Juana Bolena
Rochester, Nochevieja de 1539
Lady Browne está ordenando a las damas que vayan a acostarse rugiendo como si fuera un alabardero de la guardia real. Las muchachas están muy alborotadas, y Catalina Howard, que es una de ellas, es el centro de todo, tan indisciplinada como cualquiera, una verdadera reina de mayo. Cómo le habló al rey, cómo lo miró agitando las pestañas, cómo le suplicó, en calidad del desconocido apuesto y recién llegado a la corte que era, que pidiera bailar a lady Ana; todo esto lo reproducen y lo escenifican hasta acabar embriagadas por sus propias risas.
Lady Browne no ríe, luce un semblante de pocos amigos, de modo que yo apresuro a las chicas para que se metan en la cama y les digo que todas se están portando como unas tontas y que harían mejor en seguir el ejemplo de su señora, lady Ana, y mostrar la debida dignidad, antes que emular los modales atrevidos y descarados de Catalina Howard. Ellas se acuestan de dos en dos como angelitos, nosotras apagamos la vela, las dejamos a oscuras y cerramos la puerta. Pero apenas nos hemos dado media vuelta cuando ya las oímos cuchichear; sin embargo no existe ningún poder en la tierra capaz de lograr que las jóvenes se comporten, de modo que nosotras ni siquiera lo intentamos.
—¿Estáis preocupada, lady Browne? —pregunto en tono considerado.
Ella titubea, ansía confiarse a alguien y yo estoy aquí, a su lado, y tengo fama de ser discreta.
—Esto no marcha nada bien —dice en tono de consternación—. Oh, al final todo ha terminado de modo agradable, con el canto y el baile, y lady Ana se ha recobrado rápidamente en cuanto vos le habéis explicado la situación, pero en verdad no marcha nada bien.
—¿El rey? —sugiero.
Ella afirma con la cabeza y frunce los labios como si pretendiera no decir nada más. —Estoy cansada —le digo—. ¿Os apetece que tomemos juntas un vaso de cerveza tibia antes de acostarnos? Sir Anthony se queda aquí esta noche, ¿no es así?
—Dios sabe que aún tardará varias horas en reunirse conmigo en mis habitaciones —responde ella con imprudencia—. Dudo que esta noche pueda conciliar el sueño algún miembro del círculo del rey.
—Oh —respondo. Me adelanto para mostrarle el camino hasta la sala de recibir. Las otras damas se han acostado y el fuego está casi apagado, pero junto a la chimenea hay una jarra grande de cerveza y media docena de jarras pequeñas. Sirvo cerveza para las dos—. ¿Algún problema?
Lady Browne toma asiento en su sillón y se inclina hacia adelante para susurrarme:
—Mi esposo me ha dicho que el rey jura que no va a desposarla.
—¡No!
—Desde luego que sí. Lo jura. Dice que no es de su agrado.
Bebe un largo trago de la cerveza y me mira por encima del borde de la jarra.
—Lady Browne, debéis de estar equivocada…
—Me lo ha contado mi esposo esta misma noche. Cuando nos retiramos, el rey lo agarró por el cuello del jubón, casi por la garganta, y le dijo que en el mismo instante en que vio a lady Ana se sintió consternado y que no vio en ella nada de lo que le habían dicho.
—¿Dijo eso?
—Con esas mismas palabras.
—Pero si cuando salimos parecía muy feliz.
—Tan feliz como ignorante era Catalina Howard de su identidad. Tiene de novio feliz lo mismo que tiene de niño inocente. Aquí todos somos actores, pero el rey no va a representar el papel de novio deseoso.
—Tiene que representarlo, están comprometidos y se ha firmado el contrato.
—Lady Ana no le gusta, eso es lo que dice. Afirma que no puede gustarle, y echa la culpa a las personas que concertaron este matrimonio por él.
He de llevarle esta noticia al duque, es preciso advertirlo antes de que el rey regrese a Londres.
—¿Echa la culpa a las personas que concertaron el matrimonio?
—Y a las que le han traído a Ana. Está furioso.
—Culpará a Thomas Cromwell —predigo en voz queda.
—Sin duda.
—Pero ¿qué será de lady Ana? No puede repudiarla, ¿no?
—Hay quienes hablan de un impedimento —dice lady Browne—. Y por esa razón ni sir Anthony ni ninguno de los demás podrán dormir esta noche. Los lores de Cléveris deberían haber traído una copia de un acuerdo que dijera que se ha retirado un contrato de matrimonio previo. Dado que no tienen tal documento, es posible que haya motivos para decir que este matrimonio no puede seguir adelante, que no es válido.
