Capítulo II

Sir John se apartó la capa de los hombros y se echó el castoreño hacia atrás.

—¡Venid, hermano! —rugió, guiñándole el ojo a Benedicta—. Nos necesitan en la Torre. Por lo visto, los asesinatos no esperan a que haga buen tiempo.

Por una vez, Athelstan se alegró de la espectacular aparición de Cranston. El fraile le estudió detenidamente.

—¿Le habéis dado a la jarra de clarete, sir John?

Cranston se dio unos golpecitos con un dedo en la parte lateral de la voluminosa nariz.

—Un poquito —contestó con voz pastosa.

—¿Y qué hacemos con el cementerio? —preguntó Watkin con voz quejumbrosa—. ¡El padre tiene que resolver este asunto, sir John!

—¡Quita de ahí, enano maloliente!

La mujer de Watkin se levantó y miró enfurecida a Cranston.

—Mi señor forense, enseguida estoy con vos —terció rápidamente Athelstan, en un intento de calmar los ánimos de los presentes—. Atenderé el asunto a mi regreso, Watkin. Entre tanto, encárgate de dar de comer a Buenaventura y de apagar las antorchas. Y tú, Cecilia, ¿tendrás la bondad de sacarles la comida a los leprosos?

La cortesana asintió indiferentemente con la cabeza.

—Recuerda —añadió Athelstan— que durante el día suelen vagar por ahí, ocupados en sus cosas.

Miró con una beatífica sonrisa a su grupo preferido de feligreses y bajó a toda prisa los helados peldaños de la iglesia para dirigirse a la casa parroquial. Allí se cortó una rebanada de pan, pero la escupió enseguida porque sabía a rancio.

—Ya comeré por el camino —musitó, colocando en sus alforjas un rollo de pergamino, unos estuches de plumas y varios tinteros de cuerno. Philomel, su viejo caballo, se puso muy pesado, ronroneando de placer como un gato y hocicándolo mientras él le ajustaba la cincha bajo el voluminoso vientre.

—¡Cada vez te pareces más a Cranston! —le dijo.

Se dirigió con Philomel a la parte anterior de la iglesia y subió corriendo los peldaños del pórtico. Apoyado contra un pilar, Cranston se estaba comiendo a Cecilia con los ojos mientras procuraba apartar a Buenaventura para que no se restregara contra su pierna. El forense no soportaba a los gatos desde la época de sus campañas en Francia en que los franceses habían arrojado con catapultas gatos muertos al pequeño castillo que él estaba defendiendo, en un intento de extender enfermedades contagiosas. Pero Buenaventura adoraba al forense, parecía intuir su presencia y siempre salía a darle la bienvenida.

Athelstan le dirigió unas palabras a Benedicta y miró con una sonrisa de disculpa a Watkin y a los demás. Después fue a recoger la capa con capucha que había dejado en el presbiterio y regresó justo a tiempo para evitar que Cranston tropezara con la voluminosa puerca de Úrsula y cayera de bruces al suelo. El forense salió hecho un basilisco y miró con expresión enfurecida a Athelstan, desafiándole a burlarse de él. Cranston montó en su cabalgadura y empezó a soltar maldiciones contra los cerdos que entraban en las iglesias, comentando lo a gusto que se hubiera comido un suculento trozo de cerdo asado. Athelstan colocó las alforjas sobre el lomo de Philomel y, antes de que Cranston pudiera provocar algún desaguisado, salió con él de la iglesia y se adentró en el callejón del Hinojo.

—¿Por qué a la Torre, sir John? —se apresuró a preguntar, tratando de distraer al forense de su cólera.

—¡Esperad un poco, monje! —replicó Cranston.

—Soy fraile, no monje —dijo Athelstan.

Cranston soltó un eructo y tomó otro trago de su odre de vino.

—¿Qué es lo que ocurre aquí atrás? —preguntó.

—Una asamblea del consejo parroquial.

—No, me refiero al cementerio.

Athelstan se lo explicó y el forense se puso muy serio.

—¿Creéis que se trata de algo relacionado con los adoradores del demonio? ¿Los Señores Negros del cementerio? —preguntó Cranston, acercando un poco más su caballo al de Athelstan.

—Bien pudiera ser —contestó el fraile, haciendo una mueca.

—¡Tiene que serlo! —sentenció Cranston—. ¿Quién si no ellos podría sentir interés por unos cadáveres putrefactos?

El forense trató de calmar a su caballo mientras Philomel, consciente de la estrechez del callejón, agitaba nerviosamente la cabeza en dirección a la otra cabalgadura.

