Ana, duquesa de Cléveris

Düren, Cléveris, julio de 1539

Apenas me atrevo a respirar. Estoy inmóvil como una piedra, con una sonrisa en la cara y los ojos muy abiertos, mirando osadamente al artista, dando la impresión, espero, confiada, de que mi mirada franca indique sinceridad pero no inmodestia. Las joyas prestadas que llevo son las mejores que logró encontrar mi madre, diseñadas para demostrar a un observador crítico que no somos tan pobres, aunque mi hermano no vaya a ofrecer dote alguna a mi marido. El rey tendrá que escogerme por mi agradable apariencia física y por mis contactos políticos. No tengo nada más que ofrecer. Pero ha de escogerme. Estoy totalmente decidida a que me escoja. Marcharme de aquí lo es todo para mí.

En el otro extremo de la habitación, con cuidado de no mirar mucho el retrato de mí que va tomando forma bajo los trazos rápidos y alargados del lápiz del artista, se encuentra mi hermana, que aguarda su turno. Que Dios me perdone, pero rezo para que el rey no la elija a ella. Está tan ansiosa como yo de tener una oportunidad de irse de Cléveris y dar el salto a la grandeza que supone el trono de Inglaterra, pero no lo necesita tanto como yo. No hay ninguna joven en el mundo que lo necesite más que yo.

No es mi intención decir una sola palabra en contra de mi hermano, ni ahora ni en los años venideros. Jamás diré nada contra él. Para mi madre es un hijo modelo y un digno sucesor para el ducado de Cléveris. Durante los últimos años de la vida de mi pobre padre, cuando claramente estaba tan loco como cualquier necio, fue mi hermano el que lo obligó a entrar en su alcoba, cerró la puerta con llave por fuera y declaró públicamente que sufría de fiebres. Fue mi hermano el que prohibió a mi madre que llamase a físicos y a predicadores para expulsar los demonios que ocupaban la mente divagante de mi pobre padre. Fue mi hermano, astuto —tan astuto como puede serlo un buey, lento y mezquino—, quien dijo que debíamos afirmar que mi padre era un borracho, antes que permitir que la mancha de la locura mermase la reputación de nuestra familia. Si existe alguna sospecha respecto de nuestro linaje, no nos abriremos paso en el mundo. Pero si calumniamos a nuestro padre, lo tachamos de borrachín, le negamos la ayuda que necesita con tanta desesperación, entonces es posible que aún podamos medrar. Así yo podré hacer un buen matrimonio. Así mi hermano podrá casarse bien y el futuro de nuestra casa quedará asegurado, aunque mi padre luche a solas con sus demonios, sin ninguna ayuda.

Al oír a mi padre gemir junto a la puerta de su alcoba diciendo que iba a portarse bien y rogando que lo dejáramos salir; al oír a mi hermano responderle con serenidad y con firmeza que no podía salir, me pregunté si de hecho no estaríamos equivocados, y mi hermano estaba igual de loco que mi padre, y mi madre también, y la única persona cuerda de la casa era yo, porque yo era la única que se sentía paralizada de horror ante lo que estábamos haciendo. Pero eso tampoco se lo conté a nadie.

Desde mi más temprana infancia me comporto obedeciendo la disciplina de mi hermano. Él siempre iba a ser el duque de estas tierras protegidas por los ríos Mosa y Rhin. Es un patrimonio bastante reducido, pero está tan bien situado que todas las naciones de Europa desean nuestra amistad: Francia, los Habsburgo y los Austria de España, el sacro emperador romano, el mismo papa, y ahora Enrique de Inglaterra. Cléveris es la cerradura del corazón de Europa, y el duque de Cléveris es la llave. No es de extrañar que mi hermano se valore tanto a sí mismo, está en su derecho; yo soy la única que a veces se pregunta si no será en realidad un principito de poca monta que se encuentra sentado debajo de la sal en el gran banquete que es la cristiandad. Pero a nadie le digo que pienso esas cosas, ni siquiera a mi hermana Amelia; no estoy muy dispuesta a fiarme de nadie.

