Capítulo XVI

A la mañana siguiente en la parroquia se había formado un alboroto. Las noticias de lo que había sucedido en el cementerio se habían extendido por todas las calles hasta llegar al río. San Erconwaldo estaba realmente a rebosar, no sólo por la misa del Gremio de los Cazadores de Ratas, sino también por aquellos que querían escuchar las habladurías y cotilleos. Watkin y Pike parecían avergonzados. Permanecían en las escaleras de la iglesia moviendo los pies con nerviosismo. Mientras Athelstan se vestía en la sacristía, cerró los ojos y dio gracias a Dios en silencio por que las cosas hubieran salido bien. Sir John se había comportado como un verdadero soldado: se habían llevado las flechas, las cargaron en carros y las transportaron al otro lado del río. Watkin y Pike habían desaparecido en la oscuridad mientras Margoyle había escrito su confesión, entregado sus armas y huido en medio de la noche. Sir Maurice estuvo a su lado y Godbless se puso a bailar como un elfo sin parar de gritar: «¡os lo dije, os dije que vi sombras en el cementerio!».

Después de lo ocurrido transcurrió un buen rato hasta que Athelstan consiguió normalizar la situación y pudo dormir un par de horas.

—Bueno —dijo finalmente, persignándose y dirigiéndose al santuario.

La misa fue un éxito rotundo. Los cazadores de ratas con sus hurones, gatos, perros, jaulas, trampas, mazos, escarpias, redes y sacos de piel se apiñaron juntos en el santuario. La ceremonia fue una de las más alegres que Athelstan había celebrado. Un perro estuvo aullando durante todo el acto como si cantara su propio canto espiritual. Buenaventura se coló dentro y, si no llega a ser por la intervención de Crim, se habría desencadenado la más terrible de las peleas, ya que este príncipe de las callejuelas había echado su único ojo a uno de sus rivales. Dos hurones salieron corriendo y un perro los persiguió hasta el cementerio. Pudieron coger a uno y Ranulfo regresó justo cuando Athelstan finalizaba la misa, sacudiendo la cabeza y anunciando en voz baja que el «pequeño bastardo se había largado para siempre».

Al final de la misa Athelstan hizo un sermón sobre todas las criaturas de Dios que ante sus ojos eran una bendición. Ranulfo levantó la mano.

—¿También las ratas, padre?

—Las ratas también tienen su función, Ranulfo —replicó Athelstan—; sabe Dios cuál será.

—Ayudan a limpiar la basura —explicó Ricauld, un cazador de ratas del priorato de Santa María.

—Ahí tenéis la explicación de un teólogo —le dijo Athelstan—. En realidad, todos vosotros prestáis un gran servicio a la comunidad. Os pido que lo hagáis de forma honesta y de manera tan amable como os sea posible —sus ojos se encontraron con los de Ranulfo—, y que no supongáis una carga.

Después del sermón Athelstan bendijo a los distintos animales, lo que fue un poco arriesgado. Algunos de los hurones intentaron morderle los dedos. El rival de Buenaventura frunció los labios en señal de protesta. Si no llega a ser por la buena puntería de la bota de Crim, uno de los perros se habría abalanzado contra Athelstan. El fraile se paseó entre los distintos animales, rociándoles con el agua y luego bendiciéndoles con incienso. El perro, que afortunadamente se había callado durante el sermón, ahora decidió volver a reanudar su canto. Athelstan agradeció a Dios que sir John no se encontrara allí para reírse de él.

Al final de la misa, todos los cazadores de ratas, junto a los feligreses, salieron al pórtico de la iglesia y al espacio abierto de enfrente. Se habían colocado tenderetes y puestos que vendían cerveza y pasteles. Benedicta se había encargado de cocinar los pasteles. La mujer de Watkin había traído fruta. Todo el mundo estuvo de acuerdo en que el acto había sido un éxito y Huddle, escéptico ante la idea de que el Gremio de los Cazadores de Ratas alquilara sus servicios, anunció en voz alta que pronto pintaría un fresco en la pared para honorar la nueva confraternidad.

