Capítulo V

Se quedaron todavía un rato en la taberna. Athelstan pensaba que Cranston montaría en su caballo y regresaría a Cheapside, pero el forense sacudió la cabeza.

—Quiero volver a vuestro maldito cementerio —dijo, soltando un resoplido—. Necesitáis un cerebro perspicaz para aclarar los misterios de allí.

—Pero lady Matilde os estará esperando.

—¡Que espere!

—Decidme, sir John, ¿os ocurre algo?

Cranston le miró con expresión malhumorada y apartó el rostro.

—¿Es por Mateo? —preguntó dulcemente Athelstan—. ¿Es el aniversario de su muerte?

Cranston se levantó, tomó al fraile del brazo y se encaminó con él hacia la puerta mientras el mozo les ensillaba los caballos.

—Decidme, Athelstan, cuando huisteis del noviciado de vuestra orden y os fuisteis con vuestro hermano a las guerras de Francia, ¿hallasteis la felicidad?

Athelstan sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho.

—Por supuesto que sí —contestó con un hilillo de voz—. Entonces yo era joven, la sangre me hervía en las venas y ansiaba vivir aventuras.

—Y cuando descubristeis a vuestro hermano muerto en el campo de batalla y regresasteis a Inglaterra para confesar vuestras culpas a vuestros padres, ¿qué es lo que ocurrió?

Athelstan miró hacia el otro lado del patio sumido en las sombras del crepúsculo.

—En los evangelios, sir John, Jesucristo dice que, al final de los tiempos, el cielo se estremecerá y los planetas caerán a la tierra en medio de las llamas. —Athelstan cerró los ojos, intuyendo la cercana presencia del espíritu de Francisco—. Cuando encontré a mi hermano muerto —añadió—, mi cielo cayó sobre la tierra. Supongo que aquél fue el fin de mi mundo.

—¿Y qué pensasteis de la vida en aquellos momentos?

Athelstan se pasó el dedo pulgar por la boca mientras contemplaba el doliente rostro de Cranston.

—Me sentí traicionado por ella —contestó en un susurro.

Cranston le dio una suave palmada en el hombro.

—Sí, hermano, no olvidéis jamás que el beso del traidor es siempre el más dulce. Recordadlo tal como yo lo recuerdo.

Athelstan miró en silencio al forense. Jamás había visto a Cranston en semejante estado de ánimo. Para entonces, el forense se hubiera puesto a entonar una canción picante a pleno pulmón, hubiera soltado una sarta de maldiciones contra el tabernero y hubiera invitado a Athelstan a acompañarle a su casa de Cheapside.

Montaron en sus caballos y subieron en silencio por el nevado Billingsgate, girando a la izquierda hacia el Puente de Londres. Una gran multitud se había congregado en aquel lugar a pesar del frío viento que azotaba los rostros y las manos. Bajo un cielo cubierto por unas densas nubes, algunos niños se arrojaban mutuamente bolas de nieve, gritaban y se reían como locos cuando daban en el blanco. Un pordiosero con una sola pierna se desplazaba sobre el lodo con unas tablas de madera. Un grupo de andrajosos aguadores maldecía el río helado y las grandes nevadas que les habían arrebatado su medio de vida. Otros, con las cabezas protegidas por cogullas y capuchones, se dirigían hacia el centro de la ciudad o, como Athelstan y Cranston, cruzaban el angosto puente helado de Southwark.

El forense paró repentinamente el caballo y se volvió a mirar a un grupo de borrosas figuras que acababan de pasar por su lado. ¿Serían un grupo, se preguntó, o simplemente personas individuales que se habían juntado para mayor comodidad y seguridad? Le parecía haber visto entre ellas el pálido rostro de lady Matilde bajo un capuchón. Pero, ¿qué hubiera hecho ella en Southwark? Aparte fray Athelstan, no conocía a nadie allí y Southwark era un lugar muy peligroso en un oscuro día invernal.

—¿Todo bien, sir John?

Cranston volvió a contemplar el grupo que se estaba alejando en la penumbra. ¿Y si retrocediera? Justo en aquel momento, se acercó un carro de gran tamaño y la gente que había a su espalda empezó a protestar. Haciéndole una seña con la cabeza a Athelstan, ambos reanudaron la marcha. Cruzaron el puente, pasaron por delante del priorato de Santa María de Overy, se adentraron por la calle principal que conducía a Southwark y bajaron por unas callejuelas en las que los grandes edificios de cuatro pisos se alternaban con las destartaladas casitas y los cobertizos de los trabajadores y los artesanos. El forense aspiró el acre olor de los orines acumulados.

—¡La nieve no disimula el mal olor! —dijo, arrugando la nariz.

Athelstan asintió con la cabeza, echándose hacia adelante el capuchón de su capa al ver un montón de restos de comida, excrementos humanos procedentes de los orinales y basuras domésticas arrojadas a la calle por los ciudadanos que ya se estaban preparando para los festejos que se avecinaban. Southwark jamás descansaba. Los artesanos y trabajadores se dedicaban sin interrupción a sus tareas: candeleros que hacían sebo con grasa de cerdo, curtidores, queseros, sombrereros, herreros y, por la noche, cuando se cerraban los tenderetes, los desalmados villanos de la mala vida que buscaban las ganancias fáciles del lenocinio en los lupanares de las orillas del Támesis. Sin embargo, nadie se acercó a Athelstan y Cranston, pues el fraile era muy respetado y Cranston era más temido que el mismísimo presidente del Tribunal.

