Catalina

Hampton Court, noviembre de 1541

Vamos a ver, ¿qué es lo que tengo?

¡Sorpresa, sorpresa! No tengo ningún amigo, y yo que creía que tenía decenas.

No tengo amantes, y yo que creía que se agolpaban todos encima de mí.

Ni siquiera tengo familia, resulta que han desaparecido todos.

Tampoco tengo esposo, porque no quiere verme, y ni siquiera tengo confesor, ya que el arzobispo mismo ha pasado a ser mi inquisidor. Todos se portan muy mal conmigo, y eso es tan injusto que no sé qué pensar ni qué decir. Vinieron a mí cuando estaba bailando con mis damas en mis habitaciones y me dijeron que por orden del rey no debía salir de mis aposentos.

Por un instante —qué tonta soy, mi abuela tenía razón al decir que no existía un tonto más grande que yo— pensé que era una mascarada y que alguien que venía disfrazado intentaría capturarme y después vendría otra persona disfrazada a rescatarme, y que luego habría una justa o una parodia de batalla en el río, o alguna cosa divertida. El domingo, el país entero pronunció plegarias de acción de gracias en mi honor, por consiguiente esperaba que al día siguiente hubiera algún tipo de celebración. De manera que me quedé aguardando en mi habitación con la puerta cerrada con llave, deseando que entrase un caballero errante, o que acaso se acercase una torre a mi ventana o un asedio de pega, quizá una cabalgata entrando en los jardines, y les dije a mis damas: «¡Veréis qué broma tan divertida, espero!». Pero pasamos el día entero aguardando en mi habitación, y aunque me apresuré a cambiarme de vestido para estar preparada, ni vino nadie ni hubo música ni nada en absoluto. Y entonces se presentó el arzobispo Cranmer y dijo que lo de bailar se había terminado.

¡Oh, cuán horrible puede ser ese hombre! Con ese gesto tan serio, como si pasara algo terriblemente grave. ¡Y después me pregunta por Francis Dereham! ¡Precisamente Francis Dereham, que simplemente está a mi servicio a petición de mi respetable abuela! ¡Cómo si fuera culpa mía! Y todo porque algún patético chismoso le habrá contado al arzobispo que en Lambeth hubo un coqueteo, ¡cómo si eso le importase a alguien a estas alturas! Y además tengo que decir que, si yo fuera el arzobispo, procuraría ser mejor persona y no hacer caso de tales chismorreos.

De modo que en mi opinión todo esto es totalmente falso, y si tengo la oportunidad de ver al rey lo convenceré sin mucho esfuerzo de que no preste atención a nada que le digan en mi contra. Mi señor Cranmer me dio verdadero pánico, porque me dijo en un tono amenazante:

—Por esa razón, mi señora, no veréis a su excelencia hasta que vuestro nombre haya quedado completamente limpio. Investigaremos toda circunstancia hasta que hayamos lavado todo estigma que os mancille.

En fin, yo no contesté porque sé que mi nombre no tiene estigmas ni nada que se le parezca, pero está claro que todo lo que ocurrió en Lambeth fue entre una doncella y un muchacho, y ahora que estoy casada con el rey, ¿a quién tiene que preocupar lo que sucedió hace tanto tiempo? ¡Pero si ocurrió hace una vida entera, ya han transcurrido dos años! ¿Qué importancia puede tener ahora?

Puede que todo esto explote mañana por la mañana. A veces el rey tiene estos caprichos tan curiosos, la toma contra un hombre o contra otro y lo manda decapitar. Al fin y al cabo, la tomó contra la pobre reina Ana de Cléveris, y mira, terminó quedándose con el palacio de Richmond y siendo su hermana querida. Así que nos vamos a la cama bastante contentas. Le pregunto a lady Rochford por su opinión, y ella pone un gesto más bien extraño y me contesta que es posible que yo salga de ésta si me mantengo firme y lo niego todo. Es un consuelo un tanto frío viniendo de ella, que vio a su propio esposo subir al patíbulo negándolo todo. Pero eso no se lo digo, por miedo de que pueda enfadarse.