—¡Quisiera acabar con ellos! —añadió sir John con voz pastosa—. En mi tratado sobre el gobierno de la ciudad de Londres… —sus ojos azules se clavaron en el rostro de Athelstan, tratando de descubrir en él alguna traza de hastío mientras abordaba uno de sus temas preferidos—. En mi tratado —repitió—, cualquier persona que practicara la magia negra pagaría una fuerte multa la primera vez y sería condenada a muerte la segunda. —Cranston se encogió de hombros—. Pero, a lo mejor, todo eso no es más que una tontería sin importancia.

Athelstan sacudió la cabeza.

—Esas cosas nunca son tonterías —señaló—. Una vez presencié un exorcismo en una pequeña iglesia cercana al convento de los dominicos. Un joven poseído por el demonio se expresaba en extrañas lenguas y levitaba. Decía que el demonio había entrado en su cuerpo después de una ceremonia en la cual el cadáver de un ahorcado había sido depositado sobre el altar.

Cranston se encogió de hombros.

—Si necesitáis ayuda… —dijo en tono dubitativo.

—Es muy amable de vuestra parte, mi señor forense —contestó Athelstan sonriendo—. Como de costumbre, vuestra grandeza y generosidad de espíritu me deja sin respiración.

—Cualquier amigo de Nuestro Señor es amigo mío —dijo Cranston—. Aunque sea un monje —añadió con, ironía.

—Soy fraile y no monje —le corrigió por segunda vez Athelstan, mirándole enfurecido mientras él echaba la cabeza hacia atrás y soltaba una estruendosa carcajada al ver el efecto que su broma había producido en su escribano.

Al final, dejaron a su espalda las angostas callejuelas, procurando evitar la nieve que caía de los inclinados tejados, y salieron a la calle principal que bajaba hacia el Puente de Londres. Los helados adoquines estaban cubiertos por una gruesa capa de nieve que un cortante viento había convertido en una súbita nevisca. Se habían montado algunos tenderetes, pero sus propietarios permanecían ocultos detrás de los sucios toldos para protegerse del fuerte viento que estaba llenando el cielo de una espesa capa de oscuras nubes de nieve.

—No es tiempo para andar por las calles —murmuró Cranston.

Delante de la posada del Abad de Hydes, un vendedor de reliquias estaba intentando vender un cayado que, según él, había pertenecido a Moisés. Dos presos esposados y recién liberados de la prisión de Marshalsea donde se encarcelaba a los deudores pedían limosna para ellos y para otros desventurados de su misma condición. Athelstan les arrojó unos peniques, compadeciéndose de sus morados pies. Tanto el caballo de Cranston como el suyo estaban muy bien herrados; en cambio, los valerosos viandantes que recorrían las calles tropezaban a cada paso sobre el ennegrecido y traicionero hielo y tenían que caminar con mucho cuidado, agarrándose a los marcos de los portales de las casas. Lo cual no era óbice, observó Cranston, para que la justicia se mostrara tan activa como de costumbre. Delante del hospital de Santo Tomás, un panadero había sido atado a una narria como castigo por haber vendido pan en mal estado. Athelstan recordó el pan rancio que había escupido poco antes y observó cómo aquel pobre desgraciado era arrastrado por un asno. Un gaitero borracho le seguía, interpretando una lastimera melodía para disimular sus gemidos. En el cepo, un tabernero estaba siendo obligado a beber vinagre mientras que una prostituta atada a un poste estaba recibiendo los azotes que le propinaba un sudoroso corchete con unas largas ramas de acebo.

—Sir John —dijo Athelstan—, creo que esta pobre mujer ya ha recibido suficiente.

—¡Que se vaya al infierno! —replicó Cranston—. ¡Seguramente se lo tiene merecido!

Athelstan estudió con más detenimiento el redondo y rubicundo rostro del forense.

—Sir John, por el amor de Dios, ¿qué es lo que os ocurre?

Bajo su falsa afabilidad y su aspecto achispado, Athelstan adivinaba que el forense o estaba muy enojado o muy preocupado. Cranston parpadeó y trató de sonreír. Después desenvainó la espada, se acercó al poste y cortó de un tajo las cuerdas que inmovilizaban a la prostituta. La ensangrentada mujer se desplomó sobre el hielo. El corchete, con el semblante contraído en una mueca de furia, se acercó a Cranston con gesto amenazador. Sir John se apartó con la punta de la espada el embozo que le cubría el rostro.

—¡Soy Cranston, el forense de la ciudad! —gritó.

El hombre retrocedió a toda prisa. Sir John rebuscó bajo su capa, sacó unos cuantos peniques y se los arrojó a la prostituta.

—¡Gánate honradamente el pan! —le dijo.

Después miró con la cara muy seria a su acompañante, desafiándole a hacer algún comentario antes de pasar por delante del poste y bajar al Puente de Londres. Todo el puente estaba cubierto por una espesa capa de nieve y envuelto en la bruma. Athelstan se detuvo y apoyó la mano en el brazo de Cranston.

—¡Sir John, aquí pasa algo! ¡Hay demasiado silencio!