Cuando llegaron, San Erconwaldo ya estaba a oscuras. Athelstan se alegró de que Watkin hubiera apagado las luces. Estaba a punto de cruzar con sir John el portillo de la rectoría cuando una negra figura surgió de las sombras y asió a Philomel por la brida. Athelstan contempló el pálido y alargado rostro medio oculto bajo el negro capuchón.

—Por el amor de Dios, Ranulfo, ¿qué es lo que ocurre?

—Padre, llevo toda la tarde esperándoos.

—¡Decidle que se largue, Athelstan! ¡Me muero de frío!

—Un momento, sir John —contestó Athelstan en tono tranquilizador—. ¿Qué quieres, Ranulfo?

El cazador de ratas se pasó la lengua por los exangües labios.

—Se me ha ocurrido una idea, padre. Vos sabéis que los grandes gremios del otro lado del río tienen sus propias iglesias, ¿verdad? Santa María Le Bow para los merceros, San Pablo para los pergamineros…

—Sí, ¿y qué?

El cazador de ratas miró con expresión suplicante.

—Sigue, Ranulfo, ¿qué es lo que quieres?

—Bueno pues, yo y otros cazadores de ratas hemos pensado que quizá San Erconwaldo podría ser la iglesia de nuestro gremio.

Athelstan reprimió una sonrisa, contempló el enfurecido rostro de Cranston y sujetó firmemente las riendas de su montura.

—¿Un gremio de cazadores de ratas, Ranulfo? ¿Y San Erconwaldo sería la iglesia de vuestra cofradía y yo vuestro capellán?

—Sí, padre.

—Claro —dijo Athelstan, desmontando.

—Pagaríamos nuestros diezmos.

—¿Con qué? —rugió Cranston—. ¿Con una décima parte de las ratas que cazarais?

Ranulfo le dirigió al forense una mirada asesina, pero Cranston, balanceándose hacia adelante y hacia atrás en su silla, ya se estaba partiendo de risa con su broma.

—Me parece una idea excelente —dijo Athelstan—. Ya hablaremos de ello en otra ocasión. En principio, cuentas con mi beneplácito, Ranulfo, pero ahora sir John y yo estamos ocupados en otros asuntos. Si fueras tan amable de llevar nuestros caballos a las cuadras y darles un poco de heno.

El cazador de ratas asintió enérgicamente con la cabeza y, tomando las riendas de la montura de sir John, se alejó trotando en la oscuridad. Philomel le siguió un poco más rápido, sabiendo que se acercaba la hora de la comida. Athelstan rodeó la iglesia con Cranston, se detuvo y le dijo al forense que aguardara, pues tenía que ir por un hacha. Regresó corriendo a la rectoría, sacó un hacha de un candelabro de pared, la encendió con la mecha y se apresuró a reunirse de nuevo con Cranston antes de que su letanía de maldiciones empezara a resultar demasiado sonora.

Después ambos entraron en el cementerio. El lugar resultaba siniestro incluso en verano. Ahora, bajo una espesa capa de nieve, las ramas de los tejos se extendían como enormes garras blancas sobre los desolados montículos de tierra, las toscas cruces y las lápidas medio caídas. Athelstan experimentó una profunda sensación de aislamiento. Un pavoroso silencio se cernía sobre sus cabezas como una negra nube y hasta la brisa parecía soplar con menos fuerza. Las ramas de los árboles apenas se movían, no se oía la voz de ningún pájaro y, en algunos rincones, unas opresivas sombras oscuras parecían los siniestros escondrijos de los demonios o los malos espíritus. Athelstan sostuvo el hacha en alto y Cranston contempló el oscuro cementerio.

—¡Por los clavos de Cristo, Athelstan! —exclamó en voz baja—. ¿Quién puede venir aquí en mitad de la noche nada menos que para sacar los cadáveres de sus tumbas? ¿Dónde están los sepulcros?

Athelstan le mostró los superficiales hoyos y el barro amontonado a ambos lados, como si un loco hubiera exhumado los cadáveres. Cranston se arrodilló y emitió un leve silbido a través de los dientes. Después levantó la vista y la luz del hacha deformó los perfiles de su redondo rostro.

—Hermano, ¿habéis dicho que sólo se han robado los cadáveres de los mendigos y los forasteros?

—Sí, sir John.

—¿Y cómo estaban enterrados?

—El cadáver envuelto en un lienzo se coloca sobre una estera de mimbre en el féretro de la parroquia. Durante el funeral, se cubre con un lienzo morado que se retira cuando el cuerpo es depositado en la fosa.

—¿Y no habéis encontrado ninguna huella de los ladrones de tumbas?

—Ninguna.

Cranston se levantó, sacudiéndose el viscoso barro de las manos.

