Capítulo XII

Athelstan estaba furioso. Sintió que la cólera le ardía en las entrañas hasta que el corazón le empezó a latir con fuerza y la sangre le pulsó en la cabeza. Por un instante, todo le dio igual… olvidó las enseñanzas de su orden sobre la ecuanimidad y lo preceptos del evangelio sobre la mansedumbre. Sólo le importaba la rabia que en aquellos momentos sentía, de pie en el cementerio de San Erconwaldo. La nieve se había convertido en una fría y grisácea masa fangosa que goteaba de las tumbas, las ramas de los árboles y los arbustos y el murete del camposanto bajo un cielo despejado y un pálido sol invernal. Maldijo por lo bajo, utilizando todas las palabrotas que había aprendido del variado repertorio de Cranston. Blandiendo el bastón que sostenía en la mano, golpeó los ladrillos desprendidos con una furia suficiente como para convertir la roca en arena.

Lo encontró todo en orden a su regreso: Buenaventura estaba durmiendo en un rincón de la iglesia tan satisfecho como un obispo mientras Cecilia limpiaba y barría la nave. Benedicta y Watkin habían hecho el belén en uno de los pasillos laterales, utilizando unas figuras labradas por Huddle. El pintor había terminado una hermosa representación del Niño en el pesebre por encima de la pila bautismal en la parte interior de la puerta del templo. Hasta la puerca de Úrsula había reprimido su habitual impulso de entrar en el huerto y Pike el acequiero había limpiado el camino de grava que conducía a la entrada de la iglesia.

Mientras acompañaba a Philomel a la cuadra y le daba de comer y beber, Athelstan había expresado su satisfacción y había comentado varios asuntos de la parroquia. Sin embargo, había adivinado una cierta inquietud en los rostros de quienes habían acudido a recibirle: Benedicta, Pike, Cecilia y Tab el calderero. Éstos le acompañaron en su recorrido por la iglesia y respondieron a sus preguntas, intercambiándose secretas miradas de preocupación.

Al principio, Athelstan no le dio importancia y pensó que debía de ser algo sin ninguna trascendencia. A lo mejor, Cecilia había vuelto a coquetear con alguien o alguno de los hijos de Pike se había orinado en la iglesia. Quizá Ranulfo se había llevado a Buenaventura para que le echara una mano o quizá los hijos de Watkin habían bebido agua bendita. Dos miembros del consejo parroquial revoloteaban a su alrededor como ruidosas gallinas. Al final, poco antes de cerrar la puerta de la iglesia, Athelstan se hartó de tanto sigilo.

—Vamos —les dijo—, ¿qué ha ocurrido?

Ellos restregaron los pies sobre el suelo y apartaron los ojos mientras Benedicta reparaba de pronto en una mancha de su vestido.

—¡Es el cementerio, padre! —contestó bruscamente Watkin—. La tumba de Borrachín ha sido profanada.

—¿Cuándo?

—La noche en que os fuisteis.

Athelstan se puso tan furioso que utilizó un lenguaje que hizo palidecer incluso a Pike el acequiero.

—Puede que ahora sir John haga algo —terció diplomáticamente Benedicta—. ¿O quizá será mejor que recurramos al regidor del barrio?

—¡Ya! —replicó Athelstan—. Y, a lo mejor, a los cerdos les crecerán alas y echarán a volar y mañana encontraremos cecina en los árboles. ¡Los que han cometido esta acción son unos malnacidos! Son unos malvados que no temen ni a Dios ni a los hombres. Hasta los paganos honran los cuerpos de los muertos. ¡Eso no lo haría ni un perro!

Los feligreses se retiraron, más atemorizados por la terrible cólera de su cura que por la mala noticia que ellos le habían comunicado. Athelstan se fue hecho una furia a la casa parroquial y se bebió una copa de vino con una rapidez que hasta Cranston le hubiera envidiado. Aquella noche tuvo un sueño muy agitado y ni siquiera le apeteció subir a la torre para contemplar las estrellas. Dio vueltas en su catre, pensando en la imperdonable profanación de su cementerio. A la mañana siguiente se levantó muy temprano, abrió la iglesia, dio de comer a Buenaventura, se saltó el oficio de la mañana y trató de concentrarse mientras celebraba la misa. Buenaventura, que era un gato muy listo, pareció intuir el cambio de humor de su dueño y se alejó sigilosamente. Al terminar la misa y antes de impartir la bendición, Athelstan se dirigió a los fieles con la cara muy seria:

—Nuestro cementerio ha sido profanado una vez más y yo, Athelstan, sacerdote de esta parroquia, digo ante Dios… ¡que no volverá a haber más enterramientos hasta que la tierra vuelva a ser consagrada y se resuelva la situación! —Miró enfurecido a los fieles—. Acudiré a las más altas autoridades de la nación, al joven rey en persona o al arzobispo de Canterbury. Se pondrá una guardia y, Dios me perdone, ¡pero haré todo lo posible para que esos bellacos sean ahorcados!

