Capítulo X

Athelstan y Cranston terminaron de comer y cruzaron el Puente de Londres. Bajo sus pies, las oscuras aguas discurrían muy sucias y se oía el crujido de los trozos de hielo azotando los tajamares que protegían los arcos de madera de la furia del Támesis. Al pasar por Billingsgate aspiraron el olor de los tenderetes de arenques frescos, bacalao, tencas e incluso lucios, pues las flotas pesqueras habían sabido aprovechar muy bien aquella pausa de buen tiempo.

En la Torre reinaba un gran ajetreo cuando llegaron. Como buen soldado que era, Colebrooke había ordenado que la guarnición se pusiera inmediatamente a trabajar para disipar el tedio provocado por el mal tiempo y distraerse de los recientes asesinatos. El lugarteniente se encontraba en el prado de la Torre, dando órdenes a los hombres que estaban limpiando las catapultas, los escorpiones y los arietes. Varios arqueros, hundidos hasta los tobillos en el barro, hacían prácticas de tiro mientras otros llevaban a cabo las duras tareas impuestas por los implacables sargentos. Athelstan recordó vagamente los rumores que circulaban sobre la posibilidad de que los franceses atacaran los puertos del Canal e incluso se adentraran en el Támesis para saquear e incendiar la ciudad.

El desagrado de Colebrooke al ver a Cranston y Athelstan fue de todo punto evidente.

—¿Habéis encontrado a los asesinos? —les preguntó a voz en grito.

—¡No, mi señor lugarteniente! —le contestó Cranston, gritando a su vez a pleno pulmón—. Pero los encontraremos. Y, cuando los encontremos, vos podréis levantar el patíbulo.

Cranston se apartó a un lado para permitir el paso de un carnicero y dos flecheros que estaban empujando dos barriles de carne de cerdo salada hacia la despensa. El forense arrugó la nariz. A pesar de las especias y de la gruesa capa de sal, la carne de cerdo olía a rancio y él experimentó una sensación de asco invencible al ver unos insectos saliendo por debajo del borde de un barril. En aquel momento, juró en su fuero interno no aceptar jamás comida procedente de la despensa o las cocinas de la Torre. Al comprender que no podría librarse de sus visitantes, Colebrooke se retiró para dar nuevas órdenes. Athelstan aprovechó su ausencia para acercarse al lugar donde el oso, tendido en el sucio suelo, estaba ocupado rebuscando en un montículo de basura que tenía delante. El loco Mano Roja permanecía sentado, contemplando con fascinación de niño travieso a la enorme bestia.

—¿Estás contento, Mano Roja? —le preguntó dulcemente Athelstan.

El hombre hizo una mueca, agitando las manos en el aire como si imitara al oso. Athelstan se agachó a su lado.

—¿Te gusta el oso, Mano Roja?

El loco asintió con la cabeza sin apartar los ojos del animal.

—Al caballero también le gusta —dijo Mano Roja con la voz pastosa mientras de su boca se escapaba una vaharada de vino.

—¿A qué caballero?

—Al de la cruz.

—¿Te refieres a Fitzormonde?

—Sí, sí, Fitzormonde. Viene muchas veces a verlo. A Mano Roja le gusta Fitzormonde. A Mano Roja le gusta el oso. A Mano Roja no le gusta Colebrooke. Colebrooke sería capaz de matar a Mano Roja.

—¿Te gustaba Burghgesh? —preguntó rápidamente Athelstan, observando que en los ojos del loco se encendía un destello de reconocimiento—. Tú le conocías —añadió—. Sirvió aquí cuando era un joven soldado.

Mano Roja apartó la mirada.

—Estoy seguro de que lo recuerdas —añadió Athelstan.

El loco sacudió la cabeza y clavó la mirada en el oso, pero Athelstan le vio parpadear para sacudirse las lágrimas que habían asomado a sus ojos. El fraile lanzó un suspiro y se levantó, sacudiéndose el hielo de la capa.

—¡Fray Athelstan! —gritó Cranston—. El lugarteniente Colebrooke es un hombre muy ocupado. Dice que no puede perder el tiempo mientras vos conversáis con un loco.

—El lugarteniente Colebrooke tendría que comprender —contestó Athelstan— que la decisión sobre quién está cuerdo y quién está loco es materia opinable y sólo Dios puede juzgar.

—Padre, no quisiera ofenderos —replicó Colebrooke, quitándose el cónico yelmo y acunándolo entre sus manos—, pero tengo una guarnición bajo mi mando. Haré lo que vos queráis.

—¡Muy bien! —dijo Athelstan con una sonrisa en los labios—. ¿Dónde está el cuerpo de Mowbray?

Colebrooke le indicó la capilla de San Pedro ad Vincula.

—Delante del cancel del antealtar. Mañana será enterrado en el cementerio de la iglesia de Todos los Santos.

—¿Lo habéis puesto en un ataúd?

—No, no.

—Bien, deseo ver el cadáver y después mi señor forense y yo quisiéramos hablar con todos los que han resultado afectados por la muerte de sir Ralph.

Colebrooke rezongó por lo bajo.

—Estamos aquí con la autoridad del regente —le recordó Athelstan—. Cuando termine este asunto, mi señor lugarteniente, informaré acerca de la ayuda que hayamos recibido en nuestra investigación o de los obstáculos con que hayamos tropezado. Nos reuniremos con el grupo en la capilla de San Juan.

