La noche había caído sobre Southwark cuando dos hombres, con sus capas, capuchas y cogullas, una espada y una daga colgando de sus talabartes conducían a dos caballos de carga a lo largo de la carretera en dirección a Southwark. Valerian y Domitian se habían encontrado con el carretero en los campos, detrás de la taberna de Tabard. Habían descargado los sacos del carro y los habían cargado en los caballos. Ahora se dirigían a través de los lúgubres arroyuelos y callejas. Las chozas y las casas desvencijadas se alzaban imponentes bajo la oscuridad a ambos lados de la calle, ocultando prácticamente el cielo de la noche. Se subieron las bufandas hasta la nariz ante el hedor de los muladares y sucios albañales. A lo lejos se oía a unos gatos peleándose y armando un gran alboroto, y las ratas salían de las grietas de las paredes. Había algunos mendigos quejándose en las esquinas. Les acercaron sus platillos de limosna, pero no obtuvieron ni un penique de aquellas dos figuras oscuras. De vez en cuando, detrás de alguna contraventana cerrada, se asomaban algunos rostros, brillaban algunos ojos, pero Valerian y Domitian eran conocidos por todos los que vivían en Southwark, y los temían más que a los espías y agentes del regente. Valerian tiró de la cuerda y miró a su compañero por encima del hombro.
—No nos llevará demasiado tiempo.
—¿Cuántas noches más?
—Quizás otras cuatro o cinco y luego habremos acabado.
Siguieron caminando. Los caballos eran dóciles; en las pezuñas llevaban atados unos trapos para amortiguar el ruido de los cascos. Valerian y Domitian también se habían puesto lana alrededor de sus botas, de manera que pareciera que se deslizaban como sombras de una callejuela a otra.
Finalmente se acabó la hilera de casas. Cruzaron el descampado que llevaba hasta la tapia del cementerio de San Erconwaldo. Valerian se detuvo, se llevó una mano a la daga; pudo entrever el perfil de la iglesia, la torre dibujándose a través de la luz de las estrellas. Escudriñó la torre almenada pero no vio ninguna luz o llama, lo que significaba que el frailecillo no se encontraba contemplando las estrellas. Estaba a punto de continuar su camino cuando se detuvo. ¿Algo marchaba mal? La fuerte tormenta de la noche anterior seguramente disuadió al fraile de subir a la torre, pero en aquella noche tan estrellada, era muy raro que hubiera desechado la oportunidad. Valerian se humedeció los labios; tenía que andarse con cuidado, debía ser muy precavido.
—¿A qué estamos esperando? —le siseó su compañero.
—No lo sé.
—¿Pasa algo?
—¡Qué va a pasar! Además, tampoco podemos volver atrás.
Escudriñando en la oscuridad, Valerian hizo avanzar a su caballo. Cruzaron el pequeño arroyuelo, ahora seco debido al calor de verano, y por fin llegaron al muro. Valerian cogió una cuerda y se subió encima de la tapia. Pasó un cabo alrededor de una rama del sicómoro, lo volvió a recoger, hizo un nudo corredizo y luego se ató a la cuerda y se deslizó hacia el foso. ¿Pasaría algo? Aquel par de tontos normalmente cavaban hasta una determinada profundidad, pero esta noche parecía que no era la misma. Deseó tener una antorcha a mano. ¿Habrían removido la tierra? ¿Acaso aquellos dos necios se habían atrevido a husmear lo que estaban enterrando allí?
—¡Vamos! —le apresuró su compañero.
Le pasó un saco por encima del muro. Valerian lo agarró y lo depositó en el foso. Estaba a punto de colocar el segundo, cuando de repente la oscuridad se vio rota por una luz. Valerian salió fuera del foso.
—¿Pero qué…? —exclamó.
De detrás del muro escuchó el rozar del acero. Unas sombras y figuras aparecieron de la oscuridad. Valerian reconoció al fraile. Se sacó la daga, adoptando la posición de un guerrero, y escudriñó con la mirada al resto. No eran soldados. Eran oficiales de la ciudad, bedeles, hombres de familia, asustadizos como ratones. Valerian probó suerte. Dio un paso al frente y los oficiales se dispersaron. Miró por encima de su hombro. Escapar por el muro sería imposible, pero si pudiera colarse por el cementerio, pronto se encontraría perdido entre las calles de Southwark. Estaba a punto de correr en aquella dirección cuando una voluminosa figura salió de la oscuridad. Bajo la luz de la antorcha Valerian distinguió un rostro enrojecido con bigote, una capa echada sobre los hombros, una espada y una daga en mano.
