Capítulo XII

—Creo que es mejor que vayamos con él —dijo Athelstan.

Sir Walter se dirigió a grandes zancadas hacia las escaleras principales. En el hueco de las escaleras, un sirviente con expresión asustada le susurró algo en el oído y acto seguido se detuvo y se agarró a la barandilla. Se balanceó hacia atrás y hacia delante y finalmente soltó un terrible alarido.

—¡Oh, Dios mío! —gritó—. ¡Mi pobre hija, mi pobre hija!

Desapareció escaleras abajo en dirección al pasillo. Cuando Athelstan, sir John y sir Maurice llegaron pudieron escuchar sus lamentaciones a través de la puerta abierta. Dentro de la cámara, le encontraron arrodillado al lado de su hija, que yacía postrada sobre su espalda, con la cabeza ligeramente ladeada. Athelstan cogió la muñeca de la joven y le tomó el pulso en la garganta, pero no notó nada. Volvió la cabeza de la muchacha. Tenía los párpados prácticamente cerrados, la mandíbula desencajada, con un hilillo de baba cayéndole por la barbilla, el rostro lívido más que pálido y la piel fría y húmeda. Athelstan hizo caso omiso de los gemidos de sir Walter y rápidamente examinó el cuerpo de la fallecida, pero no vio ninguna marca, ningún morado o corte. Aspinall apareció en la entrada de la puerta y, a pesar de las protestas de sir Walter, sacó un pequeño cuchillo y rasgó la blusa marrón de la joven. El cuello y la parte superior del cuello estaban llenos de ligeras manchas amoratadas.

—La han envenenado —añadió Aspinall en voz baja—; probablemente murió hace una hora.

—¿Por qué? —sir Walter cogió el cabello de su hija, deshilachándolo entre sus dedos—, ¿por qué? —gimió—. No estaba en su juicio, no tenía vida alguna.

Athelstan susurró el Absolvo Te en el oído de la fallecida, musitó una corta oración y luego bendijo el cuerpo. Se puso en pie y ayudó a sir Walter a hacer lo mismo. El rostro del caballero estaba desencajado por la pena, las lágrimas rodaban por sus mejillas, sus labios se movían sin emitir sonido alguno.

—¿Sir Walter? —Athelstan le hizo sentarse en una silla—, sir Walter, escuchadme.

El hombre se volvió con los ojos legañosos.

—¡Esos bastardos! —exclamó—, ¡esos franceses bastardos! ¡Ellos son los responsables! —juntó las manos y se inclinó hacia atrás y hacia delante—. ¡Los mataré a todos! —susurró—, ¡a cada uno de ellos!, ¿me ayudaréis, Cranston, verdad? El fraile puede darles la absolución cuando los colguemos de un maldito árbol por piratas, asesinos, homicidas, violadores de mujeres, matones de niños.

—¡Sir Walter!, no tenemos ninguna prueba de ello.

Sir John miró alrededor de la habitación. Contenía algunas arcas, unas cortinas descoloridas en las ventanas, un armario, dos taburetes y un pequeño escritorio debajo de una ventana con una silla al lado.

—¿Ésta es la habitación de su hija?

Sir Walter asintió.

—¿Y dónde estuvo antes?

—¿Por qué me lo preguntáis?

—¿Dónde estuvo vuestra hija antes? —insistió Athelstan.

—Bajó al jardín, salió a pasear, como siempre hacía. Padre, ¿quién querría envenenar a una pobre criatura? —se humedeció los labios—. Necesito beber algo de vino —balbuceó.

Aspinall se marchó y regresó con una copa llena hasta el borde, pero sir John le detuvo.

—¿De dónde la sacasteis?

—De la cámara de sir Walter, al fondo del pasillo. Ahora me vais a decir que está envenenada, sir John —añadió con tono de hastío.

—Bebed primero vos —le ordenó el forense.

El médico hizo el ademán de negarse, pero sir John se llevó la mano a la daga de su cinturón.

