Capítulo VI

De pie a la entrada de su iglesia, Athelstan contempló con una mezcla de placer e incredulidad el cielo azul y el sol de las primeras horas de la mañana cuyos rayos danzaban y refulgían sobre los tejados cubiertos de nieve de su parroquia. Respiró hondo y lanzó un suspiro. Había dormido muy bien, se había despertado temprano, había rezado el Oficio y celebrado la misa, había desayunado y, finalmente, había barrido la casa y la cuadra de Philomel. Después había entrado en el cementerio. Los leprosos no estaban y ningún sepulcro había sido profanado. Athelstan se sentía satisfecho y se alegraba de que el hielo se hubiera empezado a fundir gracias a la súbita aparición del sol, como si el propio Jesucristo hubiera querido que el tiempo mejorara para la celebración de su gran fiesta. Volvió la cabeza y miró sonriendo a la cortesana Cecilia, ocupada en la tarea de barrer el pórtico de la iglesia. Ésta le devolvió la sonrisa antes de desviar la tierna mirada de sus ojos hacia el soñador rostro de Huddle, el cual estaba esbozando en carbón los contornos de una de sus expresivas pinturas en el muro de la nave del templo.

—Pon atención en lo que estás haciendo, Cecilia —dijo Athelstan. Después levantó el rostro al sol—. Loado seas, Señor, por el hermano Día. Loado seas, Señor —añadió, recitando el Cántico al Sol de san Francisco de Asís—, por nuestra hermana, la Madre Tierra. —Athelstan olfateó el aire y arrugó la nariz—. ¡Aunque en Southwark huela a hortalizas podridas y a hediondos desperdicios!

De repente, recordó otras esplendorosas mañanas en la granja de su padre en Sussex y el sol le pareció un poco menos brillante.

—¿Sois feliz, padre?

Athelstan miró sonriendo a Benedicta.

—Sí, lo soy. ¿Habéis salido de misa antes de que terminara? —le preguntó.

—No he tenido más remedio, padre, ¿acaso lo habéis olvidado?

Athelstan recordó la fecha e hizo una mueca. Simón el carpintero, uno de sus feligreses más descarriados, un hombre de rostro rubicundo y corpulenta figura, con un temperamento muy exaltado y una larga daga galesa. Dos semanas atrás Simón había mancillado a una muchacha en la calle del Pez y después había rematado su delito, propinándole una brutal paliza. Lo habían juzgado y condenado a morir en la Casa Consistorial y al día siguiente lo ahorcarían. Simón no tenía familia ni amigos y tres días atrás los miembros del consejo parroquial habían rogado a Athelstan y Benedicta que fueran a visitar al desventurado. El fraile había llegado incluso al extremo de suplicar infructuosamente a Cranston que conmutara la pena, pero el forense había sacudido tristemente la cabeza.

—Apenas puedo hacer nada, hermano, aunque quisiera —le dijo—. La niña sólo tenía doce años y jamás podrá volver a caminar. Ese hombre tiene que morir.

Athelstan levantó los ojos al cielo.

—Dios tenga piedad de Simón —dijo en voz baja—. ¡Y Dios socorra a su pobre víctima!

—¿Qué decíais, padre?

—Nada, Benedicta, nada. —Athelstan se volvió para entrar en la iglesia justo en el momento en que un joven criado doblaba la esquina de la callejuela y le llamaba a gritos mientras sus pies resbalaban y patinaban sobre el hielo. Athelstan soltó un gruñido.

—¿Qué es lo que quieres, hombre? —le preguntó como si no lo supiera.

—Sir John Cranston os espera en la taberna del Cordero de Oro cerca del Ayuntamiento, padre. Dice que es urgente. ¡Tenéis que ir ahora mismo!

Athelstan rebuscó en su bolsa y le arrojó un penique.

—Dile a sir John que se quede donde está y no beba demasiado. ¡Yo voy enseguida para allá!

Athelstan tomó las llaves de la iglesia atadas con un cordel al cordón que le ceñía la cintura y las depositó en la suave y cálida mano de Benedicta.

—Cuidadme la iglesia —le dijo.

Ella le miró con fingido asombro.

—¿Una mujer al cuidado de una iglesia, padre? La próxima vez me diréis que Dios favorece a las mujeres en mayor medida que a los hombres porque creó a Eva en el Paraíso y no antes como hizo con Adán.

—También dicen que la serpiente tenía rostro de mujer.

—¡Sí, y un mentiroso corazón de hombre!

—¿Cerraréis la iglesia?

—Perded cuidado, padre.

Athelstan la miró con una sonrisa.

—Creo que lo haríais mucho mejor que cualquier hombre. Hablo en serio, Benedicta, cuidad de que Ranulfo el cazador de ratas no se lleve a Buenaventura. Procurad que los niños no jueguen con bolas de nieve en el pórtico de la iglesia y que Úrsula no deje suelta a la puerca en mi huerto y, ¡por encima de todo, vigilad a Cecilia! Creo que está a punto de volverse a enamorar. —Athelstan bajó corriendo los peldaños—. Por cierto, Benedicta.

—Sí, padre.

—Anoche… os quiero dar las gracias por la exquisita cena. Un hombre muy extraño el doctor Vincentius.

—¡No tan extraño como algunos curas que yo me sé! —replicó sonriendo Benedicta.

Athelstan la miró con expresión de fingido enojo mientras ella se volvía y entraba saltando como una chiquilla en la iglesia.