Catherine Tylney va a dormir conmigo, y al meterse en la cama ríe y dice que seguro que yo desearía que ella fuera Thomas Culpepper. Yo no respondo nada, porque así es. Lo deseo con tanta intensidad que casi me echaría a llorar para que viniera. Mucho después de que Catherine haya empezado a roncar, yo continúo despierta deseando que todo me hubiera sucedido de un modo distinto, que Tom hubiera venido a la casa de Lambeth; tal vez se hubiera peleado con Francis y acaso lo hubiera matado, y entonces me habría raptado y me habría desposado. Si hubiera ido a buscarme entonces, yo no habría llegado a ser reina ni a tener el collar de diamantes que tengo ahora. Pero habría dormido la noche entera en sus brazos, y en ocasiones eso me parece una alternativa mejor. Desde luego, esta noche me parece mucho mejor.

Duermo tan mal que al amanecer ya estoy despierta. Permanezco tendida en la cama, en medio del silencio, observando la luz grisácea que se filtra por las contraventanas, y pienso que daría todas mis joyas con tal de estar en sus brazos. Dios quiera que sepa que estoy encerrada en mis aposentos y no piense que es que no quiero verlo. Sería horrible que, cuando saliera de aquí, él se sintiera ofendido por mi rechazo y estuviera cortejando a otra. Me moriría si se encaprichara de otra. Estoy convencida de que se me partiría el corazón.

Si me atreviera le enviaría una nota, pero nadie puede salir de mis aposentos y no me atrevo a confiar un mensaje a uno de los criados. Me traen el desayuno a la habitación, ni siquiera se me permite comer fuera. Ni siquiera puedo ir a la capilla, envían un confesor a mis habitaciones para que rece conmigo, antes de que vuelva a visitarme el arzobispo.

La verdad es que estoy empezando a pensar que esto no está bien, que quizá debería protestar. Soy la reina de Inglaterra, no se me puede confinar en mis aposentos como si fuera una niña traviesa. Soy una persona adulta, una dama, una Howard. Soy la esposa del rey. ¿Quién creen que soy? Después de todo, soy la reina de Inglaterra. Me parece que voy a hablar con el arzobispo y a decirle que no puede tratarme así. Pienso en todo esto hasta que me indigno bastante, y decido que voy a insistirle al arzobispo en que ha de tratarme con el debido respeto.

¡Y resulta que no viene! Hemos pasado la mañana entera aquí sentadas, intentando coser algo, procurando dar la impresión de estar muy ocupadas por si se abre la puerta de improviso y entra mi señor el arzobispo. ¡Pero no! No es hasta el final de la tarde, una tarde de lo más aburrida además, cuando se abre la puerta y entra él, con una expresión sumamente grave en su amable semblante.

Mis damas arman un revuelo tremendo, como si ellas mismas fueran tan inocentes como una bandada de mariposas enjauladas en compañía de una babosa ya mohosa. Yo permanezco sentada; al fin y al cabo, soy una reina. Ojalá diera la misma imagen que la reina Ana cuando vinieron a buscarla a ella. Ella sí que parecía inocente, ella sí que parecía la víctima de una acusación injusta. Ahora lamento haber firmado un papel en el que testificaba contra ella. Ahora comprendo cuán desagradable es que duden de una. Pero ¿cómo iba a saber yo que un día me encontraría en esa misma situación?

El arzobispo se me aproxima como si lamentase algo profundamente. Trae una expresión triste, como si sostuviera una lucha interna. Por un instante tengo la certeza de que va a pedirme disculpas por haber sido tan cruel ayer, que va a pedirme perdón y a dejarme en libertad.

—Excelencia —me dice en voz muy baja—, me aflige profundamente haber descubierto que habéis tomado a vuestro servicio a Francis Dereham.

Estoy tan estupefacta que no contesto nada. Eso es de conocimiento público. Dios santo, Francis ha causado suficiente alboroto en la corte para que se enterase todo el mundo. No se puede decir que haya sido discreto. ¿Cómo lo habrá descubierto el arzobispo? ¡Es como si afirmara haber descubierto América!

—Pues sí —respondo—. Como todo el mundo sabe.

Él vuelve a bajar la mirada y entrelaza las manos apoyándolas en el hábito que le cubre el estómago. —Sabemos que tuvisteis relaciones con Dereham cuando vivíais en la casa de vuestra abuela —dice—. Lo ha confesado él.

¡Oh! El muy idiota. Ahora ya no puedo negarlo. ¿Cómo se le habrá ocurrido decir eso? ¿Cómo es posible que haya sido tan bocazas?