Cranston le miró con una sonrisa.

—¿No os habéis dado cuenta, hermano? Mirad abajo, el río está helado.

Athelstan miró por el parapeto. Por regla general, el agua del río bajaba turbulenta y agitada. Ahora, en cambio, parecía un campo helado que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Athelstan estiró el cuello y oyó las voces de los chiquillos que se deslizaban sobre el hielo de abajo, utilizando tibias de buey como patines. Alguien se había atrevido incluso a abrir un tenderete y a Athelstan se le hizo la boca agua al aspirar la fragancia de las empanadas calientes de carne de buey. Pasaron por delante de la capilla de Santo Tomás para dirigirse a la calle del Puente, entraron en Billingsgate y subieron por la calleja de Botolph hacia Eastcheap. La ciudad parecía encontrarse bajo el hechizo de un mago. Había muy pocos tenderetes por las calles y las voces de los aprendices y los mercaderes habían sido acalladas por la gélida mordaza del invierno. Se detuvieron en un tabanco de empanadas calientes donde Athelstan compró e hincó el diente en una empanada de carne picada, disfrutando de su exquisito sabor y de la deliciosa fragancia de la hogaza recién cocida y la carne fuertemente aderezada con especias.

—¿Os gusta, hermano? —le preguntó Cranston, observándole mientras comía.

—Sí, mi señor. ¿Por qué no me acompañáis?

Cranston esbozó una perversa sonrisa.

—Me encantaría poder hacerlo —contestó—. Pero no lo habréis olvidado, ¿no es cierto, hermano? Estamos en Adviento. ¡Y vos tendríais que absteneros de comer carne!

Athelstan contempló ávidamente el trozo de empanada que le quedaba, se la terminó sonriendo y se lamió los dedos. Cranston sacudió la cabeza.

—¿Qué podemos hacer? —dijo en falso tono de queja—. Si ni siquiera los frailes no respetan los preceptos canónicos.

Athelstan se pasó la lengua por los labios y se inclino hacia él.

—Os equivocáis, sir John. Hoy estamos a trece de diciembre, un día sagrado en que se celebra la festividad de Santa Lucía, virgen y mártir. Por consiguiente, estoy autorizado a comer carne. —Trazó la señal de la cruz en el aire—. ¡Y vos podéis beber el doble de clarete del que habitualmente bebéis! —El fraile tomó las riendas de su caballo—. Por consiguiente, decidme, sir John, ¿qué nos lleva a la Torre de Londres?

Cranston se apartó a un lado para dejar pasar un carro cargado de ácidas manzanas verdes.

—Sir Ralph Whitton, condestable de la Torre de Londres. Habéis oído hablar de él, ¿verdad?

—¿Y quién no? —dijo Athelstan, asintiendo con la cabeza—. Es un temible soldado y un valiente cruzado, amigo personal del regente Juan de Gaunt.

—Era —dijo Cranston—. Esta mañana a primera hora Whitton ha sido encontrado en su cámara del Baluarte Norte de la Torre con la garganta cortada de oreja a oreja y más sangre sobre su pecho que la que hubiera podido salir de un cerdo destripado.

—¿Se sabe algo acerca del asesino o del arma utilizada?

Cranston sacudió la cabeza mientras se soplaba los helados dedos.

—Nada —contestó con un graznido—. Whitton tenía una hija llamada Felipa, prometida en matrimonio a Godofredo Parchmeiner. Al parecer, sir Ralph apreciaba al joven y confiaba en él. A primera hora de la mañana, Godofredo fue a despertar a su futuro suegro y lo encontró asesinado. —El forense respiró hondo—. Y lo más curioso es que, antes de su muerte, sir Ralph sospechaba que alguien estaba tramando algo contra su vida. Cuatro días antes había recibido una advertencia escrita.

—¿Qué decía?

—No lo sé, pero, por lo visto, el condestable se asustó mucho. Dejó el aposento que habitualmente ocupaba en la torreta de la Torre Blanca y, por motivos de seguridad, se trasladó al Baluarte Norte. La escalera que conducía a la cámara estaba vigilada por dos fieles soldados. La puerta entre los peldaños y el pasadizo estaba cerrada. Sir Ralph tenía una llave y los guardias tenían otra.

De repente, Cranston se inclinó hacia Athelstan y tomó la brida de su caballo para apartarle de un enorme bloque de nieve que se había desprendido de los tejados, cayendo sobre los helados adoquines.

—Debemos darnos prisa, sir John —dijo secamente el fraile—, de lo contrario, tendréis otro cadáver en vuestras manos. ¡Y esta vez el sospechoso seréis vos!

Cranston eructó y volvió a tomar un buen trago de su bota de vino.

—¿Es el joven Godofredo uno de los sospechosos? —preguntó Athelstan.

Cranston sacudió la cabeza.

