Capítulo V
Las palabras de Gresnay provocaron un silencio absoluto.
—¿Qué significa eso? —preguntó Athelstan con rotundidad.
—¿Es que no entendéis vuestra propia lengua, padre? —espetó Vamier dando una palmadita en el brazo de Gresnay—. Jean os ha dicho la verdad.
—¿Y cuál es la verdad? —preguntó sir John.
—Somos oficiales del rey de Francia —declaró Vamier—. Estamos prisioneros en este lugar y, dadas las circunstancias, tememos por nuestra propia vida. El odio que siente sir Walter por nuestro pueblo no es ningún secreto.
—¡Y tengo buenas razones para ello! —explotó sir Walter.
—¡Basta! —exclamó Athelstan levantando las manos.
—Sea como sea, es cierto —continuó Vamier—. ¿Y por qué? —captó la mirada de asombro de Athelstan—. ¿No os lo ha dicho? Fue el San Denis el que atacó Winchelsea cuando murieron su mujer y sus hijos —el francés levantó los hombros y abrió las manos con intención de apaciguar los ánimos—. Desde luego, fue otra tripulación, otros hombres. Ninguno de los que estamos aquí habría estado de acuerdo con el cruel asesinato de una mujer y de sus hijos. Pero, sir John, ¿habéis luchado en Francia?
Sir John asintió; Athelstan recordó el día en que él y su hermano Francis entraron en una ciudad que había sido saqueada por los arqueros ingleses. Las mujeres yacían muertas en las calles, con las gargantas abiertas, los vestidos levantados, y a su vera, sus hijos. La gloria de la guerra había muerto ante escenas como aquella. Athelstan lanzó una mirada a sir Walter. El rostro del caballero había palidecido, movía los labios sin pronunciar sonido alguno y gotas de sudor resbalaban por sus mejillas.
—No soy un asesino —respondió con hosquedad—. Y sí, os odio. Si pudiera me gustaría veros colgados a todos en las horcas, por piratas.
En aquel momento estuvo a punto de crearse un enfrentamiento, pero sir John aporreó la mesa con los puños.
—¿Cuándo hicisteis ese juramento? —preguntó—, ¿y qué significa?
—Cuando vinimos aquí —contestó Routier—, y supimos que estábamos a cargo de sir Walter… —señaló el plato—. Él mismo os lo dirá: sólo comemos del mismo plato y bebemos de la misma jarra.
—¿Y ayer por la noche? —preguntó Athelstan.
—Lo mismo. Cenamos aquí lo que se suponía que era pescado, bebimos el mismo vino putrefacto y comimos el mismo pan enmohecido.
Sus compañeros bajaron las cabezas para ocultar la risa. Sir Walter estuvo a punto de responder con toda su rabia y Athelstan tuvo que agarrarlo por la muñeca.
—Sólo intentan provocaros —le susurró.
—Pero si nos lo encontráramos en el campo de batalla —declaró Gresnay—, haríamos mucho más que eso.
—Puede que tal vez un día tengáis la oportunidad —le gritó sir Walter con los labios salpicados de saliva.
—Sin embargo, hay otro motivo, ¿verdad? —preguntó Athelstan.
El cambio de humor que aquellas palabras provocaron en los soldados franceses fue evidente. Dejaron de comportarse de forma insultante. Vamier se repantingó en su silla, Routier echó mano de la jarra de vino y se llenó la copa.
—Vamos, vamos —insistió Athelstan—, no sois precisamente un grupo de buenos hermanos, ¿verdad? Después de todo, hubo un tiempo en el que fuisteis gallitos del mismo corral, capitanes de los Estrechos, hasta que un día vuestros barcos se ven atrapados entre los soldados ingleses y el puerto de Calais.
—Luchamos lo mejor que pudimos —protestó Routier—, la fortuna es una rueda caprichosa e injusta. Quizá la próxima vez que nos encontremos, sir Maurice, sabréis lo que es estar prisionero.
—Oh, vamos, contestad a la pregunta —espetó sir John—. Dos barcos franceses son tomados en un solo día. Aquí huele a traición. En realidad estabais esperando a dos mercaderes cargados de vino procedentes de Burdeos. Sí, cargados del mejor clarete, la única cosa buena que sale de Francia —sonrió el forense—. No es cierto, pero podemos pasarnos el día entero aquí sentados e insultándonos los unos a los otros como niños pequeños en la calle.
