Prólogo

Junio de 1362

El horrendo y sangriento asesinato lo había urdido un alma más negra que la medianoche. Sólo los ardientes rayos del sol y las claras y serenas aguas del mar Mediterráneo serían mudos testigos de la inminencia del crimen.

El día había amanecido muy caluroso y en las horas meridianas el calor se extendía como una sofocante manta alrededor de la carraca de tres palos anclada en aguas de Famagusta, en la isla de Chipre. Las velas estaban desinfladas y la pez y el alquitrán se derretían entre las mohosas tablas de madera. A bordo, los pasajeros —peregrinos, mercaderes, viajeros y caldereros— procuraban refugiarse en cualquier rincón de sombra que pudieran encontrar. Algunos pasaban las cuentas del rosario; otros, utilizando la mano para protegerse los enrojecidos ojos del sol, escudriñaban el cielo, tratando de descubrir el más mínimo atisbo de brisa. Las cubiertas del Saint Mark estaban ardientes al tacto y hasta los marineros se habían ocultado del inmisericorde calor del sol. Un vigía dormitaba en lo alto de la cofa. Por encima de su cabeza, una medalla de plata de san Cristóbal clavada en el mástil recibía los deslumbradores rayos del sol, los cuales reverberaban cual si fueran peticiones de sombra y refrescante brisa marina.

Bajo la cofa, al pie del mástil, dormía un caballero vestido con una blanca camisa y unos sudados calzones remetidos en unas botas de cuero que él agitaba en inquieto e incesante movimiento. El caballero despertó, se enjugó el sudor de la frente y se rascó la negra barba que le cubría el rostro de oreja a oreja. Después dirigió la mirada hacia un muchacho que, a la sombra de la toldilla, estaba contemplando extasiado las piezas de la armadura que allí se encontraban amontonadas: cota de malla, guanteletes, peto y camisote. Lo que más le llamaba la atención era una blanca sobreveste de algodón con una tosca pero enorme cruz pintada en el centro. El joven miró al caballero a hurtadillas mientras acercaba las manos al puño de la gran espada de dos filos.

—Tócala, muchacho —murmuró el caballero, mostrando al hablar unos dientes cuya cegadora blancura destacaba en un rostro intensamente bronceado por el sol—. Vamos, la puedes tocar si quieres.

El chico así lo hizo, mirándole con una sonrisa de gratitud.

—¿Quieres ser caballero, muchacho?

—Sí, mi señor, quisiera ser cruzado, aunque ahora me he quedado huérfano —contestó el joven con la cara muy seria.

El caballero sonrió, pero su semblante se ensombreció de inmediato al mirar hacia la popa. El timonel había llamado al capitán y ahora ambos estaban contemplando las aguas en silencio. El capitán parecía muy preocupado. Encasquetándose su enorme sombrero de ala ancha, cruzó a grandes zancadas la cubierta, soltando maldiciones por lo bajo. Por encima de su cabeza el vigía gritó de repente:

—¡Barcos sin vela a la vista, se acercan a toda velocidad!

Su grito provocó un revuelo a bordo. Unos barcos sin vela surcando velozmente las aguas sólo podían ser corsarios moros. En la cubierta, la gente se alarmó, los niños empezaron a llorar y las mujeres se pusieron a dar voces. Se oyó en las escalerillas el rumor de las fuertes pisadas de los soldados y los marineros. El coro de gemidos se hizo más insistente.

—¡No llevan velas! —gritó un soldado—. ¡Tienen que ser galeras!

El clamor de las voces cesó cuando el miedo a la muerte se impuso al rencor que todos sentían contra los implacables rayos del sol. El día moriría, llegaría la oscuridad y el aire refrescaría, pero las galeras de los corsarios con sus remos inclinados y sus verdes estandartes no desaparecerían. Navegaban alrededor de las islas griegas como lobos rapaces y, en caso de que se acercaran, no habría escapatoria.

Empezaron a salir los ballesteros genoveses con unos pañuelos de lana blanca anudados alrededor de la cabeza y unas grandes ballestas colgadas a la espalda; les seguían unos mozos con carcajes llenos de saetas de mellados astiles.

—¡Una galera! —gritó el vigía—. ¡No, son dos! ¡Cuatro! ¡Rumbo al norte por el nordeste!

Marineros, pasajeros y soldados corrieron a las bordas, haciendo que el barco se hundiera como un esparavel.