—Tenemos tres posibilidades, hermano. Primero, podría ser una broma macabra. Quizá algún adinerado joven de ésos que no saben en qué entretenerse considera gracioso colocar un cadáver semejante en el lecho de algún amigo, pero no han corrido rumores en este sentido últimamente. Segundo, podría ser algún animal, humano o de cuatro patas. Sí —añadió al ver la escandalizada expresión de Athelstan—, cuando yo servía en Francia, fui testigo de esas abominaciones en las afueras de Poitu. No obstante —Cranston golpeó el suelo con los pies y contempló la oscura mole de la iglesia—, nadie, ni siquiera en Southwark, podría ser tan degenerado como para eso. En tercer lugar, están los seguidores de los cultos satánicos, los llamados Astrasoi que han nacido bajo una estrella del mal. —El forense se encogió de hombros—. Vos sabéis más sobre esa gente que yo, hermano. El cadáver se podría haber utilizado como altar o se le podría haber extraído la sangre para conjurar a algún demonio o, a lo mejor, necesitaban una de sus extremidades. ¿Habéis oído hablar de la mano de la gloria?

Athelstan sacudió la cabeza.

—Se corta la mano de un cadáver; el nombre de la persona a quien la bruja o el mago desea causar un daño se coloca entre sus dedos y después se entierra al pie de un patíbulo al dar la primera campanada de medianoche.

Athelstan se frotó el rostro.

—Pero, ¿cómo puedo yo impedir semejante profanación, sir John? Los alguaciles y los corchetes del barrio no tienen el menor interés en esclarecer los hechos. Ningún ciudadano estará dispuesto a montar guardia en el cementerio.

—Veré qué puedo hacer —dijo Cranston, volviendo rápidamente la cabeza—. Alguien anda por ahí —añadió, señalando dos negras sombras junto al osario que había al fondo del cementerio—. ¡Mirad allí! —El forense pisó la hierba cubierta de nieve como un toro a punto de embestir mientras Athelstan corría para darle alcance—. ¡Deteneos! —rugió—. ¡En nombre del rey, deteneos!

Dos figuras envueltas en unas capas se volvieron y se acercaron lentamente a ellos. Al oír el rumor de los bastones de madera y el suave tintineo de una campana, Cranston se echó rápidamente hacia atrás.

—¡Leprosos! —exclamó en un susurro. Tomando el hacha de Athelstan, la sostuvo en alto—. ¡Por todos los diablos! —dijo, contemplando los rostros enmarcados por unos capuchones blancos—. ¿Vos les habéis dado permiso para permanecer aquí? —preguntó, volviéndose para mirar a Athelstan.

El fraile asintió con la cabeza.

—Durante el día, sí. De noche les es más fácil pasear sin que nadie les moleste.

—¿Y ellos no han visto nada?

Athelstan sacudió la cabeza.

—Son mudos, pero no creo que estén mezclados en el asunto. Haría falta un hombre muy valiente y, por supuesto, muy sano para enfrentarse con los ladrones de sepulcros.

—¿Estáis seguro de que son leprosos? —preguntó Cranston en voz baja.

Athelstan esbozó una sonrisa en la oscuridad.

—Tienen cartas de los obispos. Fijaos en sus muñecas y sus manos. De todos modos, si deseáis examinarlos…

Cranston soltó una maldición por lo bajo y arrojó una moneda a una de aquellas criaturas antes de regresar a la casa parroquial, comentando en voz alta que ya había visto suficiente. El cazador de ratas Ranulfo había desaparecido, tal como solían hacer los feligreses de Athelstan cuando veían al forense.

—¿Os quedaréis a tomar un cuenco de sopa, sir John? Tengo un buen clarete.

Jadeando y resoplando, Cranston examinó las cinchas de su caballo.

—De buena gana lo haría, hermano —contestó, volviendo la cabeza—, pero tengo que regresar a casa. —Cranston no quería que Athelstan le hiciera preguntas acerca de las inquietudes que sentía a causa de lady Matilde—. Necesito reflexionar sobre lo que he visto en la Torre. —Señaló con la mano el cementerio—. Veré si puedo ayudaros en este asunto.

Dicho lo cual, montó en su cabalgadura y, saludando con la mano, se perdió en la oscuridad mientras los cascos de su caballo rompían el silencio de la noche.

Athelstan lanzó un suspiro y dio la vuelta para abrir la iglesia. Dentro hacía frío, pero ya no se notaba el desagradable olor a moho. El fraile aspiró complacido la fragancia de las verdes ramas tan amorosamente dispuestas a lo largo de la nave del templo y en las gradas del presbiterio. Recordó la capilla de San Juan y se preguntó cuántas mentiras le habrían dicho allí. Estaba seguro de que el asesino se encontraba en la Torre y no menos seguro de que alguna mala acción del pasado habría sido la causa de la muerte de sir Ralph.

Se sacó la yesca del bolsillo, encendió dos antorchas de pared y entró en la sacristía para tomar su libro de oraciones. Regresó al templo, se arrodilló en las gradas del presbiterio e inició el Oficio Divino. Llegó al verso del salmo «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» y se detuvo. Contempló la trémula llama del cirio y se sentó sobre los talones. ¿Le habría Dios abandonado? ¿Por qué ocurrían hechos como la profanación del cementerio, el asesinato de sir Ralph o la tristeza de Cranston? Él conocía las raíces del mal, pero a veces se preguntaba, sobre todo cuando sus ojos contemplaban la oscuridad, si existía alguien que realmente le escuchaba. ¿Y si no hubiera nadie? ¿Y si Jesucristo no hubiera resucitado de entre los muertos y la religión no fuera más que un engaño?