—¡Oh, por el amor de Dios! —se quejó Aspinall, y tomó un buen sorbo. Luego se acercó y le pasó la copa a sir Walter, que la agarró ansiosamente. La vació de un solo trago y luego señaló el cadáver de su hija.

—Recogedla —ordenó—, no es un ningún perro para que esté por ahí desparramada en el suelo.

Levantaron el cuerpo de la joven y lo tumbaron con cuidado sobre la cama, con las manos en cruz. Sir John abrió el zurrón y depositó dos peniques sobre sus ojos.

—Dejadme solo —pidió sir Walter con una sonrisa, pero las lágrimas seguían brotando de sus ojos—. Dejadme solo un rato. Tenéis asuntos que tratar con esos demonios de ahí abajo.

—Quedaos con sir Walter —le pidió Athelstan a Aspinall—; sir John, sir Maurice, debemos ir abajo.

Regresaron al vestíbulo y les contaron a los prisioneros lo que había pasado. De Fontanel rápidamente se persignó. Los prisioneros, amontonados, parecían asustados.

—No podéis dejarnos aquí —intervino Vamier—, sir Walter se ha convertido en nuestro enemigo. Nos culpará de la muerte de su hija —aporreó la mesa con el puño—. Solicito que nos saquen de aquí, que nos ofrezcan mayor y mejor protección.

—Creo que puedo arreglarlo —sir John tomó asiento, dando palmaditas con las manos sobre la mesa.

Athelstan también se sentó y sacó su bandeja de escribir. Abrió el bote de tinta y untó la pluma, pero sólo trazó algunos signos y símbolos en el pergamino. Tenía poco que escribir: no había nada sobre aquel asunto que tuviera sentido. Miró a sir John.

Semper vertios —murmuró—, siempre la verdad. Quizás ha llegado el momento de que seamos sinceros y francos y les digamos a estos caballeros que realmente corren un grave peligro, aunque no por parte de sir Walter. De hecho, si los lleváramos a otro sitio, o aconsejáramos al regente que cambiaran su custodia, sería como si el dedo de la acusación señalara a sir Walter.

—Él es, como vos decís —apuntó De Fontanel—, su custodio. Él es el responsable de su seguridad. Siento mucho lo de su hija, pero Vamier tiene razón, Limbright es ahora nuestro enemigo.

—Decidme, caballeros —sir John bajó la vista hacia los tres prisioneros sentados sobre la mesa—, ¿habéis oído hablar alguna vez de Mercurio?

Athelstan estudió sus rostros. ¿Le había parecido ver una señal de afirmación en los ojos de Gresnay?

—¿Mercurio? —preguntó De Fontanel con tono despreciativo—, ¿quién es Mercurio?

—Es un asesino —respondió Athelstan despacio—, al servicio de la Corona francesa. Mata a la gente que sus señores de París quieren sacarse de encima cuanto antes. ¿Sabíais, señores, que quizás estéis más a salvo en Inglaterra que en Francia?

—Dejaos de acertijos —espetó Gresnay.

—Mercurio es un asesino —repitió Athelstan—. Los franceses creen que el San Sulpice y el San Denis fueron traicionados por un oficial de uno de los dos barcos. Nosotros pensamos, de hecho sabemos, que Mercurio está en Inglaterra. Su misión es acabar con el traidor.

—En ese caso —replicó Maneil a la defensiva—, ya ha matado a dos.

—No, no —intervino Gresnay—, ya entiendo lo que me queréis decir, padre. A Mercurio le trae sin cuidado a cuántos de nosotros matar.

—Siempre y cuando muera el traidor —declaró Athelstan—, eso es todo lo que importa. Ha caído una sentencia de muerte sobre vuestras cabezas.

—¿Pero quién? —Vamier se puso en pie, se apoyó en el hombro de Gresnay—, ¿sois vos, Jean?

—¿Qué queréis decir? —preguntó Gresnay sacándose su mano de encima.

—Vamier tiene razón —afirmó Maneil—, vos fuisteis escribano, siempre os estáis vanagloriando de vuestros contactos con la alta sociedad de París.