Colebrooke esbozó una forzada sonrisa y se retiró a toda prisa, ordenando a gritos a sus soldados que fueran en busca de sir Fulke y los demás. Cranston y Athelstan se dirigieron a la iglesia de San Pedro. En el oscuro y húmedo templo hacía mucho frío. La nave tenía forma de caja y las redondas columnas parecían montar guardia al borde de los sombríos pasillos. Al fondo, la luz penetraba a través de un pequeño rosetón. El cancel del antealtar era de lustrosa madera de roble y, delante de él, rodeados por un círculo de cirios, yacían los cuerpos de sir Ralph Whitton y sir Gerardo Mowbray. A pesar de que los embalsamadores habían hecho todo lo que habían podido, tanto Cranston como Athelstan aspiraron los efluvios de la putrefacción mientras subían por la nave. Ambos cuerpos yacían cubiertos por unos lienzos sobre unas esteras de mimbre colocadas encima de unas mesas de tijera. Cranston se detuvo a cierta distancia y le indicó a Athelstan por señas que siguiera adelante.

—He comido demasiado, hermano —murmuró—. Examinad lo que queráis y salgamos de aquí.

Athelstan obedeció de mil amores. No prestó la menor atención al cadáver de sir Ralph, pero levantó la insignia que cubría el del caballero hospitalario y el lienzo que había debajo. No deseaba contemplar el rostro de Mowbray. Ya había visto bastantes muertos. En su lugar, examinó las blancas y escamosas piernas del caballero y tomó uno de los cirios para estudiar detenidamente la magulladura amarillo-morada que se observaba justo por encima de la espinilla de la pierna derecha. Después, volvió a cubrir el cuerpo con el lienzo, dejó en su sitio el cirio de sebo, hizo una genuflexión de cara al presbiterio y salió de la iglesia seguido por Cranston. Una vez en los peldaños del pórtico, ambos aspiraron con ansia unas bocanadas del fresco y vigorizante aire del exterior.

—Dios mío, sir John —dijo Athelstan—, siempre he creído que San Erconwaldo estaba en muy malas condiciones, pero, si alguna vez vuelvo a quejarme de su estado, recordadme esta iglesia y me callaré de golpe.

Cranston le miró sonriendo.

—Con mucho gusto lo haré, hermano. ¿Habéis encontrado lo que buscabais?

—En efecto, sir John. Creo que sir Gerardo no fue empujado desde el parapeto. Alguien colocó una lanza o un trozo de madera en lo alto de los peldaños mientras el caballero se encontraba en su lugar acostumbrado al fondo del parapeto, cerca de la Torre de la Sal. —Athelstan frunció los labios—. Sí, se pudo hacer al amparo de la noche mientras sir Gerardo estaba enfrascado en sus propios pensamientos. —El fraile entornó los ojos y contempló el distante muro de la Torre—. La campana tocó a rebato. Mowbray corrió por el parapeto. En medio de la oscuridad, no vio el obstáculo. Su pierna se golpeó contra él y entonces resbaló y cayó.

—Pero no sabemos quién tocó la campana ni quién colocó el palo en el parapeto. Recordad —añadió Cranston— que, aparte Fitzormonde y Colebrooke, todo el mundo estaba en la cámara de la señora Felipa.

—Lo pudo hacer Colebrooke —replicó el fraile—. Pudo ver al caballero en el parapeto, subir sigilosamente, colocar el palo y arreglárselas de alguna manera para que la campana tocara a rebato.

—Pero no tenemos ninguna prueba, ¿verdad?

—No, sir John, no la tenemos. Pero las estamos reuniendo. Poquito a poco. —Athelstan lanzó un suspiro—. Sólo el tiempo dirá si podremos conseguirlo.

Encontraron a Colebrooke y a los demás miembros del grupo sentados en los bancos de la capilla de San Juan. Sus rostros no podían disimular la irritación que sentían por el hecho de que los hubieran vuelto a convocar. Hammond permanecía sentado casi de espaldas; Fulke estaba repantigado en su asiento mirando al techo; Rastani parecía más tranquilo que antes y Athelstan creyó ver en sus brillantes ojos oscuros una irónica expresión de burla. Colebrooke paseaba arriba y abajo como si estuviera en un desfile y la señora Felipa, apoyada contra la pared, contemplaba tristemente el prado de la Torre.

—¿Dónde está Godofredo? —preguntó Athelstan.

—Puede que Godofredo Parchmeiner, que es un joven más bien insensato y asustadizo, tenga muchos defectos —contestó Fulke sin prestar atención a la enfurecida mirada de su sobrina—, pero es muy trabajador y tiene cosas mejores que hacer que haraganear en la Torre, respondiendo a vanas preguntas mientras los hombres buenos siguen muriendo a manos de un asesino que anda tranquilamente suelto por ahí sin que nadie le pare los pies.

—Gracias por vuestro discurso, sir Fulke —dijo Cranston, mirando a su alrededor con una falsa sonrisa—. Sólo tenemos una pregunta que hacer y os pido disculpas, sir Brian, pero es simplemente un nombre. Bartolomé Burghgesh… ¿significa algo para alguno de vosotros?

Athelstan se sorprendió de la transformación que provocaron las palabras de Cranston. La sonrisa del forense se ensanchó.

