Capítulo XIII

Sentado en su sillón de alto respaldo en la cocina de suelo de piedra, Sir John Cranston contempló amorosamente a lady Matilde, la cual se encontraba de pie junto a la mesa, llenando unas jarras con confites. Al principio, no se había creído la noticia de Athelstan. Sólo asimiló la verdad tras haberse bebido otras tres copas de burdeos y haberle oído repetir al fraile lo que el doctor Vincentius le había dicho. Al final, pensó, todo tiene sentido…

Echó una mirada al talle de su mujer y comprendió que las voluminosas faldas de lady Matilde podían ocultar perfectamente cualquier ensanchamiento de la cintura; sus camisones también eran acolchados y a él ya no le pasaba por la imaginación la idea de otro hijo. Tras la muerte de Mateo acaecida muchos años atrás a causa de la peste a la edad de tres años, Cranston había perdido toda esperanza de tener un heredero. Tamborileó con los dedos sobre el brazo del sillón. Lady Matilde vio su mirada y se inclinó para aspirar el aroma de una de las jarras y disimular su extrañeza ante el repentino cambio de humor de su esposo. ¿Y si se lo dijera ahora?, se preguntó. ¿O mejor esperar hasta el día de la Natividad, tal como tenía previsto hacer?

Lady Matilde se había extrañado al ver que le faltaba el período y una amiga le había recomendado al doctor Vincentius. El médico confirmó sus esperanzas, le indicó lo que tendría que comer y beber y le aconsejó que se cuidara mucho y rechazara los requerimientos amorosos de sir John sin explicarle el motivo. Tenía que estar segura. Lady Matilde se mordió el labio. Había otra razón: en cuanto sir John hubiera averiguado la verdad, no la hubiera dejado en paz ni un minuto. Hubiera permanecido constantemente a su lado como un peludo perro guardián, hubiera vigilado todos sus movimientos y le hubiera echado interminables sermones sobre su «seguridad y bienestar». Lady Matilde inclinó la cabeza y rezó en silencio para que el niño naciera sano. Jamás olvidaría el dolor de sir John cuando murió Mateo. El que era más valiente que un león, permanecía sentado como un chiquillo, sin decir ni una sola palabra mientras las lágrimas rodaban silenciosamente por sus mejillas.

Los pensamientos de sir John seguían una pauta similar. Le había prometido solemnemente a Athelstan no plantearle la cuestión a su mujer y esperar a que fuera ella quien lo hiciera. También le había prometido dejar que Vincentius abandonara Londres incólume. No obstante, lo tendría que pensar. ¿Y si, al comienzo del nuevo año, enviara cartas a todos los gobernadores de los condados de Inglaterra, dándoles a conocer las inicuas actividades del doctor Vincentius en los cementerios? El forense se desperezó y miró a Athelstan, el cual estaba conversando animadamente con Leif el pordiosero.

—Hermano, ¿os quedaréis a cenar?

—No, sir John, tengo que irme. Otra noche quizá.

—¿Y el asunto de la Torre?

Athelstan se levantó de su asiento.

—No lo sé, sir John. Quizá es mejor que comáis un poco y reflexionéis acerca de lo que ya hemos averiguado. Lo discutiremos mañana, si no os importa. —El fraile contempló con admiración las jarras que lady Matilde estaba llenando—. ¿Esperáis invitados para la Natividad?

—Creía que sí, padre. Mis parientes de Tiverton en Devon. —Lady Matilde le dirigió a su esposo una mirada de fingido enojo al oír su resoplido de desagrado—. Tenían que venir, pero los caminos están intransitables y ni siquiera pueden pasar los mensajeros. Hablé con la mujer de uno de los regidores. Dijo que el negocio de su marido había sufrido graves pérdidas. Todos los hombres que había enviado al sudoeste han tenido que regresar.

Athelstan sonrió y lady Matilde regresó a sus confites. Trató de disimular su inquietud cuando fray Athelstan informó a su esposo de que uno de sus feligreses, el doctor Vincentius, abandonaría Southwark con carácter definitivo. Lady Matilde apartó el rostro. Lamentaba que el médico se fuera, pues era un hombre extremadamente capacitado. Lanzó un suspiro, contemplando la mesa. Ahora tendría que buscarse otro médico, alguien que fuera mejor que los habituales medicastros que vivían por los alrededores de Cheapside.