—¿Y qué me decís de vos? —replicó Gresnay—, ¿acaso no obtuvisteis un trato de favor para poder subir al San Denis gracias a un familiar que tenéis en la Corte?

—¡Eso es ridículo! —De Fontanel se puso en pie y se encaminó hacia la puerta, sentándose al lado de Vamier—. Sir John Cranston, soy un enviado acreditado, un escribano mayor de la cancillería. Nunca he oído hablar de ese Mercurio. Creo que estáis intentando dividir a estos hombres, asustarles para que confiesen, para que sospechen los unos de los otros.

—Eso serviría de ayuda —afirmó sir John con una sonrisa—, si se vigilaran los unos a los otros más de cerca, quizá podrían descubrir al asesino.

De Fontanel dejó caer sus manos sobre la mesa, extendió los dedos.

—Cinco hombres llegaron a este lugar —empezó con calma—, dos están muertos por ingerir el mismo veneno, aunque sólo comieron y bebieron lo que los otros. Es cierto que a Serriem fue fácil engañarle, pero Routier estaba sobre aviso. ¿Y por qué tendría Mercurio que matar a esa pobre joven que no era un peligro para nadie? ¿No estáis de acuerdo, padre?

Athelstan levantó la vista al cielo. La muerte de la hija de sir Walter había echado por tierra todas sus teorías.

—Podría tratarse de una venganza —añadió sir Maurice.

—¡Oh, vamos, vamos! —se burló Vamier—, somos soldados, luchadores. ¿Por qué tendrían que matar a una pobre retrasada? Tenía el cuerpo de una mujer pero la mente de una niña.

—Por culpa de los franceses —se apresuró a comentar sir Maurice.

De Fontanel se puso en pie.

—No estoy aquí para soportar esta clase de insultos. Sir John, ¿qué vais a hacer respecto a la custodia de estos hombres?

—Se quedarán aquí. El padre Athelstan, mi secretario, tiene razón. Si nos los llevamos a otro sitio y a sir Walter se le aparta de sus deberes, a pesar de lo perturbado que está, parecerá que está bajo sospecha.

—En ese caso debo enviar un mensaje urgente a Francia para que se paguen los rescates lo antes posible. Ahora les pido a mis compatriotas que recen y reciten sus avemarías cada día y que tengan mucho cuidado con lo que comen y beben —hizo una reverencia—. Volveré.

Sus pasos resonaron por toda la galería vacía y adusta, finalmente cerró la puerta tras él.

—Por hoy hemos terminado aquí —afirmo Athelstan—. No hay nada más que podamos hacer, excepto hablar con Aspinall sobre el asunto de Vulpina —añadió con un susurro.

Sir John asintió y, seguido de sir Maurice, salió del vestíbulo. Athelstan se sentó y trazó dos líneas paralelas sobre un trozo de pergamino.

—Parecéis perplejo —añadió Vamier con un tono de voz amable.

—Este sitio está lleno de maldad —replicó Athelstan despacio—, no me falta razón cuando digo que estamos en los dominios del Diablo.

—Conocí a vuestra orden en Francia —comentó Gresnay—. Mi padre alquiló los servicios de un dominico como cura de la cancillería, era un buen hombre. ¿Hay algo que podamos hacer por vos, padre?

—Nada, al menos de momento. Decidme ahora bajo juramento. Olvidaos de que soy inglés, pensad que soy tan sólo un cura. Decidme, ¿visteis o escuchasteis algo sospechoso?

Los tres hombres permanecieron sentados en silencio; uno a uno negaron con la cabeza.

—Y sobre vuestros compañeros asesinados, ¿visteis que alguno de ellos comiera o bebiera algo fuera de lo normal?

De nuevo negaron con la cabeza.

—¿O tal vez os dijeron algo?

—Padre —intervino Maneil—, estuvimos en los mismos sitios de abajo. No tenemos comida ni bebida en nuestras cámaras. Todo lo que tenemos procede de las cocinas de sir Walter, por muy sospechoso que pueda parecer.

—¿Y De Fontanel no os trae comida?

—Nunca, sir Walter no lo permitiría.