Athelstan se apartó dolorosamente del precipicio de la duda y la inquietud. Terminó sus oraciones, se santiguó y permaneció agachado con la espalda apoyada en el cancel del antealtar. Respiró hondo para calmar su mente y su alma y poder concentrarse en los más recientes acontecimientos de la Torre.

—¿Qué ocurrirá —se preguntó a la oscuridad— en caso de que sir Ralph haya sido asesinado por los cabecillas secretos de los campesinos? ¿Y si estalla una revuelta…?

Se quedó dormido por espacio de una hora hasta que un cálido y peludo cuerpo se deslizó bajo la palma de su mano.

—¡Buenas noches, Buenaventura! —dijo en un susurro—. Un día muy frío para un caballero desocupado. —Se incorporó y acarició suavemente al gato, rascándole la parte posterior de las orejas mientras el animal ronroneaba de placer—. Bueno pues, ¿has visitado a todas tus amigas del barrio? —Athelstan conocía las hazañas amorosas de Buenaventura, el cual llevaba a veces a alguna de sus «amigas» hasta los peldaños de la iglesia donde entonaba con ella unas extrañas vísperas a la fría y plateada luna—. ¿Qué ocurrirá, Buenaventura, si estalla una rebelión? ¿Nos pondremos del lado de Pike, el acequiero, y de todos los desheredados?

Buenaventura sonrió dejando al descubierto sus rosadas encías y sus marfileños y afilados dientes. ¡Pike, el acequiero! Qué curioso, pensó Athelstan. No tenía ninguna prueba, pero estaba seguro de que el acequiero era miembro de la Gran Comunidad y transmitía mensajes secretos a sus cabecillas. El fraile se tensó al oír que se abría la puerta de la iglesia.

—¿Fray Athelstan? ¿Fray Athelstan?

El fraile sonrió. Benedicta. ¿Querría ella compartir su cena con él? Podrían intercambiarse chismes sobre la parroquia; cualquier cosa con tal de distraerse. Dejó a Buenaventura en el suelo, se levantó y ensanchó su sonrisa para disimular su decepción. Benedicta iba acompañada de un hombre de elevada estatura cuyas facciones resultaban claramente visibles bajo la luz de la antorcha. Su rostro estaba intensamente bronceado por el sol y llevaba el cabello negro como ala de cuervo peinado hacia atrás y anudado en la parte posterior de la cabeza. Vestía una larga túnica azul que le llegaba hasta las botas manchadas de nieve. Athelstan bajó por la nave para reunirse con él. Era extremadamente apuesto, pensó, y tenía unas afiladas facciones semejantes a las del halcón peregrino, unos vivos ojos marrón oscuro, una nariz aguileña y un bigote y una barba cuidadosamente recortados. Athelstan vio en el lóbulo de una de sus orejas una perla colgando de una cadenita de oro.

—Éste es el doctor Vincentius —dijo Benedicta.

Athelstan estrechó una fuerte y morena mano.

—Buenas noches, señor. Ya he oído hablar de vos.

¿Y quién no?, se preguntó Athelstan. El médico vivía en el callejón de Duckets cerca de la calle del Molino, al otro lado de la Posada de la Cota. Hacía muy poco tiempo había comprado allí una enorme casa con un jardín que llegaba hasta el río, directamente enfrente del Muelle de Botolph. Vincentius se había ganado la fama de ser un buen médico. Sus honorarios eran muy razonables y no sangraba a sus pacientes con sanguijuelas ni utilizaba extrañas cartas zodiacales o estúpidos encantamientos. En su lugar, prefería subrayar la importancia de la higiene y de una buena alimentación, la eficacia del agua hervida y la necesidad de mantener bien limpias las heridas. La cortesana Cecilia había comentado que utilizaba un ungüento muy eficaz para la curación de ciertas llagas de las partes más delicadas del cuerpo. Athelstan estudió el hermoso rostro y la radiante sonrisa de Benedicta y experimentó una punzada de celos.

—Yo también he oído hablar de vos, padre —dijo el médico sonriendo.

Athelstan se encogió de hombros.

—Soy un simple fraile y sacerdote, uno entre miles.

El médico extendió las manos y las sortijas de sus dedos centellearon.

—Pero en muchas lápidas sepulcrales figura la siguiente escritura: «Yo estaba sano hasta que conocí a un médico».

Athelstan se rió e inmediatamente se sintió atraído por aquel hombre.

—No os veo nunca en la iglesia —le dijo en tono burlón.

—Tal vez algún día, padre.

—El doctor Vincentius estaba deseando conoceros —dijo Benedicta, hablando con la timidez propia de una chiquilla—. He venido a preguntaros, padre, si tendríais a bien cenar con nosotros.

Athelstan hubiera deseado negarse, pero pensó que hubiera sido una grosería.

—Me encantará —contestó, juntando las palmas de las manos.

Apagó las luces de la iglesia y cerró la puerta, dejando a Buenaventura dentro para que se dedicara a la caza en la oscuridad. Después se dirigió a la casa parroquial mientras Benedicta y su extraño acompañante aguardaban en los peldaños del templo. Philomel aún estaba comiendo ruidosamente su forraje. Athelstan le dio unas suaves palmadas, entró en la casa para recoger la capa y se reunió de nuevo con Benedicta y Vincentius.