—Fuimos traicionados —Vamier golpeó la mesa con los dedos.
—Y el traidor podría encontrarse aquí en este momento, ¿no es cierto? —preguntó Athelstan.
—Es posible.
—Podría haber sido cualquiera —intervino Gresnay extendiendo las manos.
Sir John le dedicó una sonrisa beatífica.
—Mi joven amigo, llevo en Londres lo suficiente para saber que, en los puertos franceses, se forma muy bien a los hombres de guerra. Yo lo sé. Las gaviotas lo saben, las ratas de los barcos también lo saben —su rostro se endureció—. ¿Pero cuántos hombres sabían lo que contenían las órdenes selladas? Vamos, decidme, ¿cuántos? —señaló a Routier—. Os hice una pregunta, señor, ¿cuántas personas en el San Sulpice y en el San Denis sabían de qué puerto ibais a zarpar, cuándo y cuál era vuestro destino?
—Seis de nosotros —admitió Routier—. Nosotros cuatro, Serriem y Dumanier, que murió en la batalla.
—Entonces, si había algún traidor —continuó sir John con mayor suavidad—, podría haber sido Dumanier, aunque los tipos como Judas normalmente se cubren bien las espaldas; luego nos queda Serriem y, finalmente, caballeros, alguno de los presentes.
El silencio que se hizo a continuación se vio alterado bruscamente por dos de los enormes gatos de la casa, que habían atrapado a una rata en un rincón de la sala y estaban armando un jaleo de mil demonios mientras la despedazaban. Sir Walter desenvainó su espada y se dirigió a su encuentro. Uno de los gatos, con la rata colgando entre los dientes, echó a correr acaloradamente seguido de su compañero.
—Estamos rodeados por la muerte —observó Maneil.
—Y volverá a golpear de nuevo —añadió Athelstan—. No hemos venido aquí, señores, para montar el numerito y luego desaparecer. El propio regente ha tomado cartas en el asunto. Si hay un traidor entre los presentes, seguramente os querrá ver a todos muertos. ¿O quizá ya sabéis quién es el traidor? ¿Fue Serriem? ¿Os tomasteis la justicia por la mano? Después de todo, nos habéis asegurado que ninguno come o bebe nada que no pruebe ninguno de vuestros compañeros. Sin embargo, Serriem fue envenenado.
—¿Estáis sugiriendo que le introdujimos algo a Serriem en la boca a la fuerza?
—Es una posibilidad.
—¡Pero si cenamos todos juntos por la noche! Sir Walter nos vigilaba. Estuvimos hablando, jugamos al ajedrez, no teníamos ningún tipo de resentimiento contra él. Serriem era un buen compañero, un marinero nato. Si hay un traidor, con toda seguridad no era él.
Athelstan sacó su cuerno de tinta, una pluma bien afilada y un trozo de pergamino. Utilizó una piedra pómez para asegurarse de que estaba lo suficientemente afilada y luego empezó a escribir sus nombres, una pequeña descripción y lo que había averiguado hasta el momento. Luego levantó la vista, el forense permanecía ahora sentado cómodamente en la silla, con la cabeza echada hacia atrás, durmiendo como un ángel. El dominico se dio cuenta de que los franceses no se sentían impresionados.
—A sir John le trae sin cuidado la muerte de Serriem —comentó Gresnay.
—Mi querido forense —replicó Athelstan, dejando caer la pluma sobre la mesa—, trabaja muy duro, está muy cansado y debería estar en su juzgado y no escuchando esta sarta de mentiras.
—¡Mentiras! —exclamó Routier.
—Sí, señor, mentiras. Alguien está mintiendo aquí.
—¿Y entonces por qué no se lo preguntáis a él mismo? —propuso Routier señalando a sir Walter—. Padre Athelstan, no tenemos veneno alguno. Nuestro carcelero ya ha revisado todas nuestras pertenencias.
—¿Es eso cierto? —preguntó Athelstan.
Sir Walter asintió.
—No encontré nada —confirmó—. Nada de nada.
—¿Y qué me decís del jardín? —preguntó sir John abriendo los ojos y chasqueando los labios.
