Capítulo II
Sir John Cranston, forense real de la ciudad, se repantingó en la silla de respaldo alto en su pequeña cámara del Ayuntamiento. Simón, su escribano, pensó que sir John tenía un aspecto espléndido. Vestía un jubón de Borgoña, una camisa blanca de batista, calzas y unas botas de montar españolas de piel muy fina. Llevaba el cabello recogido y engrasado hacia atrás y su bigote y barba rubia extraordinariamente bien peinados.
—¿Por qué estamos aquí, Simón? —preguntó sir John dándose unas palmaditas en el estómago. Se desabrochó su pesado talabarte y lo lanzó a un lado de la silla—. Cuando me marche, aseguraos de que no me haya olvidado de envainar mi espada y mi daga. Toda precaución es poca para el forense del rey en este mundo de maldad.
—Desde luego, sir John —Simón no se atrevió a levantar la vista. Hizo un esfuerzo por mantener la seriedad ante lo que se avecinaba. Sir John Cranston era un hombre de carácter difícil, aunque amable y de gran corazón, pero como Simón le dijo a su mujer, cuando le cogían por sorpresa, el rostro rubicundo de sir John se transformaba en un verdadero espectáculo de cambios de humor y emociones.
—Bueno —reclinó los codos sobre los brazos de la silla—, ¿dónde está Adam Wallace? Dijo que tenía algo importante que decirme. He acudido a misa y he roto mi ayuno; ya estoy de humor para escuchar a un abogado.
—Iré a buscarle —Simón se puso en pie y bajó las escaleras.
Sir John se reclinó en la silla y se rascó la cabeza. Wallace le había enviado un mensaje la tarde anterior diciéndole que tenía que comunicarle algo importante y que traería consigo un legado de la vieja viuda Blanchard, que vivía en Eel Pie Lane. Sir John se había pasado el resto del día preguntándose qué podría ser. Blanchard había sido una anciana feliz; sir John a menudo la hacía llamar para asegurarse de que se encontraba bien. El marido de Blanchard había luchado al lado de sir John en Francia. Quizá deseaba entregarle algún recuerdo o… Escuchó un crujido que provenía de las escaleras. Simón volvió a entrar en la cámara a media carrerilla y con los brazos colgándole afectadamente a ambos lados. Los ojos azules de sir John se encendieron, siempre sabía cuándo Simón se mofaba de él: el escribano se mostraba humilde, inclinaba los hombros, bajaba la barbilla y miraba al suelo.
—¿Qué ocurre, Simón?
—Será mejor que lo veáis con vuestros propios ojos, sir John.
Wallace entró con andares de pato en la estancia, seguido por un pequeño macho cabrío.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó sir John medio incorporándose de la silla.
Wallace era un hombre pequeño y vanidoso, su nariz de gancho le goteaba constantemente, sus ojillos negros se movían de un lado para otro siempre en busca de algún beneficio o provecho. Sonrió con arrogancia mientras se colocaba la capa sobre los hombros. Se acercó al escritorio de sir John sosteniendo un rollo de pergamino en la mano.
—¿Sois sir John Cranston, forense de la ciudad?
—Por supuesto que sí, maldito idiota. ¿Quién sino creíais que soy, el arcángel Gabriel?
—Está bien, está bien, sir John. Sólo me limito a cumplir con mi deber de acuerdo con la ley, sus costumbres y métodos.
—¡Cerrad el pico!, ¿qué hacéis en mi tribunal con ese maldito bicho?
Señaló al animal y lanzó una mirada amenazadora a su escribano, quien inclinado sobre su escritorio y sacudiendo los hombros fingía estar afilando su pluma.
—En fin, ya os he identificado como sir John Cranston, forense real de la ciudad —continuó Wallace con altivez—. Os he traído a este juzgado, de acuerdo con la ley, sus costumbres y métodos, la voluntad de Eleanor Blanchard, viuda de esta parroquia. Soy su testamentario, tal y como fue aprobado por el Tribunal de la Cancillería.
Sir John señaló con su dedo gordinflón al rostro de Wallace.