—¿Qué hemos de suponer sino que habéis colocado a vuestro amante en un puesto cercano a vos con un propósito perverso? —me pregunta el arzobispo—. Un puesto en el que podáis verlo todos los días, un puesto en el que pueda acudir a vos sin que estén presentes vuestras damas, incluso sin ser anunciado.

—Pues no supongáis nada —replico con cierto descaro—. Además, no es mi amante. ¿Dónde está el rey? Deseo verlo.

—En Lambeth fuisteis amante de Dereham, cuando os desposasteis con el rey no erais virgen, y después de casaros seguisteis teniéndolo como amante —me acusa el arzobispo—. Sois una adúltera.

—¡No! —exclamo yo de nuevo. La verdad está toda mezclada con una mentira, y además, no sé qué saben con seguridad. Ojalá Francis hubiera nacido con el sentido común de mantener la boca cerrada—. ¿Dónde está el rey? ¡Insisto en verlo!

—Es el rey mismo quien me ha ordenado que investigue vuestra conducta —replica el arzobispo—. No podéis verlo hasta que hayáis respondido a mis preguntas y vuestro nombre haya quedado lavado de toda mancha.

—¡He de verlo! —Me pongo en pie de un salto—. Vos no podéis impedirme que vea a mi esposo. ¡Debe de ir contra la ley!

—De todas maneras, el rey no está.

—¿Qué no está? —Por un instante tengo la misma sensación que si el suelo hubiera oscilado bajo mis pies, como si estuviera bailando sobre la cubierta de un barco—. ¿Adónde se ha ido? No puede haberse ido. Vamos a quedarnos aquí hasta que nos traslademos a Whitehall para pasar la Navidad. No hay ningún otro lugar al que ir, no sería capaz de dejarme aquí sin más. ¿Adónde ha ido?

—Se ha marchado al palacio de Oatlands.

—¿A Oatlands? —Ése es el palacio en el que celebramos nuestros esponsales, no se le ocurriría ir allí sin mí—. ¡Eso es mentira! ¿Cuándo se ha marchado? Esto no puede ser cierto.

—Tuve que informarlo, con el más profundo sentimiento de tristeza de toda mi vida, de que habíais sido amante de Dereham y de que temía que aún lo fuerais —responde Cranmer—. Dios sabe que hubiera preferido no comunicarle dicha información. Lloró amargamente, creí que iba a perder la razón a causa de tanta pena, yo diría que le habéis destrozado el corazón. De inmediato partió para Oatlands llevando consigo únicamente un exiguo séquito. No desea ver a nadie, le habéis destrozado el corazón y os habéis buscado la desgracia.

—Dios mío, no —exclamo débilmente—, Dios mío, no. —Esto es gravísimo, pero si se ha llevado a Thomas con él, al menos mi amor se encuentra a salvo y nadie sospecha de nosotros—. Sin mí se sentirá solo —digo con la esperanza de que el arzobispo mencione quién lo acompaña.

—Es posible que el dolor lo vuelva loco —responde él en tono inexpresivo.

—Cielo santo. —Y bien, ¿qué puedo decir? El rey ya estaba más loco que una cabra antes de que sucediera esto, y para ser sincera, no se me puede echar la culpa a mí.

—Hacéis bien en lamentaros —dice Cranmer—, porque lo único que podéis hacer ahora es confesar.

—¡Pero si no he hecho nada! —exclamo.

—Habéis tomado a Dereham a vuestro servicio.

—A petición de mi abuela. Y no ha estado a solas conmigo, ni siquiera me ha tocado la mano. —Tomo unas pocas fuerzas de mi inocencia auténtica—. Arzobispo, habéis cometido un grave error al alterar al rey. No sabéis cómo se pone cuando está alterado.

—Lo único que podéis hacer es confesar. Lo único que podéis hacer es confesar.

Esto empieza a parecerse tanto a un pobre diablo caminando penosamente en dirección al lugar de ejecución cargando con un haz de leña para ser quemado en la hoguera que me interrumpo y suelto una risita de puro terror.

—Hablo en serio, arzobispo, yo no he hecho nada. Me confieso todos los días, bien lo sabéis vos, y nunca he hecho nada.

—¿Os reís? —dice él, horrorizado.

—¡Oh, se debe únicamente a la impresión! —contesto en tono impaciente—. Debéis permitirme que vaya a Oatlands, arzobispo. Debéis permitírmelo. Tengo que ver al rey y explicárselo todo.