Athelstan despertó y ensilló al adormilado Philomel y se dirigió hacia el Puente de Londres. En las calles de la mala vida reinaba tanta animación como en un hormiguero estival, pues todos los barqueros, marineros y pescadores habían bajado a la orilla del río para contemplar el deshielo. El fraile guió cuidadosamente a Philomel entre la multitud que rodeaba el puente y se negó a mirar abajo; el hecho de cruzar el puente en un día tan espléndido podía ser una experiencia aterradora, mucho más en aquel caso en que el hielo de abajo se estaba rompiendo y resquebrajando. En su lugar, Athelstan miró hacia el otro lado del puente y concentró la vista en los barcos que navegaban por delante de los muelles de Billingsgate y Queenshithe en medio de un torbellino de frenética actividad. Galeras de Gascuña cargadas con toneles de vino, embarcaciones cargadas de glasto con destino a Picardía, barcos de buccinos de Essex y grandes bajeles de Alamein y Noruega a punto de zarpar. Barcas, barcazas y chalanas rodeaban los barcos mientras los hombres rompían el hielo con picos, martillos y mazos. En la popa de un pequeño buque mercante genovés un muchacho estaba entonando un himno a la Virgen en acción de gracias por el cambio del tiempo en tanto que los marineros de una galera griega suplicaban piedad: «Kyrie Eleison, Christe Eleison, Kyrie Eleison», Señor, ten piedad, Cristo, ten piedad, Señor ten piedad. El canto era tan hermoso que Athelstan se detuvo y cerró los ojos para escuchar hasta que un carretero malhablado hizo restallar su látigo, comentando a gritos que algunos hombres tenían que trabajar y no podían perder el tiempo como ciertos curas estúpidos. Athelstan bendijo con la mano a su ofensor, desmontó y, llevando a Philomel por la brida, pasó por delante de la iglesia de San Magno en la esquina de la calle del Puente.

Entraron en la calle de la Espadaña, llena de carretas, acémilas y carros, pues todos los comerciantes de la ciudad querían aprovechar la oportunidad que les ofrecía el buen tiempo. Athelstan siguió adelante hasta llegar a la calle Walbrook. Por un lado de la calle discurría un profundo canal lleno de oscuras aguas mezcladas con fragmentos de hielo sobre una de cuyas pasarelas dos muchachos se estaban peleando con unas picas. Athelstan y Philomel avanzaban muy despacio, pero en determinado momento tuvieron que desviarse hacia la sombra de las tribunas de los pisos superiores de las casas para ceder el paso a un grupo de regidores que bajaban majestuosamente por la calle. Los precedía un heraldo tocando la trompeta mientras dos oficiales de orden les abrían camino, apartando sin contemplaciones a la gente con sus varas. Por encima de las cabezas de los regidores ondeaba el estandarte rojo sangre de la ciudad, en el cual destacaba la figura de San Pablo bordada en resplandeciente oro. En la esquina de Walbrook los basureros estaban amontonando los malolientes desperdicios con una especie de rastrillos. Un corchete había encontrado un cerdo suelto por la calle en contra de las ordenanzas municipales e inmediatamente había degollado al animal sin prestar la menor atención a las terribles amenazas del propietario, un menudo sujeto medio calvo. Athelstan recordó la enorme puerca de Úrsula y se preguntó si el alguacil se dirigiría a Southwark. Los parásitos de la ciudad se estaban congregando como moscas sobre una boñiga: jovenzuelos de tersa piel, ladrones de capas, curanderos, vagabundos nocturnos, bufones y hechiceros.

Al final, Athelstan encontró el Cordero de Oro, una pequeña taberna situada en la esquina de la calleja. En la oscura sala vio a Cranston hundido con expresión malhumorada en un banco, con la espalda apoyada contra la pared. Con las jarras de cerveza vacías sobre la mesa, parecía un enfurecido Baco rodeado de ofrendas votivas. Mientras Athelstan se acercaba, el forense levantó la vista.

—¿Dónde os habíais metido? —le preguntó en tono irritado.

—He venido a la mayor rapidez posible.

—¡No ha sido suficiente!

Athelstan rezó en silencio, pidiendo paciencia y se sentó en un escabel delante de sir John. El aspecto del forense no le gustaba ni un pelo. Cranston era un bebedor, pero siempre se mostraba jovial y, siendo consciente de sus propios pecados y fallos, solía ser tolerante con los de los demás. Ahora, en cambio, su aspecto era siniestro y sus ojos miraban constantemente a su alrededor como si esperara algún desafío. Movía en silencio los labios y su blanco bigote estaba erizado como por efecto de una furia interior.

—¿Os apetece un poco de vino, padre?

—No, sir John, no me apetece y vos ya habéis bebido demasiado.

—¡Callaos!

Athelstan se inclinó hacia adelante.

—Sir John, os lo suplico, ¿qué es lo que ocurre? Quizá yo os podría ayudar.

—¡Ocupaos de vuestros asuntos!

Athelstan carraspeó y echó la cabeza hacia atrás.

—Éste va a ser un día muy agitado —dijo—. ¿Habéis dicho que el alcalde y los alguaciles nos querían ver?

—Ya me han visto a mí. ¡Se cansaron de esperaros a vos!

—¿Y qué han dicho, sir John? —preguntó suavemente Athelstan.

El forense se removió en su asiento, se incorporó y miró avergonzado al fraile.