—No lo creo. Ambas puertas estaban cerradas; los soldados que montaban guardia abrieron una de ellas, le franquearon el paso y volvieron a cerrarla. Al parecer, Godofredo bajó por el pasadizo, llamó a la puerta de la cámara y trató de despertar a sir Ralph. Al no conseguirlo, regresó junto a los criados, los cuales abrieron la puerta de la cámara de sir Ralph. Dentro encontraron al condestable tendido en la cama con la garganta cortada. Las contraventanas de madera de su ventana estaban abiertas de par en par. —Cranston apartó la cabeza, soltó un escupitajo al suelo y carraspeó—. Otra cosa… los soldados que vigilaban jamás hubieran permitido entrar a nadie sin registrarle minuciosamente, ni siquiera al joven Godofredo. No se encontró en él ninguna daga y en la estancia no había ningún cuchillo.

—¿Y de qué tenía tanto miedo sir Ralph?

Cranston sacudió la cabeza.

—¡Sólo Dios lo sabe! Pero hay una larga lista de sospechosos. Su lugarteniente Gilberto Colebrooke estaba enemistado con él y ansiaba ocupar su puesto. También está el capellán Guillermo Hammond, a quien sir Ralph había sorprendido vendiendo vituallas de los almacenes de la Torre. Dos caballeros hospitalarios amigos de sir Ralph se encontraban como de costumbre en la Torre para pasar la Natividad en su compañía. Y, finalmente, hay un pagano, un criado mudo sarraceno que sir Ralph encontró durante su estancia en Ultramar como cruzado.

Echándose el capuchón sobre la frente para protegerse mejor del viento glacial, Athelstan preguntó:

¿Cui bono?

—¿Y eso qué significa?

—Es la célebre pregunta de Cicerón: «¿A quién beneficia?».

Cranston frunció los labios.

—Buena pregunta, mi querido fraile. Lo cual nos lleva al hermano de sir Ralph, sir Fulke Whitton. Es el que heredará una parte de los bienes de sir Ralph.

Cranston guardó silencio, entornó los párpados y soltó un regüeldo después del opíparo desayuno que había tomado. Athelstan se enorgullecía de conocer al voluminoso forense tan bien como la palma de su mano.

—Pero aún hay algo más, ¿no es cierto, sir John? —preguntó, espoleándole.

Cranston abrió de nuevo los ojos.

—Por supuesto que sí. Whitton no era apreciado en la corte y tampoco lo era ni por los londinenses ni por las gentes del campo.

Athelstan se sintió invadido por un profundo desánimo. Habían recorrido aquel camino en numerosas ocasiones.

—¿Creéis que podría ser la Gran Comunidad? —preguntó.

Cranston asintió con la cabeza.

—Podría ser. Y no olvidéis, hermano, que algunos de vuestros feligreses podrían haber tenido alguna parte en ello. Si la Gran Comunidad entra en acción y se extiende la revuelta, los rebeldes intentarán tomar la Torre. El que se apodere de ella, se apoderará del río, la ciudad, Westminster y la Corona.

Athelstan tiró de las riendas mientras meditaba acerca de lo que Cranston le acababa de decir. Las cosas no marchaban muy bien en Londres. El rey era un niño; su tío Juan de Gaunt era un regente muy poco apreciado. La corte era disoluta y, entre tanto, los campesinos tenían que satisfacer onerosos tributos y estaban atados a la tierra por unas leyes terriblemente crueles. Desde hacía algún tiempo, corrían rumores de que los campesinos de Kent, Middlesex y Essex habían creado una sociedad secreta llamada la Gran Comunidad y se decía que quienes la encabezaban estaban tramando una rebelión y una marcha sobre Londres. Athelstan conocía vagamente a uno de ellos… un tal Juan Ball, un elocuente goliardo capaz de convertir al más apacible de los campesinos en un exaltado rebelde por medio de frases tales como: «Cuando Adán cavaba y Eva hilaba, ¿quién se aprovechaba?». ¿Sería la muerte de Whitton un preámbulo de todo aquello?, se preguntó el fraile. ¿Estarían mezclados en la conjura algunos de sus feligreses? Le constaba que muchos de ellos se reunían en las cervecerías y las tabernas y bien sabía Dios que sus sentimientos de agravio estaban más que justificados. Los tributos eran muy fuertes y las injustas leyes hubieran podido inducir a un santo a la rebelión. ¿Qué haría él si estallara una revuelta? ¿Ponerse del lado de los poderes establecidos o, tal como hacían muchos clérigos, pasarse al bando de los rebeldes? Miró de soslayo a Cranston, le pareció que éste se encontraba profundamente enfrascado en sus propios pensamientos y una vez más creyó adivinar en él una cierta tristeza.

—¿Os ocurre algo, sir John?

—No, no —contestó el forense.