Da órdenes a mi madre en razón de la grandeza de la posición que ocupa en el mundo, y ella es su lord chambelán, su mayordomo, su papa. Con la bendición de ella, mi hermano da órdenes a mi hermana y a mí misma porque él es el hijo varón y el heredero, y nosotras somos cargas. Él es un hombre joven y le aguarda un futuro de poder y de oportunidades, y nosotras somos mujeres destinadas a ser esposas y madres en el mejor de los casos; o parásitas solteronas en el peor. Mi hermana mayor, Sibila, ya ha escapado: se fue de casa en cuanto pudo, en cuanto se concertó su matrimonio, y ahora vive libre de la tiranía de la atención fraterna. A continuación debo irme yo. La siguiente tengo que ser yo. Necesito liberarme. No pueden tener conmigo la absurda crueldad de enviar a Amelia en mi lugar. Ya le llegará a ella la oportunidad, ya le llegará el momento. Pero la siguiente hermana soy yo, tengo que ser yo. No comprendo siquiera por qué le hicieron la oferta a Amelia, a no ser que fuera para asustarme e inducirme a que me mostrara más sumisa. Si el propósito era ése, ha funcionado. Me aterra que me dejen a un lado por una muchacha más joven y que mi hermano haya permitido que ocurra semejante cosa. Lo cierto es que ignora la ventaja que supone para él atormentarme.

Mi hermano es un duque insignificante, en todos los sentidos de la palabra. Cuando murió mi padre, todavía suplicando con un hilo de voz que alguien le abriera la puerta, su sitio lo ocupó mi hermano, pero le viene grande. Mi padre era un hombre que pertenecía al ancho mundo, asistió a las cortes de Francia y de España y viajó por Europa. Mi hermano, al haberse quedado en casa, cree que el mundo no puede mostrarle nada que sea más importante que su propio ducado. Cree que no existe ningún otro libro más grande que la Biblia, ninguna iglesia mejor que aquella cuyas paredes están desnudas, ninguna guía que supere a su propia conciencia. Teniendo únicamente una pequeña familia que gobernar, su mando recae muy duramente sobre unos pocos sirvientes. Teniendo únicamente una pequeña herencia, está atento a las necesidades de su propia dignidad. Y yo, que carezco de dignidad, siento el tremendo peso de la suya. Cuando está bebido o contento me dice que soy el más rebelde de sus súbditos, y me da palmaditas con mano dura. Cuando está sobrio o irritado dice que soy una joven que no sabe cuál es su sitio, y me amenaza con encerrarme en mi alcoba.

En estos tiempos, en Cléveris ninguna amenaza es huera. Se trata de un hombre que encerró bajo llave a su propio padre. Lo creo capaz de encerrarme a mí también. Y si yo llorase junto a la puerta, ¿acudiría alguien a rescatarme?

Maese Holbein me indica con una breve inclinación de cabeza que puedo levantarme de mi asiento y dejar que mi hermana ocupe mi lugar. No se me permite mirar mi retrato. Ninguna de nosotras puede ver lo que él envía al rey de Inglaterra. No está aquí para adularnos ni para pintarnos como bellezas, sino para realizar una representación lo más fidedigna que sea capaz de crear su genio, a fin de que el rey de Inglaterra pueda ver cuál de nosotras le gustaría, como si fuéramos yeguas de Flandes que son ofrecidas al semental inglés para servirle de cría.

Maese Holbein, que se echa hacia atrás al tiempo que mi hermana se apresura a sentarse, toma un papel nuevo, examina la punta de su lápiz pastel. Maese Holbein nos ha visto a todas, a todas las candidatas al puesto de reina de Inglaterra. Ha pintado a Cristina de Milán y a María de Vendôme, a Luisa y a Ana de Guisa. De manera que yo no soy la primera joven cuya nariz ha medido sosteniendo el lápiz a la longitud de un brazo y guiñando un ojo. Que yo sepa, tras mi hermana Amelia vendrá otra joven más. Es posible que de regreso a su hogar en Inglaterra se detenga en Francia para mirar ceñudo a otra joven atontada a fin de captar sus rasgos característicos y delinear sus defectos. No tiene sentido que yo me sienta degradada por este proceso, igual que un trozo de arpillera extendido para realizar el dibujo.

—¿No os gusta que os pinten? ¿Sois tímida? —me preguntó el artista con brusquedad al ver que yo perdía la sonrisa cuando me miró como si fuera un pedazo de carne puesta en el escurridero del cocinero.

No le dije cómo me sentía. No tiene sentido ofrecer información a un espía. —Deseo casarme con el rey —fue todo cuanto respondí.