Recorrieron las silenciosas y frías calles hasta llegar al callejón de Flete, cerca de la alameda de la Santa Cruz, donde vivía la viuda. Era la primera vez que Athelstan visitaba la casa de Benedicta, un edificio aislado de dos pisos, flanqueado por dos callejuelas y con un jardín en la parte de atrás. En la planta baja había una enorme cocina, una sala y una despensa. La cocina no tenía juncos en el suelo sino relucientes baldosas. Delante del fuego de la chimenea había dos sillones y, por encima de la chimenea, un ancho estante de madera de roble contenía unas copas de plata y peltre que brillaban bajo la luz de dos candelabros de varios brazos mientras que en las paredes encaladas colgaban unas alfombras de lana de color morado oscuro. Un lugar muy cómodo y acogedor, pensó Athelstan, más o menos tal y como él se lo había imaginado. Ambos hombres ayudaron a Benedicta a preparar y servir la comida. Primero, unos huevos revueltos con pan de especias. Después, una suculenta liebre cocida con vino, una jalea moldeada en forma de castillo y una jarra de frío vino blanco y clarete que Cranston se hubiera bebido en un abrir y cerrar de ojos.

Vincentius dominaba suavemente la conversación y Athelstan escuchaba fascinado sus corteses modales y el bien modulado timbre de su voz. En determinado momento, Vincentius se debió de dar cuenta de que hablaba demasiado y le preguntó al fraile qué había hecho aquel día. Athelstan le describió su visita a la Torre y le comunicó la muerte de sir Ralph Whitton.

—Nadie le echará de menos —comentó Vincentius—. Era un soldado muy duro.

—¿Le conocíais?

—Había oído hablar de él —contestó el médico sonriendo—, pero lo que más me interesa es la Torre. Ayer mismo estuve allí. Es un maravilloso testimonio del ingenio de la mente humana, sobre todo por lo que se refiere a las máquinas de guerra y sus emplazamientos. —Vincentius tomó un sorbo de vino de su copa—. ¿Decís que a sir Ralph le cortaron la garganta?

—Sí —contestó Athelstan—. ¿Por qué lo preguntáis?

—¿Cómo encontraron el cuerpo?

—¿Qué queréis decir?

—¿Estaba frío? ¿La sangre se había helado?

—Sí —contestó Athelstan, recordando que él no había hecho aquella pregunta al llegar allí—. ¿De dónde sois vos, doctor? —preguntó, cambiando hábilmente de tema.

El médico posó cuidadosamente la copa de vino blanco sobre la mesa.

—Nací en Grecia, de padres francos que más tarde regresaron a Inglaterra. Estudié en Cambridge y después en Santiago de Compostela y Salerno, donde me pasé casi todo el tiempo procurando olvidar lo que había aprendido en Cambridge —añadió con una sonrisa—. Los árabes tienen unos conocimientos de medicina superiores a los nuestros. Conocen mejor el cuerpo humano y cuentan con unas fieles traducciones griegas del Arte de la medicina de Galeno y el Libro de los síntomas de Hipócrates.

—¿Qué os indujo a regresar a Southwark? —le preguntó Benedicta.

El médico esbozó una sonrisa como si recordara alguna broma divertida.

—¿Y por qué no? —dijo en tono burlón—. Tengo riqueza suficiente y, tal como vos sabéis, hermano, los pobres necesitan ayuda —añadió, inclinándose sobre la mesa para estudiar con más detenimiento el rostro de Athelstan.

—¿Qué es lo que vos recomendáis, doctor? —le preguntó Athelstan en tono de chanza—. ¿El remedio del águila para la mala vista?

—¿Y eso qué es? —preguntó Benedicta.

—Fray Athelstan habla en broma —contestó Vincentius—. Los charlatanes dicen que el águila tiene buena vista porque come lechuga cruda. Y aseguran que, frotando los ojos con jugo de lechuga, se curan todas las infecciones de los ojos.

—¿Y es verdad?

—¡Tonterías! —contestó Vincentius—. ¡Un poco de agua caliente y un lienzo limpio son mucho más eficaces! No, hermano —dijo, dándole a Athelstan unas suaves palmadas en los dedos—. Lo que vos necesitáis es dormir un poco más. Y, si tenéis lechugas, mejor que os las comáis. Os sentarán bien.

—¡Si las encuentro! —dijo Athelstan, echándose a reír—. Las heladas han acabado con todo lo que tenía en mi huerto y la puerca de Úrsula se come el resto.

Mientras Benedicta hablaba de Úrsula y de su insolente puerca, Athelstan estuvo tentado de comentarle a Vincentius la profanación del cementerio, pero no le pareció un tema apropiado para la mesa. Miró al otro lado hacia la bujía que marcaba las horas y vio que se estaba haciendo tarde. Se levantó y se despidió, rechazando cortésmente la invitación de Benedicta a quedarse un poco más con ellos, y recordó que él era un sacerdote y Benedicta era dueña de su propia vida. Abandonó la casa y echó a andar cautelosamente sobre la nieve. La noche era muy fría, pero, cuando se detuvo para mirar al cielo entre los oscuros aleros de las casas, vio con alivio que las nubes ya se estaban empezando a disipar. Pensaba ir directamente a casa, pero se desvió ligeramente al encontrar a Pike el acequiero borracho como una cuba en la esquina del camino que bajaba hacia la iglesia. Mientras ayudaba a su descarriado feligrés a levantarse, éste le dijo:

—Buenas noches, padre.