Athelstan decidió no insistir. A lo mejor, pensó, sir John había bebido más de la cuenta la víspera.

Bajaron por la calle de la Torre cubierta de nieve y pasaron por delante de la iglesia, donde uno de aquellos pobres hombres a los que se pagaba para que hicieran penitencia por terceros permanecía arrodillado en el suelo, expiando cualquiera sabía qué pecado ajeno; las manos que pasaban las cuentas del rosario estaban medio congeladas, por lo que Athelstan no pudo por menos que horrorizarse ante las penitencias que algunos clérigos imponían a los fieles. El aliento de sir John se condensó en el frío aire cual si fuera incienso.

—Por todos los diablos —dijo en voz baja el forense—, ¿cuándo volverá a lucir el sol?

Ya estaban en Petty Wales cuando, de repente, una clara voz de mujer entonó uno de los villancicos preferidos de Athelstan. Ambos se detuvieron un instante a escucharla y después cruzaron la helada plaza. Por encima de ellos se elevaban los altos muros, torretas, baluartes y almenas de la Torre coronada de nieve. Aquella inmensa mole de piedra labrada parecía haberse levantado, no para defender Londres sino para amedrentarla.

—Un lugar muy siniestro —musitó Cranston—. La Casa del Asesino Rojo —añadió, mirando inquisitivamente a Athelstan—. Aquí acechan nuestros viejos amigos, la Muerte y el Asesinato.

Athelstan se estremeció y no sólo de frío. Cruzaron el puente levadizo. Bajo sus pies, el agua del foso y el verdoso cieno que siempre la cubría estaban helados. Atravesaron el negro arco de la Torre Mediana. La enorme puerta parecía una boca abierta y su rejilla medio bajada semejaba los dientes. Desde arriba les sonreían las cabezas cortadas de dos piratas apresados en el canal. Athelstan musitó una plegaria.

—¡Dios nos proteja de todos los demonios, escorpiones y espíritus malignos que moran aquí! —dijo en voz baja.

—¡Dios me proteja de los vivos! —replicó Cranston—. ¡Estoy seguro de que el mismísimo Satanás llora por el mal que nos rodea!

La puerta estaba guardada por unos centinelas que permanecían de pie bajo la arcada abovedada, envueltos en unas pardas capas de estameña.

—¡Sir John Cranston, forense! —rugió Cranston—. Vengo por orden del rey. Éste es mi escribano fray Athelstan, el cual, por sus manifiestos pecados, es también el párroco de San Erconwaldo de Southwark, un lugar —añadió con una sonrisa en los labios al ver la indignada expresión del rostro de Athelstan— donde la virtud se codea con el vicio y le estrecha la mano.

Los ateridos centinelas asintieron con la cabeza sin apenas moverse. Athelstan y Cranston entraron, pasaron por delante de la Torre Byward y subieron por una calzada empedrada, sobre cuyos adoquines sus caballos resbalaron y patinaron peligrosamente. Giraron a la izquierda al llegar a la Torre Wakefield y cruzaron otro de los círculos concéntricos de defensas para dirigirse al Prado de la Torre, alfombrado ahora por una gruesa capa de nieve que también cubría las grandes máquinas de guerra que allí se encontraban… catapultas, mandrones, arietes y enormes carros con refuerzos de hierro. A la derecha se levantaba un gran edificio de entramado de madera, al cual se habían añadido otras dependencias. Un centinela dormitaba en los peldaños y ni siquiera se tomó la molestia de levantar la vista cuando Cranston pidió ayuda a voz en grito. Un mozo de colorada nariz se acercó a toda prisa para hacerse cargo de los caballos mientras otro los acompañaba a la gran sala, subiendo con ellos los peldaños de la entrada. Dos perros de caza de pelo duro husmeaban entre los sucios juncos que cubrían el suelo. Uno de ellos estuvo a punto de levantar la pata contra la pierna de sir John y soltó un gruñido cuando éste lo apartó con su bota.

La sala era una oscura y espaciosa estancia con un sucio suelo de piedra y un techo sostenido por unas pesadas vigas. En uno de los muros se abría una chimenea lo bastante grande como para asar un buey. El hogar estaba lleno de troncos, pero probablemente el cañón necesitaba una buena limpieza, pues parte del humo se había extendido por la sala y se agitaba bajo las alfardas como si fuera niebla. La primera comida del día acababa de terminar y unos sollastres estaban retirando de la mesa varias bandejas de peltre y madera. En un rincón, dos hombres estaban azuzando con aire indiferente a un perro contra un tejón mientras los demás se calentaban junto al fuego. Athelstan miró a su alrededor. El pesado manto de la muerte parecía cernirse sobre la estancia. Reconoció el olor, el recelo y los tácitos terrores que siempre se producían después de un violento y misterioso asesinato. Una de las figuras que se estaban calentando junto al fuego se levantó y cruzó presurosa la sala mientras Cranston proclamaba una vez más su título. Era un tipo alto y delgado de cabello pelirrojo y sonrosados párpados sin pestañas. Una nariz aguileña dominaba su medio rasurado rostro en forma de linterna.