—Como no vayáis directo al grano, voy a ordenar que os encierren en la prisión de Fleet por desacato.
—La viuda Blanchard ha muerto —balbuceó Wallace—. Su testamento ha sido aprobado. Dejó este macho cabrío como un presente para vos. También solicitó que se os entregara en vuestro tribunal de modo oficial de acuerdo con la ley, sus costumbres y…
—¡Callaos de una vez! —tronó sir John—, ¡cierra el pico, corto de mollera!
Wallace retrocedió y bajó la cabeza haciendo una reverencia. Sir John pudo ver una sonrisa de satisfacción en su rostro. Eleanor Blanchard tenía un agudo sentido del humor; le había hablado a menudo de aquel macho cabrío, pero hasta entonces nunca lo había visto. Ahora, con el animal allí en su tribunal, no le quedaba otra opción que aceptarlo.
—¡No quiero ese bicho! —las palabras le salieron de la boca antes de que pudiera refrenarlas.
—¡Pero, sir John! —Wallace abrió unos ojos como platos fingiendo una gran ofensa—. Se trata de la última voluntad de una pobre mujer. Si rechazáis tal presente entregado bajo testamento…
—Sí, sí, ya sé —dijo sir John imitando al tipo—, de acuerdo con la ley, sus costumbres y métodos, debo decidir qué hacer con él. Podría regalarlo —le sonrió a Simón.
—Señoría, con todos mis respetos —Simón se puso en pie—, como ya sabéis, el tribunal del forense de la ciudad es también el tribunal real. Si rechazáis el presente en este lugar, el animal pasará a pertenecer a la Corona…
—Y si pertenece a la Corona… —añadió Wallace con malicia.
Sir John se dejó caer de nuevo en la silla con pesadez.
—Ya sé, ya sé —levantó la mano—, la Corona ordenará que lo lleven al matadero y lo vendan al mejor postor —se quedó mirando a la bestia.
El macho cabrío parecía bastante dócil y obediente. Era un animal hermoso y lustroso; tenía un pelaje dorado con motas oscuras, unos pequeños cuernos puntiagudos y rectos, y una mirada afable. Rumiaba tranquilamente alguna hierba que habría cogido del patio de abajo.
—Sir John, os deseo lo mejor —Wallace hizo una reverencia y se dispuso a salir de la sala, sacudiendo los hombros mientras se partía de risa.
Sir John le siguió hasta la puerta y con su bota la cerró de una patada. Luego se encaminó de nuevo a su silla, se dejó caer y contempló al animal.
—¿Qué demonios se supone que debo hacer contigo?
—Llevároslo a casa, sir John.
—A lady Maude le dan pánico los machos cabríos. Por cierto, ¿cómo dijo ese bastardo que se llamaba?
Simón se puso a rebuscar entre algunos trozos de pergamino que tenía sobre el escritorio.
—Eh… Judas, señoría.
—¿Cómo decís?
—Según este documento, la viuda Blanchard lo llamaba Judas —Simón luchó por mantener su alargado rostro impasible—. Ése fue el nombre que Wallace empleó.
—¿Habéis visto el testamento? —preguntó sir John.
—En efecto, señoría. La viuda Blanchard dejó escasas pertenencias, pero solicitó expresamente que Judas se os entregara a vos.
—Debería haberle pedido a Wallace una copia del testamento.
Simón volvió a buscar entre las hojas de pergamino esparcidas sobre el escritorio.
—Trajo una antes de que vos llegarais, sir John.
El forense se la arrebató de las manos al escribano, estudió la caligrafía y luego se la devolvió de mala gana. El pergamino cayó al suelo y, antes de que él o Simón pudieran hacer nada, el macho cabrío se acercó al trote, lo tomó con la boca y empezó a comérselo rápidamente ante la mirada de estupefacción de ambos.
—Creo que ya sé por qué se llama Judas —dijo Simón—, seguramente muerde la mano que lo alimenta.
Sir John palpó con las manos su milagrosa bota de vino que colgaba de un cuerno bajo la mesa. Le sacó el tapón y dio un buen trago. El animal le observó fascinado y se le acercó.