Athelstan hizo una mueca de desagrado al percibir las vaharadas de cerveza que se escapaban de su boca.

—¡Pike! ¡Pike! —le dijo—. Eres un insensato. Deberías estar en tu casa, acostado con tu mujer.

Pike se tambaleó hacia atrás y se dio unas torpes palmadas en la nariz.

—He hablado con ciertas personas, padre.

—Bien lo sé, Pike. —Athelstan lo asió por el brazo—. ¡Por lo que más quieras, hombre de Dios, ten cuidado! ¿Quieres acabar tu vida colgando de un patíbulo y que los cuervos te saquen los ojos?

—Mandaremos como los reyes —dijo Pike con voz pastosa, pegando brincos mientras trataba de librarse de la presa del fraile—. Cuando Adán cavaba y Eva hilaba, ¿quién se aprovechaba? —canturreó, mirando con una sonrisa de borracho a Athelstan—. Pero vos estaréis a salvo, padre. ¡Vos, vuestro gato y vuestras malditas estrellas! —Soltó una risotada—. Sois una joya. No cobráis tributos. ¡Lo que más me gustaría es que alguna vez os rierais un poquito!

—¡Me reiré cuando a ti se te pase la maldita borrachera! —dijo Athelstan, volviendo a agarrarlo por el brazo.

Después lo acompañó a su casita del Callejón Torcido donde lo esperaba su enfurecida mujer.

Athelstan llegó con un suspiro de alivio a San Erconwaldo, se aseguró de que todo estuviera bien cerrado y se dirigió a la casa parroquial Sólo cuando ya se había tendido en su camastro y estaba intentando rezar sin distraerse con el recuerdo del bello rostro de Benedicta, recordó lo que Vincentius había dicho. ¿Qué hacía el buen médico en la Torre? Además, Vincentius había reconocido que había estudiado en la región del Mediterráneo donde sir Ralph y los otros habían servido como mercenarios. ¿Habría alguna relación?, se preguntó. Aún estaba meditando acerca de aquella cuestión cuando se quedó profundamente dormido, pero no tuvo ningún sueño.

Cranston también estaba pensando en los acontecimientos de la Torre, pero sus preocupaciones le impedían concentrarse en los dilemas que aquéllos planteaban. El forense estaba tristemente sentado junto al escritorio de su cámara, una estancia que él llamaba su pequeña cancillería o gabinete de escritura y en la que solía encontrarse muy a gusto, pues se hallaba situada en la parte de atrás de la casa, lejos del ruidoso Cheapside. Miró a su alrededor. El suelo había sido especialmente embaldosado con unas pequeñas piedras romboidales rojas y blancas y estaba cubierto por alfombras de lana. Las ventanas encristaladas tenían las contraventanas cerradas contra las corrientes de aire y unos troncos de pino crepitaban en la pequeña chimenea. A ambos extremos del gran escritorio había unos soportes con unas escalfetas destinadas a caldear la atmósfera. A sir John le encantaba encerrarse en aquella estancia y concentrarse en la escritura de su gran tratado sobre el gobierno de la ciudad. Pero aquella noche no conseguía tranquilizarse. No se sentía a gusto en su propia casa. Matilde parecía un poco más contenta que de costumbre y ambos se habían intercambiado las habituales bromas, pero Cranston intuía que ella le ocultaba algo. Oyó que una criada hacía sonar una campanilla desde el piso de abajo, señal de que la cena ya estaba lista. Levantó su enorme mole del sillón y bajó con paso cansino a la cocina llena de deliciosos aromas. El mendigo Leif estaba agachado junto al rincón de la chimenea, atiborrándose de carne de venado fuertemente sazonada. Leif le miró con una sonrisa y se sorprendió de que pasara por su lado sin decirle nada, pues por regla general sir John solía saludarle con una sarta de cariñosos improperios.

El mendigo se encogió de hombros y volvió a su comida. Se lo estaba pasando muy bien. Lady Matilde le había dado unos cuantos peniques y al día siguiente pensaba reunirse con su amigo de la calle del Cangrejo. Comerían juntos en un figón y después se irían a Moorfields a ver cómo unos mastines de ensangrentadas fauces acosaban a los osos que echaban espumarajos por la boca, los jabalíes de enormes colmillos y los gigantescos toros.

En el comedor de paredes revestidas de lino, la mesa se había cubierto con un blanco mantel de linón y a ambos lados se habían dispuesto unos candeleros de oro labrado. Cranston miró con expresión recelosa a su mujer. Parecía demasiado contenta. Tenía las mejillas arreboladas y le bailaban los ojos de emoción. Sir John empezó a preocuparse. ¿Habría conocido lady Matilde a otro hombre?, se preguntó. ¿Algún joven enamorado más apuesto y viril que él? Sabía muy bien que tales cosas ocurrían con harta frecuencia. Las esposas aburridas de los viejos y los burgueses hallaban a menudo consuelo en los brazos de algún joven cortesano o algún noble presuntuoso.