—Bueno pues, ahora que hemos conseguido despertar vuestra atención —añadió sir John, desviando rápidamente la mirada hacia el encolerizado rostro del caballero hospitalario—. No es necesario que vos respondáis, sir Brian, y, si tenéis un poco de paciencia, comprenderéis la razón de nuestra pregunta. ¿Bartolomé Burghgesh? —repitió, dando unas palmadas.

—¡Por todos los diablos! —gritó sir Fulke, levantándose para situarse en el centro de la estancia—. No juguéis con nosotros, sir John. Burghgesh era un nombre que mi hermano sir Ralph jamás permitía pronunciar en su presencia.

—¿Y eso por qué? —preguntó inocentemente Athelstan.

—Mi hermano no podía soportarlo.

—Pero habían sido compañeros de armas.

—Lo habían sido, en efecto —puntualizó sir Fulke—. Se enemistaron en Ultramar. Más tarde Bartolomé murió en un barco que unos piratas moros apresaron en el Mediterráneo.

—¿Por qué? —tronó Cranston.

—¿Qué queréis decir?

—¿Por qué razón vuestro hermano odiaba tanto a Burghgesh?

Fulke se acercó un poco más a Cranston.

—Por una cuestión de honor —contestó, bajando la voz. Se humedeció los labios con la lengua y le dirigió una nerviosa mirada a Felipa—. Sir Ralph acusó en cierta ocasión a Bartolomé de mirar demasiado a su señora esposa y madre vuestra.

—¿Y las acusaciones tenían fundamento? —preguntó Athelstan.

—No —tartamudeó Fulke—. Seré sincero… yo apreciaba a Bartolomé. —La expresión de su rostro se suavizó—. Era un hombre jovial, siempre dispuesto a pensar bien de los demás. Era amable y cortés.

Athelstan intuyó de repente la dureza del carácter de sir Fulke.

—Vos le apreciabais mucho, ¿no es cierto?

—Sí, y la noticia de su muerte me entristeció sobremanera. —Fulke movió los pies y bajó la vista al suelo—. Seré sincero —añadió—. Cuando era más joven, solía pensar que ojalá Bartolomé fuera mi hermano, pues, que Dios me perdone, pero no le tenía demasiado cariño a Ralph. Hace años —añadió levantando unos ojos velados por una profunda tristeza—, ambos sirvieron como oficiales aquí en la Torre. —Fulke tosió y carraspeó—. Mi hermano era cruel y traidor. Maltrataba a Mano Roja e incluso golpeó al padre aquí presente cuando sólo era un joven e inexperto clérigo.

El capellán se ruborizó de vergüenza.

—¡Vamos, decid la verdad! —Fulke miró a su alrededor, enseñando los dientes como un perro—. ¡Sir Ralph era un hombre odiado!

La señora Felipa se adelantó con semblante muy pálido.

—¡Mi padre está amortajado en espera del entierro y vos habláis mal de él!

—¡Que Dios me perdone, Felipa, pero estoy diciendo la pura verdad! —Fulke extendió la mano—. ¡Preguntádselo a Rastani! ¿Quién le arrancó la lengua cuando era chico?

El moro le miró sin pestañear.

—¡Es cierto! —dijo Fitzormonde—. Fue por el moro por lo que empezaron las desavenencias entre Burghgesh y Whitton.

Fulke se hundió de nuevo en el banco.

—Ya he dicho suficiente y estoy cansado de todas estas preguntas. Pero vuestro padre era un malnacido, señora Felipa, y nadie de los presentes me podrá contradecir.

Cranston y Athelstan se sorprendieron de aquel súbito estallido de odio y animadversión. Dios mío, pensó Athelstan, aquí cualquiera podría ser el asesino de sir Ralph. Burghgesh era un hombre apreciado. ¿Alguien de los presentes se habría considerado con derecho a ser el verdugo de Dios y vengar la muerte de un hombre bueno? Athelstan miró a su alrededor y, aprovechando el repentino silencio, preguntó:

—¿Hoy maese Parchmeiner no vendrá por aquí?

—No —contestó sir Fulke con aire cansado—. Por el amor de Dios, padre, ¿cómo queréis que a alguien le apetezca estar aquí? Hay demasiados recuerdos y demasiado odio.

La señora Felipa, sentada en uno de los bancos, se cubrió el rostro con las manos. Sir Fulke se acercó a ella y le dio unas suaves palmadas en el hombro. Cranston vio aparecer una leve sonrisa en el rostro de Rastani. ¿Sería él el asesino?, se preguntó. Recordó las palabras de Athelstan, según las cuales el asesino de Adam Horne había utilizado el método que se practicaba en la morería para profanar el cuerpo de los criminales y traidores.

—Ya hemos visto suficiente —musitó Athelstan—. Podemos irnos.

—Sólo una cosa más —dijo Cranston—. ¿Conocíais al mercader Adam Horne?

—¡Otro malnacido! —gritó sir Fulke—. Sí, sir John. Horne era amigo de mi hermano.

—¡Pues también ha muerto! —anunció lacónicamente Cranston—. Lo encontraron asesinado anoche en las ruinas que hayal norte de aquí.

Fitzormonde soltó una maldición por lo bajo. Los demás levantaron los ojos alarmados.

—Me pregunto dónde estabais todos vosotros —preguntó Cranston.