—Perdonadme, hermano —murmuró—. He tenido una mala noche y me duele la cabeza.

Y, por si fuera poco, tenéis un carácter infernal, pensó Athelstan, pero prefirió no decir nada. Sir John no tardaría en hablar.

Cranston se mordió el labio y miró enfurecido hacia un rincón donde una rata gigantesca estaba royendo un sanguinolento trozo de grasa entre los sucios juncos del suelo.

—¿Es la rata negra o la parda la que lleva la infección? —preguntó de repente.

Athelstan siguió la dirección de su mirada y se estremeció de repugnancia.

—Las dos, creo, por consiguiente, no pienso comer aquí, sir John, y os aconsejo que vos tampoco lo hagáis. Pero os ruego que me digáis qué ha ocurrido.

—Ha habido más derramamiento de sangre en la Torre. Sir Gerardo Mowbray, que también había recibido un aviso de muerte, resbaló en el parapeto y cayó.

—¿Alguna otra cosa?

—Aproximadamente a la misma hora en que Mowbray moría, la campana de la Torre tocó a rebato, induciendo a la guarnición a creer que se había producido un ataque.

—¿Pero no hubo ningún ataque? —preguntó Athelstan—. Y ningún campanero, supongo.

—Por lo visto, no.

—¿Y qué quería el alcalde?

Athelstan experimentó un sobresalto cuando un gato surgió repentinamente de las sombras, agarró a la rata por la pata y la arrastró entre chillidos al centro de la estancia.

—¡Por todos los diablos! —le gritó Cranston al tabernero.

El hombre se acercó con una escoba y entonces el gato, con su presa en la boca, huyó corriendo por una escalera de caracol.

Cranston levantó la jarra de cerveza, pero, recordando la rata, volvió a posarla sobre la mesa.

—El alcalde quería informarme, mi querido Athelstan, de que sir Adam Horne, burgués, regidor e íntimo amigo del difunto sir Ralph, ha recibido un dibujo de un barco de tres palos y una hogaza de semillas de sésamo.

—¿Y dónde está Horne ahora?

—En su almacén de la orilla del Támesis. No es él quien se lo ha dicho al alcalde sino su mujer. El mensaje y la hogaza se los entregaron a ella con carácter anónimo. Cuando le dio ambas cosas a su marido, su reacción la dejó aterrada. Horne se mareó y se puso muy pálido, como si acabara de sufrir un repentino ataque.

—¿Y eso cuándo ha sido?

—Esta mañana a primera hora. La esposa fue a ver inmediatamente a uno de los alguaciles. Lo demás ya lo sabéis.

—Lady Horne ha actuado con mucha rapidez, ¿verdad?

—Pues sí y por eso el alcalde sospecha algo. Sigue pensando que lady Horne sabe más de lo que ha dicho.

Athelstan miró hacia la puerta cuando entraron unos buhoneros con las gastadas bandejas colgadas del cuello, pidiendo a gritos que les sirvieran cerveza. Les seguía un mendigo tuerto que, a cambio de un penique, accedió a bailar. Su esquelético cuerpo vestido de andrajos empezó a pegar unos grotescos brincos entre las burlonas carcajadas de unos caldereros.

—¿No os parece curiosa, sir John —dijo Athelstan— la afición que tenemos los hombres a humillar a los demás?

Cranston recordó a lady Matilde, parpadeó y apartó la mirada.

—Bueno pues, sir John —dijo Athelstan, removiéndose en su asiento—, ¿interrogamos a Horne o vamos a la Torre?

Cranston se levantó.

—Mi obligación es investigar la causa de la muerte —contestó con arrogancia—, no hacerles de recadero a los poderosos de la ciudad. Por consiguiente, iremos a la Torre. Al fin y al cabo, tal como se dice en las Sagradas Escrituras, «Donde está el cadáver, allí se reúnen los buitres».

—Sir John —dijo Athelstan, rascándose la cabeza—. El aviso de la hogaza de semillas y el barco me sigue preocupando.

—¿Qué queréis decir? —preguntó Cranston con voz pastosa, tambaleándose peligrosamente junto a la mesa.

—Pues que, por lo visto, Horne vio en la hogaza un aviso de muerte, pero, ¿por qué el tosco dibujo de un barco ha suscitado tanto temor en él y en los demás?

—¡Todos tienen miedo porque nadie dice la verdad! —contestó Cranston—. ¡Todos mienten! —añadió, mirando enfurecido al fraile bajo sus erizadas cejas.

—¿Qué os sucede, sir John? —insistió en preguntar Athelstan—. Os veo dolido y encolerizado. Tenéis que decirme qué os pasa.

—Más tarde —dijo el forense en voz baja—. ¡Vamos!

Recogieron sus caballos en las cuadras y salieron a las frías y bulliciosas calles. Parecía que todos los londinenses hubieran salido de sus casas. Los propietarios de los tenderetes estaban tratando de recuperar el tiempo perdido y en el aire se aspiraban los deliciosos aromas que surgían de las tabernas y los figones. Bajaron por Cornhill, Leadenhall y Aldgate y se detuvieron al ver a un grupo de personas alrededor de un hombre que estaba hablando en la esquina de la Judería. Era un extraño personaje de alargado y enjuto rostro, cabeza completamente rapada y un delgado cuerpo cubierto de pies a cabeza con una túnica y una capa de color negro. Al ver a Cranston, el orador interrumpió sus palabras y contrajo los músculos de la mandíbula. En sus ojos brillaban unos destellos de furia que a Athelstan le hicieron recordar la figura de Juan el Bautista de una de aquellas representaciones sacras que solían escenificarse al aire libre. El hombre respiró hondo sin apartar la vista de Cranston y señaló con un huesudo dedo el claro cielo azul.