Boso, un clérigo tuerto con una cicatriz en la nariz y al que le faltaba una oreja, y del que Athelstan pensaba en el fondo que era un cura apartado del sacerdocio, colocó una pequeña mesa y desenrolló sobre ella los Artículos del Gremio de los Cazadores de Ratas. Cada miembro puso su nombre y puso su marca: un gato, una rata, una trampa o una jaula. Ranulfo sacó solemnemente de su zurrón el nuevo sello del gremio y Boso derramó cera caliente sobre el pergamino. Ranulfo lo selló y, a continuación, Athelstan hizo lo mismo con la insignia de la parroquia. Elaboraron nuevas copias y repitieron el proceso. Athelstan, sintiéndose bastante confundido por todo el acontecimiento, accedió rápidamente a que se debía guardar una copia en una caja y almacenarla en los archivos de la parroquia en una de las cámaras de la torre de la iglesia. Intentó captar la mirada de Benedicta, pero ella se limitaba a sonreír, asegurándose de que todo marchara bien. Watkin, Pike, Hig el porquero, Mugwort el campanero y otros se encontraban en una esquina, con las cabezas juntas, susurrando entre ellos en voz baja. Sir Maurice, que se había excusado de acudir a misa, estaba en la puerta de la entrada con un trozo de pergamino en la mano.

—¡Athelstan, es urgente! ¡Es de Blackfriars!

El párroco se acercó corriendo a coger el pergamino y se dirigió a su casa. Allí se encontró más fresco y tranquilo tras la frenética actividad del día. Examinó el sello, lo rompió y leyó rápidamente lo que Simeón el archivista había escrito. Athelstan esbozó una sonrisa.

—¡Por fin! —declaró.

—¿Buenas noticias, padre?

—Buenas noticias, sir Maurice.

—¿Vamos a ir al convento de las monjas de Syon? —preguntó el caballero esperanzado.

—No lo creo —respondió el padre inclinándose y agarrando la muñeca del joven—, ¿por qué deberíamos ir?

—Bueno, para ver a lady Angélica.

—Me preocupáis, padre Norberto —se burló Athelstan—. A veces creo que en lo único que podéis pensar es en Angélica.

—La amo. Me voy a dormir pensando en ella. Sueño con ella. Veo su cara entre la gente de la calle. ¿Nunca habéis amado, padre? —el caballero se mordió el labio—. Lo siento.

Athelstan se sentó en un taburete. El caballero lo miró.

—No quería haceros sentir mal, padre.

Athelstan cerró los ojos y pensó en Benedicta.

—¿Es duro? —le preguntó sir Maurice, sintiendo curiosidad por aquel pequeño cura de piel aceitunada que parecía tan astuto y controlaba firmemente sus emociones.

—¿Si es duro? Cuando sois cura, no echáis de menos el acto del amor, aunque a veces uno siente la llamada de la naturaleza —explicó Athelstan con una sonrisa—, pero eso pasa. Es la terrible soledad, el sentimiento de que uno ve cómo el mundo se mueve a su alrededor y no puede formar parte de él. A veces, sólo a veces, se conoce a alguien, gracias a Dios no pasa muy a menudo, y en su rostro o en sus ojos puede captarse esa mirada especial. El corazón se acelera, la sangre empieza a correr un poco más rápido en el cerebro, la boca se seca.

—¿Y entonces qué hacéis?

—Me pongo de rodillas, sir Maurice, y rezo para no enamorarme nunca. Para que nunca me tenga que poner a prueba, porque seguramente no la superaría.

—¿Y tenéis envidia de hombres como yo, padre?

Athelstan le sonrió.

—Sois un buen hombre, sir Maurice, habríais sido un buen cura, un dominico excelente —la sonrisa se hizo mayor—, sobre todo cuando se trata de aconsejar a jóvenes monjitas.

Sir Maurice se puso a reír y se apretó el talabarte.

—Debéis creerme —continuó Athelstan—, os casaréis con lady Angélica, pero no dejéis de rezar. ¡Rezad! —le repitió el padre—, para que vuestro amor nunca termine, no desfallezca y se haga cada día más fuerte.

—Oh, seguro que sí.