—¡Por todos los diablos, sir John! —replicó Colebrooke—. Ahora que ya ha empezado el deshielo, cualquiera puede entrar y salir por las paternas.

Cranston esbozó una leve sonrisa. El lugarteniente tenía razón: hubiera sido prácticamente imposible conseguir que todos dieran cumplida cuenta de sus movimientos. Horne podía haber sido asesinado en cualquier momento entre el anochecer y el amanecer.

—Vamos, sir John —dijo Athelstan.

Ambos se despidieron sin la menor ceremonia y Cranston rechazó el intento de Colebrooke de acompañarles. Apenas dijeron nada hasta que recogieron sus caballos y abandonaron la Torre para subir hacia Eastcheap.

—¡El Señor se apiade de nosotros! —exclamó Cranston, rompiendo súbitamente el silencio—. Qué odio tan grande puede albergar el corazón de los hombres, ¿verdad, hermano?

—Sí —contestó Athelstan, apartando suavemente a Philomel del albañal cubierto de nieve que discurría por el centro de la calle—. Quizá deberíamos recordado todos, sir John. Las envidias y los malentendidos sin importancia son los que alimentan las llamas del resentimiento que después encienden las hogueras del odio.

Cranston miró al fraile por el rabillo del ojo y sonrió ante el intencionado comentario: lo que era cierto en el caso de Fulke y los demás moradores de la Torre lo era también en sus relaciones con lady Matilde.

—¿Y adónde vamos ahora, hermano?

—A la tienda de maese Parchmeiner, delante de la Posada de la Cancillería cerca de San Pablo.

—¿Por qué? —preguntó Cranston.

—Porque no estaba presente con los demás en la Torre, mi querido Cranston, y tenemos que interrogarlos a todos.

Subieron por la calle del Pabilo y entraron en la Trinidad, un próspero sector de la ciudad que Athelstan raras veces frecuentaba. Las casas eran grandes y lujosas, con plantas bajas de sólida madera y gabletes de entramado de vigas negras y yeso blanco. Los tejados eran de tejas, a diferencia de lo que ocurría en las viviendas de muchos de los feligreses de Athelstan, los cuales tenían que conformarse con la caña y la paja. Muchas ventanas tenían paneles de cristal puro y estaban protegidas por hierro y madera. Los criados de aquellas casas echaban habitualmente en los albañales el agua que habían utilizado para lavar la ropa y, por consiguiente, las calles no apestaban como las de Southwark. Delante de las majestuosas entradas montaban guardia hombres armados que ostentaban los vistosos escudos de armas de sus amos: osos, cisnes, dragones alados, leones, dragones y bestias todavía más extrañas. Los prósperos y bien alimentados mercaderes paseaban con sus esposas, las cuales lucían vestidos de seda y raso adornados con delicadas incrustaciones de finas perlas. Dos canónigos de la catedral pasaron por su lado envueltos en unas gruesas capas de lana forradas de armiño. Unos abogados caminaban arrogantemente por la calle con sus túnicas rojas, moradas y escarlatas ribeteadas de piel de cordero y las capas echadas hacia atrás para dejar bien a la vista sus fajas cuajadas de adornos.

Unos cerdos paseaban con unas campanitas alrededor del cuello para que todo el mundo supiera que eran propiedad del Hospital de San Antón y nadie los podía matar. Unos corchetes, utilizando unas varas con puntas de acero, se hallaban ocupados en la tarea de dispersar las aves de corral o mantener a raya a unos feroces perros de rubio pelaje que ladraban sin cesar mientras otros trataban de acorralar a una extraña criatura que, vestida de urraca con unos harapos blancos y negros, proclamaba a gritos las maravillosas reliquias de la cristiandad que guardaba en su viejo cofre de cuero.

—¡Un diente de Carlomagno! —gritaba—. ¡Dos patas del asno que llevó a la Virgen María! ¡El cráneo de un criado de Herodes y algunas de las piedras que Jesucristo transformó en pan!

Athelstan se detuvo y apartó a los corchetes que estaban hostigando al pobre diablo.

—¿Dices que tienes una de las piedras que Jesucristo convirtió en pan? —le preguntó, reprimiendo la risa.

—Sí, hermano —contestó el vendedor de reliquias mientras se le iluminaban los ojos de emoción ante la perspectiva de unas buenas ganancias.

—Pero es que Jesucristo no convirtió las piedras en pan. El demonio le pidió que lo hiciera, pero Él se negó.

Cranston se acercó sonriendo para ver la reacción del charlatán. El vendedor de reliquias se humedeció los resecos labios con la lengua.

—Pues claro que las convirtió, hermano —replicó el hombre en voz baja—. Me consta de buena tinta que, cuando Satanás se fue, Jesucristo lo hizo, pero después las volvió a convertir en piedras para demostrar que no se quería dejar tentar por la comida. Sólo os costará un penique.

Athelstan introdujo la mano en su bolsa y sacó una moneda.

—Toma —dijo, depositándola en la mugrienta mano—. Esto no es por la piedra. Guárdala. Es tu ingenio lo que premio.

El hombre se quedó boquiabierto de asombro mientras Cranston y Athelstan reanudaban su camino, todavía riéndose de su rápida respuesta. Pasaron por delante de la Puerta Chica de San Pablo donde un hermano lego estaba ofreciendo a unos leprosos unas mohosas rebanadas de pan con carne de cerdo rancia, según lo dispuesto por las autoridades de la ciudad, las cuales creían sinceramente que tales alimentos les eran beneficiosos. Cranston hizo una mueca de repugnancia.