Sir John se acomodó en su sillón de la cabecera de la mesa y recordó dolorosamente el pasado. Sí, su matrimonio había sido concertado. Matilde Philpott, hija de un cuchillero, había sido solemnemente prometida en matrimonio con el joven Cranston. ¿Joven? Bueno, le llevaba quince años cuando la conoció en la puerta de la iglesia, pero entonces estaba más delgado, era ágil como un galgo y era un auténtico Héctor en el campo de batalla y un Paris en la alcoba. Sir John miró con tristeza a su esposa y ésta le dedicó una sonrisa. ¿Y si le dijera algo? Sir John tragó saliva. No se atrevía. No le tenía miedo a nadie, poseía el cuerpo de un toro y el corazón de un león, pero en su fuero interno se sentía intimidado por su menuda y delicada esposa. Jamás le pegaba gritos ni le arrojaba objetos a la cabeza. Todo lo contrario. Matilde se sentaba y le replicaba, arrancándole su actitud de superioridad como si pelara una cebolla antes de sumirse en una murria que podía durarle varios días.

—¿Todo bien, sir John?

—Sí, milady —contestó Cranston en voz baja.

La criada sirvió la cena: dorada y crujiente empanada de carne de buey con hierbas y una deliciosa salsa de cebolla. Cranston empezó a animarse después de beber dos generosas copas de clarete.

—¿Estuvisteis hoy en la Torre, sir John?

—Sí y todo por culpa del condestable sir Ralph Whitton. Anoche tenía garganta y hoy tanto su vida como su garganta han desaparecido.

Lady Matilde asintió con la cabeza, comentando que ya le habían hablado de la crueldad y dureza de sir Ralph.

—¿Y vos, milady?

—Ah, pues esta mañana he hecho las cuentas y más tarde he salido a tomar un poco el aire.

—¿Por dónde?

—Por Cheapside. ¿Por qué?

—¿No fuisteis a Southwark?

—¡Por Dios bendito, sir John, pues claro que no! ¿Por qué me lo preguntáis?

Cranston sacudió la cabeza y apartó la mirada. Había percibido el temblor de su voz. El corazón le dio un vuelco en el pecho y derramó la copa llena hasta el borde de clarete rojo rubí.

En la oscuridad de la Torre, el caballero hospitalario Gerardo Mowbray estaba paseando por el parapeto del lienzo de la muralla entre la Torre de la Flecha Ancha y la Torre de la Sal. El viento nocturno le azotaba el corto cabello entrecano, las orejas y las mejillas, traspasando la túnica gris que le cubría el cuerpo. Pero él ni siquiera se enteraba. Siempre acudía a aquel lugar. Era el paseo que más le gustaba. Contemplaba la oscuridad y trataba de distinguir desde allí las viejas ruinas de los tiempos de Julio César, pero aquella noche no podía porque la niebla era demasiado espesa. Hacia el norte se vislumbraba la luz de la Torre de Santa María de la Gracia y, hacia el sur, el resplandor de las llamas de las antorchas del hospital de Santa Catalina. Sir Gerardo levantó la vista al cielo. Las nubes se estaban empezando a disipar y permitían ver las estrellas del firmamento. Curioso, pensó. En Ultramar las estrellas parecían más cercanas y la aterciopelada oscuridad de los cielos se veía tan próxima que uno tenía la sensación de que, con sólo ponerse de puntillas, hubiera podido arrancar las lumbreras del cielo.

Mowbray se apoyó contra las almenas de la muralla. ¡Qué tiempos tan felices! Recordó las ardientes arenas de las afueras de Alejandría donde él, sir Brian, sir Ralph y los otros eran simplemente unos despreocupados caballeros que sólo querían apoderarse del oro del enemigo. Recordó el momento culminante de la campaña. Se había producido una revuelta en Alejandría y el ejército del califa, del cual formaba parte el grupo de Mowbray, se había congregado a las puertas de la ciudad: sonaban los timbales, los gallardetes ondeaban al viento y los grandes estandartes verdes con las medias lunas plateadas resplandecían bajo el sol. La ciudad llevaba varios meses bajo asedio, pero, al final, se había abierto una brecha en una de las murallas. Él y sir Brian se adelantaron hombro contra hombro rodeados por sus compañeros y, formando un círculo de acero, se abrieron lentamente paso hasta el interior de la ciudad. Les seguían las tropas del califa cuyos gritos de batalla subían y bajaban como un coro demoníaco. Los caballeros penetraron a través de la brecha y avanzaron pegados a la muralla hasta los peldaños que conducían al parapeto situado por encima de la puerta principal de la ciudad.

Sir Gerardo evocó con emoción el pasado. Recordó el intenso calor, el sol que fulguraba en las espadas y las dagas, el rugido de la batalla y la sangre que manaba como millares de fuentes mientras los hombres iban cayendo con terribles heridas en la cabeza, el cuerpo o las extremidades. Poco a poco, él y sus compañeros se acercaron a los peldaños, abriéndose camino con sus espadas hasta llegar al parapeto que se levantaba por encima de la puerta principal. ¿Quién fue el que lo hizo? ¡Ah, sí! Bartolomé, como siempre. Saltó y se enzarzó en combate con un gigantesco mameluco. Se movía con la gracia de un bailarín y su espada parecía una sibilante serpiente plateada. Una falsa finta hacia la ingle y después un rápido medio arco para herir al enemigo entre el yelmo y el camisote. Ralph le siguió. Entonces era un honrado caballero.