—Soy el lugarteniente Gilberto Colebrooke. Sed bienvenido, sir John.

Sus legañosos ojos se desviaron hacia Athelstan.

—Mi escribano —le explicó Cranston. Mirando al grupo reunido en torno al fuego, preguntó—: Son los hombres del condestable, ¿verdad?

—Sí —contestó lacónicamente Colebrooke.

—Presentadnos, ¿a qué esperáis?

Mientras se acercaban, los hombres sentados en escabeles alrededor de la chimenea se levantaron para saludarles. Se hicieron las presentaciones y Cranston dominó inmediatamente la situación. Como de costumbre, Athelstan se situó a su espalda y empezó a estudiar a los hombres a los que muy pronto tendría que interrogar. Sacaría a la luz sus secretos y, a lo mejor, revelaría escándalos que mejor hubiera sido ocultar. Primero, el capellán Guillermo Hammond, un sujeto delgado y siniestro, envuelto en unos sombríos ropajes negros. Caminaba encorvado, su tez mostraba un enfermizo tono cetrino y en su cabeza medio calva sólo crecían algunos mechones de grasiento cabello gris. Un hombre amargado, pensó Athelstan, con una nariz tan afilada como la punta de una daga, unos ojillos negros y unos labios más finos que la bolsa de un avaro.

A la derecha del capellán se encontraba sir Fulke Whitton, el hermano del muerto, grueso, de afable semblante y cabello rubio como el maíz. Su apretón de manos era extremadamente firme y movía su voluminoso cuerpo con toda la gracia y la agilidad propias de un atleta.

A su lado estaba Felipa, la hija del difunto condestable. No era una gran belleza, pues tenía unas facciones un poco toscas, pero sus ojos castaños eran muy hermosos y poseía una preciosa mata de cabello cobrizo. Estaba bastante gruesa y a Athelstan le recordó un capón excesivamente alimentado. La acompañaba su prometido Godofredo Parchmeiner, el cual no paraba de balancearse de uno a otro lado. Su cabello era tan negro como la noche y lo llevaba untado con aceite y peinado como el de una mujer. Era un joven de rasgos muy pronunciados y agradable apariencia, a pesar del ligero arrebol que en su rostro había dejado el fuerte clarete de la copa que sostenía en sus manos. Debía de ser muy amante de los placeres, pensó Athelstan, contemplando con expresión divertida sus ajustadas calzas y la protuberancia de su suspensorio. Llevaba una capa de color tostado y lucía, bajo el jubón de zangalete, una camisa adornada con numerosos volantes. Completaban su atuendo unos zapatos de punteras tan largas y puntiagudas que se las tenía que sujetar con unos cordones de color escarlata, anudados alrededor de las piernas hasta las rodillas. No sé cómo se las debe de arreglar para caminar sobre el hielo, pensó Athelstan. Ya lo tenía catalogado… era uno de aquellos jóvenes que trataban de imitar a los elegantes de la corte. En su calidad de propietario de una tienda de pergaminos en una calle de Londres, tenía el dinero suficiente como para dárselas de cortesano.

Los dos caballeros hospitalarios que Cranston le había mencionado, sir Gerardo Mowbray y sir Brian Fitzormonde, eran tan parecidos que hubieran podido pasar por hermanos gemelos. Ambos vestían el hábito gris de su orden y lucían unas capas adornadas con unas grandes cruces blancas. Athelstan conocía la temible fama de aquellos monjes soldados e incluso había tenido ocasión de prestar servicio como confesor en su fortaleza de Clerkenwell. Gerardo y Brian rondaban la mediana edad y eran unos aguerridos soldados de penetrante mirada, puntiagudas y recortadas barbas y cabello muy corto. Se movían con la agilidad propia de los gatos y parecían muy conscientes del valor de sus hazañas. Unos guerreros capaces de matar, siempre y cuando la causa les pareciera justa, pensó Athelstan.

Los caballeros flanqueaban a un delgado hombre moreno con el cabello y la barba liberalmente untados con aceite. El hombre lucía unos holgados calzones de color azul y una pesada capa militar sobre el jubón. Sus ojos no paraban de moverse y miraban a Cranston y Athelstan como si fueran enemigos. El forense le ladró una pregunta, pero él se limitó a mirarle, abrió la boca y se la señaló con el dedo. Athelstan se compadeció de él y apartó la mirada del negro espacio que hubiera tenido que ocupar su lengua.

—Rastani es mudo —explicó Felipa con una voz sorprendentemente ronca y profunda—. Era musulmán, pero ahora se ha convertido a nuestra fe. Es… —la joven se mordió el labio—. Era el criado de mi padre.