—¡Ay de esta ciudad! —dijo con una ronca voz gutural—. ¡Ay de sus corruptos funcionarios! ¡Ay de los que visten de seda, descansan en mullidas camas y se llenan el cuerpo con los mejores manjares y los más deliciosos vinos! ¡No escaparán del inminente castigo! ¿Cómo pueden comer y beber mientras nuestros pobres hermanos se mueren de hambre? ¿Cuál será su respuesta entonces?

Cranston hizo ademán de acercarse a él, pero Athelstan lo sujetó por el brazo.

—¡Ahora no, sir John!

—¿Quién es ése? —graznó el forense.

—Un cura iletrado. Se llama Juan Ball y es un gran predicador —contestó Athelstan en voz baja—. Es un hombre muy querido, sir John —añadió—. ¡No es el lugar ni el momento!

Cranston respiró hondo, giró sobre sus talones y siguió adelante. Las exaltadas palabras del predicador los persiguieron hasta llegar a la altura de la casa de los Frailes de la Cruz, donde giraron a la izquierda para bajar por una callejuela que conducía a la Torre.

—¡Cualquier día de estos —rugió Cranston— lo mandaré ahorcar!

—Dice la verdad, sir John.

El forense se volvió a mirar al fraile mientras su cuerpo se aflojaba y la furia desaparecía de su rostro.

—¿Qué puedo hacer, Athelstan? ¿Cómo puedo dar de comer a los pobres de Kent? Es posible que coma demasiado y sé que bebo en exceso, pero busco la justicia y hago todo lo que puedo.

Sus grandes manos se agitaron en el aire como las alas de un pájaro herido y Athelstan vio en sus ojos una expresión de profundo dolor.

—¡Por los clavos de Cristo, hermano, si ni siquiera mando en mi propia casa!

—¿Le ocurre algo a lady Matilde? —inquirió Athelstan.

Cranston asintió con la cabeza.

—Temo que haya conocido a otro —contestó—. Quizá algún presumido jovenzuelo de la corte.

Athelstan le miró sin poderlo creer.

—¿Lady Matilde? ¡Jamás! ¡Sois un insensato, sir John!

—¡Si eso me lo dijera otro hombre, lo mataría!

—Pero os lo digo yo, sir John. Lady Matilde es una dama honrada a carta cabal y os ama profundamente. ¡Aunque a veces me pregunto cómo es posible! —añadió Athelstan casi enojado, agarrando por la capa al obeso forense—. ¿Qué prueba tenéis?

—Anoche la vi cruzando el Puente de Londres desde Southwark y, cuando más tarde le pregunté dónde había estado, me contestó que no había salido de Cheapside.

Athelstan estaba a punto de replicar con dureza cuando, de repente, las palabras del forense le refrescaron la memoria. A lo mejor, sir John tenía razón. Una semana atrás, poco antes de la fiesta de la Virgen, Athelstan había visto a lady Matilde cerca de la Posada de la Cota de Southwark. Le había parecido un poco raro, pero no le había dado mayor importancia. Cranston le miró con los ojos entornados.

—Vos sabéis algo, ¿no es cierto, maldito monje del demonio?

Athelstan apartó la mirada.

—Ya os he dicho que soy un fraile —contestó con dulzura—. Sir John, yo sólo sé que os honro a vos y a lady Matilde. Y también sé que ella jamás os traicionaría.

—¡Vamos! —rugió Cranston, dándole un codazo—. Tenemos cosas que hacer.

Llegaron al final de la callejuela, subieron por la cuesta de la colina y entraron en la Torre por la poterna de la parte de atrás. Uno de los centinelas se hizo cargo de sus caballos y cruzó con ellos el prado interior cubierto ahora por una capa de barro y hielo que llegaba hasta los tobillos, acompañándolos al lugar donde Colebrooke los estaba esperando con semblante abatido.

—Más muertes —anunció con tristeza el lugarteniente—. Ojalá pudiera deciros que sois bienvenido, sir John. —Salió con ellos, se detuvo y levantó los ojos hacia un cielo intensamente azul donde los cuervos graznaban, sobrevolando incesantemente la Torre—. ¿Conocéis las leyendas, sir John? Mientras los cuervos estén aquí, la Torre jamás caerá. Y, cuando graznan con tanta estridencia, anuncian una muerte inminente. —Colebrooke se sopló las puntas de los dedos—. Por desgracia, el canto de los cuervos se está convirtiendo en un himno inacabable.

—¿Sabía alguien que Mowbray había recibido el mismo aviso que sir Ralph? —preguntó bruscamente Cranston.

Colebrooke sacudió la cabeza.

—No. Mowbray estaba muy inquieto, pero, después de la muerte de sir Ralph, todos estábamos muy nerviosos. Él y sir Brian no hablaban con nadie. Anoche Mowbray salió a dar su habitual paseo por el parapeto entre las Torres de la Sal y de la Flecha Ancha. Aún se encontraba allí arriba cuando la campana empezó a tocar a rebato. Al parecer, Mowbray lo oyó, echó a correr, resbaló y cayó.