—¿Creéis de veras que es buena? —le preguntó repentinamente a Athelstan.

—¿Cómo decís, sir John?

—¿Creéis que esta comida es buena para los leprosos?

Athelstan contempló a las figuras con sus capuchones grises, sus bastones y sus cuencos de pedir limosna.

—No lo sé —contestó—. Tal vez sí.

Los leprosos le hicieron pensar en los dos que se ocultaban en el cementerio de San Erconwaldo. En su mente se agitaba un vago recuerdo que no lograba identificar, por lo que decidió apartarlo momentáneamente a un lado. Al entrar en una calleja cerca de la calle del Viernes, Cranston empezó a preguntar a gritos a los viandantes la dirección de la tienda de Parchmeiner. La encontraron en la esquina de la calle del Pan, en la planta baja de un angosto edificio de planta y primer piso. En el piso de arriba estaba la vivienda. Delante había un tenderete que, a causa del mal tiempo, estaba vacío, por cuyo motivo abrieron la puerta y entraron. Athelstan cerró los ojos y aspiró inmediatamente un dulce aroma de vitelas y pergaminos recién frotados, que inmediatamente le hizo recordar la bien abastecida biblioteca y la silenciosa cancillería de su época de novicio en los dominicos. La tienda era una pequeña estancia de paredes encaladas con unos estantes en los que se amontonaban los pergaminos y los tinteros de cuerno, las piedras pómez, las plumas de ave y todos los demás adminículos necesarios en una biblioteca o cancillería.

Godofredo, sentado junto a un pequeño escritorio, se levantó sonriendo al verles entrar.

—¡Sir John! —exclamó—. ¡Fray Athelstan, sed bienvenidos! —se dirigió a la oscura trastienda y sacó dos escabeles—. Sentaos, os lo ruego. ¿Os apetece un poco de vino?

Inesperadamente, Cranston sacudió la cabeza.

—Yo sólo bebo cuando lo hace sir John —contestó Athelstan con ironía.

El vendedor de pergaminos sonrió y volvió a sentarse detrás de su escritorio.

—Bien, ¿en qué puedo ayudaros? No creo que hayáis venido para comprar vitelas y pergaminos… aunque podría ofreceros lo mejorcito de la ciudad, hermano. Soy miembro del gremio y todo lo que vendo lleva su sello. —El afable rostro de Godofredo se contrajo en una sonrisa—. Pero no creo que hayáis venido a comprar —repitió, sacudiendo la cabeza con la cara muy seria—. Es por el asunto de la Torre, ¿verdad?

—Sólo una cosa —contestó Cranston, removiéndose con inquietud en el pequeño escabel—. ¿Significa algo para vos el nombre de Bartolomé Burghgesh?

—Sí y no —contestó Godofredo—. Jamás le conocí personalmente, pero oí hablar de él a sir Fulke y una vez Felipa lo mencionó en presencia de su padre. Sir Ralph se enfadó muchísimo y abandonó la estancia hecho una furia. Como es natural, le pregunté a Felipa por qué y ella me explicó que se trataba de un viejo enemigo de su padre, pero no quiso entrar en más detalles.

Athelstan estudió atentamente al joven. ¿Podía aquel lánguido y blandengue jovenzuelo ser el terrible Asesino Rojo, el que perseguía despiadadamente a sus víctimas en la Torre?

—Godofredo —le dijo.

—Sí, hermano.

—¿Cuánto tiempo hace que conocéis a Felipa?

—Unos dos años.

—¿Y sir Ralph os apreciaba?

El vendedor de pergaminos le miró sonriendo.

—Sí, aunque sólo Dios sabe por qué. Apenas sé montar a caballo y el oficio de las armas no me atrae.

—¿Estuvisteis con él la noche en que murió?

—Sí, tal como ya dije, estuve con él en la gran sala. Sir Ralph estaba de muy mal humor y el vino lo puso sentimental.

—¿Se emborrachó?

—Mucho.

—¿Y vos lo acompañasteis hasta su cámara?

—Tengo que responder una vez más sí y no. Maese Colebrooke me ayudó. Yo acompañé a sir Ralph hasta lo alto de la escalera de la torre del Baluarte Norte, pero el pasadizo era tan estrecho que sólo Colebrooke lo acompañó hasta su cámara.

—¿Y aquella noche vos estuvisteis con la señora Felipa?

El joven bajó los ojos con expresión turbada.

—Sí. Si lo hubiera sabido, sir Ralph se hubiera enojado muchísimo.

—Pero él aceptaba vuestro compromiso con su hija, ¿no es cierto? —preguntó Athelstan.

—Sí, creo que sí.

—¿Por qué? —tronó Cranston—. Vos mismo habéis dicho que no sois soldado.

—No, no lo soy. No soy ni un señor ni un caballero, sir John, sino sólo un comerciante, y muy bueno, por cierto. Soy de esos que prestan dinero al rey para que pueda contratar a los caballeros. —El vendedor de pergaminos abarcó con un gesto de la mano su bien surtido establecimiento—. Puede que no lo parezca, pero mis beneficios son muy elevados. Soy un hombre rico, sir John.

