡Lo siento por los otros! —se limitó a decir Mary Poppins.

El estornino soltó una risita y se puso a sacudir de un lado a otro la cabeza.

—¡No hay otra igual! ¡No hay otra igual! —le gorjeó a la borla de la persiana—. ¡Para todo tiene respuesta! —Después, ladeando la cabeza hacia la cuna, dijo:

—Bueno, ¿cómo va todo? ¿Está Annabel dormida?

—¡Si lo está no será gracias a ti, desde luego! —dijo Mary Poppins.

El estornino hizo caso omiso de aquel comentario. Pegó unos saltitos y se acercó hasta un extremo de la ventana.

—Yo la vigilo —dijo—. Anda, ve abajo y prepárate una taza de té.

Mary Poppins se levantó.

—¡Ándate con ojo y no me la despiertes!

El estornino se rió con desdén.

—Mi querida niña, en mis buenas épocas yo he llegado a criar hasta veinte nidadas de polluelos. No necesito que nadie me diga cómo hay que cuidar a un simple bebé.

—¡Ja! —Mary Poppins se acercó al armario y, poniendo mucho énfasis en lo que hacía, cogió la caja de galletas y se la puso debajo del brazo. Después salió y cerró la puerta.

El estornino metió la punta de las alas bajo el plumaje de la cola y se puso a desfilar arriba y abajo, abajo y arriba por el alféizar de la ventana.

De pronto, la cuna se movió un poco y Annabel abrió los ojos.

—¡Hola! A ti quería verte.

—¡Ajá! —dijo el estornino, que cruzó volando la habitación y se puso a su lado.

—Hay algo que no consigo recordar y pensé que a lo mejor tú podías ayudarme —dijo Annabel, frunciendo el ceño.

El estornino dio un respingo y sus oscuros ojos emitieron pequeños destellos.

—Veamos —dijo, bajando la voz—, te suena algo así como… —y con un susurro ronco empezó a decir—… soy tierra y aire, fuego y agua…

—¡No, no, no! ¡Eso no es! —dijo Annabel con impaciencia.

—Bueno, ¿tenía que ver con tu viaje? Eso de que venías del mar y de sus mareas, del cielo y de… —dijo el estornino, que empezaba a sentirse un tanto inquieto.

—¡Quieres no ser tan tonto! —gritó Annabel—. El único viaje que he hecho ha sido el de esta mañana, cuando he ido al parque y luego he vuelto a casa. No, no, esto era algo muy importante. Algo que empezaba por «G».

Entonces Annabel soltó un gorjeo.

—¡Ya lo tengo! ¡Galleta, eso era! Hay media galleta de arrurruz en la repisa de la chimenea. ¡Michael se la olvidó ahí después de la merienda!

—¿Eso es todo? —dijo apenado el estornino.

—Pues claro que sí —repuso Annabel con fastidio—. ¿Te parece poco? ¡Pensé que un estupendo trozo de galleta te alegraría un montón!

—¡Y me alegra, claro que me alegra! —se apresuró a decir el estornino—. Pero…

Annabel volvió el rostro hacia la almohada y, cerrando los ojos, dijo:

—Ahora no hables, por favor. Quiero dormir un poco.

El estornino lanzó una mirada a la repisa y, luego, volvió a bajar la vista hacia Annabel.

—¡Galletas! —exclamó, sacudiendo la cabeza—. ¡Ay, Annabel, ay!

Mary Poppins, procurando no hacer ruido, entró y cerró la puerta.

—¿Se ha despertado? —dijo en un susurro.

El estornino asintió.

—Sólo un minuto. Pero ha sido más que suficiente —dijo con tristeza.

Mary Poppins le interrogó con la mirada.

—Lo ha olvidado. Lo ha olvidado todo —dijo el estornino con voz temblorosa—. Sabía que ocurriría. Pero ¡ay querida, qué pena!

—¡Bah!

Mary Poppins se puso a dar vueltas por la habitación, mientras iba recogiendo los juguetes. De pronto, echó un vistazo hacia el estornino. Estaba en el alféizar de la ventana, dándole la espalda, y sus hombros moteados palpitaban como si estuviera respirando agitadamente.

—¿Qué pasa, has vuelto a constiparte? —comentó con sarcasmo.

El estornino se giró en redondo.

—¡Nada de eso! Es, ejem, el aire de la noche. Es muy fresco, ya sabes. Hace que a uno se le humedezcan los ojos. Bueno, ¡es hora de irse!

Con paso torpe e inseguro avanzó hasta el borde de la ventana.

—Me estoy haciendo viejo. Eso es lo que ocurre —graznó con tristeza—. Ya no somos tan jóvenes, ¿verdad, Mary Poppins?

—No sé , pero yo, desde luego, sigo igual de joven que siempre —dijo Mary Poppins, irguiéndose altanera.

—¡Oh, eres un prodigio! —exclamó el estornino, sacudiendo la cabeza—. ¡Un auténtico, maravilloso y prodigioso prodigio! —En sus ojos redondos se adivinaba una chispa burlona.

—¡No lo decía de veras! —soltó groseramente, a la vez que salía volando por la ventana.

—¡Maldito gorrión insolente! —le gritó Mary Poppins mientras se alejaba, y, acto seguido, cerró la ventana.