Sus ojos se llenaron de lágrimas mientras su mano asía el brazo de su prometido, a pesar de que el joven corría más peligro de perder el equilibrio que ella.

Una vez hechas las presentaciones, Colebrooke ordenó que los criados acercaran más escabeles y, al ver la anhelante mirada con que sir John contemplaba la copa de vino del joven, mandó que se sirviera a todo el mundo leche caliente con vino. Cranston y Athelstan se sentaron en el centro del grupo. El forense se echó con toda naturalidad la capa hacia atrás y estiró las largas piernas para disfrutar del calor del fuego. Apuró la leche caliente con vino de un solo trago, alargó la copa para que se la volvieran a llenar, bebió con ruidosos sorbos, se relamió de gusto y miró a su alrededor como si todos aquellos hombres fueran sus amigos del alma. Mientras se colocaba la bandeja de escribir sobre las rodillas, Athelstan rezó en silencio para que el Señor conservara a Cranston sereno y despierto. Godofredo se rió por lo bajo mientras los dos caballeros contemplaban la escena asombrados.

—¿Sois el forense Real? —preguntó sir Fulke, levantando la voz.

—Sí, lo es —contestó Athelstan—. Pero sir John no siempre es lo que parece.

Cranston volvió a relamerse de gusto.

—No, no, no lo soy —dijo en un susurro—. Y sospecho que lo mismo les ocurre a todos los que se encuentran reunidos aquí. No olvidéis jamás un dicho muy útil: todo hombre nacido de mujer es tres personas; lo que parece, lo que él dice que es y —miró a su alrededor con una sonrisa en los labios— lo que realmente es. —Dirigiéndole a Felipa una significativa mirada, añadió—: Lo mismo cabe decir del sexo débil. —Recordó súbitamente a Matilde y el pensamiento lo serenó con más rapidez que un jarro de agua fría—. Y lo mismo cabe decir también —dijo con el semblante muy serio— del asesino de sir Ralph Whitton, condestable de esta Torre.

—¿Sospecháis de alguien de aquí? —preguntó sir Fulke, mirándole con inquietud.

—¡Pues sí! —contestó rápidamente Cranston.

—¡Eso es un insulto! —exclamó el capellán—. ¡Habéis bebido demasiado, mi señor forense! Habéis entrado aquí fanfarroneando, no nos conocéis…

Athelstan apoyó la mano en el brazo del forense, adivinó el peligroso estado de ánimo de sir John y observó que los caballeros hospitalarios habían abierto sus capas para mostrar las dagas que llevaban colgadas del cinto.

Cranston decidió hacerle caso.

—No acuso a nadie —replicó amablemente—. Pero, por regla general, el asesinato, como la caridad, empieza en casa.

—Aquí nos enfrentamos con tres problemas —terció diplomáticamente Athelstan—. ¿Quién ha matado a sir Ralph, por qué y cómo?

El lugarteniente chasqueó ruidosamente la lengua. Cranston se inclinó hacia adelante.

—¿Deseáis decir algo, señor?

—En efecto. Sir Ralph puede haber sido asesinado por cualquier rebelde de Londres, por un campesino de los centenares de aldeas que nos rodean o por algún sicario enviado a cumplir esta horrenda acción.

Cranston asintió en silencio con una sonrisa en los labios.

—Es posible —dijo—, pero estudiaré vuestra teoría más tarde. Entre tanto, nadie de aquí deberá abandonar la Torre. —Miró a su alrededor—. Cuando haya examinado el cadáver, quiero veros a todos, aunque en otro lugar más apropiado.

El lugarteniente se mostró de acuerdo.

—La capilla de San Juan en la Torre Blanca —dijo—. Es un lugar seguro y acogedor en el que se puede hablar con tranquilidad.

—¡Bien! ¡Muy bien! —dijo Cranston, mirando al grupo con una sonrisa falsamente sincera—. Dentro de un rato, os veré a todos allí. Ahora quiero examinar el cuerpo de sir Ralph.

—Está en el Baluarte Norte —explicó Colebrooke. Levantándose bruscamente, encabezó la marcha y abandonó con ellos la sala.

Sir John se balanceaba a su espalda como un galeón mientras Athelstan apuraba el paso para darle alcance tras haber recogido a toda prisa la pluma, el tintero de cuerno y el pergamino. El fraile estaba satisfecho. Había anotado nombres y primeras impresiones y Cranston había utilizado su estratagema preferida, consistente en ganarse la antipatía de todo el mundo. El forense era más astuto que un zorro.

—Si se trata a los sospechosos de cualquier manera —le había comentado en cierta ocasión—, es menos probable que pierdan el tiempo contando mentiras. Y, tal como vos sabéis, hermano, casi todos los asesinos son unos embusteros.