—Otra cosa —dijo Athelstan—. Ya la hemos mencionado antes. Vos fuisteis a despertar a sir Ralph. ¿Qué ocurrió?

—Los guardias abrieron el pasadizo y lo cerraron a mi espalda, tal como sir Ralph les había ordenado que hicieran. Bajé y traté de despertar al condestable. No hubo respuesta y regresé. Se lo dije a los guardias y tomé la llave de la cámara de Whitton. Iba a abrir, pero cambié de idea y fui en busca de Colebrooke.

—¿Por qué lo hicisteis?

Godofredo hizo una mueca.

—El silencio me hizo comprender que algo extraño ocurría, por no hablar de la fría corriente de aire que se filtraba por debajo de la puerta de la cámara de Whitton.

Athelstan recordó la rendija que había bajo la puerta de sir Ralph y asintió con la cabeza. Cualquiera que hubiera notado la fuerte corriente de aire desde el exterior hubiera comprendido que algo había ocurrido.

—¿Por qué no abristeis vos mismo la puerta? —preguntó Cranston.

El joven sonrió con cierta timidez.

—Tuve miedo, sir John. Sir Ralph no era un hombre muy apreciado. Ahora creo que temía que hubiera alguien en la cámara.

—¿Y la noche en que murió Mowbray?

—Estaba con la señora Felipa, borracho como una cuba. Podéis preguntar a los demás.

—¿Y no salisteis en ningún momento?

Godofredo hizo una mueca.

—Como los demás, sólo abandoné la estancia para utilizar el retrete del pasadizo. Cuando la campana empezó a tocar a rebato, salí con los otros para ver qué ocurría. No hice gran cosa. Estaba muy bebido y me dan miedo aquellos peldaños del parapeto. Empecé a pasear por allí, simulando hacer algo y, al final, encontré a Fitzormonde y Colebrooke junto al cuerpo de Mowbray. —El joven hizo una pausa y clavó los ojos en los de Athelstan—. Sé por qué habéis venido. Ha habido otra muerte en la Torre, ¿verdad?

—Sí, sí —contestó Athelstan en voz baja, revelándole los detalles de la muerte de Horne.

Godofredo se reclinó contra el respaldo de su asiento y emitió un suave silbido.

—Supongo que deseáis interrogarme al respecto.

—Nos sería muy útil saber dónde estuvisteis anoche —dijo Cranston.

Parchmeiner se encogió de hombros.

—Estuve trabajando en la tienda y después me emborraché como una cuba en la cercana taberna del Grifo de Oro. Podéis preguntar allí.

Athelstan sonrió. ¿De qué hubiera servido?, pensó. A Horne hubieran podido matarlo a cualquier hora. Estudió el infantil rostro de Parchmeiner.

—¿Vos sois de Londres? —preguntó, concentrando la mirada en el pergamino que Godofredo tenía sobre su escritorio.

—No, hermano. Mi familia es galesa, de ahí me viene el color de la tez. Se trasladaron a vivir a Bristol, donde mi padre vendía pergaminos y vitelas en una tienda justo al lado de la catedral de allí. Cuando él murió, yo me vine a Londres. —Godofredo tomó el pergamino—. Mi hermana, que ahora ya está casada, sigue viviendo allí; me acaba de escribir, comunicándome su deseo de venir a pasar los festejos navideños aquí. Ella, su esposo —Godofredo adoptó una expresión de falsa solemnidad— y su numerosa prole infundirán un poco de vida a la Torre. —El joven se volvió hacia sir John—. Mi señor forense, ¿tenéis más preguntas que hacerme?

Sir John sacudió la cabeza.

—No, señor, ya he terminado.

Se levantaron, se despidieron y salieron a la fría calle.

—¿Qué pensáis, hermano?

—El joven llegará muy lejos en su negocio, sir John. Tiene raíces. —El fraile miró sonriendo al forense—. Sí, sir John, yo también me he preguntado como vos si podría ser el hijo de Burghgesh, pero estoy seguro de que no lo es. —Athelstan se detuvo y miró fríamente a Cranston—. Estamos buscando a un asesino sin ningún nexo, sir John. Alguien que finge ser lo que no es. Alguien que conoce el gran acto de traición cometido muchos años atrás. La pregunta es: ¿de quién se trata?

—¡Bien! —dijo Cranston, juntando las manos—. Aquí no lo vamos a encontrar, hermano, pero quizá en Woodforde… —El forense se limpió la nariz con el dorso de la mano y levantó los ojos al cielo—. No quiero quedarme en Londres —añadió—. Lady Matilde necesita descansar un poco de mi presencia. ¿Y vos, hermano?

—Creo que mi parroquia podrá resistir un poco más la continuada ausencia de su pastor —contestó secamente Athelstan.

Se despidieron en la esquina de la calle del Viernes con la del Pez, acordando reunirse dos horas más tarde en una taberna del otro lado de Aldgate, situada en el camino de Mile End. Sir John se alejó a pie, conduciendo su caballo por la brida mientras Athelstan bajaba por Trinidad hasta Walbrook y seguía por la Cordelería hasta llegar al Puente de Londres. Se alegró de que San Erconwaldo estuviera prácticamente vacío a excepción de Watkin a quien había dado severas instrucciones sobre la vigilancia del templo, y de Ranulfo el cazador de ratas, el cual había acudido allí para recordarle su promesa de permitir que San Erconwaldo se convirtiera en la iglesia de su gremio en caso de que llegara a fundarse la cofradía de los cazadores de ratas.