Athelstan le guiñó disimuladamente el ojo a Cranston, se despidió y salió a la calle en medio de las sombras del crepúsculo. Recogió a Philomel en los establos del Cordero Sagrado y cabalgó en medio de la oscuridad, sonriendo al recordar la reacción del forense al enterarse de la noticia. Esperaba que lady Matilde hubiera oído su comentario acerca de la marcha de Vincentius. A lo mejor, pensó, todo sería para bien.

De repente, Philomel resbaló sobre un trozo de hielo. Athelstan soltó un gruñido de irritación, desmontó y, tomando las riendas, guió cariñosamente al viejo caballo por la oscura calle. Por encima de su cabeza se elevaban las sombrías moles de las casas. En el exterior de todas las grandes mansiones de Cheapside ardía una lámpara de aceite, pero, al doblar la esquina de San Pedro de Cornhill y bajar por Iglesia de la Gracia para entrar en la calle del Puente, el camino se volvió más oscuro. Tuvo que rodear cuidadosamente los montones de desperdicios, los contenidos de los orinales y las sobras de comida donde las ratas campaban por sus respetos. A su espalda, se cerró una puerta de golpe y un ave nocturna que anidaba en el alero de una casa escapó en medio de un revuelo de negras alas, provocándole un sobresalto. Unos mendigos pedían limosna con voz lastimera. Una prostituta aguardaba en una esquina, luciendo una torcida peluca de color anaranjado que confería a su devastado rostro una apariencia espectral a la luz de la vela que sostenía en la mano. Al ver a Athelstan soltó una carcajada y le hizo un gesto vulgar. El fraile trazó la señal de la cruz. Un rufián de la ciudad apoyado en el quicio de una cervecería agarró el puño de madera de su cuchillo ante la presencia de la solitaria figura, pero lo pensó mejor al ver la tonsura de Athelstan y el crucifijo que pendía de su cuello.

Athelstan siguió adelante y lanzó un suspiro de alivio en cuanto vio a los soldados que montaban guardia en el Puente de Londres bajo la luz de las antorchas. Las puertas ya estaban cerradas, pero los arqueros de la ciudad reconocieron al «capellán del forense», tal como llamaban a Athelstan, y le franquearon el paso.

El fraile cruzó el puente y los cascos de Philomel resonaron sobre las tablas de madera. Fue una experiencia misteriosa. Por regla general, en el puente reinaba un gran ajetreo, pero, a aquella hora, todo estaba en silencio y envuelto en la espesa bruma del río. Athelstan tuvo la inquietante sensación de estar cruzando un abismo entre el cielo y el infierno. Las gaviotas que anidaban en los arcos del puente levantaron el vuelo en señal de protesta ante aquella inesperada perturbación. Athelstan recordó los cuervos de la Torre. Había habido otra muerte, pensó, mejor dicho, dos si se incluía la del oso. El fraile lo sintió por la pobre bestia.

—Quizá ha sido para bien —dijo en voz baja—. En mi vida había visto un animal tan desdichado.

Recordó las enseñanzas de algunos hermanos suyos franciscanos que, siguiendo los preceptos de su fundador, afirmaban que todos los animales formaban parte de la creación de Dios y jamás debían ser maltratados ni mantenidos en cautiverio.

Pasó por delante de la silenciosa y oscura capilla de Santo Tomás de Canterbury en el centro del puente. Los guardias de la orilla de Southwark lo llamaron a gritos y algunos se preguntaron incluso si sería un fantasma. Athelstan dijo su nombre y ellos le dejaron pasar, comentándole en broma el susto que se habían llevado ante su repentina aparición.

El fraile guió a Philomel a través de las oscuras callejuelas de Southwark. Allí se sentía más seguro. Le conocían y nadie se hubiera atrevido a abordarle. Pasó por delante de una taberna junto a cuya entrada un muchacho estaba cantando un dulce villancico para ganarse unos mendrugos de pan. Athelstan se detuvo un instante para escuchar las palabras que proclamaban paz y felicidad y le dio a Philomel unas palmadas en el cuello.

—¿Dónde vamos a pasar nosotros la Natividad, mi viejo amigo? —le preguntó, reanudando su camino—. A lo mejor, lady Cranston me invitará, en vista de que sus parientes del Oeste no pueden venir.