—Os diré una cosa —Gresnay le señaló con un dedo—. Ayer por la mañana todos hicimos el solemne juramento de no comer ni beber lo que otro no quisiera. Decidimos registrarnos los unos a los otros y también lo hicimos en esas guardillas destartaladas que nos sirven de cámaras. No encontramos nada.

—¿Hicisteis eso? —preguntó Athelstan.

—Padre, hay un asesino que nos pisa los talones. Tenemos que estar seguros.

Athelstan se puso en pie.

—Hay una cosa que me tiene intrigado.

—¿El qué? —preguntó Vamier.

—Bueno, Routier se escapó esta mañana. Trepó el muro del jardín, cruzó el patio y se metió en ese cobertizo. ¿Cómo supo qué camino tomar? ¿Cómo supo que no habría nadie en el cobertizo, que la contraventana estaría abierta? Nunca os han permitido acceder a esta parte del feudo, ¿verdad?

Los tres sacudieron la cabeza.

—Entonces deseo que tengáis un buen día, señores.

Athelstan salió del vestíbulo y se paseó por los jardines. Levantó la vista hacia los parapetos y se dio cuenta de que, si los centinelas no hubieran estado vigilando, a cualquiera le resultaría muy fácil doblar la esquina del muro y trepar el contrafuerte medio en ruinas. Ahora él se dispuso a hacer lo mismo y cruzó al otro lado. El patio estaba desierto. Soplaba una suave brisa que levantaba pequeñas nubes de polvo. Construida a lo largo, al final del muro, había una hilera de pequeños cobertizos de madera, seguramente utilizados como almacenes. Athelstan atravesó el patio y entró en aquel lugar. La mayoría de las puertas estaban cerradas. Athelstan encontró una que estaba medio abierta y entró. Una vez en su interior pudo ver que las paredes estaban sucias y plagadas de telarañas, además olía a paja y a estiércol de caballo. Al fondo, las contraventanas estaban cerradas y atrancadas. Athelstan levantó una barra, abrió las contraventanas y contempló las tierras baldías bañadas por el sol. Dejó el zurrón en el suelo, trepó por la ventana, salió al exterior y empezó a caminar, siguiendo el mismo camino que Routier probablemente había tomado. Se detuvo y miró por encima de su cabeza. Un cuervo revoloteaba dando vueltas, graznando ruidosamente. Athelstan vio que no había centinelas en la parte de atrás del muro y pensó que los que estaban al otro lado no solamente habrían estado distraídos, sino que debieron acudir a la zona donde se desarrollaba la pelea entre los prisioneros. Routier habría corrido, encaminándose hacia el bosquecillo que se veía a lo lejos. Incluso aunque los centinelas le hubieran podido ver habrían pensado que se trataba de algún mendigo o campesino, pero no pensarían que se trataba de un prisionero que se había escapado. Miró hacia la ventana, cuyas contraventanas todavía permanecían abiertas. Routier probablemente las habría cerrado cuando huyó. Athelstan contempló el cielo.

—Aquí hay gato encerrado —se dijo a sí mismo—, algo que he visto o he oído, pero siempre ocurre lo mismo: no son más que piezas de un rompecabezas que no encajan.

Regresó, volvió a subir por la ventana, cerró las contraventanas detrás de él y salió de aquél lugar. Sus dos compañeros le estaban esperando en el vestíbulo. Cuando Athelstan llegó, Aspinall bajaba por las escaleras.

—¿Os marcháis ya, sir John?

—Después de que os haya hecho algunas preguntas, señor —afirmó Athelstan con una sonrisa.

Aspinall le escudriñó.

—¿Por qué, padre, qué os podría decir que aún no sepáis?

—Bueno, primero, ¿cómo está sir Walter?

—Le he convencido de que regrese a su cámara. Se ha quedado dormido. Examinaré el cuerpo de su hija más tarde. Sir Walter probablemente querrá que lo lleven a la ciudad y lo entierren en la casa de los Frailes, ahí es donde sir Walter acude a misa los domingos.

