Capítulo X

La noche estaba cayendo, cubriendo con su manto oscuro Whitefriars. A esa hora sus vías principales y callejuelas llenas de asaduras cobraban vida. Bribones y mendigos serpenteaban como ratas sobre un muladar en busca de alguna presa, de algún viandante despistado, vulnerable, preparados para atacar ante la menor señal de debilidad. Era un lugar de casas miserables, callejas estrechas y corazones todavía más miserables. Mercurio lo sabía.

Había estado allí hacía años escondiéndose de la ley, y su modo de caminar, su contoneo, con la daga y el cuchillo bien cogidos al cinto, eran una advertencia suficiente para aquellos que permanecían ocultos en las entradas de las casas o espiaban a través de contraventanas desquebrajadas. Entró en la taberna La Bandera Rasgada, una bodega espaciosa que olía a rayos y tan sólo a un tiro de piedra del monasterio de las carmelitas que daba nombre a aquel barrio. La taberna estaba iluminada por unos cirios alargados y poco consistentes que impregnaban el lugar de un hedor agrio.

Mercurio se apretó bien el casco alrededor de su cabeza y se aseguró de que la cogulla le tapara completamente el rostro. Se sentó al lado de la ventana y contempló el anochecer. El tabernero había realizado un esfuerzo patético al intentar construir un jardín afuera: unos cuantos hierbajos quemados por el sol caían de las macetas de oropel polvorientas, al lado de huesos de patas de oveja y cráneos de distintos animales. Se acercó una moza a su mesa. Mercurio sacó una moneda de plata.

—Cerveza —ordenó—, bien servida. Y mejor que la jarra esté limpia.

Se sacó una pequeña ballesta de un gancho de su talabarte y la colocó sobre la mesa. La muchacha se apresuró a obedecer. Fuera, en el patio del establo, dos sementales se habían encabritado con el mozo de cuadra y no paraban de dar coces. Algunos de los clientes salieron al exterior para contemplar el espectáculo. Un picaruelo gritó que estaba dispuesto a aceptar apuestas a que el mozo saldría malherido. El tabernero, un tonelete de hombre, les apartó a un lado y salió afuera, blandiendo una vara en la mano, dispuesto a separar a los dos caballos.

Mercurio se reclinó en la esquina. En medio del suelo se había desplomado un miembro de una tropa de actores ambulantes, borracho como una cuba. El hombre yacía de espaldas, con la máscara del diablo todavía tapándole la mitad superior de su cara. Un chiquillo se agachó a su lado para limpiarle el hilillo de saliva que le resbalaba por su boca flácida. Al otro lado de la taberna otros miembros se peleaban por las ganancias del día. Armaron jadeo durante un rato mientras un sereno bajaba por la calle, haciendo sonar la campana y gritando a los ciudadanos que tuvieran cuidado, que era hora de apagar los fuegos y que vigilaran las velas. Alguien chilló también a grito pelado que tenía a la venta a una doncella virgen.

El clamor de voces en el patio de los establos empezó a acallarse, los clientes regresaron a sus mesas. Los ladronzuelos se dividían sus botines; mendigos profesionales, con paños húmedos, se quitaban la pintura y el salitre que habían utilizado para simular cicatrices falsas. Mercurio estaba a la espera, sus ojos no paraban de moverse de un lado para otro, alerta ante la presencia de algún oficial del baile o algún espía del regente. En realidad no estaba seguro de si el inglés sabía que se encontraba en Londres, pero no quería arriesgarse. El asunto de Hawkmere iba sobre ruedas, aunque él no había sido el responsable.

Aparecieron dos sombras en la puerta; sus clientes habían llegado. Se acercaron con paso jactancioso, vieron la ballesta sobre la mesa y reconocieron la señal. Mientras se acercaban unos taburetes y se sentaban, Mercurio bebió de su jarra de cerveza y los estudió. Eran iguales, como dos guisantes sacados de la misma vaina; vestían calzas y botas y llevaban el pecho al descubierto bajo una chaqueta de piel, con las mangas cortadas y unos brazaletes de cobre alrededor de sus brazos musculosos. Tenían la cabeza totalmente afeitada, sus rostros eran alargados y sus ojos rasgados. Uno de ellos se tocó un pendiente de cobre que le colgaba del lóbulo de la oreja.