Se detuvo de golpe.

—¡Los parientes de lady Matilde! —murmuró en la oscura y silenciosa calle, sintiendo que un estremecimiento le recorría la columna vertebral—. Qué curioso —añadió—. Algo sin la menor importancia, un simple detalle secundario de los acontecimientos de la jornada.

Se frotó la cara. Las palabras de lady Matilde le habían hecho recordar algo que había oído.

Llevó casi arrastrando a Philomel hasta San Erconwaldo con tanta impaciencia que el caballo soltó un relincho de furia. Instaló al animal en la cuadra, echó un vistazo a la iglesia para cerciorarse de que todo estuviera en orden y recordó con cierto remordimiento su cólera de las primeras horas del día. Buenaventura habría salido a cortejar a las gatas. Se dirigió a la casa, encendió el fuego de la chimenea y se comió a toda prisa un pedazo de pan. Tras tomar unos cuantos bocados, arrojó el pan al fuego porque sabía rancio, y se llenó una copa de vino aguado… Despejó la tosca superficie de la mesa y empezó a enumerar todo lo que sabía acerca de los asesinatos cometidos en la Torre o sus inmediaciones.

Quizá la idea que se le había ocurrido en la calle fuera la clave de todo el enigma. Sonrió al recordar el axioma tantas veces repetido por el padre Anselmo en sus clases de lógica. «Si existe un problema, tiene que existir una solución. Sólo es cuestión de encontrar el camino que conduce a ella. A veces, basta un atisbo de luz. —Después Anselmo solía clavar sus negros ojos en su pupilo—. No lo olvides jamás, mi joven Athelstan. Eso tiene tanta aplicación en el reino de la metafísica como en el de los ordinarios acontecimientos cotidianos».

Athelstan cerró los ojos.

—Todavía no lo he olvidado, padre —musitó—. Que Dios os tenga en su gloria.

Preparó la bandeja de escribir, ordenó sus pensamientos e introdujo la pluma gris de ganso en el tintero, soltando una maldición al descubrir que la tinta estaba fría. Acercó el tintero a la llama de la vela para calentarla y leyó rápidamente los memorándums que había escrito durante su estancia en la Torre. En cuanto se calentó la tinta, anotó cuidadosamente sus conclusiones.

Primo. A pesar de la protección de que gozaba, sir Ralph Whitton había sido asesinado en la torre del Baluarte Norte. Sir Ralph dormía tras una puerta cerrada de la cual él tenía la llave, lo mismo que los guardias del exterior. La puerta del pasadizo al que se abría la cámara también estaba cerrada y las llaves eran también compartidas con sus fieles guardaespaldas. Y, sin embargo, todas aquellas precauciones no habían servido de nada. Al parecer, su asesino había cruzado el foso helado y, utilizando los huecos del muro de la Torre, se había encaramado y, abriendo la ventana, había penetrado en la cámara para asesinarlo.

Secundo. El asesino debía de estar familiarizado con la Torre, pues, de lo contrario, no hubiera conocido la existencia de los huecos y, sin embargo, ¿por qué el ruido de las contraventanas al ser abiertas y no digamos la entrada del asesino en la cámara no había despertado a sir Ralph? La hebilla de la bota de sir Fulke había sido encontrada en el foso helado. ¿Sería ésta la clave del posible asesino?

Tertio. El joven Parchmeiner había sido la primera persona que había intentado despertar a sir Ralph, pero la cámara la había abierto el lugarteniente Colebrooke. ¿Habría tenido la mano derecha de sir Ralph algo que ver con el asesinato?

Athelstan estudió lo que había escrito y sacudió la cabeza, sonriendo.

—¡No, no! —dijo en voz baja—. Todo eso tiene que esperar.

Quarto. Mowbray había muerto a causa de una caída desde el parapeto, pero, ¿cómo había resbalado? ¿Quién había tirado de la cuerda para que la campana tocara a rebato? ¿Quiénes no estaban presentes en la cámara de la señora Felipa? Sólo dos personas: Fitzormonde y Colebrooke.

Athelstan sacudió una vez más la cabeza.

Quinto. La muerte del regidor Horne. Athelstan hizo una mueca. Ahí no había ninguna clave.