—¡Ni se te ocurra! —le advirtió sir John—, ¡ni se te ocurra acercarte a esto!
La bestia, mirándole apenada, le obedeció mientras seguía masticando el pergamino.
—A lady Maude le dan pánico estos bichos, pero a los niños… —Sonrió al pensar en sus dos gemelos, Esteban y Francisco, a ellos les haría gracia. Pero su criada Blaskett, que se había convertido en una férrea aliada de lady Maude en la paz y en la guerra, también pondría objeciones; además esos diablillos de perros irlandeses que tenía, Gog y Magog, podrían hacerle picadillo. Sir John tomó otro sorbo pero no apartó los ojos del animal, que seguía mirándole fascinado. Estaba seguro de haber visto cómo el animal se relamía los labios.
—Bueno, venga, Simón, ¿qué pensáis que debo hacer? Y no quiero oír ninguna de vuestras impertinencias.
—Oh, no, sir John, pero vuestro secretario es fray Athelstan…
El rostro de sir John esbozó una sonrisa.
—¡Claro! —aporreó la mesa—, se supone que a los frailes les encantan los animales, ¿verdad? Él tiene un cementerio, lo podría guardar allí. En el testamento no dice nada acerca de regalárselo a un tercero —entornó los ojos—. También os lo podría dar a vos.
—Sir John, con una mujer y dos niños en una vivienda de Pig’s Barrow Lane ya tengo suficiente.
—Entonces se lo tendrá que quedar el fraile —se dio una palmadita de satisfacción en el estómago.
—Recordad, sir John —declaró Simón elevando el tono de voz—, que Athelstan es un dominico. Es San Francisco y su orden los que tienen fama de hacerse cargo de los animales.
—A mí me parecen todos iguales —replicó sir John. Se levantó de la silla, se colocó el talabarte y envainó la espada y la daga. Mientras se echaba la capa sobre sus hombros notó un pellizco en la pierna y lanzó una mirada encendida al ofendido animal—. Tienes un nombre que te va a las mil maravillas —le gruñó.
—Oh, sir John, mirad, ¡le gustáis!
Judas restregaba ahora la cabeza contra la pierna de su nuevo propietario como si de un árbol se tratara.
—¡Ve a por un maldito trozo de cuerda! —le ordenó sir John—, ¡átaselo alrededor del cuello y llevemos a este bastardo a Southwark para que se reúna con los «corderos» de fray Athelstan!
Simón, que se había jurado a sí mismo seguir a sir John de camino a Cheapside, se apresuró a obedecer. Fue en busca de un trozo de cáñamo fino y lo ató con maestría alrededor del cuello del animal. Sir John lo cogió por el otro extremo, mirando con resignación a su escribano y, cuando se disponía a salir, se detuvo ante el estruendo procedente de las escaleras. Un hombre joven, ataviado con un jubón de piel con los colores de Juan de Gante irrumpió en la estancia. A juzgar por el talabarte se trataba de un caballero. El joven llevaba abierta la camisa a la altura de su cuello, del que colgaba una cadena con el emblema de la Casa de Lancaster.
—¿Qué deseáis? —espetó sir John.
—Soy sir Maurice Maltravers.
Sir John observó el trozo de pergamino que llevaba en la mano.
—¡Enhorabuena!, trabajáis para mi querido señor De Gante.
—Me alojo en su propiedad, sir John.
—¡Entonces que Dios se apiade de vos! —sir John tiró del animal—. No me miréis con esa cara de asombro, joven. En un juzgado ocurre todo tipo de cosas.
—Os traigo un mensaje, sir John. Mi señor De Gante desea veros a vos y a fray Athelstan con urgencia en el palacio de Savoy.
Sir John estudió al joven de pies a cabeza.
—¿Maltravers, no?
—Sí, sir John.
El forense se mordió el labio inferior.
—Oh, por cierto, Simón —dijo chupándose los dedos—, sujetadlo un momento.
El escribano obedeció de mala gana. Sir John cogió la bota y la colgó de un gancho de su cinturón, luego le dio unas palmaditas a sir Maurice en el pecho.