—¿No había nadie en el parapeto con él?

—No. En realidad, de no haber sido por el aviso que encontramos en su bolsa, hubiéramos pensado que había sido un simple accidente.

—¿Estaba muy resbaladizo el parapeto?

—No, por supuesto que no, sir John. Vos sois un soldado. Sir Ralph era muy estricto en estas cosas. En cuanto el tiempo empeora, todos los peldaños se cubren con grava y arena.

—¿Quién tocó la campana? —preguntó Athelstan.

—Ah, ahí está el misterio. Venid, os lo enseñaré.

Los tres se dirigieron al centro del prado de la Torre. Allí la nieve casi no había sido pisada y se amontonaba alrededor de un poste de madera del cual sobresalía un palo horizontal como el de un cadalso. La campana de rebato pendía de una argolla de hierro y de su enorme badajo de bronce colgaba una cuerda muy larga.

—Mirad —añadió el lugarteniente, señalando la campana—, ésta sólo se toca cuando la Torre sufre un ataque directo. La campana está colgada de tal forma que basta con tocar la cuerda para que suene sin cesar.

Sir John levantó los ojos y asintió con la cabeza.

—Claro —dijo—, he visto en otras ocasiones este mecanismo. Si el guardia resulta herido, una vez se ha tocado la cuerda, la campana sigue sonando hasta que alguien la detiene.

—¡Exacto! —exclamó Colebrooke—. Y ahí está el verdadero misterio. Yo mismo paré la campana. Y allí no había nadie.

—Pero alguien hubiera podido tocar la cuerda y huir a toda prisa, ¿no es cierto? —preguntó Cranston.

—Imposible. Vine aquí con un hacha. Paré la campana, pero, cuando examiné la nieve, observé que no había más huellas que las mías.

—¿Cómo? —ladró Cranston—. ¿Ninguna huella?

—Ninguna, sir John. —Colebrooke señaló la alfombra de nieve que los rodeaba—. Precisamente por la importancia que tiene esta campana —explicó—, no se permite que nadie se acerque a ella. Hasta los soldados, cuando beben más de la cuenta, procuran no acercarse demasiado por temor a tropezar y rozar la cuerda sin querer.

—¿Y no se encontró nada más?

—Nada, exceptuando las huellas de las patas de los cuervos.

—Pero eso es imposible —dijo Athelstan.

Colebrooke lanzó un suspiro.

—Estoy de acuerdo con vos, padre, y lo que todavía resulta más misterioso es que había unos guardias vigilando el prado y no vieron acercarse a nadie a la campana. Ni encontraron huellas. —Colebrooke se volvió de espaldas y soltó un escupitajo—. Es tiempo de muerte —dijo en tono afligido—. Aquí sólo se oye el canto de los cuervos.

—¿Y dónde estaban los demás? —preguntó Cranston.

—La señora Felipa nos había invitado a cenar a todos a la Torre Beauchamp.

—¿A todos? —preguntó Athelstan.

—Bueno, los dos caballeros hospitalarios pusieron reparos. Rastani no acudió y yo me retiré a ratos para efectuar las rondas. Acababa de regresar al aposento de la señora Felipa cuando empezó a sonar la campana.

—¿Y no encontrasteis a nadie? —repitió Cranston.

—A nadie —contestó Colebrooke—. Ahora los soldados están inquietos. Hablan de demonios y espíritus y la Torre ya no es una guarnición apreciada. Vos conocéis a los soldados, sir John, son peores que los marineros. Cuentan que la Torre se construyó en un lugar antaño dedicado a los sacrificios, que el mortero se mezcló con sangre y que en sus cimientos clavaron hombres en la tierra.

—¡Tonterías! —gritó Cranston—. ¿Vos qué pensáis, hermano?

Athelstan se encogió de hombros.

—Puede que el lugarteniente esté en lo cierto, sir John. Hay más fuerzas bajo el cielo de las que nosotros imaginamos.

—¿O sea que os creéis todas esas historias de los espíritus?

—¡Por supuesto que no! Pero la Torre es un lugar maldito. Muchos hombres y mujeres han sufrido en ella unas muertes atroces.

Athelstan miró a su alrededor y se estremeció a pesar de los cálidos rayos del sol.

—El peor de los malos espíritus —añadió— es el miedo que destruye la armonía de la mente, perturba el alma y crea una sensación de peligro y amenaza. Nuestro asesino es muy hábil e inteligente. Está consiguiendo justo lo que quiere.

—¿Quién encontró el cuerpo? —preguntó Cranston.

—Fitzormonde. Cuando sonó la campana, todos corrieron a las puertas para cerciorarse de que estuvieran cerradas. Fitzormonde fue en busca de Mowbray y descubrió el cadáver.

—Echaremos un vistazo al parapeto —dijo Athelstan—. Os agradecería que reunierais a todo el mundo en los aposentos de la señora Felipa, mi señor lugarteniente. Os ruego que le presentéis mis disculpas a la dama, pero es importante que todos acudan al lugar donde estaban anoche cuando la campana tocó a rebato.

Cranston y Athelstan vieron alejarse a toda prisa a Colebrooke.

—¿Creéis que hay alguna relación?

—¿Entre qué?

—Entre el toque de la campana y la caída de Mowbray.

—Por supuesto, sir John. —Athelstan tiró al forense de la manga y ambos cruzaron el prado desierto hasta los peldaños que conducían al parapeto. Desde allí contemplaron el lienzo de la muralla que se levantaba por encima de ellos.