Sexto. ¿La muerte de Fitzormonde? Él y Cranston habían observado que la cadena hubiera podido estar sujeta a la pared con más seguridad y Fitzormonde tenía por costumbre ir a ver al oso. Pero, ¿quién había sido el asesino que había disparado el dardo, provocando la cólera asesina de la bestia?

Septimo. Sir Ralph y los demás habían muerto a causa de la terrible traición cometida contra Sir Bartolomé Burghgesh. ¿Había muerto Burghgesh efectivamente en aquel barco años atrás o había regresado a Inglaterra? El vicario de Woodforde afirmaba haberle visto, lo mismo que el tabernero de la aldea. ¿Sería la misma misteriosa persona que también había visto el dueño de la taberna de la Mitra de Oro? En caso afirmativo, Burghgesh hubiera sido visto por lo menos por tres personas en la estación del Adviento de tres años atrás, hacia las mismas fechas en que sir Ralph se había sumido en un profundo estado de abatimiento. Pero, si Burghgesh había sobrevivido y regresado a Inglaterra, ¿cómo y dónde se ocultaba ahora? Otro enigma: al parecer, el estado de ánimo de sir Ralph había mejorado posteriormente. No era probable que tal cosa hubiera ocurrido estando vivo Burghgesh. Sir Ralph sólo se hubiera podido consolar si Burghgesh hubiera aparecido tres años atrás y después hubiera muerto.

Octavo. Quienquiera que hubiera enviado las siniestras notas a Whitton y los demás era alguien que tenía acceso a la Torre. ¿Acaso Burghgesh o su hijo, ocultos en la ciudad, habían enviado los mensajes y a sus cómplices a la Torre?

Nono. ¿Quién se beneficiaba de los asesinatos? ¿Colebrooke? Ambicionaba un ascenso y conocía muy bien la Torre. Estaba en la Torre cuando los tres habían muerto. ¿Sir Fulke? Él también se beneficiaba de la muerte de su hermano; su hebilla había aparecido en el hielo del foso de la torre del Baluarte Norte. Él también conocía la Torre y estaba allí cuando murieron los dos caballeros hospitalarios. ¿Rastani? Un hombre misterioso y sutil que, a lo mejor, se había vengado de Sir Ralph y sus compañeros. Conocía muy bien la fortaleza y estaba presente cuando habían muerto los dos caballeros hospitalarios.

Athelstan sacudió la cabeza. Lo mismo se podía decir de Hammond, el siniestro capellán. ¿Y si la señora Felipa estuviera conchabada con su enamorado? ¿Y qué decir de Mano Roja, el loco que, a lo mejor, estaba más cuerdo de lo que parecía?

Athelstan levantó los ojos y emitió un jadeo. ¡Mano Roja! El albino jorobado había comentado la existencia de unas mazmorras cerradas con tabiques de ladrillos y Simón el carpintero había hecho una velada alusión a ellas.

Athelstan permaneció un rato sentado, sosteniéndose la cabeza con las manos. Después tomó la pluma, miró a su alrededor en la cocina envuelta en las sombras del crepúsculo y vio una rama de acebo en un rincón del fondo. Faltaban pocos días para la Natividad. Se levantó, se calentó los dedos sobre el brasero y pensó que ojalá pudiera compartir con Benedicta una copa de vino caliente con especias. Contempló el fuego, recordando la alusión del doctor Vincentius a su afecto por la viuda. ¿Tanto se le notaba?, se preguntó. ¿Conocerían también los demás feligreses sus sentimientos? Sacudió la cabeza para despejarse la mente. No, tenía que concentrarse en el asunto que tenía entre manos. Se sobresaltó al oír el ruido de una contraventana y ver saltar una oscura sombra sobre el suelo cubierto de juncos.

¡Buenaventura! —musitó. El gato se acercó y se restregó majestuosamente contra su pierna—. Bueno, maese Gato, ¿has venido para que te dé algo de comer?

El gato se estiró y arqueó el lomo. Athelstan se dirigió a la despensa, llenó de leche un agrietado cuenco de peltre y observó cómo el gato la lamía antes de acurrucarse delante del fuego de la chimenea. Después fue a cerrar las contraventanas. Ventanas, puertas y pasadizos, pensó, recordando una vez más los comentarios de Mano Roja y las misteriosas advertencias de Simón el carpintero. Contempló con envidia al gato.