Sus feligreses se habían retirado en silencio y ahora, ya más calmado, Athelstan sintió una punzada de remordimiento mientras contemplaba la devastada sepultura de Borrachín.

—Tu mal carácter, cura —musitó para sus adentros—, es tan violento como hace veinte años. Y tu lengua sigue siendo tan afilada como entonces.

Respiró hondo. Sí, pensó, había sido demasiado duro con Benedicta y los demás, pero especialmente con la viuda, la cual se había quedado un momento en la iglesia después de la misa, no para chismorrear sino simplemente para decirle que el principal alguacil del barrio, maese Bladdersniff, la había abordado cuando se dirigía a la iglesia para decirle que deseaba hablar con él a propósito de un asunto urgente.

—Ya —dijo Athelstan—, ¡maese Bladdersniff, como de costumbre, cierra la puerta de la cuadra cuando el caballo ya se ha escapado!

Athelstan experimentó una nueva oleada de cólera. Si San Erconwaldo hubiera sido una de las iglesias ricas de la ciudad, inmediatamente se hubiera colocado una guardia y aquello no hubiera ocurrido. Ni siquiera Cranston, el maldito forense, le había ayudado, hundido en sus propias preocupaciones como una quejumbrosa doncella. Athelstan miró una vez más a su alrededor en el frío y desolado cementerio. Recordó al padre Pedro de Woodforde y envidió su serena domesticidad.

—¡Maldito Cranston! —masculló—. ¡Maldito asesinato! ¡Maldita Torre! ¡Malditos sean los corazones de los hombres y sus malas obras! —Dio un puntapié al frío barro—. Yo soy un sacerdote —dijo—, no un alguacil.

—¿Padre? ¿Padre Athelstan?

El fraile se volvió y miró con rabia al joven criado encapuchado que permanecía de pie, envuelto en su capa.

—¿Qué quieres, hombre?

—Sir John Cranston me envía desde la Torre. Quiere veros en la taberna del Cordero Sagrado de Cheapside.

—Dile a mi señor forense —replicó Athelstan— que estaré allí cuando esté. ¡Y que procure no beber demasiado!

El muchacho le miró extrañado y dolido. Athelstan hizo una mueca y extendió las manos.

—Perdona, no sé lo que digo. Mira, dile a sir John que iré en cuanto pueda.

Se acercó un poco más al joven y vio su pálido rostro y los mocos que le colgaban de la nariz.

—Estás muerto de frío —le dijo—. Entra en la casa, hay una jarra de vino sobre la mesa. Llénate una copa. La encontrarás en la repisa que hay sobre la chimenea. Bebe un poco de vino caliente con azúcar y caliéntate la tripa antes de regresar.

El criado dio media vuelta y se alejó como un lebrel.

—Ah, por cierto —le gritó Athelstan a su espalda—, no he querido decir lo que he dicho. ¡Sir John nunca bebe demasiado!

Athelstan regresó lentamente a la iglesia y subió los peldaños del pórtico.

—¿Padre?

Se sobresaltó al ver surgir de la oscuridad a maese Lucas Bladdersniff, el principal alguacil del barrio, con su enjuto y cetrino rostro y su lacio cabello rubio casi ocultos bajo un viejo castoreño.

—Buenos días, mi señor alguacil.

Athelstan le estudió con interés: sus ojos estaban rodeados por unas profundas ojeras y parecían más que nunca un par de agujeros de mear abiertos en la nieve, tal como acertadamente solía describirlos Cranston. Al fraile siempre le había llamado la atención la nariz rota y medio torcida de aquel hombre, tan poco en consonancia con los humos que se daba. Athelstan le invitó por señas a entrar en la iglesia.

—Mi señor alguacil, habéis venido para discutir la cuestión de la profanación y los robos de las tumbas que están ocurriendo en mi cementerio mientras vos y el consejo del barrio no hacéis nada por impedirlo, ¿verdad?