Aspinall se sentó con pereza en un banco y estiró las piernas.

—¿Qué otras preguntas tenéis, padre?

—¿Va a menudo sir Walter a la ciudad? —preguntó sir John—. Sabemos que era un cliente habitual de Vulpina.

Aspinall levantó la vista rápidamente.

—Como vos, señor.

—Vulpina ha muerto —afirmó Aspinall—; murió en el incendio de su casa.

—No, fue asesinada —Athelstan se sentó en un banco cerca de él—. Fue asesinada, doctor Aspinall. Alguien quería que los secretos de Vulpina se fueran con ella a la tumba.

El médico se movió con nerviosismo.

—¿Qué estáis insinuando, padre? Sí, es cierto, fui a ver a Vulpina. Su colección de hierbas y venenos era muy conocida en toda la ciudad. Era una mujer dura y malvada —continuó Aspinall—. Tenía toda clase de hierbas y, sí, le compré algunos venenos. La dedalera puede utilizarse para acelerar el corazón y la circulación sanguínea. El arsénico, tanto el rojo como el blanco, puede ser administrado a quienes padecen dolores de estómago. Sólo porque una planta sea venenosa no significa que no pueda utilizarse para curar. Todo depende de la cantidad qué se utilice.

—¿Sabíais que sir Walter le compraba algunas pociones?

Aspinall estaba a punto de negarlo, pero luego se encogió de hombros.

—Sí, sir Walter compró algunas pociones y venenos. Le aconsejé que no lo hiciera pero prefirió seguir el consejo de Vulpina.

—¿Por qué? —preguntó sir John.

—Por su hija —replicó Aspinall—. En mi opinión no había nada más que se pudiera hacer por la pobre joven. No estaba en su sano juicio, tenía el cerebro vacío. Pero prefirió seguir el consejo de Vulpina. Compró algunos remedios para tranquilizarla y calmar sus calambres: arándano de San Juan, un poco de belladona. Plantas como ésas pueden tener un efecto tranquilizador cuando los humores del cerebro se han visto alterados y ya no pueden volver a funcionar con normalidad. Sin embargo, os diré una cosa, padre, las muertes que han ocurrido en este lugar no son obra de alguien que utilice un veneno corriente. Nunca había visto un veneno con un efecto como éste. Veréis —vio el asombro en los ojos de Athelstan—, si queréis envenenar a un hombre, este tipo de pociones tiene un efecto casi inmediato. Si le diera a uno de los hombres de sir John Cranston una copa cargada de arsénico sentiría, al cabo de poco rato, su efecto. Pero este veneno es diferente. Si no me creéis, preguntad a cualquier médico de la ciudad. Un hombre como Routier pudo ingerir el veneno, y aunque al principio no hace efecto alguno, poco a poco va adquiriendo intensidad y finalmente su propiedad tóxica provoca una parada cardíaca.

—Entonces —empezó Athelstan—, ¿el asesino ha elegido este veneno porque su efecto es retardado?

—Es posible —admitió Aspinall—. Lo que quiero deciros, caballeros, es que la mayoría de los venenos matan con rapidez. Si se reduce la cantidad puede causar una enfermedad, pero no necesariamente la muerte. Este veneno, sea lo que sea, actúa de una manera muy simple: su efecto se prolonga hasta que se produce la muerte. No hay duda de que ha hecho una buena elección, pues el asesino desde luego no desea estar cerca de la víctima cuando muere.

—Pero si se comporta como decís —intervino sir Maurice—, ¿cómo murió esa pobre muchacha?

—Creo que fue un accidente. Eso es lo que realmente pienso. De un modo o de otro, Lucia encontró el veneno y lo ingirió. Ya la visteis: se pasaba el día recogiendo cosas del suelo y llevándoselas a la boca. La he visto en el vestíbulo después de comer, estaba metiéndose en la boca algunos restos que habían quedado sobre la mesa.

—Es posible —musitó Athelstan—; me pregunto si el asesino quería matar a Routier o a otro. Quizá dejó algún dulce por ahí, un trozo de queso o de pan impregnado con alguna sustancia tóxica. Doctor Aspinall, ¿las cámaras de los prisioneros están cerradas con llave?