Routier balbuceó y se quedó con la boca abierta. Athelstan disimuló su regocijo. Sir John parecía tener la habilidad de dormir y escuchar a la vez.
—¿Qué me decís del jardín? —repitió el forense frotándose la cara—. Hay muchas plantas ahí abajo.
—¿Y por qué no nos ponéis a prueba? —replicó Routier—. Somos soldados, mi querido forense, no jardineros. Hablo en nombre de todos si digo que a menos que nadie nos lo indique, no sabríamos distinguir una hierba de otra.
Sus palabras provocaron murmullos de asentimiento entre sus compañeros. Athelstan bajó la vista a su trozo de pergamino. «Nada —pensó—, no estamos sacando nada en claro».
—Una última pregunta, ¿Serriem estuvo todo el tiempo acompañado?
—Ya os lo he dicho —respondió Routier hastiado—. Cenamos aquí. Salimos a pasear por el jardín. Jugamos al ajedrez, a los dados y a otros juegos. Nadie vio que Guillaum bebiera o comiera nada después de levantarnos de la mesa.
—¿Estáis seguro de eso?
—Cuando los guardias vinieron a buscarnos para que regresáramos a nuestros aposentos, Serriem todavía seguía vivito y coleando. Se llevó arriba su copa de vino pero estaba vacía, nosotros tampoco habíamos bebido.
Después del interrogatorio, sir John, sir Maurice y Athelstan se marcharon del feudo de Hawkmere.
—Me alegro de que salgamos de aquí —exclamó sir John tan pronto como nadie pudo oírlos—. ¡Es un lugar perdido de la mano de Dios! —hizo una pausa para beber de su bota.
—¿Por qué hacéis eso? —preguntó sir Maurice.
Athelstan volvió la vista hacia la gris y alta muralla del feudo y reprimió un escalofrío. Muchas de las muertes de las que se habían encargado el forense y él habían sido el resultado de accidentes o de peleas repentinas. De vez en cuando, como hoy, se adentraban en un mundo diferente, lo que Athelstan llamaba en secreto «los dominios del diablo». Hawkmere era un lugar de esos, lleno de maldad, resentimiento, mentiras y además, con un asesino despiadado suelto.
—Porque estoy enojado —murmuró el forense arrepintiéndose de inmediato de sus palabras.
—¿Qué queréis decir?
—Nada.
Athelstan levantó una mano en señal de desesperación. No esperó a sus compañeros y se desvió del camino de guijarros atravesando aquellas tierras baldías. Se deslizó por una pendiente y fue a dar a un pequeño estanque o laguna. El sol había empezado a apagarse, el nivel del agua había bajado y dejaba al descubierto un círculo de barro donde las plantas y la maleza habían muerto por falta de nutrición. Era un lugar desolador. Athelstan se sentó bajo la fresca sombra de un árbol. Encima de él cantaba un tordo a pleno pulmón. Sir John se acercó y se acomodó a su lado.
—¿Qué pasa, padre?
—No lo sé, sir John. Es sólo un presentimiento, una premonición de peligro.
—¿Teméis por vuestra vida?
Athelstan negó con la cabeza.
—Por el tono insultante de las palabras de esos franceses, sir John, esos hombres están asustados y también Limbright.
—¿Queréis decir que ninguno de ellos es el asesino?
—No estoy diciendo tal cosa. Puede que haya más muertes en Hawkmere, pero, en este momento, poco podemos hacer.
Athelstan vio a lo lejos a un vendedor ambulante guiando a su burro en lo alto de la carretera. El tipo iba vestido con unas calzas, unas botas y un justillo de lana con la capucha echada sobre su cabeza para protegerse del sol. Se volvió y les saludó con la mano. Athelstan trazó una bendición en su dirección.
—Ahí va un hombre feliz —añadió—, con pocas posesiones y que nunca permanece demasiado tiempo en un mismo sitio.
—¿Qué tiene que ver eso con Hawkmere?
—Esos hombres no deberían permanecer allí… Sir John, ¿cómo pudieron matar a Serriem? Limbright sabe que el dedo de la sospecha le apunta a él y que los prisioneros, desde el principio, le guardan cierto recelo. Incluso hasta llegaron a hacer un juramento para prevenirse de lo que comían o bebían. Sabemos que Serriem no tocó nada que levante la más mínima sospecha, no hay ninguna marca en su cuerpo y su habitación estaba cerrada con llave y bien segura.