—Algunos lo pasan muy bien —murmuró, sentándose de nuevo delante de los pergaminos para reanudar su estudio.

Tomó cada uno de los nombres y desarrolló una línea de razonamiento como si estuviera preparando una disputa teológica.

Pasaron las horas y, al final, se frotó los fatigados ojos. Sólo le quedaba un camino abierto: el que le habían mostrado los inocentes comentarios de lady Matilde que tan bruscamente lo habían sobresaltado mientras regresaba a Southwark. Trazó un tosco plano de la Torre y siguió examinando las conclusiones a las que había llegado. Poco antes del amanecer, se dio por satisfecho. Había encontrado al asesino, pero poco más. Para el resto, necesitaría a Cranston.

Por la mañana, sir John bajó montado como un joven caballero por Cheapside en dirección a la taberna de la Mitra de Oro, cerca de la Torre. El forense tenía la sensación de estar cabalgando en el aire. La fresca brisa matinal le parecía tan cálida y suave como una caricia de mujer.

Aquella mañana había abrazado apasionadamente a lady Matilde antes de levantarse de la cama y ella le había mirado con lágrimas en los ojos, anunciándole que muy pronto le diría una cosa. Él le murmuró unas ternezas, le dio unas palmadas en el hombro, se levantó y vistió y, una vez en la planta baja, pidió a gritos que le sirvieran una copa de vino blanco mientras un mozo le ensillaba el caballo. El hecho de saber que volvería a ser padre le hacía sentirse más orgulloso que un gallo. Se recompensó con un trago de «la bota prodigiosa», tal como la llamaba Athelstan, paladeando con fruición el recio vino tinto mientras miraba satisfecho a su alrededor. ¡Qué día tan hermoso para estar vivo!

Arrojó unos peniques a un grupo de mendigos que temblaban acurrucados en una esquina de la calle de la Mercería y les gritó alegremente unos bienintencionados insultos a unos hombres que estaban limpiando y destripando gallinas y otras aves de corral en unas grandes cubas en preparación para la temporada navideña. Una prostituta con los hombros desnudos, un capirote blanco sobre la cabeza rapada y una nota prendida al sucio corpiño en la que se la proclamaba mujer pública estaba siendo arrastrada por la calle detrás de un gaitero. Cranston mandó detener el desfile y ordenó que la soltaran.

—¿Por qué, sir John? —preguntó el desconcertado corchete.

—¡Porque es la Natividad! —tronó el forense—. ¡Y Jesús, el hermoso Niño de Belén, volverá a estar entre nosotros!

El corchete iba a protestar, pero Cranston acercó la mano al puño de su daga y el tipo no tuvo más remedio que cortar las ataduras de la mujer. Ésta le sacó la lengua al corchete, le hizo un gesto obsceno a Cranston y huyo corriendo por una callejuela. Sir John entró en Petty Wales. Llegó a la taberna y, entregándole las riendas de su caballo a un mozo, entró en el local donde se aspiraban unos deliciosos efluvios de comida.

—¿Dónde demonios os habéis metido, monje? —rugió, dándoles a los demás parroquianos un susto de muerte mientras el tabernero se acercaba presuroso.

—¿Estáis contento, sir John?

—¡Como una mosca en el trasero de un caballo en verano! —contestó el forense, arrojándole la bota prodigiosa al tabernero—. ¡Llénamela! El fraile dijo que se reuniría aquí conmigo. —Mirando a través del humo, vio a Athelstan medio dormido sobre una mesa—. ¡Tráeme una copa de vino blanco, gachas de avena y una lonja de tocino seco! —le ordenó al tabernero, chasqueando la lengua—. ¡Y para el fraile un poco de caldo de anguila y una jarra de cerveza aguada, aunque estemos en Adviento!

El forense cruzó la sala y le dio al fraile medio dormido una palmada en el hombro.

—¡Despertaos, hermano! —gritó—. ¡Os aseguro que el demonio anda errante por el mundo, rugiendo como un león en busca de alguien a quien poder devorar!

—Espero que su mano no sea tan pesada como la vuestra, Cranston —masculló Athelstan, abriendo los ojos y mirando a su alrededor con expresión aturdida.

Cranston se agachó a su lado.

—Buenos días, monje.