Bladdersniff sacudió la cabeza y se volvió hacia la oscuridad del pórtico de la iglesia.

—¿Qué ocurre? ¿Habéis visto algo ahí?

La boca del alguacil se abrió y cerró como la de una carpa recién pescada. Athelstan le miró con más detenimiento. Parecía mareado. Su rostro mostraba un tinte verdoso y sus ojos estaban llorosos como si acabara de vomitar.

—Por el amor de Dios, hombre, ¿qué es lo que ocurre?

El alguacil miró de nuevo hacia la oscuridad.

—¡Es Borrachín! —dijo en voz baja.

—¿Cómo?

—¡Borrachín! O, por lo menos, una parte de él —contestó, haciendo señas al fraile de que le siguiera.

Athelstan tomó una velita y se dirigió al lugar donde el alguacil se había detenido junto a un trozo de sucia lona en un oscuro rincón del pórtico de la iglesia. Bladdersniff retiró la lona y Athelstan apartó el rostro. Era la pierna de un hombre o, por lo menos, una parte de ella, cortada por encima de la rodilla tan limpiamente como un experto sastre hubiera podido cortar un trozo de tela. Athelstan contempló el ensangrentado miembro y la moteada piel.

—¡Dios misericordioso! —exclamó, aspirando en el aire el hedor de putrefacción de la carne ligeramente hinchada—. ¡Tápalo, hombre! ¡Tápalo enseguida!

Apagó la velita, salió de la iglesia y se detuvo en el último peldaño para respirar el puro aire de la mañana. Oyó a Bladdersniff a su espalda.

—¿Qué os hace suponer que es Borrachín?

—¿No os acordáis, padre? Borrachín siempre andaba contándoles historias a los parroquianos de la taberna sobre su vieja herida de guerra, causada por una flecha en una pierna. Y constantemente mostraba la cicatriz como si fuera una sagrada reliquia.

Athelstan asintió con la cabeza.

—Sí, es verdad —dijo—. El viejo Borrachín solía hacerlo cuando se emborrachaba. ¿Y esta pierna tiene la misma cicatriz? —le preguntó al alguacil.

—Sí, padre, justo por encima de la espinilla.

—¿Dónde la han encontrado?

—¿Queréis verlo?

—Sí.

Bladdersniff bajó con él por la calle del Puente, cruzó Jerwald y bajó por el callejón del Pez Largo que desembocaba en el Muelle Roto del río. Athelstan no saludó a nadie por la calle y quienes le conocían se apartaron a un lado al ver la ceñuda y severa expresión de su rostro habitualmente amable.

Sólo veía el sucio barro de las calles y no contestaba a los saludos ni se fijaba en los tenderos y los buhoneros que llamaban a gritos a los clientes desde sus tenderetes. Ni siquiera los delincuentes atrapados en los cepos consiguieron despertar su habitual compasión mientras el desventurado Bladdersniff caminaba a su lado como si no existiera. Athelstan se moría de angustia. ¿Quién habría sido capaz de cometer aquel acto tan repugnante con el cadáver del pobre Borrachín?, se preguntó. ¿Quién podía sacar provecho de ello? Al llegar al Muelle Roto, Bladdersniff tomó al fraile por el brazo y le señaló la orilla donde las gaviotas y los cuervos se disputaban las basuras que allí se amontonaban.

Athelstan miró al otro lado del Támesis. El agua parecía tan oscura como su estado de ánimo. Unos grandes trozos de hielo chocaban entre sí en la superficie, bajando rápidamente hacia los arcos del Puente de Londres.

—¿Dónde la habéis encontrado?

—Allí abajo, padre —contestó Bladdersniff—. Entre el barro, envuelta en aquel trozo de lona. Un chiquillo que buscaba en la orilla restos de carbón arrastrados por el agua la encontró, llamó a uno de los vendedores y éste reconoció la herida de Borrachín. —El alguacil carraspeó nerviosamente—. He oído hablar de los saqueos de vuestro cementerio.

—¿De veras? Me parece muy bien —dijo Athelstan, esbozando una amarga sonrisa—. ¿Creéis que la pierna fue empujada a la orilla por la corriente?

—Sí, creo que sí. En otra época del año, padre, el río se la hubiera llevado corriente abajo, pero los trozos de hielo la han empujado hacia la orilla.