—Conocí a vuestro padre. Sí —soltó un suspiro—, el mismo color de pelo, el mismo rostro severo, aunque sus ojos eran más grandes y su nariz más recta.
El joven se ruborizó. Tensó la mandíbula.
—Me rompí la nariz, sir John, luchando contra los franceses en alta mar.
Sir John llevó su manaza sobre el hombro del caballero.
—¡Por todos los santos! —gruñó—, vos sois el Maltravers que se hizo con el San Denis y el San Sulpice —colocó la bota en las manos del joven—. Fue un buen golpe, eso les enseñará a los malditos franceses a comportarse en el mar.
Sir Maurice no sabía si enfadarse o sentirse elogiado.
—Vamos, tomad un trago —le invitó sir John. Tomó al caballero por el hombro y miró a Simón—. Os encontráis ante un héroe, Simón; como su padre. Estuve con él en Francia, ¿lo sabíais? El Príncipe Negro arrasó como el viento toda Normandía, como buenos perros de caza que éramos…
Simón soltó un suspiro y levantó la vista al techo. Si el forense empezaba a explicar sus hazañas en Francia, estarían allí hasta las vísperas. Afortunadamente, el macho cabrío se dirigió hacia los pergaminos que había sobre la mesa. Sir Maurice, dándose cuenta de la mirada de Simón, puso de nuevo la bota en manos de sir John.
—Señoría, debo regresar con prontitud.
—Ya —sir John suspiró y le tendió la mano—. No quise ofenderos, joven.
Sir Maurice miró sus ojos azul cielo y recordó lo que las habladurías decían acerca de aquel forense de rostro iracundo, bigote y barba de una blancura resplandeciente. Era un hombre íntegro, un guerrero franco y de confianza que no toleraba ni las imposiciones del regente. Estrechó la mano de aquel hombre.
—No me habéis ofendido, sir John. Mi señor os explicará el motivo de su requerimiento.
Sir John arrebató la cuerda de la mano de Simón y permaneció de pie mientras escuchaba cómo se perdían los pasos del joven caballero por las escaleras.
—Un verdadero héroe, Simón —repitió ensimismado—. Quizás Inglaterra todavía vea nacer tipos como él, cuna de héroes, de hombres valientes. ¿Os suena la frase?
El escribano sacudió la cabeza.
—No sé quién la escribió —continuó sir John como si hablara solo—. En fin, dice algo parecido —echó la cabeza hacia atrás y dio un paso al frente, como un chanteur—. Ah, sí. Dice así: «Desde principios de la historia, dos cosas se han mantenido inalterables: el verdor de la tierra y el coraje del hombre» —se enjugó una lágrima de los ojos—. ¡Qué poema más bello! ¡Oh, no, maldita sea!
Judas se había acercado sigilosamente y estaba mordisqueándole la bota. El forense le lanzó una mirada encendida al animal que, como si le hubiera tomado un gran cariño a su nuevo propietario, se la devolvió con aires de inocencia.
—¿Has leído las Escrituras? —le espetó sir John sin apartar los ojos del animal—. Judas acabó ahorcándose, y si no andas con cuidado, amiguito, lo mismo te va a pasar a ti. ¡Ésta es mi bota! ¡Nunca, jamás la toques!
Y tirando de la cuerda atada al cuello del animal, salió de la cámara en dirección a Cheapside.
Si hubiera sabido lo que iba a suceder, sir John nunca hubiera actuado como lo hizo aquella mañana. La amplia carretera de Cheapside se encontraba abarrotada de gente que se movía, como bancos de pececillos de colores, entre los diversos tenderetes. Ya casi había atravesado la multitud, abriéndose paso entre el gentío, cuando alguien reparó en él.
—¡Mirad, ahí va sir John con su macho cabrío! —gritó alguien—. ¡Una moneda a quien sepa ver la diferencia!
Sir John miró a su alrededor, los ojos se le salían de las órbitas.
—¡Tú, renacuajo! —le gritó a un joven mendigo vestido con andrajos—, ¿has sido tú el que ha dicho eso?