—¡Apartaos de mi camino, bastardo, y no os rajaré!
—¡Reconozco esa voz —tronó sir John—, bajad esa espada y esa daga, muchacho, y entregaos al forense real, sir John Cranston!
—¡Idos al infierno!
Valerian avanzó. Cranston era viejo y estaba gordo, de eso no cabía la menor duda, pero el forense se movió con gran rapidez. Valerian se detuvo y se volvió, con la espada cortando el aire, pero el forense le paró el golpe. Valerian retrocedió; el sudor le caía por la nuca. Sir John parecía ligero como una pluma. Intentó un nuevo ataque y las espadas y las dagas se encontraron formando un arco de acero destelleante. De pronto la daga de Valerian salió disparada de un golpe. Entonces agarró la espada con las dos manos y se precipitó sobre el forense con la intención de querer asustarle. La espada volvió a cortar el aire; Valerian sabía que había cometido un error. Sólo unos segundos antes la hoja de la espada de Cranston se había clavado profundamente debajo de su corazón. Valerian sintió unas punzadas de dolor, la sangre empezó a salirle a borbotones por debajo de la boca. Cayó de rodillas, el cielo estrellado brillaba, las voces se habían convertido en un débil susurro y, escupiendo sangre, se desplomó sobre el suelo.
Sir John Cranston, con el pecho subiéndole y bajándole pesadamente, limpió la espada en la capa del fallecido y luego la envainó. Ordenó a un oficial que se acercara con una antorcha, volvió el cuerpo y le bajó la cogulla.
—¡Por todos los santos! —blasfemó—. ¡Es Ralph Hersham!
Athelstan se arrodilló y le quitó la capucha y la cogulla. Reconoció los rasgos duros y bien marcados del hombre de sir Thomas Parr. Le dio la última bendición y, aunque le tomó el pulso en el cuello, se dio cuenta de que su alma se había ido a encontrarse con su juicio. Se levantó ante los gritos que procedían del fondo del cementerio. Sir Maurice y otros oficiales traían a empujones a un figura. Descubrieron la cabeza del hombre y le sacaron la cogulla. Una vez bajo la luz de la antorcha, Athelstan pudo ver que estaba muy malherido y completamente fuera de sus cabales. El hombre echó un vistazo al rostro de Hersham y cayó de rodillas con un gemido, extendiendo las manos en señal de súplica.
—¡Oh, Señor, tened piedad!
—¿Cómo os llamáis? —rugió sir John. Se acercó y agarró al hombre por la cabellera.
—Clemente, Clemente Margoyle.
—¿Y sois vos Valerian?
—No, yo soy Domitian. Hersham era Valerian.
—¿Habéis traído flechas a San Erconwaldo? —preguntó Athelstan con tono acusador. El fraile se acercó y apretó su dedo contra los labios del hombre—. ¿Estáis en estado de gracia, hijo mío? —Athelstan miró al forense y le guiñó un ojo.
—No, padre.
Sir John permaneció al lado del hombre y desenvainó la espada, que sostuvo por la empuñadura.
—Clemente Margoyle, sois un traidor y un villano. Habéis traído flechas por la noche a este lugar y la única razón debe ser que planeáis una terrible traición contra nuestro soberano el rey. Además, ibais encapuchado y armado, viajando a escondidas por la noche, lo que está específicamente condenado en el Estatuto de Traiciones.
—¡No! ¡No! —gritó Margoyle.
—Por lo tanto —continuó implacable sir John con su voz sonando como el tañido de una campana funeraria—, yo, sir John Cranston, forense del rey de la ciudad y sus alrededores, os sentencio a vos, Clemente Margoyle, a muerte. La sentencia se llevará a cabo inmediatamente. Que el Señor se apiade de vuestra alma —retrocedió, intentando no mirar a los ojos de Athelstan—. ¡Colgadlo! —ordenó.