—¿O sea que, a vuestro juicio, la tienen que haber arrojado aquí?

—Sí, padre, aquí o no muy lejos de este lugar.

Athelstan contempló a su izquierda la cenagosa franja de la orilla del río que se extendía hasta el Puente de Londres y quedaba cubierta por el agua cuando subía la marea. Demasiado a la vista, pensó. A nadie se le hubiera ocurrido cometer aquel acto tan vil en un lugar donde cualquiera le hubiera podido ver. Miró a su izquierda y vio la hilera de grandes mansiones cuyos jardines bajaban hasta la orilla del río. Un vago recuerdo se agitó en su mente.

—No sé si…

—¿Qué decís, padre?

—Nada, maese Bladdersniff. Regresad a mi iglesia, recoged lo que queda del pobre Borrachín y enterradlo como consideréis conveniente.

—Padre, ésa no es mi…

—¡Hacedlo! —dijo Athelstan en tono cortante—. ¡Hacedlo si no queréis responder de vuestra conducta ante el forense de la ciudad, sir John Cranston!

—Él no tiene jurisdicción aquí.

—¡Muy cierto, pero la puede conseguir! —replicó Athelstan—. Hacedlo por mí, por lo menos. O por el pobre Borrachín. Os lo ruego.

Bladdersniff le miró fijamente, asintió con la cabeza y se retiró.

Athelstan regresó a San Erconwaldo. Había reconocido una de las casas de la orilla del río y recordaba la limpieza con la cual había sido cortada la pierna. Ello le trajo a la memoria su experiencia militar en los improvisados hospitales de los ejércitos del viejo rey en Francia. Pensó en el cementerio y se preguntó dónde estarían los leprosos. ¿Cómo era posible que no hubieran visto nada? Recordó a los leprosos que había visto en las inmediaciones de San Pablo el día en que él y Cranston habían ido a ver a Godofredo Parchmeiner. ¡Los cuencos de pedir limosna!

El fraile se detuvo en el centro de la calleja del Mozo.

—¡Oh, Dios mío! —musitó—. ¡Oh, Santa Madre de Dios! —Los blancos restos de tiza que tenía en los dedos después de misa cuando él y el joven Crim introdujeron la Sagrada Forma a través de la abertura de la pared… —Athelstan experimentó una repentina debilidad en las piernas y se apoyó contra el muro manchado de orines, recordando de pronto otras cosas—. ¡Claro! —dijo en un susurro—. Por eso habían pasado varios días sin que ocurriera nada en el cementerio. ¡El deshielo! Pero, cuando el río se heló, no pudieron librarse de lo que habían robado. —Su rostro se contrajo en una mueca—. ¡Los muy bastardos!

¡Grandísimos bastardos!

Volvió a subir por la calleja del Mozo y salió a una de las calles principales que discurría paralela a la orilla del río. Un chiquillo que corría tras una pelota chocó contra él, resbaló y cayó sobre el helado barro. Athelstan lo asió por el hombro con tal fuerza que el niño se estremeció de dolor.

—¡No quería hacerlo, padre! ¡Os juro que no!

Athelstan contempló su pálido rostro.

—Perdona —le dijo dulcemente—. No quería hacerte daño. Pero toma, chico. Por un penique, llévame a la casa del doctor Vincentius. ¿Conoces al médico?

El chiquillo sacudió la cabeza porque no lo conocía, pero se acercó corriendo al propietario de un tenderete y éste le facilitó las necesarias indicaciones. Después, el niño acompañó a Athelstan por una callejuela y entró en una tranquila calle de preciosas casas de entramado de madera cuyas pinturas medio desprendidas y fachadas sin encalar constituían mudos testigos de tiempos mucho más prósperos. El niño le señaló la tercera casa. Las ventanas estaban cerradas, pero la puerta se había pintado recientemente y tenía unos sólidos refuerzos de reluciente acero. Athelstan le entregó un penique al chico y aporreó la puerta hasta que oyó unas rápidas pisadas y el rumor de unos pestillos. Abrió la puerta un joven de lacio cabello, vestido con una ajustada chaqueta azul ribeteada de piel de ardilla. Al ver al fraile, el muchacho se alarmó.

—¡Fray Athelstan!

—¿De qué me conoces, malnacido? —replicó Athelstan, empujándole contra la pared—. ¿Dónde está el doctor Vincentius?

—En su cámara.