—Sí, no me cabe la menor duda. Ahora id en busca de sir John y decidle que me espere en la casa de Parr, pero ni ahora ni nunca le digáis a sir Thomas lo que habéis descubierto esta noche —Athelstan se dirigió a la puerta—. Voy a hablar con Godbless sobre sus aventuras en Venecia y de un hombre que debía haber muerto pero no lo hizo.

Maltravers se marchó rápido como un lebrel. Athelstan se fue hacia la capilla, estuvo hablando con Godbless y luego regresó a coger su bolsa con los utensilios para escribir y se marchó de casa en dirección a la orilla del río.

Se encontró con Moleskin y otro remero en el muelle, contemplando cómo los verdugos llevaban a un pirata del río a la horca que permanecía de pie como un enorme dedo negro apuntando al cielo. Habían obligado al criminal a subir a lo alto de una escalera. Era un tipo fornido y de gran constitución. No paraba de amenazar al verdugo y de escupir a la multitud ansiosa. Athelstan trazó una bendición en su dirección. El pirata se dio cuenta y le dedicó un gesto obsceno con el dedo.

—¡Vámonos, Moleskin! —le pidió Athelstan.

El remero se acercó, con su rostro mofletudo y bronceado y una expresión de dureza en los ojos.

—No deberíais presenciar esas escenas —le dijo Athelstan—. Es terrible ver a tipos como ése a punto de caer en las manos del Señor.

Moleskin miró por encima del hombro en dirección a la horca.

—No podría imaginar un lugar mejor para él, padre. Ese bastardo es responsable de la muerte de tres remeros al norte del Puente de Londres. ¿Conocéis los pantanos? Pues bien, allí aguardaba en una chalana, salía de su escondrijo, les robaba el dinero y les abría la garganta.

Athelstan siguió su mirada. La cuerda estaba ahora alrededor del cuello del criminal. Se escuchó una oleada de gritos entre la multitud. Los verdugos bajaron. Se retiró la escalerilla y el tipo empezó a bailar la danza de la muerte.

—¡Se acabó! —afirmó Moleskin. Dio una palmadita en el hombro del fraile—. Ahora vamos, padre, decidme qué pasó ayer por la noche y dónde queréis que os lleve.

—Dejaré que los demás os expliquen la emocionante aventura, Moleskin. Ahora quiero que me llevéis por todo el Támesis hasta que encontréis un barco veneciano.

Moleskin ayudó al párroco a bajar los escalones verdes enmohecidos y a subirse a la inestable chalana.

—¿Por qué un veneciano? ¿Os vais de Southwark?

—No, quiero hacerle al capitán algunas preguntas.

Moleskin se concentró en la maniobra de su embarcación, ya que el río estaba lleno de enormes barcazas y botes de pesca. Llegaron al otro lado del río y Moleskin empezó a ir más despacio para no chocar con la popa de los barcos amarrados: enormes barcos de guerra de amplios cascos procedentes del Báltico, mercaderes de los Países Bajos y embarcaciones reales preparándose para zarpar. Finalmente encontró una galera veneciana de casco plano y mástiles cruzados que flotaba sobre el agua. Su proa, elevada y de color rojo dorado, estaba rodeada de botes que vendían fruta, mollejas y otras clases de productos de los mercados de la ciudad. Incluso había un barco cargado de prostitutas que permanecían de pie saludando a los marineros, intentando engatusarles con sus encantos para que las subieran a bordo. Moleskin, muy habilidoso en moverse por el río, supo captar la mirada de uno de los oficiales responsables de mantener el orden sobre cubierta. El remero señaló a Athelstan con un dedo y le hizo señas para ver si le dejaba subir a bordo.

El oficial estuvo de acuerdo. Lanzaron una escalera de cuerda y Moleskin, con la barca balanceándose bajo sus pies, ayudó a subir al fraile. Aquel trato de favor despertó los celos entre el resto de embarcaciones agolpadas alrededor de la galera veneciana. Se escucharon gritos e improperios y lanzaron restos de fruta podrida contra la embarcación. Athelstan le gritó a Moleskin que le esperara. El remero alejó un poco su chalana y se quedó contemplando la escena. De vez en cuando, se cruzaba con algún conocido o amigo e intercambiaban algunos saludos y burlas groseras pero bien intencionadas. Moleskin abrió la pequeña arca que había en la popa, sacó un trapo de lino y mordisqueó un trozo de beicon, acompañado de largos tragos de su botella de agua, que había llenado de cerveza. Se sentó pensando en qué interés tendría el frailecillo en una galera veneciana, pero, como siempre, acabó por cruzarse de brazos, ya que Athelstan era un párroco muy extraño. Si no se encontraba cuidando a sus bribonzuelos de San Erconwaldo, andaba detrás de sir John el «Machacador de Caballos», forense de la ciudad. Moleskin entornó los ojos. Debía recordarlo para la próxima ocasión. Le gustaba picar al forense así que la próxima vez que alquilara sus servicios, Moleskin le cobraría el doble por su peso.