—Una caída terrible —dijo Athelstan en un susurro.

—¿Y decís que hay una relación entre el toque de la campana y la caída de Mowbray? —insistió en preguntar el forense.

—Es una simple conjetura, sir John. Mowbray subió al parapeto. Como a muchos soldados, le gustaba estar solo para meditar lejos de los demás. Se encontraba allí, contemplando la oscuridad. Ya había recibido un aviso sobre la inminencia de su muerte y estaba perdido en sus pensamientos, temores e inquietudes. De repente, la campana empieza a tocar a rebato, anunciando que la mayor fortaleza del reino está sufriendo un ataque. —Athelstan clavó los ojos en la triste mirada de sir John—. Si hubierais estado en el lugar de Mowbray, ¿qué hubierais hecho? Recordad, sir John —añadió astutamente el fraile—, que vos también sois un guerrero y un soldado.

Cranston se echó hacia atrás el castoreño, se rascó la incipiente calva y frunció los labios como si fuera el mismísimo Alejandro Magno.

—Me hubiera apresurado a averiguar la causa —contestó en tono meditabundo—. Sí, eso es lo que hubiera hecho —añadió, mirando a Athelstan—. Cabe suponer que Mowbray hizo lo mismo, pero, ¿qué ocurrió después? ¿Resbaló? ¿O lo empujaron?

—No creo que resbalara. Mowbray debía de ser muy precavido y dudo que hubiera permitido que alguien lo empujara desde el parapeto sin oponer resistencia.

—¿Pues entonces?

—No sé, sir John. Veamos primero las pruebas.

Estaban a punto de subir los peldaños cuando una voz les gritó de repente:

—¡Buen día, amigos míos! —Mano Roja, con los andrajos de chillones colores volando a su alrededor, se estaba acercando a ellos, brincando sobre el barro—. Buen día, maese forense. Buen día, maese cura —repitió—. ¿Le tenéis aprecio al viejo Mano Roja?

Athelstan vio una gallina tratando de librarse de la presa de Mano Roja. El pobre animal cacareaba y se agitaba, golpeando el vientre del loco con las patas y desgarrándole más si cabe los harapos con las uñas, pero Mano Roja lo sujetaba firmemente por el cuello.

—¡La muerte ha vuelto otra vez! —canturreó mientras en sus incoloros ojos se encendía un brillo perverso—. El Asesino Rojo ha vuelto y otros morirán. Ya lo veréis. La muerte volverá y clavará dentelladas, así.

Antes de que Athelstan o Cranston pudieran impedirlo, el loco hincó los dientes en el cuello de la gallina y le desgarró la garganta. El ave soltó un ronco graznido, se estremeció y se quedó inerte. Mano Roja levantó la cabeza y les miró con la boca llena de sangre y plumas.

—¡Asesinato! ¡Asesinato! ¡Asesinato! —canturreó.

—¡Largo de aquí! —le gritó Cranston con voz de trueno—. ¡Quítate de mi vista, sabandija asquerosa!

Mano Roja se volvió y echó a correr, derramando la sangre de la gallina muerta sobre el grisáceo barro. Cranston le vio desaparecer detrás de un muro.

—En mi tratado, hermano —dijo en voz baja—, aconsejaré la construcción de casas para los que son como él. Aunque no sé si…

—¿Qué, sir John?

—Si Mano Roja está tan loco como dice.

Athelstan se encogió de hombros.

—¿Quién establece quién está loco, sir John? A lo mejor, Mano Roja cree que él es el único cuerdo que hay en este lugar.

Subieron los empinados peldaños. Athelstan iba delante, seguido de sir John, el cual respiraba afanosamente, soltando una letanía de maldiciones mientras el frío viento le azotaba el rostro. A medio subir, Athelstan se detuvo, se agachó y tomó un puñado de la gruesa arena mezclada con grava que tapizaba todos los peldaños.

—Eso impide que alguien pueda resbalar, sir John —dijo.

—A no ser que esté bebido o distraído —replicó Cranston.

—Muy cierto, sir John. Un soldado sereno es, en verdad, una rareza.

—Tenéis razón, monje, pero bastante menos que un cura santo.

Athelstan sonrió y reanudó la subida. Llegaron a lo alto del parapeto de más de un metro de anchura, cubierto de arena y guijarros como los peldaños. Allí se apoyaron contra la muralla mientras Cranston contemplaba con curiosidad las figuras que correteaban abajo como negras hormigas, cumpliendo las distintas tareas de la guarnición. Después, el forense levantó la vista a la azul inmensidad del cielo. Ahora las nubes no eran más que unos casi invisibles jirones iluminados por el radiante sol del mediodía. De repente, el fiscal experimentó un mareo y se maldijo a sí mismo en su fuero interno por haber bebido demasiado.

—Cosas de la vejez —murmuró.

—¿Cómo decís?

In media vita, sumus in marte —contestó Cranston—. Hacia la mitad de la vida, estamos en la muerte, hermano. No me siento demasiado seguro aquí y, sin embargo, en Francia cuando era más joven, pero menos prudente, defendí un parapeto muy semejante a éste contra los mejores soldados de aquel país. —Cranston se compadeció de sí mismo y se preguntó si Matilde también le consideraría un viejo. ¿Sería eso? Sir John respiró hondo, tratando de vencer el espasmo de rabia y temor que se había apoderado de él—. Proseguid vuestro maldito estudio, Athelstan.