Él enarcó una ceja. —Yo me limito a pintar los retratos —señaló—. Haríais mejor en confiar vuestros deseos a los enviados del rey: los embajadores Nicholas Wotton y Richard Beard. No sirve de nada informarme a mí.

Asiento como si tomara en cuenta su consejo, pero no pienso decirles nada a los nombrados.

Me siento en el antepecho de la ventana, acalorada con mis mejores ropas, constreñida por un corsé tan apretado que han hecho falta dos doncellas para conseguir anudarlo, y una vez que esté terminado el retrato tendré que cortarlo para liberarme. Observo que Amelia inclina la cabeza a un lado, se pavonea y sonríe de forma coqueta a maese Holbein. Espero que no le caiga en gracia al maestro. Espero que no la pinte tal como es, más rolliza y más bella que yo. En realidad, a ella no le importa ir o no a Inglaterra. Oh, para ella sería un triunfo pasar de ser la hija más joven de un ducado pobre a convertirse en reina de Inglaterra, una huida que la elevaría a ella, a su familia y a la nación entera de Cléveris. Pero ella no necesita tanto como yo escapar de aquí. Para ella no es una cuestión de necesidad como para mí. Casi podría decir de «desesperación».

He aceptado no mirar la pintura de maese Holbein, de modo que no la miro. Una cosa cierta se puede decir de mí: si doy mi palabra la cumplo, aunque no sea más que una jovencita. En vez de eso, me pongo a mirar por la ventana, al patio de nuestro castillo. Fuera, en el bosque, resuenan los cuernos de caza, se abre la gran puerta enrejada y entra la partida, con mi hermano al frente. Levanta la vista hacia la ventana y me ve antes de que yo pueda echarme hacia atrás. Al momento me doy cuenta de que lo he irritado. Pensará que no debería estar en la ventana, a la vista de cualquiera que deambule por el patio. Aunque me he movido demasiado de prisa para que él haya llegado a captar los detalles, estoy segura de que sabe que llevo un corsé muy ceñido y de que el escote cuadrado de mi vestido es muy bajo, aunque el cuello de muselina me tapa hasta la barbilla. Me encojo sobre mí misma al ver la mirada ceñuda que dirige hacia la ventana. Ahora está disgustado conmigo, pero no me lo dirá. No se quejará del vestido, algo que yo podría explicar, sino de otra cosa, pero todavía no sé cuál. Lo único de lo que puedo estar segura es de que, hoy o mañana, en algún momento mi madre me mandará llamar a su habitación y me lo encontraré a él de pie detrás de su silla, o vuelto de espaldas, o entrando por la puerta, como si la cosa no fuera con él, como si le resultara del todo indiferente, y ella me dirá en tono profundamente reprobatorio: «Ana, me he enterado de que has…», y será algo que sucedió hace unos días y que ya casi he olvidado pero que mi hermano habrá averiguado y se habrá guardado hasta ese momento, para que yo sea pillada en falta e incluso castigada, y él no dirá una palabra de que me ha visto sentada en la ventana y muy bella, que es lo que realmente lo ha ofendido de mí.

Cuando era pequeña, mi padre me llamaba su halconcito blanco, su halcón hembra, una ave de presa originaria de las frías nieves del norte. Cuando me veía con los libros o cosiendo rompía a reír y me decía: «Oh, mi halconcito, ¿qué haces enjaulado? ¡Ven conmigo y yo te liberaré!», y ni siquiera mi madre podía impedir que saliera corriendo del salón donde me impartían las clases para estar con él.

Ojalá pudiera hacerlo ahora, cómo desearía que volviera a liberarme otra vez.

Sé que mi madre cree que soy una muchacha necia, y que mi hermano opina algo peor; pero si fuera la reina de Inglaterra, el rey me confiaría una posición y yo no entraría en modas francesas ni en bailes italianos. Podrían fiarse de mí, el rey podría confiarme su honor. Sé lo importante que es el honor de un hombre y no tengo el menor deseo de ser otra cosa que una buena persona, una buena reina. Pero también estoy convencida de que, por más estricto que sea el rey de Inglaterra, se me permitiría sentarme junto a la ventana de mi propio castillo. Digan lo que digan de Enrique de Inglaterra, creo que si lo ofendiera me lo diría sinceramente, y no ordenaría a mi madre que me castigara por otra cosa.

La trampa dorada
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