Se terminó el beicon, impaciente porque el oleaje del río era cada vez más fuerte. Entonces le pareció ver un movimiento a bordo de la galera y entrevió el hábito blanco y negro de su párroco. Moleskin hizo virar la embarcación y la acercó, sirviéndose de los remos para sacarse de encima a sus rivales. Finalmente se colocó debajo de la escalera de cuerda. Athelstan bajó con una expresión de alivio y se sentó en la popa.

—¿Qué asunto os traéis entre manos, padre? —preguntó Moleskin mientras se alejaban.

Athelstan sonrió con contención.

—¿Sabéis, Moleskin —dijo reclinándose en su asiento—, que hay algunos placeres en la vida que hacen que uno se sienta realmente bien?

Moleskin hizo un gesto de picardía.

—¡Oh, no me refiero a eso! —rió Athelstan—, acabo de atrapar a un sangriento asesino. Moleskin, sois el mejor de los remeros, todo un campeón. Nuestra próxima parada es el convento de las monjas de Syon.

Moleskin se inclinó sobre los remos. Monjas, asesinos, venecianos… pensó. ¿En qué demonios estaría metido el pequeño dominico? ¡Seguro que se trataba de algún asunto de sir John! Todo el mundo en el puerto decía que allí donde iba sir John el «Machacador de Caballos», siempre había problemas.

Se desplazaron río arriba y Moleskin acercó su bote a los escalones del muelle.

—¿Queréis que os espere, padre?

—No, os complacerá saber que después me reuniré con sir John.

Athelstan le ofreció algunas monedas, pero Moleskin sacudió la cabeza.

—Para vos, padre, es gratis. Sólo acordaos de mí y de mi bote en la misa. Quiero decir que si podéis bendecir a toda una colección de cazadores de ratas, gatos y hurones… —miró esperanzado al fraile.

—Creo que es una buena idea, Moleskin —replicó Athelstan—. Lo que haremos será esperar a la festividad de algún marinero; o mejor, quizás, algún domingo, cuando la Biblia mencione a Jesús yendo a pescar con sus apóstoles, bajaré aquí y os bendeciré a vos y a vuestro barco. Tal vez podríamos darle un nombre.

Moleskin le dedicó una amplia sonrisa.

—¿Qué os parece San Erconwaldo?

La sonrisa se desvaneció pronto de su rostro ante el gesto del párroco.

—Ah —añadió Athelstan rápidamente—, ¿y la Rosa de San Erconwaldo?

—Eso me gusta, padre. Conocí a una joven muy cariñosa llamada Rosamunda. El único problema es que también la conocen la mitad de los remeros del río.

—Entonces, estamos de acuerdo —Athelstan trazó una bendición en el aire y subió los escalones.

Una joven novicia se apresuró a llevarle ante la presencia de lady Mónica. La abadesa se puso en pie, tan altiva como una reina, a pesar de que tenía el rostro ligeramente sonrosado.

—Ah, padre Athelstan, ¿dónde está el padre Norberto? —sus ojos miraron a su alrededor—, ¿y sir John?

—No han venido, señora. Sólo he venido para recoger a lady Angélica.

—¿Perdón, qué decís? —lady Mónica juntó las manos y se puso en pie—. Mi querido padre, uno no puede entrar en este convento así como así y pedir que le entregue a una de mis muchachas sin más.