Uno de los oficiales lanzó una cuerda por encima de una rama del sicómoro. La rapidez con la que trabajaban sorprendió a Athelstan. Con el cabo de la cuerda hicieron un nudo corredizo y se la pusieron alrededor de la cabeza del desafortunado Margoyle. Sir Maurice estaba a punto de protestar, pero sir John le ordenó que callara. Emitió otra orden. Inmediatamente los oficiales, sosteniendo el otro lado de la cuerda, empezaron a tirar. Margoyle, sin poder respirar y tosiendo, fue levantado en el aire; las piernas le quedaron colgando.
—¡Sir John! —le imploró Athelstan—, ¡por el amor de Dios!
—Oh, sí, me olvidaba de ello. ¡Bajadle!
Dejaron caer a Margoyle de golpe. Durante un rato yació sobre la hierba húmeda tosiendo y escupiendo. Sir John desató el nudo.
—Maltravers, llevadlo a la casa del párroco. Henry —le pidió a Flaxwith que se acercara—. Quiero que todas y cada una de las flechas se saquen del cementerio y que os las llevéis a la ciudad. Coged el cuerpo de Hersham y entregádselo al Enterrador de Muertos. Él encontrará un lugar para su tumba. Decidle que envíe la factura al Ayuntamiento. Athelstan, marchémonos a otro lugar a interrogar a Margoyle.
Dejaron la confusión detrás de ellos y se dirigieron a la casa del párroco. Margoyle se sentó sobre un taburete, todavía temblando por los malos tratos. Athelstan le sirvió una copa de vino y se la puso en las manos. Godbless intentó entrar con Tadeo, pero Athelstan le pidió que esperara fuera. Le dio al mendigo las llaves de la iglesia.
—Vete para allí —le dijo—, y saca a ese par de sinvergüenzas. Diles que se vayan directamente a casa. Aquí no tienen ya nada que hacer.
Athelstan cerró la puerta con llave detrás de él y se sentó enfrente de Margoyle.
—Sir John, ¿colgarán a este hombre?
—Por supuesto que sí —contestó el forense sonriente desde la mesa—, en Tyburn o Smithfield, depende de los jueces.
Margoyle tomó un largo sorbo de vino.
—¿Pero qué pasaría si colabora, sir John? —Athelstan vio como la esperanza encendía los ojos del hombre—. ¿Qué haríais si Margoyle hiciera una confesión completa y sincera?
—Eso depende de la canción que escuchara. Hoy me siento de buen humor: esa lucha de espadas me ha traído recuerdos de algunas escaramuzas con los piquetes franceses a las afueras de Dijon. ¿Os he dicho alguna vez que…?
—Gracias, sir John —respondió Athelstan con tono de hastío—, sí, ya me lo habéis contado más de una vez —estudió a Margoyle. Todo un matón, pensó, pero de rostro débil y ojos llorones y desesperados. Un matón y un cobarde, concluyó Athelstan, un hombre que desde luego no moriría para proteger a nadie—. Señor Margoyle, tomad otro trago de vino —le ofreció—, y luego confesad. Pero os digo una cosa. Si me decís alguna mentira, por pequeña que sea, sir John os colgará de la rama del sicómoro.
—Soy inocente, yo no he matado a nadie —explotó Margoyle—, nunca he cometido ningún asesinato —miró atemorizado al forense—. No veo por qué deberían colgarme por eso. Hersham es el responsable.
—¿Qué? —preguntó Athelstan—, ¿de qué demonios estáis hablando?
—De la mujer de la taberna del Fogaril de Oro.
Margoyle temblaba tanto que tuvo que utilizar las dos manos para coger la copa de vino.
—Continuad —le instó Athelstan—, ¿vos y Hersham fuisteis responsables de la muerte de aquella mujer?
—¡Entonces tenía razón! —exclamó sir Maurice—, sir Thomas Parr estaba involucrado.
—¡Oh, que Dios nos asista, no! —gimoteó Margoyle—. Os lo aseguro, señor, él no tiene nada que ver, fue idea de Hersham. Os odiaba, sir Maurice. Quería desacreditaros ante los ojos de sir Thomas. Los rumores han llegado a la casa de mi señor. Ha enviado a un mensajero a las monjas de Syon.
Si el forense no hubiera intervenido, sir Maurice se habría abalanzado en aquel momento sobre el prisionero.