—¿Sois vos?

—Sí.

—¿Y qué queréis?

El asesino chasqueó los dedos y la moza que le había servido con anterioridad acudió al instante. Pidió otras dos jarras de cerveza. Uno de los hombres se inclinó sobre la mesa con los brazos cruzados.

—No nos podemos quedar aquí toda la noche sentados. ¿Qué queréis? Nuestros caballos están ahí fuera. Podemos tomar algo pero luego nos largamos.

—Si volvéis a hablarme de ese modo otra vez, os mato ahora mismo a los dos.

—¿Cómo decís? —preguntó incrédulo el más alto.

—Mirad debajo de la mesa.

El hombre obedeció y vio otra ballesta que el asesino se había colocado en su muslo. Estaba cargada, la lengüeta echada hacia atrás y el dedo sobre el gatillo. El tipo tragó con dificultad y miró a su compañero.

—No quisimos ofenderos.

—Por supuesto que no.

La moza regresó con las jarras de cerveza. El extraño encapuchado bajó la ballesta y depositó una bolsa sobre la mesa.

—Seis monedas de plata, venecianas, recién acuñadas. Tres ahora y las otras tres cuando terminéis la faena.

—¿De quién se trata?

—De sir Maurice Maltravers, es uno de los hombres del regente Gante.

El tipo que estaba inclinado tosió por encima de su cerveza.

—¿Uno de los hombres de Gante?

—He oído ese nombre antes —intervino el otro—, se hizo con un barco en el canal. Un hombre de guerra.

—Con su malla y armadura, sí lo es —replicó el asesino—, pero no con un hábito de monje. Se encuentra en la parroquia de San Erconwaldo en Southwark, ya conocéis el sitio, me apuesto a que sí.

Los dos hombres asintieron al unísono.

—Lo encontraréis allí cuando queráis. Un cuchillo en la espalda, una flecha que le atraviesa la garganta, da igual…

—No matamos a frailes —protestó el que estaba reclinado—, el que vive allí, Athelstan, es muy conocido y querido por sus feligreses.

El asesino rebuscó en su zurrón y sacó cuatro monedas de plata que metió en la otra bolsa. Los cabeza-rapada sonrieron.

—Bueno, dicen que es de sabios recapacitar.

El líder fue a coger las monedas, pero el asesino le agarró por la muñeca.

—¿No vivís aquí, verdad? Vivís en Santa María Axe Street. Tenéis una hermana, o por lo menos dicen que es vuestra hermana. Sólo una cosa, amigo, no cojáis esas monedas si no estáis dispuesto a llevar a cabo la tarea.

—Será pan comido.

—¡Bien! —exclamó el asesino volviéndose a sentar—, y si ese fraile muere, más divertido será.

Apuró su jarra y se puso en pie. Se colgó una de las ballestas en un gancho de su talabarte, pero la otra la sostuvo en la mano.

—¿Cómo podremos deciros que hemos llevado a cabo la misión?

—Oh, no lo haréis —respondió el asesino con suavidad y dándole unos golpecitos al hombre en los hombros—, yo lo sabré y, no os preocupéis, os haré una visita. Ahora, quedaos sentados un rato más y acabaos esas cervezas.

Dicho lo cual se marchó.

Athelstan celebró una misa a primera hora de la mañana. Sir Maurice Maltravers, vestido con su ropa habitual, hizo de monaguillo. También acudieron Godbless y Tadeo, que intentó mordisquear el mantel del altar. Buenaventura, por supuesto, estaba presente. El gato no apartó la mirada del cáliz y sacaba su lengüecilla de color rosa como si pensara que estaba lleno de leche. Pernell, la Flamenca, con el cabello ahora teñido de un amarillo chillón, también acudió y se encontraba arrodillada al lado de Ranulfo, el cazador de ratas. Una vez se terminó la misa, Ranulfo se acercó arrastrando los pies hacia la sacristía. Esperó pacientemente a que el padre Athelstan se cambiara.

—Padre, estamos listos.

Athelstan se acordó justo a tiempo.

—Ah, claro, te refieres a la misa por vuestro gremio.

—¿Podría celebrarse el miércoles por la mañana, padre? ¿Sobre las diez de la mañana?

Athelstan tragó con dificultad, pero Ranulfo le miraba suplicante, con un gesto que le recordó a Athelstan, que ya se lo había prometido en diversas ocasiones.