—Eso no se lo preguntamos —remarcó sir John.
—Lo dejaremos para la próxima vez. De todos modos, resulta inconcebible que alguien les obligara a entrar en la celda de Serriem para darle de beber un veneno.
—Pudo tratarse de un truco. Cualquiera que se hiciera pasar por un amigo.
—En ese caso, Serriem era un necio porque el único que pudo hacerlo es Limbright. Por lo que he visto, él en persona guarda las llaves de las celdas.
Levantó la vista por encima del forense. Sir Maurice estaba agachado recogiendo algunas flores.
—¡Oh, sí, el caballero herido de amor! —exclamó Athelstan—, pero tendrá que esperar. Ahora, sir John, decidme, si deseara comprar veneno, algo fuera de lo normal, ¿a qué lugar de la ciudad de Londres podría dirigirme?
—Si fuerais a una botica como la de Aspinall, es decir a las que tienen una licencia concedida por el Ayuntamiento de la ciudad, registrarían vuestra compra en un libro mayor.
—Por lo que un asesino nunca acudiría a un sitio como ése.
—No, no creo. Supongo que acudiría a Whitechapel o incluso a Southwark, a uno de esos niños de la noche que entienden de poderes mágicos o pociones como la piel machacada de sapo o champiñones recogidos a media noche.
—¿Y hay muchos?
—Bueno, según palabras de la Biblia, su nombre es una legión porque son incontables. La mayoría de ellos son curanderos, hombres sagaces. Os pueden vender un polvo como si fuera mortal y en realidad puede que no sea más perjudicial que un poco de creta. Tampoco es que abunden los verdaderos asesinos.
Sir John cerró los ojos y se concentró para pensar en los nombres que conocía, en los hombres y mujeres que vivían a espaldas de la ley, a quienes le encantaría ver colgados por el cuello, pero contra los que nunca disponía de pruebas suficientes para atrapar.
—… Por ejemplo, Vulpina. Bueno, así es como se hace llamar ahora. Hace unos años se la conocía como «Marga, La Estofado», una mujer muy dada a la lujuria, es una prostituta muy conocida.
—¿Y qué pasó? —preguntó Athelstan con curiosidad.
—Alguien le marcó la cara y le cortó la nariz. Nadie sabe el motivo. Da igual, «Marga, La Estofado» es ahora Vulpina, una vendedora de pociones mágicas. La reina de los envenenadores. Podríamos empezar por ella. Antes, sin embargo, deberíamos hablar con nuestro caballero enfermo de mal de amores.
Regresaron al camino y le explicaron el motivo por el que querían dirigirse a la ciudad.
—¿Y yo qué? —preguntó sir Maurice abriendo las manos—. No quiero parecer pesado…
Athelstan le agarró la mano. Se compadeció del dolor que reflejaban los ojos del joven.
—Decidle a sir De Gante que tenemos un asunto entre manos. No os preocupéis —le consoló Athelstan—. El amor siempre vence todos los obstáculos.
El joven caballero no parecía estar muy convencido, pero les dio las gracias y se marchó.
—Un gran tipo —comentó sir John, tomando otro sorbo de su bota—. Me recuerda a mí cuando era joven, buena vista, un cuerpo ágil…
—Sí, sí, sir John. ¡Oh, sir Maurice! —le gritó Athelstan.
El caballero se volvió.
—¿Quién compra suministros para el feudo de Hawkmere?
Sir Maurice miró hacia el otro extremo del camino, restregando la punta de su bota contra el suelo.
—¡Es una de mis funciones! —le contestó con otro grito y, girando sobre sus talones, se marchó.
—¿Por qué demonios le habéis preguntado eso? —quiso saber sir John.
—Me cruzó una idea por la mente, mi querido forense.
—Pero el médico dijo que había examinado la comida.
—Lo que me tiene desconcertado —explicó Athelstan—, es que tenemos a cinco hombres tomando precauciones contra cualquier veneno. No podemos estar seguros de cuál es la causa de ese extraño juramento: es posible que temieran a Limbright o quizás al traidor que pueda haber entre ellos. Ahora bien, no creo que el veneno lo cogieran del jardín del feudo —concluyó—. Tampoco estamos seguros de qué tipos de veneno crecen allí. En cualquier caso, esos venenos requerirían una preparación previa. No basta con coger un poco de dedalera y dársela de comer a alguien. Y no hay que olvidar que se registró a los prisioneros, probablemente varias veces después de que fueran capturados: si lo hubieran llevado encima, habrían encontrado algún tipo de polvo o veneno.