—Yo soy un fraile.

—Buenos días, fraile. ¿Por qué no estáis lleno de las alegrías de la Natividad?

—Porque tengo frío y estoy cansado y totalmente desanimado, sir John. —Athelstan estaba a punto de prolongar su letanía de quejas cuando se percató del pícaro destello que se había encendido en los ojos de Cranston—. Me alegro de veros tan feliz, sir John. Supongo que ya habréis pedido la comida, ¿verdad?

Cranston asintió con la cabeza, se quitó el gran castoreño y se acomodó en el banco del otro lado de la mesa.

Ya habían comido hasta saciarse y Cranston se había bebido dos copas de clarete cuando Athelstan terminó de contar su historia. El forense sacudió la cabeza, hizo unas cuantas preguntas y soltó un leve silbido.

—¡Por los clavos de Cristo!, ¿estáis seguro, hermano? ¿Simplemente a través de un pequeño e inocente comentario de lady Matilde?

Athelstan se encogió de hombros.

—Los pequeños comentarios de lady Matilde han causado una gran consternación en los últimos días, sir John.

Cranston eructó, se levantó, pidió a gritos su bota de vino y le arrojó unas monedas al tabernero.

—¿Habéis cumplido mis instrucciones, sir John? —preguntó Athelstan.

—Sí, fraile, las he cumplido. —Sir John se desperezó y bostezó—. Todos nuestros sospechosos esperan en la Torre, pero Parchmeiner llegará más tarde. ¿Queréis hablar primero con Colebrooke?

—¿Y Mano Roja?

—Ah, sí, Mano Roja también.

—¿Tenéis el mandato, sir John?

—¡Yo no necesito ningún maldito mandato, monje! Soy Cranston, el forense real de la ciudad, y ellos tendrán que responder a las preguntas o pagar las consecuencias.

Salieron de la taberna, dejaron sus caballos en las cuadras, bajaron por una serie de callejuelas y cruzaron la gran entrada de la Torre. Colebrooke los estaba esperando en la garita de la puerta. Athelstan observó que llevaba camisote, cota de malla y sobrecalzas.

—¿Prevéis alguna dificultad, mi señor lugarteniente?

—Las instrucciones de sir John han sido muy severas —contestó Colebrooke.

—¿Dónde está Mano Roja?

—¿Para qué queréis ver a ese loco?

—Porque yo lo mando —replicó Cranston.

Cruzaron el prado de la Torre entre cuyo barro ya asomaban algunas hierbas. Les seguían dos soldados. Colebrooke envió a uno de ellos hacia una puertecita que se abría en la base de la Torre Blanca. Athelstan contempló con tristeza el rincón donde solía estar el gran oso, ahora vacío y abandonado, aunque todavía quedaban las huellas de su ocupante y algunas patéticas sobras de comida entre los fríos adoquines.

—¡Dios conceda el descanso al alma del oso! —murmuró. Cranston se volvió a mirarle.

—¿Tienen alma los osos, hermano? ¿Van también al cielo?

Athelstan le miró sonriendo.

—¡Si en vuestro cielo necesitáis osos, sir John, habrá osos! ¡Pero, en vuestro caso, yo supongo que el cielo consistirá en montones de tabernas y cervecerías!

Cranston se golpeó el muslo con el guante.

—Me gusta eso que habéis dicho, hermano —dijo, mirando con expresión de felicidad a un estupefacto Colebrooke.

De pronto, se abrió la puerta de la Torre Blanca y volvió a salir el soldado, arrastrando a Mano Roja por el pescuezo.

—¡Suéltale! —gritó Athelstan. Después se acercó, se agachó y tomó la mano del jorobado en la suya. Contempló los lechosos ojos del loco y vio rodar unas lágrimas por sus enrojecidas mejillas—. ¿Lloras la perdida del oso, Mano Roja?

—Sí. El amigo de Mano Roja se ha ido.

Athelstan miró al soldado y le indicó por señas que se retirara.

—Lo sé, Mano Roja —dijo en un susurro—. El oso era una bestia magnífica, pero ahora será feliz. Su espíritu es libre.

Mano Roja clavó sus empañados ojos en los de Athelstan y le preguntó sonriendo:

—¿Tú eres amigo de Mano Roja?