—¿Y qué has pensado, Ranulfo?

—Bueno, el miércoles es un buen día para los cazadores de ratas, padre. Haremos una misa y traeremos a nuestros animales.

—¿Que son…?

—Hurones, gatos y perros, además de nuestras trampas y jaulas.

—¿Y cuántos habrá?, quiero decir, de cazadores de ratas —añadió rápidamente Athelstan.

Miró cómo Sir Maurice contemplaba perplejo a su extraño feligrés, que llevaba una chaqueta sucia de brea y una capucha. El brillante cinturón alrededor de la cintura de Ranulfo estaba plagado de ganchos, pequeñas trampas y rollos de alambre, todos los instrumentos necesarios para su oficio de cazador de ratas.

—Seremos unos dieciséis o dieciocho. Después, romperemos nuestro ayuno en una mesa bajo el pórtico. Serviremos comida y cerveza. Nos gustaría que nos bendijerais, padre, sobre todo a nuestros animales.

—De acuerdo —aceptó Athelstan—, pero háblalo primero con Benedicta. Ahora, márchate, Ranulfo, y cierra la puerta con llave. He enviado al monaguillo Crim en busca de sir John. Cuando vuelva, ¿podrás ayudarle con Philomel y a limpiar el establo? Después, podéis acabaros la harina de avena que he dejado en la cocina.

Ranulfo asintió con rapidez y salió disparado de la sacristía.

—¿Un Gremio de Cazadores de Ratas? —preguntó extrañado sir Maurice.

Athelstan sonrió.

—Es una vida maravillosa, padre Norberto. Y ya es hora de que os cambiéis. Poneros el hábito que os di y abrocharos bien vuestra capa.

El caballero se apresuró a obedecer y Athelstan entró de nuevo en la iglesia. Se arrodilló en las escaleras del santuario y recitó una corta oración de gracias seguida de una invocación del Espíritu Santo pidiéndole su ayuda y guía para el día que acababa de empezar.

Sir Maurice se había pasado casi toda la noche leyendo los extractos de San Buenaventura; Athelstan había bajado a despertar al joven caballero y lo encontró sentado frente a la chimenea, recitando los poemas de amor que había aprendido ante un Godbless con ojos de búho y un Tadeo con bastantes ganas de fiesta. Athelstan, deseoso de empezar su misa, le había aconsejado simplemente que no fuera demasiado impetuoso.

Acabó sus oraciones, se santiguó y cruzó la nave. Huddle, el pintor, estaba en el pórtico, con un trozo de carboncillo en la mano. El artista sonreía ante el espacioso trozo de pared recién blanqueado.

—Podría pintar algo hermoso, padre —dijo Huddle volviéndose, sonriendo con su alargado rostro de caballo—, ¿qué os parece una escena de Jesucristo en el Juicio Final?

Athelstan retrocedió. La pared de un crucero ya estaba cubierta de algunas escenas que Huddle había pintado, eran muy crudas y vivas, llenas de color; éstas eran una fuente constante de admiración por parte de los feligreses. Athelstan a menudo las utilizaba en sus sermones, salía del santuario y se paraba frente a las escenas de la Biblia que Huddle había representado.

—Os costará dinero, padre. Necesitamos rojo y dorado, bermellón, algo de negro, por supuesto, y un escarlata bien bonito.

Athelstan estaba a punto de negarse cuando se acordó de la plata que Juan de Gante le había dado.

—Haz un borrador a carboncillo —acordó Athelstan—, traza uno de vuestros dibujos, y luego calcula el precio de la pintura.

La sonrisa del rostro de Huddle desapareció.

—¡Oh, no!, me olvidaba del Consejo de la parroquia, padre. ¡Ya conocéis a Watkin!

—Watkin admira tu obra —replicó Athelstan—, pero es cierto que el Consejo debe dar su aprobación.

—¿Pero me apoyaréis? Veréis a Jesucristo en el Juicio Final, la oveja a la derecha, los machos cabríos a la izquierda. Recuerdo vuestro sermón del Último Adviento.

—Está bien, Huddle, pero nada de bromas esta vez.

Athelstan desvió la mirada hacia el crucero. El artista había pintado la escena del nacimiento de Jesús con colores muy vivos y gran realismo cerca del altar de la Virgen. A todo el mundo le había gustado, menos a Watkin. Por eso, Huddle, para vengarse, había pintado al buey con su cara.