—No, tenéis que explicármelo a mí, querida niña —responde él con seriedad—. Tenéis que decirme qué hicisteis en Lambeth y qué hicisteis después. Debéis hacer una confesión completa y sincera, y quizá entonces yo pueda salvaros del cadalso.

—¿El cadalso? —repito con un graznido, como si jamás hubiera oído esa palabra—. ¿A qué os referís con el cadalso?

—Si habéis traicionado al rey, eso constituye un acto de traición —dice Cranmer despacio y con claridad, como si yo fuera una niña pequeña—. El castigo por traición es la muerte. Ya deberíais saberlo.

—Pero yo no lo he traicionado —replico atropelladamente—. ¡El cadalso! Podría jurarlo sobre la Biblia, podría jurarlo por mi vida. ¡Jamás he cometido traición, jamás he cometido nada! ¡Preguntad a cualquiera! ¡Preguntad a cualquiera! Soy buena persona, ya lo sabéis vos, el rey me llama su rosa, su rosa sin espinas. No tengo otra voluntad más que la suya…

Estoy tan preocupada por mi inocencia en el caso de Dereham que me he olvidado totalmente de Thomas Culpepper. Pero de todas formas da lo mismo, porque el arzobispo se apresura a decir:

—En efecto, tendréis que jurar todo esto sobre la Biblia. Y deberéis aseguraros de no decir una sola palabra en falso. Bien, habladme de lo que ocurrió en Lambeth entre vos y ese joven. Y recordad que Dios oye cada palabra que pronunciáis, y además ya contamos con la confesión del muchacho, nos lo ha contado todo.

—¿Qué ha confesado? —pregunto, muy inteligente.

—No os preocupéis. Decidme. ¿Qué hicisteis?

—Yo era muy joven —explico. Le dirijo una mirada furtiva para averiguar si está en disposición de compadecerse de mí. ¡Y lo está! ¡Lo está! De hecho, tiene los ojos llenos de lágrimas, lo cual es una señal de confianza tan importante que empiezo a sentirme mucho más segura de mí misma—. Yo era muy joven, y todas las muchachas de la cámara de las doncellas eran sumamente indisciplinadas, me temo. No eran buenas amigas ni consejeras para mí.

El arzobispo asiente con un gesto.

—¿Permitían que fueran a verlas los jóvenes que trabajaban en la casa?

—Sí. Y Francis acudía por la noche para cortejar a otra, pero luego se fijó en mí. —Callo unos instantes—. Ella no era ni la mitad de bonita que yo, y eso que en aquella época yo no tenía los vestidos tan maravillosos que llevo ahora.

El arzobispo deja escapar un suspiro por alguna razón.

—Eso es vanidad. Se supone que estáis confesando el pecado que cometisteis con ese joven.

—¡Y estoy confesando! Era muy pertinaz, insistía mucho. Juró que estaba enamorado de mí, y yo lo creí. Yo era muy joven. Prometió desposarme, yo creí que estábamos casados. Él insistió.

—¿Acudió a vuestro lecho?

Siento deseos de decir que no, pero es seguro que el muy necio de Dereham lo habrá contado todo. Lo único que puedo hacer es dar una apariencia mejor a los hechos.

—Así es. Yo no lo invité, pero él insistió. Me forzó.

—¿Os violó?

—Sí, prácticamente.

—¿Y vos no gritasteis? ¿Acaso no estabais en la habitación con todas las demás doncellas? Os habrían oído.

—Le permití que continuara, pero no era mi deseo.

—De modo que yació con vos.

—Sí, pero no llegó a desnudarse.

—¿Se quedó completamente vestido?

—Quiero decir que no llegó a desnudarse excepto cuando se bajó las calzas. Entonces sí que estaba…

—Estaba, ¿qué?

—Entonces sí que estaba desnudo. —Hasta a mí misma me parece un argumento débil.

—Y robó vuestra virginidad.

Esto no sé cómo esquivarlo.

—Pues…

—Fue vuestro amante.

—Yo creo que no…

De pronto el arzobispo se pone de pie como si fuera a marcharse.

—Esto no os beneficia en absoluto. Si me mentís, no puedo salvaros.