—¿Y?
—Pues, sir John, la lógica nos dice que o bien alguien trajo el veneno al feudo y se lo entregó a uno de los franceses para envenenar a Serriem, y tal vez a otros, sabe Dios por qué motivo…
—O bien —continuó sir John por él—, el veneno fue obtenido por alguien que puede entrar y salir del feudo como quiera.
—Exacto. Lo que nos lleva a pensar en Limbright, o quizás en su hija, pese a su estado, o en nuestro reconocido y buen médico Aspinall. Todo eso sin descartar a sir Maurice.
—No creo que Maltravers se dedique a envenenar a nadie. Es un soldado y un guerrero.
—No, no, sir John, es un siervo del regente. Maltravers en la guerra podría ser una persona totalmente diferente: engualdrapado para luchar estaría dispuesto a herir a sus enemigos. Sin embargo, en casa, es como un caballo de guerra que no se puede estar quieto, enviado aquí y allá para llevar a cabo una misión detrás de otra.
—¿Qué queréis decir? —preguntó sir John irritado—. Decid de una vez lo que pensáis.
—Tenemos a un comerciante muy poderoso en Londres, Thomas Parr. Juan de Gante podría sobornarle ofreciéndole la mano de un príncipe a su hija, pero no ha sido así. En vez de eso pretende ayudar a la causa de su caballero valiente, aunque sin aportar una sola moneda.
—Y a cambio Maltravers aceptaría hacer todo lo que Gante le pidiese.
—Quizá.
—¿Pero, por qué?, mi querido monje.
—Fraile, sir John.
—¡Da igual! ¿Por qué De Gante querría ver muertos a esos franceses? Podría ganar una buena cantidad de dinero por sus rescates y, a la vez, mantenerlos apartados del mar, bien lejos de la flota inglesa.
—Ésa, precisamente, podría ser una razón suficiente —contestó Athelstan, dándose cuenta enseguida de que no era del todo convincente.
—Vamos, mi querido fraile, vayamos a visitar a sir Thomas Parr.
Empezaron a caminar por aquellas tierras estériles y enseguida tuvieron que apartarse del camino para dejar paso a un grupo de cortesanos que iban al galope sobre sus caballos, riéndose y bromeando, envueltos en sus trajes de colores vivos que brillaban a la luz del sol. Iban charlando entre ellos y apenas se dignaron a mirar al obeso forense y al pequeño fraile. Llevaban halcones en sus muñecas; las aves iban encapuchadas y los cascabeles atados a sus patas tintineaban como campanitas. Detrás de ellos les seguían de cerca algunos mastines y perros de caza guiados por sus monteros. Sir John entornó los ojos y miró cómo se alejaban.
—Se dirigen a los pantanos —añadió—. Me dan pena esas pobres garzas. Eso es lo que tiene de malo esta ciudad, Athelstan: a los ricos no les importa nada, mientras los pobres permanecen en sus chozas con la mirada perdida y pensando en las armas que tienen escondidas debajo de sus suelos de cieno…
Athelstan le miró alarmado.
—Sir John, parecéis asustado.
—Y vos también lo estarías, padre, si hubierais leído lo que yo.
Y como para rematar las palabras del forense, el sol se escondió detrás de una nube y una sombra se cernió rápidamente sobre los campos.
—Teméis que esté próxima la gran revolución, ¿verdad?
—Sé que así será, padre, pero De Gante y sus cronistas no harán ni caso. Acordaos de Francia —obligó al fraile a hacer un alto en el camino—. Los ingleses, Athelstan, no depositan su confianza en los caballeros sino en los pequeños terratenientes, en los granjeros y campesinos provistos de largos arcos. Ahora nos han expulsado de Francia, a excepción de Calais, y todos esos soldados han vuelto a casa y se encuentran con unos cuantos mendrugos de pan para comer y agua salobre para beber. Los hombres que se ocultan en las sombras, aquellos que espían para el regente, dicen que están entrando armas en la ciudad. Y todavía peor, los líderes de los campesinos cuentan aquí con aliados, hombres sin escrúpulos y con mucha vista: creen que pueden ganar la carrera dividiendo sus apuestas y asignando cantidades equivalentes a cada caballo.