—Te apoyaré —añadió Athelstan dándole unas palmaditas en los hombros huesudos del artista.

Huddle no cabía en sí de júbilo. El dominico se marchó y se dirigió al pórtico donde se encontraba Godbless rodeando a Tadeo con el brazo.

—Hoy limpiaré el cementerio, padre. Quitaré las malas hierbas de las tumbas.

—Eres un buen hombre, Godbless.

—Aunque… volvieron ayer por la noche.

Athelstan se volvió.

—¿Los fantasmas?

—Sí, padre. Los vi flotando en el aire, unas sombras oscuras que se movían bajo el cielo de la noche. Cogí a Tadeo y me metí en la capilla y cerré la puerta con llave. Nunca había visto algo parecido. Excepto cuando estuve en Venecia con un ejército independiente. Vi a un hombre que debía haber muerto pero no fue así.

—¿Estás seguro de que visteis unas sombras? —preguntó Athelstan.

—Del todo, padre. Estaban colgadas entre el cielo y la tierra.

—¡Padre Athelstan!

Sir Maurice salió de la casa del párroco con su capa militar sobre sus hombros. Athelstan hubiera querido hacerle más preguntas a Godbless, pero el tiempo apremiaba, y cuanto antes cruzaran el Támesis y visitaran a las monjas de Syon, mejor.

Se dirigieron calle abajo, se detuvieron a comprar un pastel de carne en la pastelería de Piernasalegres. Los puestos y paradas de las tiendas habían sido sacados al exterior para otro día de trabajo. La taberna del Caballo Pío ya había abierto sus puertas a los clientes. Varios de los feligreses de Athelstan se encontraban reunidos en la puerta, con cervezas en la mano. Watkin y Pike descansaban sobre sus palas y azadones. Hig, el porquero, miraba afuera como si el mundo estuviera en contra de él. Saludaron a Athelstan y éste trazó una bendición en el aire.

Abajo, cerca de la orilla del río, los oficiales también estaban muy ocupados. Bladdersniff estaba allí, con su nariz cada vez más roja y los ojos llorosos, supervisando el encarcelamiento en los cepos de dos borrachos que habían encontrado completamente ebrios en una callejuela.

Caed ducunt caecos: el ciego conduciendo al ciego —tradujo Athelstan—. Bladdersniff bebe como si se fuera a acabar el mundo.

Llegaron a las escaleras resbaladizas del muelle. Moleskin estaba allí, su rostro bronceado esbozó una sonrisa. Les saludó con un leve movimiento de cabeza desde su chalana, haciéndole señas a Athelstan para que se apresuraran a subir.

—Pronto se llenará de gente, padre.

Ayudó a Athelstan a subir al inestable bote y miró con curiosidad a sir Maurice. Se encogió de hombros, se inclinó sobre sus remos y condujo su embarcación hacia el otro lado del río.

Una niebla matutina todavía flotaba sobre el agua, pero el río ya estaba lleno de botes de mendigos, barcos de guerra, esquifes y barcazas transportando la basura y porquería de las calles de la ciudad que luego vertían en medio de la corriente. Algunas tenían campanas y las hacían sonar para advertir al resto de embarcaciones de su presencia. De vez en cuando, Moleskin se detenía para saludar a sus conocidos y en una ocasión tuvo que recoger los remos para dejar pasar a una barcaza llena de cortesanos, oficiales y escribanos que bajaba por el Támesis en dirección a la Torre. Banderas de un azul y escarlata brillantes ondeaban con fuerza en la proa y la popa de la embarcación. Un esquife largo y achatado de color negro apareció entre la niebla, con una campana en la proa tocando a difuntos.

—¡Por el amor de Dios! —suspiró sir Maurice.

Athelstan se volvió y se echó hacia atrás la capucha. El esquife, alargado y plano, flotaba sobre el agua. En el centro yacía un cadáver empapado estirado sobre una plataforma de madera. A su alrededor, agachados, le acompañaban unos hombres con capucha y cogulla. El cabeza del grupo permanecía de pie en la popa como la figura de la Muerte en persona, llevaba la capucha echada hacia atrás para mostrar su extraño rostro huesudo y su cabeza afeitada. Se volvió hacia Athelstan al pasar frente a ellos.