Athelstan no esperó a que el chico le hiciera pasar sino que avanzó a grandes zancadas por el pasillo de paredes encaladas y, al llegar al fondo, abrió la puerta. Vincentius estaba sentado junto al gran escritorio de una acogedora cámara de paredes revestidas de oscura madera. Athelstan aspiró el aroma de hierbas y especias y vio unas estanterías llenas de pergaminos, una carta zodiacal en la pared y una alegre chimenea encendida. El médico se levantó, mirándole recelosamente con sus grandes ojos negros mientras su bronceado rostro se iluminaba con una sonrisa.

—¿Qué ocurre, fray Athelstan? ¿En qué puedo…?

—¡Eso para empezar! —dijo Athelstan, propinándole a Vincentius un fuerte puñetazo que lo arrojó contra la pared, derribó una mesita y provocó la caída de una amarillenta calavera sobre el suelo cubierto de mapas. El médico se levantó y se rozó con el dorso de la mano la cortada comisura de la boca mientras sus oscuros ojos miraban con expresión burlona al fraile.

—Parece que no estáis de muy buen humor, padre.

Athelstan oyó acercarse al joven a su espalda.

—No pasa nada, Gidaut —le dijo Vincentius al chico—, pero quizá será mejor que empecemos a hacer las maletas.

Athelstan miró enfurecido al médico mientras la puerta se cerraba suavemente a la espalda del joven.

—¡Sois un malnacido, doctor! ¡Un hereje! ¡Un profanador de sepulcros! Acabo de ver lo que queda del cadáver del pobre Borrachín. Si el regidor tuviera una pizca de sentido común, ya estaría aquí con los guardias. Sólo un médico experto hubiera podido cortar una pierna con tanta limpieza. —Athelstan se acercó un poco más al escritorio—. ¡Y no me mintáis! Vos y esa criatura de aquí afuera… —señalo la puerta con un movimiento de la cabeza—. Menuda pareja estáis hechos. Vestidos como leprosos y con los rostros protegidos con pellejos cubiertos de tiza, vivíais en mi cementerio durante el día o, por lo menos, durante una parte de él, y os enterabais de todo lo que ocurría. ¿A quien se le hubiera ocurrido acercarse a un leproso?; aunque alguien lo hubiera hecho, vosotros ya estabais preparados. Llevabais el rostro cubierto con una máscara de tela y la piel de vuestras manos estaba descolorida. ¡De noche regresabais y os llevabais lo que queríais! —Athelstan respiraba afanosamente—. Que Dios me perdone —dijo en voz baja—, no soy mejor que otros hombres. ¿Sabéis que, cuando un hombre es declarado leproso, asiste a su propio requiem? Se le considera un muerto y así os consideraba yo. Los leprosos de mi cementerio no eran para mí más que unas sombras, un montón de andrajos ambulantes. Sólo una cosa les faltaba: jamás los vi con unos cuencos de pedir limosna y no reparé en ello hasta esta mañana. —El fraile miró enfurecido al médico—. Hubierais tenido que ser un poco más cuidadosos, Vincentius. Vosotros os llevabais los cadáveres y, al terminar, arrojabais al Támesis lo que quedaba. Pero el río bajaba muy lento y esta mañana los horribles restos de vuestras siniestras actividades han sido empujados a la orilla.

Con la espalda apoyada contra la pared, el médico miro cautelosamente al fraile.

—Sois muy observador, Benedicta ya me lo dijo.

Athelstan hizo una mueca de desagrado al ver la expresión de los ojos del médico.

—Sí —dijo, sentándose en un escabel—, pero hubiera tenido que serlo un poco más. Encontré tiza en mis dedos tras haber introducido la Sagrada Forma a través de la rendija de los leprosos. Y eso es un sacrilegio, ¿sabéis? —dijo, mirando con rabia mal contenida a Vincentius—. Recibir la Eucaristía para ocultar vuestros execrables actos. Sí —añadió con la voz ronca de rabia—, hubiera tenido que ser más observador. Nunca os vi con un cuenco de pedir limosna y no recuerdo haberos visto jamás por las calles de los alrededores de la iglesia. —Se levantó—. Habéis quebrantado la ley de Dios y la del rey. Ahora me voy, pero regresaré con la guardia de la ciudad. ¡Esta noche estaréis en Newgate, preparándoos para comparecer en juicio ante el Tribunal Real de Westminster!