—¡Por el amor de Dios, sentaos! —le ordenó Cranston—. Cuanto más hable este hombre, más cosas sabremos.
—Fue idea de Hersham —continuó Margoyle—, alquiló los servicios de una prostituta al chulo de Peterkin y luego le explicó lo que tenía que hacer. Tenía que ir a la taberna del Fogaril de Oro, alquilar una habitación y cerrarla con llave hasta que él llegara. Era sábado por la tarde. Hersham me dijo que fuera al patio del establo y que me quedara allí vigilando. Y así lo hice. Él se marchó durante un buen rato; el lugar estaba abarrotado de gente. Me pasé el rato entrando y saliendo por la puerta. Nadie advirtió mi presencia. Luego se abrieron las contraventanas de un piso de arriba. Oí como alguien me llamaba. Hersham me dijo que, cuando el patio se quedara vacío, me pusiera a silbar. Esperé un rato y, cuando se presentó la oportunidad, Hersham salió por las contraventanas. Se apoyó en la obra de la pared, cerró las contraventanas y se lanzó al patio. Estaba que saltaba de alegría. Sólo luego me explicó lo que había pasado.
Margoyle tomó otro sorbo de su copa de vino.
—Parece ser que Hersham, que estaba tan loco como una cabra, se había quedado cerca de la puerta y se deslizó escaleras arriba. Se llevó con él una bota de vino que contenía un opiáceo. La prostituta le abrió la puerta. No creo que ella supiera por qué estaba allí; sólo se limitó a llevar a cabo las instrucciones que Hersham le había dado. Debió pensar que se trataba de algún juego. Hersham le dio de beber de la bota de vino y cayó sedada sobre la cama —Margoyle puso la copa sobre la mesa y cruzó los brazos a la altura del pecho—. Yo no sabía qué hacer cuando Hersham me dijo que había cogido una cuerda y había colgado a aquella mujerzuela. Me dijo que nadie lo descubriría, ya que la culpa se la echarían a Maltravers, al que había engañado para que acudiera también a la taberna —miró atemorizado a Athelstan—. Padre, os juro que yo no tuve nada que ver con aquello.
Athelstan estudió los ojos castaños de aquel tipo y creyó que le estaba diciendo la verdad. Margoyle desvió la mirada; esta vez hacia el caballero sentado en la mesa.
—Os odiaba —le dijo—, no sólo por lady Angélica, sino porque vos erais todo lo que él deseaba ser.
—¿Y el asunto del cementerio? —preguntó sir John.
—En eso sí estoy involucrado —confesó Margoyle despacio—. La Gran Comunidad del Reino, sir John, está bien asentada en Londres. Tiene miembros entre el Ayuntamiento, los concejales, los comerciantes y los gremios. Amenazan a todo el mundo, excepto a los poderosos —a Margoyle se le quebró la voz—; que ayudemos y colaboremos, nos dicen, y todo, nuestras casas, nuestros trabajos, nuestras familias, todo está marcado por el signo de la fatalidad. Tarde o temprano el ejército de la Gran Comunidad marchará sobre Londres.
Sir John aporreó la mesa.
—¡Claro! —se cogió el puño con una mano.
—¿Claro, qué, sir John? —preguntó Athelstan.
—No, nada. Sólo que últimamente han ocurrido algunos incidentes, que si el incendio de una casa, el robo en algún almacén, propiedades masacradas… El Ayuntamiento piensa que se trata de algunos delincuentes nocturnos, pero vos, mi querido amiguito, decís que podría ser obra de la Gran Comunidad.
Margoyle asintió con temeridad.
—Por favor, continuad, señor Clemente. Cantáis como un canario. ¿Qué otros secretillos guardáis? ¿Sois miembro de la Gran Comunidad?
Margoyle bajó la cabeza y musitó.
—Sí, sir John, tanto yo como Hersham. Nos dieron los seudónimos de Valerian y Domitian. Nos prometieron que, con el nuevo gobierno, accederíamos a altos cargos.
Sir John estalló de risa.
—«Cuando Adán cavaba y Eva hilaba, ¿quién se aprovechaba?» —canturreó—. Así que algunas leyes van a ser reemplazadas por otras, ¿no?
Margoyle asintió.
—Seguid cantando.