—Buenos días, padre.

Athelstan reconoció al Pescador de Hombres cuyo trabajo consistía en peinar el Támesis y recoger los cadáveres a cambio de una cantidad que le pagaba el Ayuntamiento. Athelstan trazó una bendición en dirección al cadáver.

—¿Un suicidio? —preguntó.

El Pescador de Hombres emitió una orden a los remeros para que se detuvieran, la embarcación se levantó ligeramente y se paró al lado de la de Moleskin. El tipo desvió la mirada, carraspeó y acto seguido escupió.

—No, no se trata de un suicidio, padre, sino de una muerte por accidente. Este pobre hombre fue atacado por un perro rabioso cerca de Downgate. Lo lanzaron al agua pensándose que así se curaría. El pobre desgraciado se ahogó; su alma se ha ido al Cielo, pero su cuerpo va al Ayuntamiento de la Ciudad. ¡Vamos, remad, encantos! —se despidió con un movimiento de mano y su barcaza fantasmal desapareció entre la niebla de la mañana.

—Odio pasar junto a él —comentó Moleskin—, recorre el río en busca de la muerte.

—Es un trabajo misericordioso —defendió Athelstan—, y sabe Dios, Moleskin, que al final a todos nos llega la hora.

En Fennel Alley, justo a la salida de Catte Street, sir John Cranston, forense de la ciudad, habría estado de acuerdo con las conclusiones de Athelstan. Se echó hacia atrás su sombrero de castor, se rascó la cabeza y se quedó mirando, sin dar crédito a sus ojos, el caos que se había organizado ante él. El cadáver de un anciano, con las calzas bajadas hasta los tobillos, yacía en las ruinas de una tienda de taburetes que se había derrumbado y había aplastado al pobre desafortunado y a la letrina sobre la que estaba sentado.

—Volvédmelo a explicar —pidió mirando hacia las casas a ambos lados.

—Está bien, sir John. La casa a vuestra izquierda pertenecía a la víctima, Elias Ethmol, en su tiempo era vendedor de pieles pero ahora estaba retirado. La casa de la derecha es de Humphrey Withrington, un tintorero de oficio. Pues como podéis ver, sir John —continuó el bedel con tono lastimoso—, las dos casas están muy juntas, o por lo menos los pisos de arriba. Y como os decía, Elias y Humphrey eran ya muy mayores.

—¿Y dónde está ahora Humphrey?

Un anciano de ojos reumáticos se abrió paso blandiendo una vara de fresno entre la pequeña multitud que se había reunido.

—Ése debo ser yo, sir John.

—Para vos, vuestro querido forense a partir de ahora —le dijo sir John mientras levantaba la mirada; los pisos de arriba por lo menos tenían una altura de veinte pies.

—Lo que hicieron —continuó el bedel—, fue construir una casa de alivio…

—¿Queréis decir una letrina?

—Sí, sir John, entre los pisos de arriba.

—¿Y teníais una licencia para hacerlo? —le preguntó sir John con firmeza a Humphrey.

El anciano negó con la cabeza asustado.

—Continuad.

—Bueno, la letrina se construyó entre las dos tiendas. Podrían utilizarla por la noche y, por la mañana, vaciar los orinales. Ayer por la noche, el pobre Elias tuvo que hacer de cuerpo y se sentó en la letrina.

Sir John miró con advertencia al bedel, ya que le pareció captar cierto tono de guasa en sus palabras.

—Pues bien, según lo que he podido averiguar —continuó el bedel, intentando mantener la seriedad—, Elias estaba bastante borracho. Utilizó el orinal pero luego decidió ponerse a bailar.

—Yo escuché el ruido —intervino Humphrey—; ese viejo chocho siempre hacía lo mismo. Era tan molesto como un grano en el culo, sir John, quiero decir, mi querido forense.

Sir John estudió la pequeña puerta que había en cada planta y los daños en el lugar donde la letrina se había derrumbado.

—Lo que pasó después es obvio —añadió el bedel—. El edificio entero se desplomó, sir John, las vigas, el techo, la letrina…

—Y el pobre Elias —añadió sir John—. Está bien —continuó el forense pellizcándose la nariz ante aquel hedor—, ¿tenía familia?

—Ningún amigo, excepto yo —intervino Humphrey.