—Lady Mónica, soy dominico. La Santa Madre Iglesia y mi orden me concedieron la potestad de celebrar misa, rezar la Biblia y velar por la fe de Cristo. Soy el párroco de San Erconwaldo en Southwark, donde, Dios es testigo, tengo más pesos sobre mis espaldas de los que puedo llevar. También soy secretario de sir John Cranston, el forense de esta ciudad, amigo personal de nuestro último y glorioso rey Eduardo. Es uno de los consejeros en los que más confía nuestro querido regente y amigo personal del joven rey. Por lo que creo que puedo hacerme cargo de una joven doncella encomendada a mi cuidado.

Lady Mónica bajó los hombros.

—Realmente no… —tartamudeó, y miró con el ceño fruncido a Athelstan—, sir Thomas Parr…

—Sir Thomas Parr es un comerciante de Londres —continuó Athelstan implacable—, que tiene más riquezas que sentido común. Ahora, señora, ¿vais a obligarme a acudir a los jueces de Westminster para obtener un permiso? ¿Queréis que vaya en busca de soldados al palacio del regente? —Athelstan levantó la mano—. Os aseguro, señora, que llevaré a lady Angélica con su padre.

—Muy bien, si es así —Lady Mónica se había ruborizado. Cogió una campanita y la hizo sonar con fuerza—. Decidle a lady Angélica —anunció a la novicia que entró apresuradamente por la puerta—, que se prepare para marchar. Que espere en la casa de invitados —aguardó a que la puerta se cerrara—. Padre Athelstan, me gustaría que firmaseis un documento que certifique que os habéis llevado a lady Angélica para reuniría con su padre y que aceptáis toda responsabilidad.

La abadesa condujo a Athelstan a un pequeño escritorio en una de las esquinas de la estancia. Athelstan escribió exactamente lo que ella quería, lo firmó, esperó a que la tinta se secara y luego se lo entregó. Finalmente se puso en pie y se dirigió hacia la puerta.

—Padre Athelstan —lady Mónica se había vuelto a sentar en su sitio—, por favor, sentaos —su tono fue casi suplicante.

Athelstan se dio cuenta de que el rostro de lady Mónica se había ruborizado todavía más, los ojos le brillaban. Se sentó.

—¿Cómo puedo ayudaros?

La abadesa paseó la mirada entre los trozos de pergamino que había sobre el escritorio.

—Se trata del padre Norberto —bajó la cabeza—. Yo… yo… —levantó la vista y pestañeó con rapidez—. Padre, habló con tanta elocuencia del amor que, desde que se marchó, he tenido unos sueños muy extraños, fantasías…

Athelstan dio gracias a Dios en silencio de que sir John no estuviera allí. Lady Mónica había cogido un trozo de pergamino para abanicarse.

—Me pregunto si el padre Norberto podría volver a visitarnos para continuar con su sermón y ofrecerme consejo espiritual.

—Mi querida abadesa —replicó apenado—, el padre Norberto ya no está con nosotros.

Lady Mónica dejó caer el pergamino.

—¿Y adonde ha ido?

—Es un secreto —dijo Athelstan en tono confidencial, bajando la voz—, pero se ha ido a hacer sus buenas obras a otra parte. Así que os pido que le recordéis en vuestras oraciones —Athelstan desvió la mirada. La decepción en el rostro de lady Mónica era evidente—. Sin embargo —añadió lentamente—, os aseguro que el padre Norberto tiene tan alto concepto de vos como lo tenéis vos de él. De hecho, hasta que recibió órdenes de trasladarse a otra parte, apenas podía contener las ganas de volver aquí.

—Oh, gracias, padre —lady Mónica se reclinó en la silla—, le recordaré, por supuesto que lo haré.

Un rato después Athelstan, acompañado de lady Angélica, todavía vestida con el hábito de una monja de Syon y sus sandalias crujiendo sobre los guijarros, salieron del convento y tomaron la carretera que llevaba a la ciudad. Athelstan ni siquiera se había molestado en mirarla ni en darle ninguna explicación; por otro lado la joven tuvo también la sensatez de no hacer preguntas hasta que se encontraron bien lejos de las puertas del convento. En la esquina de una calle se detuvo y cogió a Athelstan por el brazo.

—Padre, ¿qué demonios está pasando?, ¿adonde vamos?, ¿por qué lady Mónica me ha soltado?, ¿está bien mi padre?, ¿y sir Maurice? —se secó una lágrima—. He oído hablar de lo que pasó en la taberna del Fogaril de Oro.