—¿Yo, sir John? —el sucio rostro del joven tenía un aspecto tan inocente como el de un ángel, sus ojos le miraban abiertos como platos—. ¿Por qué debería decir yo tal cosa, señor?
Maldiciendo entre dientes, sir John prosiguió su camino. El sol brillaba con fuerza y los propietarios de las tiendecillas estaban haciendo un buen negocio aquel día: pieles, sedas y tapices, ollas y sartenes, verduras y frutas de las granjas y de las aldeas de los alrededores. El aire estaba impregnado del hedor de las heces de los caballos, que se mezclaban con las suaves fragancias procedentes de las tiendas de comida y de las panaderías. Jóvenes gallardos que salían de los juzgados desfilaban con sus trajes vistosos, calzas prietas, botas de montar de tacón alto y braguetas protuberantes: de sus delgadas cinturas colgaban talabartes brocados, con sus espadas y dagas envainadas. Llevaban el pelo acicalado y rizado. El forense paseó la mirada con desagrado, estaba convencido de que algunos de esos hombres incluso utilizaban maquillaje.
—¡Pedazo de holgazanes! —refunfuñó—, no hay duda de que los franceses conseguirán lo que quieren.
Parecía que todo el mundo se hubiera puesto de acuerdo para acudir a Cheapside: comerciantes ataviados con sus mejores galas, sus mujeres con vestidos de muaré y rimbombantes sombreros adornados que amenazaban con tirar abajo los carteles que colgaban de las tiendas detrás de los puestos. Los aprendices corrían de un lado a otro en busca de clientes. Un granjero con dos toros intentaba abrirse paso entre la multitud de camino al matadero de Newgate. Fuera de la taberna de la Vaina de Guisantes, unos hombres apostaban en la pelea entre un tejón y un perro. En la plaza frente a Santa María Le Bow, un oso ciego bailaba al son de la melodía de unas flautas que tocaban unos pilluelos. Delincuentes de las prisiones de Marshalsea y Fleet, esposados unos a otros, hacían tintinear sus cadenas al rozarse de camino a los juzgados, mientras sus vigilantes intentaban imponer el orden con sus varas blancas de sauce. Las ventanas y las puertas de las casas estaban abiertas de par en par, la gente hablaba a gritos y se ponía a charlar con los transeúntes. Un carro de la basura había volcado, esparciendo toda clase de inmundicias por la calle. Gran parte de éstas cayó sobre una parada de fruta y los alguaciles luchaban con desesperación para evitar una confrontación entre el propietario y el basurero. De pronto, se hizo el silencio para dejar paso a una procesión funeraria. El cadáver, cubierto con una mortaja, iba sobre una camilla que transportaban cuatro frailes rezando en voz baja sus oraciones al muerto. Un monaguillo iba al frente de ellos, sosteniendo una vela y haciendo sonar una campana.
Sir John mantuvo la cabeza baja mientras tiraba de Judas, que realmente no necesitó una segunda advertencia y caminaba obedientemente como lo haría cualquier perro adiestrado. Un grupo de prostitutas salió de una taberna con las cabezas rapadas y lisas como un huevo de paloma y unas pelucas muy vistosas en la mano. Observaron a sir John y le siguieron, improvisando una canción obscena sobre el forense y el animal. Sólo cuando sir John las miró con su rostro rojo de furia, las mujeres se callaron. Una de ellas se dio la vuelta, levantó su sucio y haraposo vestido y salieron todas corriendo entre risas y bromas. Pero luego unos mendigos jóvenes continuaron con el juego. Sir John exhaló un suspiro, por la tarde lady Maude ya estaría al corriente de lo sucedido y tendría que darle toda clase de explicaciones.
—¡Oh, sir John, sir John!
El forense soltó un gruñido y se detuvo. Leif el Pelirrojo, un mendigo cojo, se acercó dando saltos con la agilidad de un grillo. Sir John nunca se había tropezado con un tipo más pesado que aquel, pero una sola mirada al rostro asustado del pobre Leif hizo que el corazón de sir John se ablandara. Leif era capaz de sacarle una moneda al más avaro de los hombres.