—Bien, entonces vos sois el responsable del cuerpo. Y dejad de lloriquear, fue una idea descabellada construir ese lugar y en contra de las leyes de la ciudad. Os pongo una multa de un tercio de marco.

Simón, su escribano, tomó nota en su pequeño libro de piel de becerro, que siempre llevaba consigo.

—¿Y quién construyó la letrina?

—Michael Focklingham —gimió Humphrey, frotándose sus ojos reumáticos.

—Ah, sí, el viejo Focklingham —sonrió sir John—, un hombre que construye allí donde se le antoja. No es precisamente el mejor carpintero de Londres. No es la primera vez que me encuentro con una de sus chapuzas. Le pondré una multa de un marco.

El escribano hizo una pausa para hundir su pluma en un pequeño bote de tinta que llevaba colgado en su cinturón.

—Y debe pagarlo para la fiesta de San Miguel, esa es mi sentencia. Simón os lo escribirá todo —el forense dio media vuelta.

—¿Vamos al Ayuntamiento, sir John? —preguntó Simón corriendo tras él—, tenemos muchos casos…

—Ni siquiera he roto mi ayuno. He ido a misa y acabo de presenciar lo estúpido que puede llegar a ser el hombre. Por el amor de Dios, necesito una cerveza y un buen pastel de carne.

—¿Entonces vamos al Sagrado Cordero de Dios, sir John?

Llevó su manaza a los delgados hombros del escribano.

—Sí, vayamos al Sagrado Cordero de Dios, Simón, y, hasta entonces, la ciudad de Londres puede esperar.

Afortunadamente cuando sir John se estaba acabando su pastel y la cerveza llegó Crim, que había pasado antes por su casa y se había encontrado con lady Maude. Entró con sus habituales andares de pato y gritando su nombre.

—¡Aquí, chico! —contestó sir John indicándole con la mano que se acercara.

Crim se dirigió a su encuentro con la boca medio llena de una rebanada de pan recién hecho que le había dado lady Maude. La miel que había extendido sobre ésta cubría ahora la cara del muchacho.

—Es el padre Athelstan —explicó Crim tragando con dificultad.

—¿Qué pasa, hijo? —sir John se puso en pie y se encaminó hacia él.

—El padre Athelstan —Crim cerró los ojos y se llevó la mano a la bragueta—. Oh, sir John, tengo que ir a hacer pis.

—¡Fuera, en el jardín!

Crim desapareció y volvió al cabo de un momento con una expresión de alivio en el rostro, todavía mordisqueando lo que le quedaba de pan.

—El padre Athelstan —repitió volviendo a cerrar los ojos—, ha ido al convento de las monjas de Syon. Dice que es muy importante que os reunáis con él. Lo encontraréis en la taberna que se llama el Árbol de…

—El Árbol de Jerusalén —terminó sir John.

—Sí, eso es, sir John.

Rebuscó en su zurrón y le dio al chico medio penique.

—Voy para allí —le dijo a su escribano—. Simón, volved al Ayuntamiento, redactad mi sentencia sobre la muerte de Elias Ethmol y averiguad todo lo que nos queda por hacer. De las muertes me encargo yo. Del resto… utilizad vuestra cabeza de chorlito.

—De acuerdo, sir John.

Simón siguió a Crim al exterior de la taberna. Sir John cogió su talabarte de donde lo había dejado y se lo colocó. Le dio un beso cariñoso a la mujer del tabernero y, disfrutando de los placeres de la vida, se encaminó hacia Cheapside.

Philippe Routier se encontraba en aquellos momentos corriendo para salvar su vida. Agarró el cuchillo envainado en su cinturón y atravesó corriendo aquellas tierras baldías en dirección al bosquecillo. Comió algo de pan y bebió de una botella que llevaba envuelta en una bolsa. Contempló el cielo. Parecía que iba a hacer buen día, el sol era cada vez más fuerte y, si todo salía según los planes, sería capaz de perderse en las tierras deshabitadas al norte de la ciudad. ¿Y luego, qué? ¿Quizá debería regresar al río o dirigirse a la costa? A decir verdad, no podía seguir más tiempo en Hawkmere. No podía soportar por más tiempo aquellas murallas grises y opresivas, al malhumorado sir Walter y las constantes sospechas y tensión entre sus compañeros. Routier se detuvo y se escondió detrás de un arbusto. Se giró para contemplar el camino que había recorrido. Todavía podía entrever el muro gris de Hawkmere e incluso a algunos de los centinelas haciendo guardia. ¡Y qué bien la hacían!