Athelstan contempló el rostro del Jorobado, su ralo cabello blanco y sus prendas de abigarrados colores. Recordó otras sabias palabras del padre Anselmo: «Recuerda siempre, Athelstan, que todo hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios. Una llama arde con la misma fuerza en una vasija rota que en la lámpara mejor labrada».

—Soy tu amigo —contestó—. Pero necesito tu ayuda.

Los ojos de Mano Roja le miraron con recelo.

—Quiero que me muestres tus secretos.

—¿Qué secretos, mi señor?

—¿Qué demonios estáis haciendo, hermano? —preguntó Cranston desde lejos.

Athelstan se volvió y le dirigió una mirada de advertencia.

—Mira, Mano Roja —dijo en voz baja—, tú me hablaste de unas cámaras, unas mazmorras que habían sido tapiadas.

Mano Roja trató de librarse de la presa de los dedos de Athelstan, pero el monje no lo soltó.

—Por favor —añadió Athelstan—. ¿Tenía sir Ralph esas celdas secretas? Si me lo dices, Mano Roja, conseguiré atrapar al responsable de la muerte del oso.

El loco no necesitó otro estímulo. Se volvió diciendo:

—¡Espera! ¡Espera aquí! —Cruzó corriendo la puertecita de la Torre Blanca y volvió salir a los pocos segundos haciendo sonar una campanilla—. ¡Sigue a Mano Roja! —gritó—. ¡Sigue a Mano Roja!

Cranston miró con incredulidad a Athelstan. Colebrooke parecía molesto.

—Pero, ¿qué se propone este pequeño insensato? —preguntó Cranston mientras el loco los conducía a través del prado de la Torre hasta una oxidada puerta cerrada al pie de la Torre Wakefield—. ¿Qué hay aquí dentro?

Colebrooke se encogió de hombros.

—Unas mazmorras excavadas en la tierra.

—¡Abrid la puerta!

—No tengo las llaves.

—No pongáis obstáculos —tronó Cranston—. ¡Abrid la maldita puerta!

Colebrooke se volvió con los brazos en jarras y dio unas órdenes. Los soldados se alejaron a toda prisa y, siguiendo las instrucciones de Colebrooke, empujaron un enorme ariete montado sobre ruedas y golpearon la puerta con la cabeza de hierro hasta conseguir combarla y sacarla de los goznes.

—¡Antorchas! —ordenó Cranston.

Los soldados fueron inmediatamente por ellas. Mano Roja bajó por unos peldaños cubiertos de barro que se hundían en la fría oscuridad. Al pie de los peldaños se abría un angosto, húmedo y maloliente pasadizo. A la derecha no había más que un mohoso muro, pero, a la izquierda, había dos puertas con las cerraduras oxidadas. Athelstan contrajo los músculos al oír los chillidos de unas ratas. Se volvió y vio un oscuro y grasiento cuerpo, alejándose en la oscuridad.

—¡Derribad las puertas! —gritó Cranston.

Los soldados golpearon la maciza pero podrida madera, abriendo un enorme boquete. Athelstan tomó una antorcha y entró. Unas ratas se escondieron chillando bajo la podrida paja amontonada en un rincón.

—¡Por todos los diablos! —exclamó Cranston—. ¡Aquí no hay nada!

Ambos volvieron a salir. Cranston sostuvo en alto la linterna y examinó el paño de pared entre las dos puertas.

—¡Fijaos en eso, Athelstan!

El fraile estudió cuidadosamente la pared.

—Hay otra puerta —añadió Cranston—, pero está tapiada. Mirad, la pared está abombada y el yeso es más reciente que en el resto del muro.

—¡Lo habéis encontrado! ¡Lo habéis encontrado! —gritó Mano Roja, batiendo palmas y brincando arriba y abajo como un chiquillo—. ¡Han encontrado la puerta secreta! —añadió—. ¡Han ganado la partida! Lo hice yo —anunció con orgullo—. Sir Ralph Whitton me mandó hacerlo. La puerta estaba cerrada y yo tapié la entrada.

—¿Cuándo? —preguntó Athelstan.

—Hace años. ¡Hace muchos años!

Cranston chasqueó los dedos.

—¡Derribad esta pared!

Los soldados empezaron a golpear con mazas y martillos y el pasadizo se llenó de polvo blanco.

—¡Hay una puerta! —gritó uno de los soldados.