—Otra vez, no —replico, bajando un momento la guardia—. ¡No puede emplear la misma objeción que puso contra la reina Catalina! ¡Van a creer que estamos todos locos!
Ella asiente.
—En efecto, la misma. Pero para ella es mejor que se declare un impedimento ahora y que se la envíe de vuelta a su casa sana y salva que quedarse aquí y casarse con un enemigo. Ya conocéis al rey: jamás la perdonará por haber escupido el beso que le dio.
No contesto nada. Son especulaciones peligrosas. —Su hermano debe de ser un necio —comento—. Lady Ana ha hecho un viaje muy largo para no tener garantizada su seguridad.
—No quisiera estar esta noche en su pellejo —dice lady Browne—. Vos sabéis que en ningún momento he creído que fuera a agradar al rey, y así se lo he dicho a mi esposo. Pero él afirma que la alianza con Cléveris es vital, que necesitamos protegernos contra Francia y España, contra los poderes papistas. Hay papistas dispuestos a marchar contra nosotros procedentes de todos los rincones de Europa, hay papistas dispuestos a matar al rey en su propio lecho, aquí en Inglaterra. Tenemos que reforzar a los reformistas. El hermano de lady Ana es un líder de los duques y príncipes protestantes, ahí es donde radica nuestro futuro. Yo le he dicho: sí, mi señor; pero al rey no le va a agradar. Recordad bien lo que os digo: al rey no le agradará. Y en eso va el rey e irrumpe por la puerta, preparado para el cortejo, y lady Ana lo aparta de ella como si fuera un mercader borracho.
—En ese momento no tenía una actitud muy regia. —No pienso decir nada más que esta prudente valoración.
—No ha sido su mejor momento —coincide lady Browne, con tanta cautela como yo. Entre ambas flota el hecho tácito de que nuestro apuesto príncipe se ha transformado en un hombre feo y basto, feo y viejo, y por primera vez lo hemos visto todos.
—Tengo que ir a acostarme —dice dejando la jarra. Ni siquiera soporta pensar en ello.
—Yo también.
Lady Browne se retira a su habitación, y yo espero hasta oír cerrarse la puerta para a continuación dirigirme sin hacer ruido al gran salón, donde, bebiendo mucho y claramente casi borracho del todo, se encuentra un hombre ataviado con la librea de la casa Howard. Le hago una seña con el dedo y él se levanta en silencio y se aparta de los demás.
—Id a dar recado a mi señor el duque —le ordeno en voz baja, hablándole al oído—. Id en seguida, antes de que vea al rey.
Él hace un gesto de asentimiento, comprendiendo al instante.
—Decidle, a él solamente, que al rey no le agrada lady Ana, que intentará declarar que el contrato nupcial no tiene validez y que culpará a las personas que concertaron ese matrimonio y a todo el que insista en que se celebre.
El hombre asiente otra vez. Yo reflexiono unos instantes, por si hubiera algo que debiera añadir.
—Eso es todo.
No necesito recordar a uno de los hombres más hábiles y faltos de escrúpulos de Inglaterra que nuestro rival Thomas Cromwell ha sido el arquitecto y la inspiración de este casamiento. Que ésta es la gran oportunidad que tenemos de derrotar a Cromwell, de igual modo que antes derrotamos a Wolsey. Que si Cromwell cae, el rey necesitará un consejero, y ¿quién mejor que su comandante en jefe? Norfolk.
—Id en seguida y hablad con el duque antes de que vea al rey —repito—. Milord no debe reunirse con el rey sin ir avisado.
El hombre ejecuta una venia y sale de la estancia a toda prisa, sin despedirse de sus compañeros de mesa. A juzgar por su briosa zancada, resulta evidente que está completamente sobrio.
Me dirijo a mi habitación. Mi compañera de cama para esta noche, una de las otras damas que están al servicio de la reina, ya está dormida, con un brazo extendido sobre mi lado del lecho. Se lo levanto con delicadeza y me acuesto entre las sábanas tibias. No me duermo inmediatamente, me quedo escuchando el silencio y la respiración de mi compañera. Pienso en la pobre lady Ana, en la inocencia que traslucía su rostro y en la expresión directa de su mirada. Me gustaría saber si lady Browne podría estar en lo cierto, y esa joven podría correr peligro de muerte simplemente por ser la esposa que no desea el rey.
Seguro que no. Seguro que lady Browne está exagerando. Ésa joven es hija de un duque alemán, cuenta con un hermano poderoso que la protegerá. El rey necesita esa alianza. Pero después recuerdo que su hermano ha permitido que venga a Inglaterra sin el único documento que podría garantizar su matrimonio, y me maravillo de que sea tan descuidado como para enviarla tan lejos, al foso de los leones, sin ningún protector.