Athelstan cogió las finas manos de la joven. Hizo caso omiso de las miradas curiosas de dos mendigos sentados en el suelo de la entrada de una casa.

—Lady Angélica, vais a volver a casa de vuestro, padre. Sir John y sir Maurice ya están allí. Sir Maurice os ama profundamente. Es un caballero noble y valiente que lleva el corazón en un puño y ese corazón es para vos mientras lata.

—Deberíais haber sido trovador, padre. ¿Pero qué pasó con esa pobre mujer?

Athelstan le hizo jurar que guardaría el secreto y luego le explicó todo lo que había pasado. El cambio en el rostro de Angélica fue maravilloso, lo que le hizo recordar a Athelstan el viejo refrán que dice «un puño de acero en un guante de terciopelo». Su rostro palideció, sus ojos azules se volvieron fríos como el hielo, como pedazos de cristal, y su generosa boca se convirtió en una línea delgada.

—¿Mi padre? —preguntó.

—Creo que vuestro padre es inocente. No creo que sir Thomas se manchara las manos de sangre para ensuciar el nombre de ningún hombre.

—Os creo —dijo Angélica mirando por encima de los hombros de Athelstan—. Y creo también que deberíamos continuar, padre, si no podrían informar al Obispo de que han visto a un fraile y a una monja enamorados y haciendo muestras de su amor en público.

Subieron lentamente por la calle. Angélica no paraba de hacer preguntas y Athelstan hacía todo lo posible por contestarlas. De hecho, se sentía tan halagado el fraile que apenas reparó en lo que pasaba a su alrededor, en los gritos frenéticos del mercado, los chillidos de los aprendices, el retumbar de los caballos y de los carros… Y antes de que se diera cuenta se encontraron en la esquina que llevaba a la mansión de Thomas Parr.

—Nunca me gustó Hersham —confesó Angélica pasándose un dedo alrededor de la cofia que llevaba ajustada a la altura de la barbilla—. Le había sorprendido más de una vez observándome. Me recordaba a un gato dando caza a una paloma.

—No, a una paloma no, querida, sino a un águila, como mi querido sir Maurice muy bien descubrirá.

Angélica le agarró del brazo y se lo apretó.

—Lo que hicisteis, padre, lo que hicisteis fue muy noble —una sonrisa esbozó su rostro—, y cuando me case con sir Maurice, no me importa lo que diga mi padre, quiero que nos unáis en la puerta de la iglesia y seáis testigo de nuestros votos.

—No os recomendaría que fuera en San Erconwaldo —replicó Athelstan—, especialmente con un hurón suelto.

—¿Un hurón?

—Sólo bromeaba. Vamos, primero veamos a vuestro padre antes de que empecéis los preparativos para la boda.

El criado que abrió la puerta reparó primero en Athelstan, luego en Angélica y acto seguido dejó caer la mandíbula.

—¡Que Dios nos asista! —balbuceó—. ¡Vaya mañanita llevamos! Los oficiales han venido a reunirse con sir Thomas. Sir John y sir Maurice se encuentran esperando en el vestíbulo.

—Ésta es mi casa —replicó lady Angélica—, Richard, dejadnos pasar.

—¡Por supuesto, lady Angélica! —el criado se echó a un lado y les condujo hasta el vestíbulo.

Lady Angélica se encontró ante sir Maurice y, de un modo que ciertamente no aprobaría lady Mónica, cruzó la estancia corriendo y se le colgó al cuello. Sir John, sentando en el alféizar con una copa en la mano, se encogió de hombros y sonrió.

—¡Sir Maurice! —siseó Athelstan—, ¡lady Angélica!, ya está el agua bastante removida.

Escuchó pasos en el pasillo de afuera. Lady Angélica y sir Maurice se separaron el uno del otro y Angélica se sentó. Sir Thomas Parr entró en la sala. Miró con el ceño fruncido a su hija y muy enfadado a su alrededor.

—¿Qué significa esta tontería? Angélica, ¿quién os trajo aquí? ¡Y vos! —levantó la mano en dirección a sir Maurice—, ¡os eché de mi casa si mal no recuerdo!