—Por lo que yo sé, por la noche sí, pero no durante el día. Se les permite ir a tomar un poco el aire por la mañana y por la tarde, pero, la mayoría del tiempo, los prisioneros se encuentran encerrados en el feudo. Se ponen a hablar, a dormir o juegan a algo.

—¿Entonces Lucia pudo colarse en alguna de sus habitaciones? —preguntó sir John.

—Es posible.

—En ese caso —declaró Athelstan—, los prisioneros me mintieron. Me dijeron que habían registrado sus habitaciones respectivas para aclarar cualquier sospecha y que no encontraron nada. Sin embargo, aquí tenemos a una joven atolondrada que no sólo encuentra algo, sino que se lo come.

Cranston tomó un sorbo de su odre de vino, se volvió y levantó la vista hacia las escaleras.

—Podría seguir siendo un asesinato —afirmó volviéndose sobre sus hombros—. Limbright odia a los franceses, los franceses le odian a él. La muerte de su hija podría considerarse una terrible venganza. Doctor Aspinall, ¿creéis que alguno de los prisioneros puede llegar a ser tan malvado?

El médico asintió con la cabeza.

—Creo que son soldados, hombres de guerra que podrían saquear y quemar todo lo que tuvieran a su alrededor encendidos por el calor de la batalla, pero no asesinar deliberadamente a una pobre chica tonta —hizo un mohín—. No, no lo creo.

Athelstan se puso en pie.

—Encontraron a Lucia en su propio cuarto. La puerta estaba abierta, ¿es eso normal?

—Los soldados me dijeron —replicó Aspinall—, que la puerta estaba abierta y que yacía sobre las alfombras.

—¿Cuál es el tiempo máximo que tarda un veneno en tener efecto? —preguntó Athelstan.

—Según mis conocimientos —se encogió Aspinall—, desde luego menos de una hora. Sin embargo, siguiendo vuestro razonamiento, resultaría casi imposible determinar dónde estuvo Lucia. Se paseaba por el feudo como un fantasma.

—Entonces, ¿creéis que resulta inútil investigar su muerte?

—Sí, padre, Lucia tenía miedo de los franceses y de los guardias. No habría aceptado nada de ellos y sabe Dios dónde se encontraría en el momento de ingerir el veneno.

Athelstan desvió la mirada. No cabía duda de que Lucia había tomado o le habían administrado el veneno durante el caos que se había formado por la escapada de Routier. Aspinall tenía razón: sabe Dios dónde fue, pero, pensó Athelstan, ¿habría tomado algo la joven por prescripción de aquel médico?

—Padre Athelstan, sir John —intervino sir Maurice, con los brazos cruzados, golpeando su bota contra el suelo pavimentado—, digamos, si queremos mantener nuestra teoría, que el asesino es uno de los prisioneros. Sé que es duro de creer, pero…

—Sé que es lo que vais a decir —le interrumpió sir John—; la lógica nos dice que habrá otras dos muertes y que el hombre que sobreviva debe ser el asesino.

—No necesariamente —opinó Athelstan—. Sabe Dios lo que hará De Fontanel. Quizás obtenga los rescates de los prisioneros y los pueda sacar de Hawkmere. Si eso es así la muerte de Routier podría ser la última. Lo que debemos hacer antes de marcharnos de Hawkmere es registrar este feudo de arriba abajo, y eso incluye las celdas de los prisioneros. Doctor Aspinall, si vigiláis a sir Walter, mis colegas y yo empezaremos el registro. Que los guardias no pongan objeción alguna. Supongo que monsieur De Fontanel ya se habrá marchado.

—Sí —replicó sir John—, salió del vestíbulo y se encaminó directamente hacia la puerta de salida.

Athelstan se frotó la punta de la nariz.

—Bien, entonces empecemos por el jardín.