—¡A vuestros puestos! —gritó el rubicundo capitán, bajando por la escalera de popa—. ¡Contramaestre! —rugió—. ¡Fuera las armas! ¡Ballesteros a popa!

Todos se pusieron a correr de acá para allá; unos grandes cubos de agua de mar fueron colocados rápidamente alrededor de la cubierta junto a unos barriles de áspera arena gris. Marineros y soldados lanzaban imprecaciones contra los atemorizados pasajeros, ordenándoles bajar a la fétida lobreguez de las bodegas. El caballero volvió la cabeza al ver acercarse al capitán.

—¡Galeras! —dijo el capitán en voz baja—. El Señor se apiade de nosotros… ¡son muchas! —Levantó los ojos al claro azul del cielo—. No podremos escapar. Una sola quizá no nos atacara, pero cuatro…

—¿Pensáis luchar? —le preguntó el caballero.

El capitán extendió las manos.

—Puede que no nos ataquen —contestó con cierto desánimo—. A lo mejor, nos mantendrán a raya y sólo nos exigirán un tributo.

El caballero asintió con la cabeza. Sabía que el capitán estaba mintiendo. Se volvió hacia el muchacho que ahora se había acercado tímidamente a él.

—Un buen día para morir —le dijo en un susurro—. Ayúdame a ponerme la armadura.

El muchacho corrió a la toldilla y regresó tambaleándose bajo el peso de la cota de malla. El caballero miró a su alrededor mientras se vestía para la batalla. Los tripulantes habían hecho todo lo que habían podido. Ahora imperaba en el barco un silencio mortal, roto tan sólo por los golpes del agua contra los costados del barco y el murmullo cada vez más cercano de las oscuras galeras.

—Los mensajeros de la muerte —musitó el caballero.

El capitán oyó sus palabras y giró en redondo.

—¿Por qué tantas? —preguntó—. Cualquiera diría que ya sabían que estábamos aquí.

El caballero se puso la cota de malla y se ajustó el cinto de cuero de la espada alrededor de la cintura.

—¿Qué cargamento lleváis?

El capitán se encogió de hombros.

—Pasajeros —contestó—. Canastas de frutos secos, algunos toneles de vino y unas cuantas anas de lienzos.

—¿Ningún tesoro?

El capitán soltó una risita despectiva y siguió escudriñando el cielo en busca de un soplo de viento, pero el dorado fulgor del sol parecía burlarse de su inquietud. El caballero estudió las largas, oscuras y afiladas galeras. En sus cubiertas se habían congregado unos hombres vestidos con sus túnicas de algodón amarillas y sus turbantes blancos. Contrajo los músculos y entornó los ojos.

—¡Jenízaros!

—¿Qué decís, mi señor? —preguntó el muchacho, levantando la vista.

—¡Por los clavos de Cristo! —replicó el caballero—. ¿Cómo es posible que una guardia escogida, la flor y nata de la horda musulmana, se haya apretujado en unas galeras para atacar un barco que sólo lleva vino y frutos secos?

El chico miró en silencio al caballero mientras éste le daba unas palmadas en la cabeza.

—Quédate conmigo, muchacho —le dijo en un susurro—. Quédate conmigo y, si caigo, no temas. Será la mejor oportunidad de tu vida.

Las galeras se acercaron y el caballero aspiró el insoportable hedor de los centenares de sudorosos esclavos negros que impulsaban los remos. A través del agua, oyó con toda claridad las ásperas sílabas arábigas del capitán de los moros, dando órdenes a sus hombres. Los blancos remos mojados se levantaron brillando como cientos de espadas cuando las galeras rodearon el desventurado barco detenido por falta de viento. Una de ellas se situó a popa y otra a proa mientras la tercera y la cuarta se situaban una a babor y otra a estribor. El capitán del Saint Mark se secó el sudoroso rostro con el puño de la camisa.

—Puede que no ataquen —musitó, volviéndose a mirar al caballero con expresión de alivio—. Quieren parlamentar.

Con la agilidad de un mono, el capitán regresó a popa. La galera de estribor se acercó un poco más y el caballero pudo ver los fulgurantes atuendos de un grupo de oficiales moros. Uno de ellos se encaramó a la borda de la galera.

—¿Eres tú el capitán del Saint Mark de Famagusta? —preguntó a gritos.