—¿Y…?
—Pues que si la revolución fracasa habrán apoyado a De Gante. Sin embargo, si los rebeldes se hicieran con la ciudad, tomaran la Torre y marcharan sobre Westminster, habrá algunos que saldrán de sus escondites dispuestos a defender la causa de la «Gran Comunidad».
Athelstan se detuvo de nuevo y observó la retirada de los jinetes a lo lejos. Siempre se lo había temido. Era un cura de Southwark entregado a su parroquia. A través de las calles angostas e inmundas, había escuchado los rumores, los comentarios soterrados bajo el esplendor y el bullicio de la vida de la ciudad; un sentimiento de hondo pesar se apoderaba de él cuando, una y otra vez, oía aquella frase, aquel canto de los obreros: «Cuando Adán cavaba y Eva hilaba, ¿quién se aprovechaba?».
—Vamos, padre —le instó sir John, interrumpiendo sus pensamientos—, vayamos a visitar a sir Thomas Parr. De camino os explicaré una historia sobre una monja, un fraile y un lascivo macho cabrío.
Entraron en la ciudad, cruzaron Martins Lane en dirección a Cheapside. Era primera hora del mediodía. Algunos comercios habían cerrado para que sus propietarios pudieran darse un respiro en las tabernas y tiendas de comida colindantes. Sir John les miró con envidia, pero Athelstan le animó a proseguir el camino.
—Sir Thomas puede que nos ofrezca buen vino —le dijo en tono persuasivo—. Debemos tener la mente bien clara, sir John.
En la esquina de Westchepe se había reunido una multitud. Un hombre vestido con harapos abigarrados, el cabello blanco como la nieve y los ojos brillándole en su rostro bronceado, clamaba entre la gente: ¡Ay de los ricos! ¡Ay de aquellos que se alimentan de ricos manjares y llenan su estómago de dulces vinos! ¡El día del Juicio Final se acerca! ¡Bolas de fuego caerán sobre la ciudad! ¡Los caminos se llenarán de gusanos de la tierra!, ¡de miles y miles de ellos! —hizo una pausa para coger aire.
Athelstan reconoció a aquel predicador ambulante como uno de los defensores de la Gran Comunidad del Reino. Los «gusanos de la tierra» era un término común utilizado para designar a los hombres de campo, a los siervos oprimidos y a los labradores sin tierras.
—¡Serán conducidos por los ángeles! —continuó el predicador—. ¡Y las campanas tocarán a muerto! —empezó a hacer sonar la campana que llevaba.
Una gran cantidad de tenderos, aprendices, mendigos, vendedores de hojalata, ambulantes y lisiados salieron de las calles y se apiñaron a su alrededor, asintiendo con la cabeza y los ojos encendidos. Un grupo de bedeles del mercado permanecía alejado, agarrando nerviosos las dagas de sus cinturones, golpeando sus varas de oficio contra el suelo.
—¿Pues a qué hemos de temerle? —continuó el predicador—, ¿a la muerte? ¿Acaso no vivimos ya una muerte lenta?
Sus palabras fueron acogidas con gran entusiasmo entre la multitud.
—¡Eh, tú, Culo de Cerdo! —exclamó sir John agarrando a un hombrecillo desaliñado que corría entre el gentío con una daga de hoja muy fina sobresaliéndole de la manga del justillo.
—Ah, sir John, buenos días —le saludó el mendigo mirándole atemorizado.
—Yo de vos, Culo de Cerdo —empezó sir John respirando hondo—, no empezaría a rajar ningún zurrón de por aquí. Esta gente que ahora parece tan alegre podría enfadarse mucho y colgaros sin que podáis hacer nada.
Culo de Cerdo salió despavorido. Sir John levantó la vista por encima de las cabezas de la muchedumbre. Un grupo de soldados venía de Westchepe, exhibiendo las libreas de Juan de Gante y Fitzalan, conde de Arundel.
—¡Ahí llegan! —anunció el predicador, que también les había visto—, ¡vamos, acercaos a silenciar la voz de la verdad!