—Sir John, ¿me oísteis?
El forense utilizó aquella oportunidad para librarle de aquellos pilluelos, que finalmente se dispersaron.
—Vaya, sir John, que macho cabrío más hermoso. ¿Os lo lleváis a casa?
Sir John se lo quedó mirando sin pestañear.
—Sir John, no me digáis que no me oísteis —balbuceó Leif, decidiendo que sería mejor hacer caso omiso de aquel extraño acompañante.
—Por el amor de Dios, Leif, ¿se puede saber de qué demonios me habláis?
—He decidido ser cantante, sir John, un chanteur.
Y sin que nadie se lo pidiera, Leif inclinó la cabeza hacia atrás y se llevó una mano al pecho.
—¡Mi amor es como una flor, fresca y dulce!
—¡Gracias, Leif! —exclamó sir John.
—Estuve cantando ayer por la noche, sir John, debajo de vuestra ventana.
—Pensé que se trataba de unos gatos peleándose.
Leif le devolvió una mirada de aflicción. Sir John exhaló un suspiro y rebuscó en su zurrón. Depositó una moneda en la mano del mendigo.
—Mirad, Leif, aquí tenéis una moneda.
—Oh, gracias, sir John, ¿es por mi serenata de ayer?
—No, Leif, no es por eso. No se os ocurra volver a cantar bajo mi ventana, acabaréis por asustar a los niños. Ah, y no volváis a seguirme a la taberna del Sagrado Cordero de Dios y aún menos le digáis a lady Maude que he estado allí.
—Entendido, sir John —Leif se alejó dando saltitos, entonando otra canción con la cabeza inclinada hacia atrás.
—Vamos, Judas —se apresuró sir John—, no hay ningún problema en la vida que no pueda resolverse con un pastel de carne y una buena jarra de cerveza.
Y, como una flecha apuntando a su objetivo, sir John atravesó Cheapside en dirección a la acogedora taberna llena de aromas que hacían la boca agua.
La mujer del tabernero se apresuró a servirle. Le trajo una jarra de cerveza bien fría y una ración de pastel de carne. Sir John cometió el error de sentarse en su sitio preferido, cerca de la ventana desde donde podía contemplar el jardín; cuando quiso darse cuenta, Judas estaba masticando las verduras que acompañaban al pastel y chupeteando el hojaldre.
—¡Oh, no! —refunfuñó mientras pedía que le trajeran otro plato—, sólo espero que el padre Athelstan acceda a quedarse contigo.
La mujer del tabernero, entre risas y bromas, le trajo otra bandeja. Sir John se la puso en la falda y empezó a comer, esta vez con más cuidado y vigilando de cerca Judas.
—Me pregunto qué pensará Athelstan de ti —murmuró.
Pero como siempre, pensó el forense, había tantas preguntas que le gustaría plantear a su secretario… Se había sentido horrorizado por aquellos rumores, ni confirmados ni negados, de que Athelstan había sido obligado a marcharse a Oxford. Afortunadamente, el prior Anselmo detuvo a Athelstan en el último minuto. Cranston intentó hacer sus propias averiguaciones, pero no descubrió nada. Cuando reunió el valor suficiente para preguntar directamente al pequeño dominico, Athelstan se limitó a sacudir la cabeza y a sonreír.
—Es posible —afirmó—, pero creo, sir John, que me quedaré en San Erconwaldo durante una buena temporada. El prior Anselmo dice que ya no es necesario que continúe siendo vuestro secretario, pero yo le he pedido que me deje permanecer a vuestro lado y se mostró conforme.
Sir John tenía que estar muy contento por ello. En un principio Athelstan fue enviado a San Erconwaldo y relegado a su servicio como castigo. Un año antes, Athelstan había abandonado su noviciado y, sintiéndose lleno de gloria, se había unido a su alocado hermano menor para ir a luchar contra los franceses. Esteban murió y Athelstan regresó, pero ya no era el mismo: había aprendido una dura lección. Sir John, que disponía de poco tiempo para charlar con curas y cochinos monjes —así era como los llamaba—, consideraba a Athelstan un amigo muy especial. Si alguna vez el dominico se marchara, parte de la alegría y del calor de su vida desaparecería.