En la pequeña guardilla que le hacía de cámara así como de celda, Eudes Maneil echó el pestillo para asegurarse de que la puerta estaba bien cerrada y se sentó en su mesita colocada justo debajo de la hendidura de la ventana. Contempló el cielo azul. Un pájaro revoloteaba y Maneil sintió un repizco de envidia. El mismo cielo, el mismo sol de Francia. Entornó los ojos. Los mercados de Francia estarían ahora a rebosar. Sus tabernas y tiendas de cocina repletas de gente, las angostas calles serían un mar de colores, abarrotadas de comerciantes, de sus mujeres, de estudiantes de la Sorbona, secretarios y escribanos. Ojalá pudiera encontrarse allí para caminar por aquellas calles, flirtear con las cortesanas y luego sentarse en una taberna y saborear un estofado de carne fresca y verduras, una copa de malmey o del mejor clarete de Burdeos. El estómago de Maneil empezó a hacerle ruidos en señal de protesta. Abrió los ojos, tamborileando con la yema de los dedos sobre la mesa. ¿Volvería alguna vez a París? Se habían apoderado del San Sulpice y del San Denis. Se había resignado a aquel sórdido y prolongado encarcelamiento entre aquellos malditos ingleses con falda, pero ahora la situación se había vuelto muy peligrosa. Maneil miró por encima de su hombro hacia la puerta. ¿Cómo demonios habrían matado a Serriem y a Routier? Estaba seguro de que sus dos compañeros habían tenido mucho cuidado con lo que habían comido y bebido. Tampoco tenían provisiones escondidas. Sir Walter era un miserable tacaño y la cocina y la despensa estaban bien vigiladas por los guardias. ¿Sería ese viejo el asesino? Maneil se rascó la barbilla. ¿Por eso habría muerto la pobre Lucia? ¿Habría ido a la habitación de su padre? ¿O sería otra persona? Había visto algo aquella mañana en el jardín. Recordó a Routier caminando de arriba abajo y luego vio que se marchaba de nuevo en dirección al vestíbulo. Alguien le había seguido, estaba seguro, ¿pero quién?

Maneil se tumbó en la cama. Antes de que decidiera entregar su vida al mar, su padre le había enviado a una de las mejores escuelas eclesiásticas de París. Maneil recordó cómo le habían enseñado a reunir pruebas, a encajarlas y luego a sacar una conclusión. Luego, si el asesino era uno de ellos, la misma persona debía ser el espía al servicio de los lores ingleses. Pero eso parecía imposible. Si hubiera habido un espía entre los oficiales franceses que aceptara el oro del enemigo, ¿por qué ese espía se habría convertido ahora en un asesino? Maneil respiró hondo. Él conocía a sus cuatro compañeros desde hacía años y nunca había visto u oído nada sospechoso. De hecho, sus compañeros habían perdido a toda su familia a manos de los ingleses y estaban fuertemente entregados a aquella guerra sangrienta por mar. Entonces, si no había ningún espía, ¿por qué alguno de ellos tendría que haberse vuelto un asesino? Maneil recordó a Routier sentándose en la mesa para romper su ayuno. Le había dicho que no estaba de acuerdo con su temerosa escapada. Sin embargo, Routier le había susurrado que no podía quedarse por más tiempo en Hawkmere: tenía que recuperar su libertad o perdería la cordura como la hija de Limbright. Se había negado a escuchar a Maneil. Se había comido su pan y bebido la cerveza que había traído sir Walter. Maneil estuvo sentado a su lado todo el rato. Es cierto que Gresnay le había guardado un poco de pan a Routier para que se lo llevara. Sin embargo pareció un acto espontáneo. Además, mientras tanto Gresnay se estaba comiendo también su ración de pan y de carne. Luego salieron del vestíbulo y se fueron al jardín. El único momento en el que Routier desapareció fue cuando regresó a la casa.

Maneil escuchó cómo alguien llamaba a la puerta.

—¿Quién es?

Volvieron a llamar. Maneil suspiró y se puso en pie levantándose de la cama. Descorrió el pestillo, abrió la puerta y un cuadrillo de ballesta le alcanzó de pleno en la garganta.