—Sí —contestó el capitán—. Sólo llevamos frutos secos y pasajeros. Se ha decretado una tregua —añadió—. Vuestro califa se ha comprometido bajo juramento.

El oficial moro se agarró a dos de los remos levantados para no perder el equilibrio.

—¡Mientes! —contestó a gritos—. Llevas un tesoro… ¡un tesoro que le habéis robado a nuestro califa! Entréganoslo y déjanos registrar tu barco para buscar al que lo robó.

—Aquí no hay ningún tesoro —replicó el capitán en tono quejumbroso.

El oficial moro volvió a bajar. Levantó una mano cuajada de sortijas y dio una orden con voz gutural. El capitán del Saint Mark se volvió a mirar angustiado al caballero y, mientras lo hacía, cayó junto con el timonel, ambos abatidos por una lluvia de flechas disparadas desde las galeras. El caballero esbozó una sonrisa, se bajó la visera del yelmo y atrajo al muchacho hacia sí. Tomó su enorme espada de dos filos y apoyó la espalda contra el mástil.

—Sí —murmuró—, es un buen día para morir.

En las galeras, los timbales empezaron a llamar a la batalla y se oyó el clamor de los címbalos y los gongs. Los arqueros genoveses hicieron lo que pudieron, pero no lograron evitar que las galeras se acercaran y que los jenízaros vestidos de amarillo y envalentonados por las drogas saltaran a la cubierta del Saint Mark. Aquí y allá, peregrinos y mercaderes luchaban y morían en pequeños grupos. Algunos que iban por libre trataban de huir a la oscuridad de las bodegas donde los jenízaros los acorralaban y acababan con sus vidas mientras la sangre se filtraba como si fuera agua a través de las tablas alquitranadas de la embarcación. Sin embargo, el verdadero combate se concentraba alrededor del mástil, junto al cual el caballero cortaba incesantemente el aire con su espada hasta que la sangre le llegó a los tobillos mientras los moros resbalaban a sus pies sin conseguir su propósito de acabar con él. Al lado del caballero, el muchacho le gritaba palabras de aliento, pero ningún hombre hubiera podido resistir eternamente un ataque como aquél. Pronto cesaron los combates y las galeras se retiraron con las bodegas llenas de prisioneros y de botín. Una brisa cada vez más fuerte empujó el Saint Mark envuelto en llamas a la deriva hasta que éste quedó convertido en una rugiente pira funeraria. Cuando cayó la noche, el barco ya se había hundido. Aquí y allá algunos cuerpos flotaban todavía en el agua como único signo del paso de la muerte asesina.

Diciembre de 1377

Un viento terriblemente frío empujó la nieve hacia Londres con unas cortantes dagas de hielo y granizo. Al principio, cayeron algunos copos blancos, pero después la nevada se intensificó y cayó del cielo como la gracia de Dios, cubriendo las heridas de aquella sombría ciudad. En los gélidos gabinetes de los monasterios de las afueras, los cronistas procuraban calentarse los entumecidos dedos mientras escribían que aquel tiempo tan infernal era el castigo que Dios enviaba a la ciudad.

Tanto si era un castigo de Dios como si no, la nevada cubrió como una alfombra las malolientes calles y los montículos de estiércol de los muladares de las orillas del Támesis, donde los piratas del río colgados en los patíbulos se convirtieron en unas rígidas y negras figuras cuando el agua del río se heló. En aquel desapacible mes de diciembre, las fuertes heladas se abatieron sobre la ciudad como asesinos deseosos de quitarles la vida a los pordioseros envueltos en sus harapos. Los leprosos acurrucados en medio de la suciedad al otro lado de Smithfield gemían de dolor mientras la escarcha les mordía las heridas abiertas. Varias viejas prostitutas con sus pintarrajeados rostros fueron encontradas congeladas en la esquina del callejón del Gallo. Las calles estaban desiertas y ni siquiera las ratas podían encontrar alimento, pues las enormes montañas de basura y los albañales abiertos que discurrían por el centro de todas las calles, generalmente llenos de desperdicios humanos, se habían congelado y estaban más duros que las piedras.

Las ventiscas ocultaban el cielo y hacían que las noches fueran más negras que los abismos infernales. Ningún alma temerosa de Dios se atrevía a salir y tanto menos en Petty Wales y Smithfield Este, el paraje que rodeaba la Gran Torre cuyas torretas cubiertas de nieve se elevaban orgullosamente hacia el oscuro cielo nocturno. Los hombres que montaban guardia en los helados parapetos de la fortaleza abandonaban su vigilancia y se agachaban detrás de las murallas. No había ningún centinela en las inmediaciones del rastrillo, pues las cerraduras y las cadenas se habían congelado y nadie las hubiera podido abrir.