—¡Echadla abajo! —les ordenó Cranston.

En pocos minutos, la podrida madera que se ocultaba detrás del tabique se combó y rompió y los soldados abrieron un agujero lo bastante ancho como para que Cranston y Athelstan pudieran pasar. Éstos pidieron antorchas y Cranston sostuvo una de ellas en alto.

—¡Dios mío! —musitó el forense al ver un esqueleto putrefacto sobre un lecho de excrementos resecos—. ¿Quién es ése? ¿Y qué hijo de Satanás ordenó una muerte tan horrible?

—Respondiendo a vuestras preguntas, sir John, sospecho que ésos son los restos mortales de sir Bartolomé Burghgesh. Y Whitton, hundido en el asesinato, ordenó esta muerte.

—¡Mirad! —dijo sir John, acercando la antorcha al lugar del muro donde descansaba el blanco y esquelético brazo.

Athelstan vio la tosca silueta de un barco de tres palos grabada en la piedra. Era idéntica a los dibujos que habían recibido sir Ralph y los demás. Cranston la contempló boquiabierto de asombro.

—Teníais razón, hermano.

—En efecto, sir John. Ahora veamos si el resto de mi teoría también se confirma.

Pidieron a Colebrooke que ordenara a los guardias vigilar la celda y subieron de nuevo al prado de la Torre.

—¿Qué habéis encontrado? —preguntó el lugarteniente, acercándose a ellos.

—Tened paciencia, mi señor lugarteniente. Pero venid, tengo que pediros otros favores.

Athelstan lo tomó por el codo y se apartó con él. Cranston vio al soldado y el fraile conversando en voz baja.

De repente, apareció el jorobado y preguntó, saltando arriba y abajo:

—¿Necesitáis a Mano Roja?

Cranston sonrió, se sacó del bolsillo dos monedas de plata y las depositó en su mano, dándole unas cariñosas palmadas en la mejilla.

—De momento, no, Mano Roja, pero te doy las gracias en mi nombre y en los del regente, el alcalde y la ciudad de Londres.

Los ojos del jorobado bailaron de alegría. Después, Mano Roja se alejó pegando brincos y riéndose de los negros cuervos que graznaban ruidosamente por encima de su cabeza.

—¡Mano Roja es un paladín! ¡Mano Roja es un paladín! —gritó.

Athelstan se reunió con Cranston.

—El lugarteniente ya ha recibido las órdenes —murmuró—. Venid, mi señor forense, el drama está a punto de empezar.

Los restantes moradores de la Torre esperaban en los aposentos de Felipa. Sir Fulke lucía una elegante túnica morada con ribetes dorados. Felipa, vestida de riguroso luto y con velo negro en la cabeza, estaba bordando junto a la ventana. Rastani se había sentado junto a la chimenea y el capellán ocupaba un escabel al otro lado. Todos menos Felipa levantaron la vista y miraron enfurecidos a Cranston y Athelstan cuando éstos entraron en la estancia.

—Llevamos una hora esperando —protestó sir Fulke.

—¡Me parece muy bien! ¡Y, por todos los diablos, esperaréis otra si yo lo mando! Venimos con autorización real. ¡Cuatro hombres yacen muertos, entre ellos, sir Ralph Whitton, un alto funcionario, por más que también fuera un malnacido!

La señora Felipa levantó los ojos y palideció de furia. Athelstan cerró los ojos mientras sir John le presentaba sus disculpas a la chica.

—¿Podemos empezar? —preguntó sir Fulke, levantando la voz.

—Dentro de un ratito —contestó Athelstan—. Estamos esperando al señor lugarteniente Colebrooke y al joven Godofredo, si no me equivoco.

Cranston se sentó en la repisa de la ventana al lado de Felipa, pero ésta le volvió la espalda. Athelstan acercó un escabel y colocó su bandeja de escribir, el tintero y la pluma sobre la mesa. Colebrooke abrió la puerta, respirando afanosamente.

—Todo está preparado, sir John —dijo. Después se acercó a Athelstan—. ¡Aquí tenéis, hermano!

Athelstan cerró la mano, ocultó en su holgada manga lo que el lugarteniente le acababa de entregar y miró a su alrededor en la silenciosa estancia. Es aquí donde atraparemos al asesino, pensó.