La multitud se volvió como si de un solo hombre se tratara. Se desenvainaron las dagas y, como venido de la nada, apareció un grupo de hombres vestidos con un justillo de piel marrón oscuro. Llevaban arcos con aljabas llenas de flechas colgando sobre sus espaldas.
—¡Que Dios se apiade de ellos! —dijo Athelstan—; sir John, esto se va a poner muy feo.
Sir John desenvainó también la espada y dio un paso al frente, blandiéndola en el aire como si fuera Héctor de Troya.
—¡Eh, los de ahí, encantos!, ¡lindos muchachotes! Esto es Cheapside, no Poitiers.
—¡Apartaos del medio, sir John! ¡Rápido! —gritó una voz.
Cranston se llevó la mano a la espalda mientras desenvainó su daga. El predicador se había desvanecido como una nube de humo. Sir John avanzó desafiante hacia los arqueros.
—¡No queremos pelear con vos, John Cranston! —exclamó uno de ellos con la cabeza cubierta por una capucha.
—Si no os largáis de aquí, no os quedará otro remedio.
Los arqueros tensaron sus arcos y dispararon contra las paradas. El resto de la multitud empezó a disgregarse sin más dilación. Sir John envainó su espada y su daga.
—Vamos, Athelstan, es hora de que nos marchemos.
Subieron hasta Cheapside justo en el momento en el que llegaron los soldados. Athelstan pudo ver a Culo de Cerdo, que corría como uno de los hurones de Ranulfo hacia la boca de una callejuela, con un pequeño zurrón en la mano.
—Fuisteis muy valiente, sir John.
—Como un halcón acechando a su presa —contestó—. Bien, ahora enfrentémonos al verdadero problema.
Se adentraron en una calle que llevaba hasta Goldsmith’s Hall. La vía era amplia y estaba recién barrida, el albañal se había limpiado y rellenado con agua fresca procedente de un conducto cercano. Las casas de ambos lados eran grandes y espaciosas, con unos cimientos de ladrillo rojo y las paredes de los pisos superiores recubiertas de maderas de color negro y blanco. Las puntas del tejado tenían remates dorados y las puertas estaban abiertas de par en par. Macetas de flores colgaban de las paredes y el aire estaba lleno de las dulces fragancias procedentes de los jardines trazados enfrente de las casas. El sol brillaba y se reflejaba en las ventanas acristaladas: algunas de ellas incluso habían sido pintadas con diversos colores y adornadas con motivos heráldicos.
La mansión de sir Thomas Parr era la más majestuosa de todas. Se alzaba sobre sus propios cimientos, tenía dos pequeños manzanos a ambos lados del camino que conducía hacia una puerta pintada con gran elegancia. Ésta estaba decorada con tachones de hierro relucientes, su aldaba tenía la forma de un caballero inclinándose en un torneo. A ambos lados había dos macetones de hierbas con una base de carbón vegetal, el humo perfumado flotaba en el aire formando anillos como el incienso de una iglesia. Había soldados en guardia a ambos lados de la casa: matones, contratados por el rico comerciante, vestían con sus libreas, con capas blancas en las que aparecía el emblema de un puño envuelto en una cota de malla sosteniendo una espada. A pesar de todo, se mantuvieron bien alejados de la mirada amenazante de sir John.
—No me gustan esos matones —declaró el forense—, esos ejércitos pequeños y privados. Miradlos, padre, no pueden apartar las manos de sus espadas y dagas. Demasiada carne roja para tan poco trabajo, siempre buscando pelea.
Athelstan estudió rápidamente a los hombres. Eran matones de la ciudad ataviados con sus calzas prietas y botas de tacón alto. Iban bien armados, algunos incluso llevaban ballestas con pequeñas aljabas llenas de cuadrillos atadas a sus talabartes de piel.
Sir John levantó la aldaba y la golpeó con fuerza contra la puerta.
—Cómo me gusta esto —comentó.
Volvió a repetir la operación. La puerta se abrió de par en par.
—¿Qué os trae por aquí?
—¿Cómo os llamáis? —rugió sir John.
—Ralph Hersham, soldado de sir Thomas Parr.
—Yo soy Cranston, forense real. Ahora, apartaos de mi camino y dejadme entrar.