El forense se chupó los dedos, apuró su cerveza y luego puso el plato en el suelo para que Judas se acabara los restos de verduras que había dejado. Depositó una moneda sobre la mesa y volvió a encaminarse hacia Cheapside. Ahí estaban aquellos pilluelos de nuevo. Soltó un gruñido, apretó los dientes y prosiguió su camino hasta que llegó a la intersección con Poultry, cerca de la taberna El Tonel, en la esquina de Lombard Street. Aquel enorme espacio abierto era utilizado por los bedeles y alguaciles para castigar a los malhechores. Esta vez había una prostituta inclinada sobre un barril a la que azotaban en sus anchas y sucias nalgas con unas cañas. También habían cogido a un falsificador al que estaban marcando con hierro candente el pulgar izquierdo. A otro le estaban cortando las orejas. Sir John desvió la mirada. Le horrorizaban los espectáculos de ese tipo. Los cepos y las picotas también estaban llenos, pero pudo reconocer el rostro sucio y mofletudo de un preso que se retorcía entre las tablillas de madera de uno de los cepos.
—Que me cuelguen si no es el viejo Godbless.
El hombre levantó la cabeza tanto como pudo, estremeciéndose de dolor.
—Que Dios os bendiga, sir John, me alegro de que me reconozcáis. Veo que lleváis a un macho cabrío. Son más limpios y obedientes que un perro, sir John —el viejo hizo un gesto de dolor—, que Dios se apiade de mí, tengo que permanecer aquí hasta que anochezca y ya no puedo soportar el dolor en el cuello.
—¿Qué hicisteis? —preguntó sir John, con una idea en mente.
—El guardia me sorprendió con un lechón bajo la capa. Dicen que lo robé, pero lo encontré por ahí perdido… ¡yo sólo pretendía encontrar a su madre!
Sir John soltó una carcajada y llamó a uno de los alguaciles.
—¡Liberad a este hombre! —ordenó.
El alguacil se enjugó el sudor de su sucio rostro con un trapo.
—Pero, sir John, la ley dice que…
—¡Yo soy la ley! Y ahora, señor, o lo liberáis o lo haré yo con mis propias manos y ordenaré que vos ocupéis su lugar.
Godbless fue liberado de inmediato. El viejo, pequeño pero vigoroso, vestido con toda una colección de harapos abigarrados empezó a bailar de alegría por su liberación. El resto de criminales en los cepos comenzaron a gritar:
—¡Sir John, aquí!
—¡Soy tan inocente como un cordero, sir Jack!
—¡Yo no quise pegar al bedel! —gritó otro.
—¡Yo sólo bebí cuatro cuartos de cerveza! —exclamó otra voz.
Sir John hizo caso omiso de sus peticiones y agarró a Godbless, que seguía dando brincos.
—Habéis trabajado con animales, ¿verdad, Godbless?
El hombre dejó de moverse y asintió.
—Bien, habéis sido liberado para ayudar a la Corona —sir John le entregó la cuerda—. Éste es Judas, y os aseguro que su nombre le hace honor. Lo llevo a San Erconwaldo. Me seguiréis por lo menos a tres metros de distancia.
Le entregó una moneda. Godbless la cogió en un abrir y cerrar de ojos. El forense se inclinó sobre él, agarró al mendigo por el justillo y lo levantó a la altura de su cara.
—¡Ni siquiera se os ocurra pensar en ello, Godbless!
—¿En qué, sir John? —preguntó el tipo con unos ojos abiertos como platos.
—¡En huir! —exclamó sir John—, en coger a mi animal y salir corriendo —zarandeó a Godbless—. ¿Entendido?
—Del todo, sir John. Seré vuestra sombra.
—Tampoco es necesario que os excedáis —le advirtió sir John.
Dejó al hombre en el suelo y, con Godbless pisándole los talones conduciendo al pequeño animal que le seguía al trote, sir John Cranston, forense de la ciudad, se dirigió al Puente de Londres.