—¡Padre! —dijo Angélica poniéndose en pie—, os he dicho mil veces que no os ofusquéis, no os sienta bien. ¡Tenéis un problema muy serio! —Angélica dio un paso al frente, levantando un dedo—. Padre, soy vuestra obediente hija, pero estoy muy enfadada con vos —se volvió—. Sir Maurice, creo que deberíamos marcharnos. No os preocupéis, padre, no me va a pasar nada; me llevo a sir Maurice al jardín, y mi doncella nos acompañará —miró a sir Maurice—, aunque no muy de cerca.

Salió de la habitación y sir Maurice la siguió. Athelstan cerró la puerta.

—Sir Thomas, os sugiero que os sentéis.

—Ésta es mi casa, padre.

—¡Sentaos! —ordenó sir John—, u os envío directamente a Fleet —el forense se puso inmediatamente de pie—. Mitad corazón, mitad razón, sir Thomas, siempre habéis sido igual. Incapaz de ceder o dar algo a los demás.

Parr se sentó.

—¿Estamos aquí para discutir mi carácter, sir John? Y, por cierto, ¿dónde están Hersham y Margoyle? Vuestro oficial, ese con un perro plagado de pulgas, me dijo que han sido detenidos.

—Os mintió siguiendo mis órdenes. Hersham está muerto y Margoyle ha huido.

Sir Thomas tragó saliva con dificultad.

—Y ahora, Thomas, os voy a contar lo que ha pasado, y antes de que me interrumpáis y empecéis a acusar a sir Maurice de ser un asesino, ¡no! —dijo levantando un dedo—, vos sabéis, en el fondo de vuestro corazón, que es inocente de cualquier asesinato.

—Me sentí confundido por los rumores.

—Pero os faltó tiempo para ir a contárselo a vuestra hija —le interrumpió Athelstan.

—¡Basta! —acalló sir John cogiendo su copa de vino—, sir Thomas, había una vez un comerciante muy rico de Cheapside…

Con frases escuetas y concisas el forense describió lo que Athelstan y él habían descubierto: la muerte de la joven prostituta en la taberna del Fogaril de Oro, la pelea de la noche anterior en el cementerio de San Erconwaldo y la confesión sincera y completa de Clemente Margoyle. Sir Thomas permanecía sentado y escuchaba lo que le decía el forense. Sólo algunos gestos inquietos, como el humedecerse los labios o unas gotas de sudor que aparecieron en su labio superior, delataron su temor.

—Si quisiéramos —continuó sir John—, podríamos llevar este asunto a manos de lord de Gante. Creedme, le gustaría mucho escuchar la historia. Os arrestaría, os quitaría todas vuestras riquezas y con mucho gusto dejaría de pagaros las deudas que os debe —sir John sacó un trozo de pergamino de su zurrón—. La confesión de Margoyle es una prueba evidente, por no mencionar el testimonio del padre Athelstan y el mío.

—¿Y qué me decís de sir Maurice?

—No conoce todos los hechos. Y para seros honestos, sir Thomas, no creo que le importen. Podríais decirle que el Papa ha ocupado el trono en Cheapside y le traería sin cuidado.

—No tuve otra opción —confesó sir Thomas—. No sabéis hasta qué punto los rebeldes están por toda la ciudad.

—Podríais haber recurrido a mí —replicó sir John—; la mayoría son mucho ruido y pocas nueces. Pensad en esto, sir Thomas, su intención no es la de empezar a secuestrar a jóvenes damiselas o incendiar casas. Sin embargo, os diré una cosa: cuando esos señores, John Straw y los otros, marchen sobre Londres, les importará un bledo las promesas que hayan hecho.

—¿Y qué pasará ahora?

Sir John se puso en pie y arrojó las hojas de pergamino al débil fuego que ardía en la chimenea.

—Todo ha terminado, sir Thomas —el forense le hizo señas a Athelstan para que le siguiera—, nos vamos. Ahí afuera, en el jardín, tenéis a una hija de la que deberíais estar orgulloso y a un hombre al que me encantaría poder llamar hijo mío —trazó una bendición—. Adiós, sir Thomas, recordad siempre, para cualquier cosa, que el honor es lo más importante.