—Benedicta también me dijo que erais un cura muy tolerante. ¿No me vais a preguntar por qué, padre? —preguntó suavemente Vincentius. De repente, una expresión de terror se dibujó en sus ojos—. No he obrado bien —murmuró, sentándose pesadamente en su sillón—. Pero, ¿qué mal he hecho, en realidad? ¡No, no! —gritó, levantando la mano al ver que Athelstan iba a replicar—. ¡Escuchadme! He estudiado medicina en Bolonia, con los árabes de España y el norte de África y en la gran escuela de medicina de Salerno. Pero nosotros los médicos no sabemos nada, padre, sólo sabemos aplicar sanguijuelas y sangrar a un hombre hasta dejarlo seco. —Vincentius entrelazó los dedos de las manos y apoyó los codos sobre el escritorio—. La única manera de aprender cosas sobre el cuerpo humano es abrirlo. Cortar cada una de las partes y estudiar la situación del corazón o el curso de la sangre o la composición del estómago. Pero la Iglesia prohíbe hacerlo. —Levantó una mano llena de sortijas—. Os juro que no pretendía ofender a nadie, pero mi ansia de conocimientos médicos es tan grande, padre, como la vuestra por salvar las almas. ¿Adónde podía ir? ¿A los patios donde arrojan a los justiciados o a los campos de batalla donde los cuerpos están tan lacerados que apenas se reconocen? Por eso vine a Southwark, fuera de la jurisdicción de la ciudad. Sí, ya lo sé —añadió al ver la expresión de hastío de los ojos de Athelstan—. A una pobre parroquia por la que nadie se preocupaba, lo mismo que nadie se preocupa por los niños famélicos que vagan por las calles que rodean vuestra iglesia. —Vincentius jugueteó con un pequeño cuchillo—. Decidí fingirme leproso para espiar en el cementerio y me llevé los cadáveres que nadie podía reclamar.

—¡Los reclamaba yo! —gritó Athelstan—. ¡Los reclamaba Dios y la Iglesia!

—Sí, me llevé los cadáveres y los disequé —añadió Vincentius—. Gidaut y yo los enterramos de noche en el río, pero después dejamos de hacerlo a causa de las grandes heladas —añadió sacudiendo la cabeza—. Hice mal, pero, ¿me vais a perseguir por eso? Aquí he hecho una buena labor, padre. Id por las calles de Southwark y hablad con la madre a la que extirpé un quiste en la ingle. Con el niño que ya se ha curado de la vista. Con el hombre a quien le soldé la fractura de la pierna. Si me ahorcan, ¿qué ocurrirá, hermano? ¿A quién le importará? Los pobres seguirán muriendo y los médicos de Cheapside que les exprimen el dinero y la salud a los pacientes aplaudirán al verme danzar, colgado del extremo de una cuerda.

Athelstan volvió a sentarse en el escabel.

—No deseo vuestra muerte —dijo—. Quiero que los muertos de mi cementerio reposen tal como Dios desea. Quiero que os vayáis de aquí, doctor. —Athelstan se levantó y se sacudió el polvo de la túnica—. Lamento haberos golpeado. Pero tenéis que marcharos de aquí. No sé adónde ni me importa, pero, dentro de una semana, ¡quiero que abandonéis la ciudad! —el fraile miró fijamente a Vincentius y, de repente, se sintió muy débil y cansado y se dio cuenta de que llevaba varias horas sin comer—. Siento haberos golpeado —repitió—, pero estaba furioso. —Recordó de pronto que Cranston le estaba esperando y se volvió hacia la puerta—. Ah —dijo—, me debéis un favor.

Vincentius volvió a sentarse en su sillón.

—¿Cuál es, padre?

—Bueno, en realidad, son dos. El primero… vos recibisteis aquí a cierta persona… lady Matilde Cranston. ¿Por qué vino?

Vincentius le miró con una sonrisa.

—Lady Matilde, a pesar de su edad, está encinta.

Athelstan le miró con incredulidad.

—¿Está preñada?

—Sí, hermano. De unos dos meses. Tanto ella como la criatura están sanos, pero teme que sir John no la crea. No quiere que sufra una decepción. Tengo entendido que perdió un hijo hace años.

Athelstan asintió con la cabeza y el médico se alegró al ver la expresión de asombro de sus ojos.

—Me habló de sir John —dijo—. Yo la advertí muy en serio contra los placeres de la carne. Creo que su marido es un hombre muy grueso y no le convienen los excesos.