—Vos quedaos aquí, sir John —dijo Athelstan, contemplando con expresión abatida la arena y la grava—. Habrán subido tantos hombres aquí desde la caída de Mowbray que dudo que podamos encontrar nada.

El fraile avanzó con cuidado por el parapeto, utilizando como guía el muro almenado. Caminaba muy despacio, sin atreverse a mirar el muro vertical que tenía a su derecha, sintiendo un frío cada vez más intenso, un viento cada vez más cortante y una pavorosa sensación de soledad mientras permanecía como en suspenso entre el cielo y la tierra. A ambos extremos del parapeto había dos torres. Cerca de la Torre de la Sal vio que el barro cubierto de grava aparecía removido, como si alguien hubiera permanecido un buen rato allí. Athelstan estudió detenidamente el lugar.

—¿Qué habéis encontrado, hermano? —tronó Cranston.

Athelstan regresó junto a él, caminando con mucho cuidado.

—Mowbray estaba donde yo me he detenido. Ahora, si me hacéis el favor, sir John, ¿queréis pasar primero?

Cranston regresó a los peldaños, seguido de Athelstan.

—Deteneos cuando lleguéis al último peldaño, sir John.

Cranston así lo hizo, cerrando los ojos, pues estaba empezando a sentir un poco de vértigo.

—¿Qué ocurre, hermano? —graznó.

Athelstan se agachó y examinó el lugar donde la arena y la grava estaban dispersadas.

—Sospecho que Mowbray cayó desde aquí —contestó—. Pero, ¿por qué y cómo? —El fraile examinó las almenas desde las cuales un arquero hubiera disparado sus flechas en caso de que la muralla hubiera sido atacada—. Qué curioso —murmuró—. En la muralla hay una huella reciente, como si alguien hubiera arrojado un hacha contra ella. Y fijaos, sir John —Athelstan recogió cuidadosamente unas astillas de madera—, éstas también son recientes.

—Sí, hermano —dijo Cranston, abriendo los ojos—, pero, ¿qué significan?

—No lo sé, pero parece como si alguien hubiera tomado un hacha y la hubiera arrojado contra la muralla con tal fuerza que la piedra quedó marcada y el astil de madera del hacha se astilló.

Cranston sacudió la cabeza con incredulidad.

—No sé lo que significa todo eso —dijo Athelstan—. No puedo establecer ninguna relación entre la caída de Mowbray y estas pruebas fragmentarias. —El dominico contempló con recelo el pálido y ojeroso rostro de Cranston, sus enrojecidos ojos y su peligroso tambaleo en el último peldaño—. Vamos, sir John —le dijo—, aquí ya hemos terminado y otros están esperando.

—¡Gracias a Dios! —rugió Cranston—. Eso no lo hacéis todos los días, ¿verdad, hermano?

Gracias a Dios, pensó Athelstan, vos no estáis de tan mal humor todos los días. El fraile miró a su alrededor. La guarnición de la Torre estaba muy ocupada: varios soldados vestidos con media armadura permanecían sentados en los bancos sin hacer nada. A pesar del frío, les apetecía tomar un poco el sol. Algunos jugaban a los dados y otros compartían una bota de vino. Un sollastre salió corriendo con una canasta llena de carne recién cocida, la cual sería colgada en alguna cocina, donde la curarían, cortarían en cubitos, salarían y guardarían durante el invierno. El estruendo de la fragua resonaba como una campana y se oía desde lejos el llanto de un niño, hijo de algún soldado de la guarnición. En el lienzo exterior de la muralla un oficial estaba ordenando a gritos a los hombres que untaran los goznes de una puerta con aceite. Un perro ladró y se oyeron unas risas desde las cocinas. Athelstan sonrió y se tranquilizó.

No había que olvidar las pequeñas cosas de la vida, pues eran las que le permitían a uno conservar la cordura. Tomó del brazo a sir John y ambos cruzaron el prado de la Torre, procurando pisar con cuidado el blando y sucio barro y los trozos de hielo todavía no fundido. Un guardia les franqueó la entrada a la Torre Beauchamp y al aposento de la señora Felipa en el segundo piso. La estancia era muy espaciosa y tenía un mirador que daba al prado de la Torre. Los asientos estaban acolchados y en las ventanas había vidrieras de colores. Nada más entrar, Athelstan se dio cuenta de que era la cámara de una dama: las paredes estaban adornadas con tapices tejidos a mano. En uno de ellos se representaba un dragón de oro, enzarzado en combate con un dragón alado de plata. Otro mostraba al Niño Jesús con los brazos extendidos en el pesebre de Belén, al lado de la Virgen, vestida con una túnica dorada y un manto tan azul como el cielo. Los ladrillos de la pared habían sido pintados alternativamente de blanco y rojo y en varios armarios entreabiertos se veían vestidos, túnicas, capuchones y capas de distintos colores y tejidos. Unos troncos de pino ardían en una pequeña chimenea. En un rincón había un torno de hilar con los hilos todavía tensados y, en otro, se encontraba el dormitorio, separado del resto de la estancia por una cortina mientras que en el centro de la sala había una larga y lustrosa mesa, sobre la cual se habían dispuesto unas escalfetas llenas de carbón de leña, hierbas aromáticas y especias. Su perfume le hizo recordar a Athelstan una fresca mañana de primavera en la granja de su padre en Sussex. El fraile vio también, asomando por detrás de un grueso tapiz de color rojo, la puerta de la pared del otro extremo de la estancia y sonrió, guiñándole el ojo a sir John.