—Te prometo, Ranulfo, que lo pensaré —le contestó, procurando disimular la gracia que le causaba la idea de una iglesia de San Erconwaldo llena de encapuchados cazadores de ratas, todos con el mismo aspecto que Ranulfo, en cuyo amarillento y marchito rostro se dibujó una sonrisa de afilados dientes cuando bajó los peldaños, brincando alegremente como un chiquillo.

—Hermano —dijo Watkin en tono lastimero.

—¿Qué quieres?

—Bueno… —El recogedor de estiércol, se volvió hacia los peldaños de la entrada de la iglesia y señaló con la mano el cementerio cubierto de hielo—. Aún no hemos colocado una guardia.

—¿Y por qué tenemos que colocarla, Watkin? Los ladrones de tumbas ya se han ido a otra parte.

El recogedor de estiércol sacudió la cabeza.

—No lo creo, hermano, y temo que ocurran cosas mucho peores.

Athelstan trató de sonreír.

—No digas disparates. Mira, Watkin, mañana regresaré muy tarde. Llévale un mensaje al padre Lucas de San Olave. Ruégale que sea tan amable de venir aquí a decir misa mañana por la mañana. Tú ya sabes dónde está todo, ¿verdad? Y dile a la viuda Benedicta que te ayude. ¿Lo harás?

Watkin asintió en silencio y se retiró, rezongando contra los curas que no se tomaban en serio las historias de las negras sombras que cometían actos horribles en los cementerios de la ciudad. Athelstan le vio alejarse y lanzó un suspiro. ¿Cómo podía ocuparse del asunto del cementerio sin que hubiera la menor prueba de peligro o amenaza? El forense le estaba dando tantos quebraderos de cabeza como las terribles muertes que estaban investigando. ¿Qué le ocurría a lady Matilde?, se preguntó Athelstan. ¿Por qué razón Cranston no se lo preguntaba directamente?

El fraile sonrió mientras se dirigía a la casa parroquial. Qué curioso, pensó. Cranston, que no temía nada que caminara con dos patas, se amilanaba ante su menuda esposa. Comprobó que todas las puertas y ventanas de la casa estuvieran bien cerradas, colocó las alforjas sobre el pobre Philomel y, tomándolo por la brida, echó a andar por el helado sendero. Se detuvo en una cervecería y le dejó al calderero Tab unos mensajes para Benedicta y Watkin; quería que ambos cerraran la Iglesia después de la misa de la mañana y que la viuda, si no fuera mucha molestia, se llevara a Buenaventura a su casa. Después, regresó a la calle principal, pasando por delante del priorato de Santa María de Overy y cruzó el Puente de Londres. Se detuvo a medio camino para rezar una oración por la seguridad del viaje en la capilla de Santo Tomás y siguió adelante.

Cranston le estaba esperando en la pequeña taberna del otro lado de Aldgate en el Portsoken que daba al pestilente foso de la ciudad. El forense parecía de buen humor y Athelstan llegó a la conclusión de que debía de ser por el gran cuenco de vino que tenía delante. Sin embargo, todo se debía a que Cranston había tomado la firme decisión de no seguir molestando al fraile con sus inquietudes y preocupaciones y ahora trataba de disimular su zozobra guiñando el ojo y soltando eructos. Athelstan le acompañó tomando una última copa de Villa calentado con un atizador al rojo vivo y aderezado con canela antes de pedir que sacaran los caballos de las cuadras y emprender el camino de Mile End. Cranston seguía tan contento como al principio, gracias a una milagrosa bota de vino que no parecía vaciarse jamás. Athelstan, cansado y llagado por la silla de montar, rezó y maldijo en silencio mientras Cranston, soltando ventosidades y balanceándose sobre la silla, no paraba de parlotear de esto y de aquello. Al final, Athelstan paró a Philomel y agarró al fiscal por las muñecas.

—Sir John —le dijo—, en este asunto de la Torre… no estamos llegando a ninguna parte. ¿Cuánto tiempo creéis que podremos seguir así?

—Hasta que terminemos —contestó Cranston—. ¡Por todos los diablos, hermano! Las órdenes son las órdenes y a mí me importan un carajo los monjes gruñones, los caminos helados o los viajes incómodos. ¿Os he contado los preparativos que está haciendo lady Matilde para las fiestas de la Natividad?

Athelstan lanzó un suspiro, sacudió la cabeza y espoleó a Philomel mientras Cranston le deleitaba con los pormenores del banquete que estaba preparando lady Matilde a base de cabeza de jabalí, pichones de cisne, carne de venado, tarta de membrillo y crema de manzana. El forense charlaba como una urraca mientras el día declinaba y el crepúsculo caía como un manto gris sobre las vastas extensiones nevadas. La brumosa oscuridad que los envolvía borraba el lejano bosque y sólo les permitía entrever las lucecitas de las aldeas por las que pasaban. No soplaba el más mínimo viento, pero todo estaba sumido en un silencio sepulcral y hacía un frío espantoso.

—Estoy seguro —dijo Athelstan— de que hasta los pájaros se van a congelar en los árboles y de que las liebres de la colina no saldrán de sus madrigueras.