—En efecto —dijo Athelstan sin haber asimilado todavía lo que acababa de descubrir.

—¿Y el segundo favor, padre?

—¿Vos habéis estado en Ultramar?

—Pues sí. Ejercí mi oficio durante algún tiempo en hospitales de Tiro y Sidón.

—Si os presentaran a alguien de allí, ¿cómo lo saludaríais?

El médico le miró sinceramente extrañado.

Shalom —contestó—. La acostumbrada frase semítica que significa «La paz sea contigo».

Athelstan levantó la mano.

—Doctor Vincentius, me despido de vos. No creo que volvamos a vernos nunca más.

—¿Hermano?

—¿Sí, médico?

—¿Os alegráis de que me vaya por lo que he hecho o porque ya no volveré a ver a la viuda Benedicta? Vos la amáis, ¿no es cierto, cura? ¡Vos que tan duramente acusáis a los demás!

—¡No, no la amo! —replicó con vehemencia Athelstan. Pero, mientras cerraba la puerta a su espalda, comprendió que, como san Pedro, estaba negando la verdad.

Sir John Cranston, fiscal de la ciudad, permanecía sentado en un rincón de la taberna del Cordero Sagrado, contemplando con aire ausente y ensimismado el panorama de Cheapside que se podía ver desde allí. Se había bebido más de un litro de cerveza y ya se disponía a regresar a casa en la certeza de que Athelstan no acudiría a la cita. Se enfrentaría valerosamente con su mujer, haciéndole todas las preguntas y acusaciones que le tuviera que hacer, pero hubiera preferido que el fraile le diera su consejo sobre unas cuantas cosas.

El forense apoyó la espalda contra la pared y miró a su alrededor. El último acontecimiento de la Torre había sido horroroso. Había visto el destrozado cuerpo de Fitzormonde: la mitad del rostro le había sido arrancada y el cuerpo estaba casi irreconocible. Cranston se pasó la mano por la mejilla. Al principio, Colebrooke había pensado que la muerte se había debido a un accidente.

—Fue al anochecer —le había explicado el lugarteniente—. Fitzormonde, tal como tenía por costumbre hacer, había ido a ver el oso. Todo estaba tranquilo hasta que, de pronto, fue como si Satanás se hubiera escapado repentinamente del infierno. El oso se soltó y destrozó al desventurado caballero hospitalario. Mande llamar a los arqueros y el oso fue abatido. —Colebrooke se encogió de hombros—. No hubo más remedio que hacerlo, sir John.

—¿Y fue un accidente? —preguntó Cranston—. Me refiero al hecho de que el oso se soltara.

—Al principio, eso creímos, pero, cuando examinamos al animal, encontramos esto en sus cuartos traseros.

El lugarteniente le entregó a Cranston un pequeño dardo perteneciente a un tipo de ballesta de pequeño tamaño que solían utilizar las damas para cazar.

—¿Quién se encontraba en la Torre en aquellos momentos?

—Todo el mundo —contestó Colebrooke—. Yo, la señora Felipa, Rastani, sir Fulke, Hammond el capellán… todos menos maese Godofredo que había regresado a su tienda de la ciudad.

Cranston le dio las gracias al lugarteniente y se dirigió al triste y húmedo depósito cerca de San Pedro ad Vincula donde yacían los mutilados restos de Fitzormonde a la espera de que los envolvieran en un sudario de lona. El cuerpo no era más que una sanguinolenta masa de carne. Cranston salió de allí con toda la rapidez que pudo, interrogó a todos los que encontró y llegó a la conclusión de que el dardo de ballesta lo había disparado algún arquero secreto: al sentirse herido, el animal se había puesto furioso y, rompiendo la cadena, había atacado a Fitzormonde.

Cranston miró una vez más a su alrededor, lanzó un suspiro y cerró los ojos. ¿No habría ningún medio de resolver aquel enigma?, se preguntó. ¿Y dónde demonios se habría metido Athelstan?

—¿Mi señor forense?

Cranston abrió los ojos.

—Pero, ¿dónde estabais, monje? ¿Y a qué viene esta sonrisa?

Athelstan llamó al tabernero sin dejar de sonreír.

—Dos copas del mejor burdeos —dijo, sentándose—. He dicho del mejor —puntualizó, mirando con expresión radiante a sir John—. Mi señor forense, tengo una buena noticia para vos.