Me da tanto pánico que se vaya que lanzo un quejido y corro tras él para aferrarlo del brazo. —Os lo ruego, arzobispo. Os lo contaré. Es que me siento tan avergonzada y lo lamento tanto que… —A estas alturas ya estoy sollozando; Cranmer se muestra muy inflexible, y si no se pone de mi parte, ¿cómo le voy a explicar todo esto al rey? Además, el arzobispo me da miedo, pero el rey me inspira pavor.

—Contadme. Yacisteis con él. Ambos fuisteis como marido y mujer.

—Sí —contesto, decidida a contar la verdad—. Lo fuimos.

Cranmer aparta mi mano de su brazo como si yo tuviera alguna infección en la piel y no deseara tocarme. Como si estuviera leprosa. Yo, que tan sólo unos días antes era un bien tan preciado que el país entero daba gracias a Dios porque el rey me hubiera encontrado. No es posible, no es posible que todo se haya torcido tan rápidamente.

—Estudiaré vuestra confesión —me dice el arzobispo—. La consultaré con Dios durante la oración. Tengo que comunicársela al rey. Estudiaremos a qué cargos habéis de enfrentaros.

—¿No podríamos simplemente olvidar que ha sucedido? —digo yo con un hilo de voz, retorciéndome las manos cargadas de anillos que ahora me pesan terriblemente—. Todo eso ocurrió hace mucho tiempo, hace años. Ya nadie se acuerda de ello. El rey no tiene necesidad de saberlo, vos mismo lo habéis dicho, le destrozará el corazón. Decidle únicamente que os habéis equivocado y que en realidad no sucedió nada, y todo volverá a ser como antes.

Cranmer me mira como si yo fuera una demente. —Reina Catalina —dice con dulzura—, habéis traicionado al rey de Inglaterra. El castigo es la muerte. ¿Acaso no lo entendéis?

—Pero eso sucedió mucho antes de desposarme —sollozo—. No fue traición al rey, ni siquiera lo conocía. Sin duda el rey me perdonará por los errores que cometí cuando era casi una niña. —Noto cómo me suben los sollozos a la garganta sin que yo pueda contenerlos—. Sin duda no me juzgará cruelmente por mis errores de juventud, los que cometí cuando no era más que una niña mal vigilada por sus guardianes —digo con un nudo en la garganta—. Sin duda su excelencia será bueno conmigo. Me ha amado y yo lo he hecho muy feliz. Agradeció a Dios haberme encontrado, y eso, eso no es nada. —Las lágrimas me resbalan por la cara. No estoy fingiendo lamentarlo, me siento profundamente horrorizada de estar aquí, frente a este hombre tan espantoso, viéndome obligada a retorcerme en mentiras a fin de embellecer un poco los hechos—. Os lo ruego, señor, perdonadme. Decidle al rey que no he hecho nada grave.

Él se zafa de mí.

—Serenaos, serenaos. De momento no vamos a decir nada más.

—Decid que me perdonáis, decid que el rey me perdonará.

—Espero que así sea, espero que pueda perdonaros. Y espero que podáis salvaros.

Me aferró a él sollozando sin control.

—No podéis marcharos hasta que me prometáis que no va a ocurrirme nada.

Cranmer trata de soltarse tirando en dirección a la puerta, aunque yo continúo aferrada a él igual que una niña hecha un mar de lágrimas.

—Mi señora, debéis serenaros.

—¿Cómo voy a serenarme, cuando me decís que el rey está furioso conmigo, cuando me decís que el castigo es la muerte? ¿Cómo voy a serenarme? ¿Cómo voy a serenarme? Sólo tengo quince años, no se me puede acusar, no puedo…

—Soltadme, excelencia, este comportamiento no os hace ningún bien.

—No os iréis sin darme la bendición.

Cranmer se zafa de mí empujándome y acto seguido dibuja a toda prisa una cruz en el aire por encima de mi cabeza.

—Está bien. Aquí la tenéis, in nomine…, filii… Ya está, ahora tranquilizaos.

Yo me arrojo al suelo entre sollozos pero oigo cerrarse la puerta tras salir el arzobispo y, aunque ya no está presente para verme, no puedo dejar de llorar. Incluso continúo llorando cuando se abre la puerta interior y entran mis damas. Ni siquiera cuando todas se congregan a mi alrededor y me pasan la mano por la cabeza consigo incorporarme y recobrar el ánimo. Ahora tengo miedo, tengo mucho miedo.

La trampa dorada
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