Colebrooke esperó al pie de los peldaños de la gran sala y los acompañó en silencio, pasando por delante de la Torre Blanca cuya base aparecía rodeada por una gruesa capa de nieve y cuyos alféizares y cornisas estaban enteramente cubiertos de hielo mezclado con barro. Athelstan se detuvo y levantó la vista.

—¡Qué hermosura! —exclamó—. ¡Qué grandes son las obras del hombre!

—Y qué terribles —añadió Cranston.

Ambos admiraron durante unos segundos la blanca piedra de la gigantesca torre. Estaban a punto de seguir adelante cuando se abrió una puerta situada bajo un tramo de escalera exterior y apareció un extraño ser jorobado con una enmarañada melena blanca. Por un instante, se quedó petrificado. Su rostro estaba intensamente pálido, llevaba el cuerpo cubierto de andrajos y calzaba unas botas demasiado grandes para sus pies. Al final, se acercó a ellos caminando a gatas sobre la nieve como si fuera un perro.

El lugarteniente soltó una maldición y apartó el rostro.

—¡Bienvenidos a la Torre! —chilló la criatura—. ¡Bienvenidos a mi reino! ¡Bienvenidos al Valle de las Sombras de la Muerte!

Athelstan contempló el torcido y blanco rostro y los lechosos ojos del ser albino agachado a sus pies.

—Buenos días, señor —le contestó—. ¿Cuál es vuestra gracia?

—Mano Roja. Mano Roja —contestó el extraño sujeto. Después entreabrió unos azulados labios y dejó al descubierto unos amarillentos dientes que castañeteaban de frío—. Me llamo Mano Roja.

—¡Pues sois una sabandija muy extraña, Mano Roja! —le ladró Cranston.

Los ojos del loco estudiaron con disimulo al forense.

—¡La locura es lo que es! —murmuró Mano Roja—. El doble de loco que algunos y la mitad de loco que otros. —Sacó la mano que escondía a su espalda y agitó un palo de cuyo extremo colgaba una hinchada vejiga de cerdo—. Bueno, mis queridos amigos, ¿deseáis jugar un poco con Mano Roja?

—¡Fuera de aquí, Mano Roja! —gritó el lugarteniente, adelantándose hacia él con gesto amenazador.

El albino se limitó a mirar con expresión enfurecida a Colebrooke.

—El viejo Mano Roja sabe cosas —dijo—. El viejo Mano Roja no es tan tonto como parece. —Unos sucios dedos curvados como una garra se extendieron hacia Athelstan—. Mano Roja puede ser vuestro amigo a cambio de un precio.

Athelstan abrió la bolsa y depositó dos monedas en su mano.

—Toma —le dijo amablemente—. Ahora podrás ser amigo de sir John y mío.

—¿Qué es lo que sabes? —le preguntó Cranston.

El albino empezó a saltar arriba y abajo.

—Sir Ralph ha muerto. Ejecutado por el dedo de Dios. Las Sombras Oscuras están aquí. El pasado de un hombre lo acompaña siempre. Sir Ralph no hubiera tenido que olvidarlo. —El loco miró con rabia al lugarteniente—. ¡Y los demás tampoco! —exclamó—. Pero Mano Roja está ocupado, Mano Roja tiene que irse.

—Mi señor forense, fray Athelstan —dijo el lugarteniente—, nos espera el cuerpo de sir Ralph.

—Vamos a ver los cuajarones y la sangre, ¿verdad? —gritó Mano Roja, brincando arriba y abajo—. Sir Ralph era un hombre muy malo. ¡Se merece lo que le ha ocurrido!

El lugarteniente alargó la bota, pero Mano Roja se alejó soltando una estridente carcajada.

—¿Quién es? —preguntó Athelstan.

—Un antiguo cantero de aquí. Su mujer y su hijo murieron en un accidente hace muchos años.

—¿Y sir Ralph le permitía vivir en la Torre?

—Sir Ralph no lo soportaba, pero no podía hacer nada. Mano Roja es un beneficiario Real. Era maestro de canteros del anciano rey y goza de una pensión y del derecho de vivir en la Torre.

—¿Y por qué se llama Mano Roja? —preguntó Athelstan.

—Vive en las mazmorras y limpia los instrumentos de tortura y el tajo del verdugo después de las ejecuciones.

Athelstan se estremeció y se arrebujó en su capa. En verdad, pensó, aquél era el Valle de las Sombras, un lugar de violencia y de muerte repentina. El lugarteniente estaba a punto de reanudar la marcha, pero Cranston lo sujetó por el brazo.

—¿A qué se refería Mano Roja al decir que sir Ralph era un hombre malo que se merecía lo que le ha ocurrido?

Colebrooke apartó los legañosos ojos.

—Sir Ralph era un hombre extraño —contestó en voz baja—. A veces creo que su alma estaba poseída por el demonio.