Routier había planeado su escapada detenidamente. Se habían encontrado en el Gran Vestíbulo para romper el ayuno y luego, como siempre, se les había permitido ir a dar una vuelta por el jardín para «tomar el aire de la mañana», tal y como decía sir Walter con ironía.

De todos los prisioneros, Routier era el que más odiaba su estado de cautividad. Había nacido y crecido en el puerto de Brest. Estaba acostumbrado a los campos abiertos y al mar: a sentir el movimiento de un barco bajo sus pies, al viento azotándole en la cara, a los crujidos del casco y a la emoción de la batalla. Era un hombre que nunca se había casado porque no podía sentirse atado a ningún sitio. Routier había nacido para odiar Hawkmere, a sir Walter e incluso a sus propios compañeros. No tenía ninguna duda de que había un traidor entre ellos. Lo habían discutido más de una vez: el San Sulpice y el San Denis habían sido asaltados porque alguien les había traicionado, y por lo tanto, uno de ellos era un traidor. ¿Pero quién? Routier abrió la botella de agua y tomó un sorbo. ¿Y sir Walter? ¿Sería él el asesino?

Routier había discutido sus planes con los otros. Les había invitado a que le acompañaran. Ahora se rió a sus anchas. Naturalmente, los demás se habían negado, creyendo que era imposible. Sin embargo, él se había dado cuenta de que el muro del jardín era fácil de escalar. Una vez en el patio de abajo, tan sólo era cuestión de esconderse en uno de los cobertizos y trepar saliendo a través de cualquier ventana abierta.

Routier sintió un ligero dolor en el estómago y mordió algo de la carne que se había traído. Deseó que al menos uno de los otros hubiera venido con él, pero aunque se negaron, habían acordado fingir una fuerte pelea, lo que le permitió a Routier saltar el muro del jardín y escaparse. El francés volvió a mirar atrás. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que sir Walter se diera cuenta de que se había escapado? Se puso en pie y corrió por una ladera en dirección al bosquecillo. Mientras corría se llevó una mano al estómago: los dolores eran cada vez más intensos. ¿Estaría enfermo? ¿Habría comido algo en mal estado? Entonces se acordó del pobre cadáver de Serriem, gris y frío. ¿Acaso a él también le habían envenenado? Finalmente llegó a una hilera de árboles. El dolor ahora era muy intenso y Routier se sentó. A lo lejos pudo oír el ladrido de unos perros y supo que le habían encontrado. Sus piernas habían perdido la fuerza, el dolor se había extendido del estómago al pecho y apenas podía respirar. La lengua le pesaba y empezó a inflarse en el interior de la boca.

Routier se tumbó, permitiendo que su rostro encendido se encontrara con la fresca y dulce hierba. Sobre su cabeza cantó un pájaro y le trajo recuerdos del puerto de Brest y de las gaviotas que revoloteaban por allí. Quizás había vuelto a aquel lugar. Se escuchó un golpe terrible, como el del mar estrellándose contra el rompeolas. Routier se tumbó de espaldas, su cuerpo se sacudía en espasmos de dolor. ¿Quién le había dado la comida que se había traído consigo? Routier trató de pensar, a pesar de que su mente se encontraba en un estado semiconsciente. Había comido y bebido lo mismo que los otros, pero, claro, no pensó en el agua y la comida que se había traído.

Routier se estrujó el cerebro. ¿Seguro que no había comido nada? Nada que no hubiera visto comer o beber a los demás… Intentó humedecerse los labios. El agua la había sacado de los toneles a la salida del vestíbulo, pero ¿y el pan? ¿No le había dado Gresnay un trozo del suyo? El cuerpo de Routier se arqueó de dolor. Pudo escuchar ahora a los pájaros cantar más fuerte, parecían estar cerca. Intentó musitar una oración, contemplando el cielo azul a través de las ramas, pero no le salieron las palabras. En todo en lo que podía pensar era en Gresnay, en su cara aniñada esbozando aquella sonrisa inocente, ofreciéndole un trozo de pan que él, como un tonto, había aceptado.