—La Gran Comunidad celebró un consejo en San Albans. Creen que el ejército marchará dentro de doce meses, pero primero necesitan hacerse con el Puente de Londres. Los hombres tienen arcos, pero no flechas. Si las hubieran fabricado en la ciudad, De Gante, quiero decir su señoría el regente —se apresuró a añadir Margoyle—, pronto lo habría descubierto.
—Y los guardias de las puertas de la ciudad —observó Athelstan—, no permitirían que carros cargados de flechas se pasearan por ahí.
—Las flechas las hicieron los campesinos —continuó Margoyle—, en el sur de Essex y Hertfordshire. Entonces acordaron llevarlas a un punto de encuentro y luego distribuirlas. Iban a traerlas a Southwark. Valerian y yo teníamos que encontrar un lugar lo más cercano posible al Puente de Londres y San Erconwaldo fue el sitio elegido.
—¿Por qué?
—Porque es una parroquia pobre, padre. Ninguno de los peces gordos vive aquí —Margoyle desvió la mirada—. Dicen que sois un buen párroco, entregado al cuidado de vuestras almas. Muchos en el consejo de la Gran Comunidad dicen que sois comprensivo.
—No lo soy —replicó Athelstan—, y me opongo ante hombres como vos que habéis involucrado a Watkin y Pike, unas pobres almas, en este juego mortal.
—También nos dieron sus nombres —continuó Margoyle—. Una noche fuimos a buscarlos y les dijimos lo que tenían que hacer. Tenían que cavar un foso con la excusa de que estaban revisando los cimientos del muro del cementerio. Nosotros pusimos las flechas dentro, luego ellos se encargaron de cubrirlo —se encogió de hombros—; el resto ya lo sabéis.
—Pero os estáis olvidando de un detalle importante —insistió Athelstan—. Las flechas cuestan dinero. Se ha de comprar madera, se necesitan sacos y carros. Se han de fabricar las puntas, y no nos olvidemos del pegamento y de las plumas de ganso.
—Sir Thomas nos lo proporciona. Le dio unas cuantas bolsas con monedas de plata a Hersham. Sir Thomas tiene una cuenta privada.
—¿Así que es un traidor? —interrumpió Athelstan.
—No tenía otra opción —una nota de desafío se apoderó de la voz de Margoyle.
—¿Qué queréis decir?
Los ojos del tipo se movieron en dirección a sir Maurice.
—¿Creéis que lady Angélica fue llevada al convento de Syon sólo por Maltravers?
Sir John se golpeó el muslo.
—¡Claro! Pensamos que estaba allí para protegerla de este sir Lancelot, pero fue amenazada por la Gran Comunidad, ¿verdad?
Margoyle asintió.
—Os he dicho la verdad, sir John.
El forense se puso en pie.
—Padre Athelstan, ¿vuestra iglesia es un lugar seguro y se puede cerrar con llave, me equivoco?
—No, sir John.
—¿Y las ventanas son lo suficientemente estrechas para que nadie pueda salir por ellas?
—Así es, mi querido forense —Athelstan sonrió al entender el sentido de aquellas preguntas.
El forense se dirigió al escritorio, donde cogió dos plumas, un bote de tinta y un gran trozo de pergamino en blanco. Luego se dirigió a Margoyle y le cogió por el pescuezo.
—Padre Athelstan —dijo sir John con una sonrisa en los labios—, abrid la puerta de la iglesia. Voy a llevar a Margoyle al santuario, se sentará en la mesita y escribirá su confesión. Cuando haya terminado, si estoy satisfecho, le voy a dejar libre. Con una advertencia —volvió su rostro asustado hacia él—, si os vuelvo a coger en Londres otra vez, os colgaré sin contemplaciones.
—Pero implicará a Parr —objetó Athelstan—, De Gante querrá la cabeza de sir Thomas.
—No necesariamente. Escribirá lo que yo le diga.
—¿Pero y los oficiales?
—Los hombres como sir Thomas no se dejan impresionar fácilmente. Hersham está muerto. Margoyle no mencionará el nombre de Parr y sir Thomas simplemente dirá que no tuvo nada que ver con este villano —sir John guiñó un ojo—, pero sabrá que nosotros lo sabemos y eso, mi querido padre, será de extrema importancia.