No obstante, incluso en los cálidos días estivales la gente evitaba acercarse a la Torre. Las viejas murmuraban que aquel lugar era obra del demonio y que los negros cuervos que revoloteaban alrededor de sus siniestras almenas eran huestes infernales en busca de almas humanas. Decían las viejas que en el mortero de sus murallas se había mezclado sangre humana y que, bajo sus sólidos cimientos de piedra, yacían los esqueletos de los sacrificios humanos ofrecidos por el gran César antes de la construcción de la fortaleza. Otros, los pocos que sabían leer, rechazaban semejantes historias, pues la Torre con su enorme Torre Blanca del Homenaje había sido edificada por Guillermo el Conquistador para intimidar a los habitantes de Londres. Todo lo demás, decían en tono de burla, no eran más que relatos que se contaban para asustar a los niños.

Sin embargo, las viejas tenían razón: la Torre guardaba unos macabros secretos. Por debajo de una de sus murallas discurrían unos fríos pasadizos cubiertos de verdoso cieno, en cuyos muros se podían ver los oxidados candelabros que sostenían unas ennegrecidas antorchas. Nadie bajaba desde hacía muchos años a aquella misteriosa madriguera de pasadizos que ni siquiera los soldados gustaban de visitar. Allí abajo había tres mazmorras, pero sólo dos puertas y, en la celda del centro, un cuarto cuadrado de muy reducidas dimensiones, se podía ver un esqueleto medio podrido. No existía ningún testigo que pudiera explicar lo que era cuando la carne recubría los huesos y la sangre circulaba como vino caliente por el corazón y el cerebro. Ahora el esqueleto estaba amarillento y una rata correteaba por el interior de la caja torácica, rebuscando infructuosamente en las vacías cuencas de los ojos antes de escaparse por el hueso de un brazo apoyado contra la pared, justo por debajo del tosco grabado de una embarcación de tres palos.

El asesino oculto en las sombras del helado parapeto del gran Campanario ignoraba la existencia de aquellos secretos lugares, pero se daba cuenta de que la Torre encerraba grandes misterios. Se arrebujó en su capa para protegerse del frío.

—«Nada hay oculto que no haya de descubrirse —dijo, repitiendo las palabras del Evangelio— ni secreto que no haya de conocerse y salir a la luz». —Levantó los ojos al cielo—. ¡La sangre sólo se puede vengar con derramamiento de sangre! —añadió en un susurro.

Sí, le gustaba la idea. La justicia y la muerte tomadas de la mano. Contempló la oscura mole de la capilla de San Pedro ad Vincula. ¿Podría Dios comprenderlo? ¿Acaso no había marcado a Caín por haber matado a Abel? ¿Por qué tenían los asesinos que andar libres por el mundo? A los asesinos no les importaban ni el viento glacial ni los incesantes copos de nieve ni el solitario grito de las aves nocturnas en las riberas del helado río.

—Hay cosas mucho más frías que el viento —murmuró mientras meditaba acerca de su pobre alma y de las enconadas heridas abiertas que la afligían. Pronto llegarían la Natividad y el día de los Santos Inocentes, una época del año llena de calor e inocencia y de exquisitos manjares asados lentamente en los espetones. Las estancias se adornarían con verdes ramas y habría fiestas, juegos, dulces y vino caliente con especias. El asesino sonrió. Y, como en todas las Natividades, los asesinos se congregarían allí en la Torre, pensó, balanceándose hacia adelante y hacia atrás. Entonces empezaría el juicio; las amonestaciones ya estaban preparadas. Elevó las manos al cielo nocturno.

—Que corra la sangre —dijo en voz baja—. ¡Que mi arma sea el asesinato!

Sus ojos se posaron en la cruz de San Pedro ad Vincula.

—Que Dios me juzgue —musitó, ocultando las manos en el interior de la capa mientras clavaba los ojos en la oscuridad de la noche.

Recordó el pasado y reanudó sus lentos balanceos mientras tarareaba por lo bajo una canción que sólo él podía entender. Ahora había entrado en calor. Lavaría las heridas de su alma en la sangre de sus víctimas.