Después levantaron la gran tranca de la puerta y los hombres del califa penetraron en la ciudad. ¡Cuánta sangre derramada! No se pidió ni se concedió ningún cuartel. En las sofocantes y angostas calles resonaban las trompetas y los gritos de los moribundos, hombres y mujeres por igual. Por lo menos, los caballeros no intervinieron en la matanza; habían cumplido su misión y esperaban una recompensa adecuada. Al final, llegaron a una espaciosa plaza con una gran fuente de mármol en el centro. Cerca de allí estaba la casa vacía de un banquero. ¡Qué tesoro tan inmenso encontraron en ella! Adam se hundió hasta la rodilla en una montaña de ducados de plata y copas con piedras engastadas, rebosantes de perlas.

Mowbray apartó repentinamente a un lado sus recuerdos. Le parecía haber oído algo en lo alto de los peldaños que había al final del parapeto. No, pensó, era sólo el viento. Volvió a sus recuerdos. Qué extraño, pensó, que Adam no hubiera acudido a la cita esta vez. A lo mejor, tenía miedo. ¿Acaso el difunto sir Ralph y el ahora acaudalado burgués Adam sabían algo que él ignoraba? ¿Cuál era la causa del temor del condestable?

—Todos tenemos miedo —musitó Mowbray para sus adentros.

El temor los había cambiado a todos. Ésos son los efectos del mal, pensó, corroe la voluntad, pudre el alma y contamina las cámaras y los pasadizos de la mente. ¡Lo que se había hecho en Ultramar años atrás era una mala obra! Bartolomé fue el cabecilla. La mitad del tesoro era suyo por derecho propio y él había confiado en ellos. Las palabras gritaban como espectros atormentados en los más oscuros rincones del alma de Mowbray. El caballero se estremeció de frío. Ralph lo había urdido todo, pero ellos habían tomado parte en la mala acción. Él había confesado sus pecados, había peregrinado descalzo a Santiago de Compostela y tanto él como Fitzormonde se habían convertido en hospitalarios para expiar sus culpas. Contempló la oscuridad.

—¡Dulcísimo Jesucristo! —murmuró—. ¿Acaso no fue suficiente?

El caballero se sentía acosado por los negros demonios del infierno. ¿Qué suplicios les estarían reservados a los traidores en el averno? ¿Ser cubiertos de pez en un oscuro abismo lleno de azufre donde las víboras se les comerían los ojos y las serpientes se enroscarían alrededor de las mentirosas lenguas? ¿Qué podía hacer para librarse de semejantes espectros? ¿Decírselo a Cranston? ¡No! ¿Tal vez a fray Athelstan? Mowbray recordó los ojos oscuros y el enigmático rostro del fraile dominico. Había conocido a hombres como él en otros tiempos. Algunos de sus capitanes de la orden hospitalaria tenían, como Athelstan, el don de adivinar los pensamientos. El fraile sabía que detrás de la muerte de sir Ralph se ocultaba algo muy malo y ponzoñoso.

Mowbray experimentó un repentino sobresalto al oír el grito de un ave nocturna más allá de los muros de la Torre. Un perro lanzó un lastimero aullido de protesta. ¿Era un perro?, se preguntó. ¿O acaso un representante de las huestes de Satanás convocando a las legiones de los condenados desde los abismos infernales? Oyó el sonido de una campana. Mowbray gimió de temor, atrapado en sus propias fantasías. La campana resonó como si surgiera de las entrañas de la tierra. Soltó una maldición y procuró tranquilizarse.

¡Era el toque de rebato de la Torre! Su mano se desplazó hacia el puño de su espada al recordar de repente que el gran badajo de bronce sólo sonaba cuando la Torre estaba sufriendo un ataque. Asió con fuerza el puño de la espada. ¿Y si se hubiera equivocado?, se preguntó. ¿Y si el asesinato de sir Ralph hubiera sido obra de los rebeldes y ahora éstos hubieran regresado? Corrió sobre la grava a lo largo del parapeto. Quería luchar, quería matar y dar rienda suelta a la furia que le hervía en la sangre. De pronto, tropezó. Extendió los brazos como si fueran las alas de un pájaro negro recortándose contra la oscuridad del cielo, dio un traspiés y cayó, presa todavía de sus delirantes pensamientos. Era un niño que se lanzaba desde una roca a las aguas de uno de los apacibles ríos del condado de York. Era el joven y valeroso caballero que había saltado al parapeto de la muralla de Alejandría, gritándoles a los demás que lo siguieran. Después lo envolvió la oscuridad.

Se estrelló violentamente contra el suelo y su cerebro se derramó a su alrededor cuando los fríos y cortantes adoquines le aplastaron el cráneo. Su cuerpo experimentó una fuerte sacudida y después se quedó inmóvil mientras la moribunda mano se desplazaba lentamente hacia la bolsa que contenía un amarillento trozo de pergamino con el tosco dibujo de un barco y una negra cruz en cada esquina.