Cranston, tras haber vaciado finalmente la bota de vino, se limitó a responder con toda una serie de regüeldos. Pasaron por una encrucijada en la que colgaba un cadáver ennegrecido y congelado, con la cabeza inclinada hacia un lado y un rostro irreconocible después de que los cuervos se hubieran dado un festín. Cranston se detuvo y señaló con el dedo una trémula luz en la distancia.

—Allí nos detendremos a pasar la noche, hermano. La taberna del Amigo de la Horca es extremadamente acogedora. —El forense se inclinó hacia Athelstan y añadió con una sonrisa—: A pesar de su nombre, os gustará.

Y le gustó. Era un limpio establecimiento con unas cuadras muy seguras, una sala que olía a hierbas recién cortadas y una gran chimenea encendida… pero no le hizo demasiada gracia la enorme cama con dosel que tendría que compartir con sir John.

—No, no, mi señor forense —murmuró el fraile—. Insisto en que durmáis solo.

—¿Y eso por qué, monje?

—¡Porque, si empezáis a dar vueltas dormido, puede que muera aplastado por vuestro peso, mi señor forense!

Riéndose y gastando bromas, ambos dejaron sus bolsas en la habitación y bajaron a la sala donde la mujer del tabernero les sirvió unas doradas y crujientes empanadas de pescado cuya fuerte salsa disimulaba la escasa frescura del producto. Athelstan le pidió diplomáticamente al tabernero que colocara un catre en la habitación y se sentó a cenar, haciendo gala de un apetito casi tan voraz como el de Cranston. Éste bebió como si fuera la última noche de su vida y, al final, se apoyó contra una columna junto a la enorme chimenea, soltó un eructo y se dio por satisfecho. Athelstan contempló las llamas y escuchó el rumor del viento que súbitamente había empezado golpear las contraventanas cerradas.

—¿Hermano?

—¿Sí, sir John?

—Este asunto de la Torre… ¿no podría ser algo relacionado con la magia negra?

—¿Qué queréis decir?

—Hablo de la cabeza que me enviaron a casa.

Athelstan extendió las manos hacia las llamas.

—No, no, sir John. Tal como ya os he dicho, aquí no estamos tratando con demonios sino con algo mucho peor: un alma hundida en el pecado mortal. Pero, ¿a quién pertenece? —El fraile miró a sir John, cuya roja narizota volvía a estar metida en el interior de una copa de vino—. Lo que más me desconcierta —añadió Athelstan— es ¿por qué precisamente ahora? ¿Por qué el asesino ha elegido este preciso instante? ¿Y cómo conoce las terribles circunstancias que rodearon la muerte de Burghgesh?

—¿A qué os referís? —preguntó Cranston con voz pastosa.

—Pues a que tendríamos que estar buscando a una persona sin un pasado —contestó Athelstan—, alguien que se ha presentado aquí de repente, pero todos aquellos con quienes hemos hablado tienen un espacio bien conocido.

Cranston soltó un ruidoso eructo.

—No sé —dijo—. Creo que podría ser algo relacionado con la magia negra porque no consigo aclarar el enredo. Tal como ya le he dicho a lady Matilde…

El forense enmudeció de golpe, contempló su copa de vino y volvió a ponerse muy serio.

—Vamos, sir John —le dijo Athelstan en voz baja—. Ya es hora de que nos vayamos a dormir.

Cranston aceptó inesperadamente su consejo, apuró la copa de vino y la posó ruidosamente sobre la mesa. Después se levantó tambaleándose y miró con una benévola sonrisa a su compañero.

—Pero, ¿vos creéis en eso, hermano?

—¿En qué, sir John?

—¿En la magia negra? Me refiero a lo que está ocurriendo en vuestro cementerio.

—Si queréis que os sea absolutamente sincero, sir John, temo más las malas artes del corazón humano que las perversidades del demonio. Y ahora vamos a descansar.

Athelstan se alegró de haber sabido elegir el momento adecuado, pues, al llegar a lo alto de la chirriante e insegura escalera de madera, Cranston ya estaba medio dormido y sólo tuvo tiempo de comentar con voz quejumbrosa lo mucho que echaba de menos a lady Matilde. El fraile lo acompañó por el oscuro pasillo que conducía al dormitorio. Una vez allí, lo ayudó a tenderse en la cama, le quitó las botas y procuró que estuviera lo más cómodo posible. El fiscal se volvió de lado, eructó y empezó a roncar. Athelstan sonrió y cubrió su voluminosa figura con una colcha. Dormido, le recordaba más que nunca al enorme oso del muro de la Torre. El fraile se arrodilló junto a la pequeña ventana, se santiguó y pronunció en un susurro las palabras del salmo de David.

—Desde lo hondo a ti grito, Señor. Oh, Señor, escucha mi voz.

Cuando llegó al cuarto versículo, se distrajo. ¿Tendría razón sir John?, se preguntó. ¿Estaría el demonio, el Asesino Rojo, actuando no sólo en el cementerio sino también en la Torre de Londres? Cerró los ojos, terminó de recitar el salmo y se acercó a su catre. Se pasó un buen rato escuchando los sonoros ronquidos de Cranston y se quedó dormido justo en el mismo instante en que, en la silenciosa oscuridad de San Erconwaldo, unas sombras atravesaban el cementerio y se inclinaban sobre una tumba recién cavada.