—Un tocador de señora, mi señor forense —le dijo.

Cranston sonrió, pero, al recordar a lady Matilde, volvió a ponerse muy serio.

La señora Felipa se levantó al verles entrar. Por su temperamento, aunque no por su aspecto, a Athelstan le recordaba a Benedicta; poseía su misma serena compostura y su mirada era tan fría como el acero. Se preguntó si Felipa sería lo suficientemente fuerte y despiadada como para cometer un asesinato. Miró a todos los demás y adivinó su tensión a pesar del visible esfuerzo que estaban haciendo por conservar las apariencias. En cuanto Cranston entró en la estancia, cesaron todas las conversaciones. Puede que Felipa o el acusado carácter femenino de la estancia le hicieran recordar a su mujer, pues, de repente, Cranston se dirigió en tono belicoso a la muchacha.

—¡Otro maldito asesinato! —gritó—. ¿Qué decís ahora?

Godofredo Parchmeiner, el prometido de Felipa, se levantó del oscuro lugar que ocupaba junto a una pared.

—¿Asesinato, mi señor forense? —balbució—. ¿Qué pruebas tenéis? Entráis aquí en la cámara de mi dama, hacéis insinuaciones, pero no mostráis ninguna prueba. ¿Qué pretendéis con eso?

Athelstan miró a su alrededor. Sir Fulke permanecía sentado en su asiento con aire ausente. El capellán, acomodado en un escabel junto a la chimenea, contemplaba las llamas sin dejar de frotarse las manos mientras que Rastani, el silencioso criado moreno, estaba sentado de espaldas a la pared como si quisiera que las piedras se abrieran y se lo tragaran. Fitzormonde, el otro caballero hospitalario, permanecía de pie junto a la ventana con las manos entrelazadas, mirando hacia el suelo, como si no se hubiera percatado de la presencia de Cranston. Colebrooke parecía un poco turbado y no paraba de golpear el suelo con el pie y de silbar suavemente por lo bajo.

—Mi prometido os ha hecho una pregunta —dijo Felipa—. ¿Cómo sabéis que el caballero ha sido asesinado? ¿Y eso qué más da, señor forense? También mi padre fue asesinado. ¿Acaso estáis a punto de descubrir al asesino?

—El asesinato de vuestro padre será vengado —replicó Cranston—. En cuanto a Mowbray, os diré que él también llevaba encima el maldito pergamino y unos fragmentos de una hogaza de semillas. ¿Qué otras pruebas necesitáis?

Felipa le miró fríamente.

—Sir John —contestó en tono glacial—, os ruego que moderéis vuestro lenguaje. Mi padre —añadió con la voz casi quebrada por la emoción— yace ahora envuelto en un sudario en la capilla de San Pedro ad Vincula y yo, su hija, lloro su muerte y pido justicia, pero lo único que recibo es el ofensivo lenguaje de las callejuelas y arroyos de Southwark. Soy una dama, señor.

Cranston entornó los ojos con expresión irritada.

—¿Y a mí qué más me da? —replicó antes de que Athelstan pudiera impedirlo—. ¡Si me mostráis a una dama, yo os mostraré a una ramera!

La muchacha se quedó sin respiración. Su prometido se puso en pie de un salto y acercó la mano al puño de su daga, pero Cranston le dirigió una mirada de desprecio que lo dejó repentinamente paralizado. Athelstan observó el súbito nerviosismo del caballero hospitalario y vio que éste tomaba uno de sus guantes.

¡No, Dios mío, pensó, aquí no! Lo único que le faltaría a sir John sería un desafío a muerte.

—¡Sir John! —gritó—. La señora Felipa tiene razón. Vos sois el forense real y ella es una dama de alta alcurnia que ha perdido a su padre y ahora acaba de descubrir que uno de los amigos del difunto ha hallado una muerte similar. —Tomó el brazo del forense, lo obligo a volverse hacia él y, sin apartar los ojos del caballero hospitalario que ahora se había situado a su espalda, le dijo en voz baja—: ¡Dominaos, sir John, os lo suplico! Hacedlo por mí. —Cranston miró a Athelstan con los ojos enrojecidos y, mientras le rozaba suavemente la mano con la suya, el fraile pensó que se parecía mucho al gran oso peludo del patio de abajo—. Sir John, os lo ruego. Vos sois un caballero y un hombre de honor.

El forense cerró los ojos, respiró hondo, los volvió a abrir y esbozó una sonrisa.

—Cuando vos estáis a mi lado, monje —le dijo a Athelstan—, no me hace falta para nada la maldita conciencia. —Volviéndose hacia Felipa, añadió—: Señora, antes de que sir Brian y sir Fulke —miró con desprecio al tío de la joven, indiferentemente acomodado en su asiento— me desafíen a un duelo, os pido disculpas —sus labios esbozaron una deslumbradora sonrisa—. Hay viejos, señora, y hay necios. Pero no hay nada peor que un viejo necio. —Alargando la mano, tomó los dedos de la joven y los besó con una galanura que el mejor cortesano le hubiera envidiado—. He sido extremadamente descortés —rugió—. Debéis perdonarme, sobre todo ahora que vuestro padre está todavía de cuerpo presente.