Catalina
Norfolk House, Lambeth, diciembre de 1539
Mi tío va a venir a ver a mi abuela, y he de estar preparada por si me manda presentarme. Todos sabemos lo que está a punto de suceder, pero estoy igual de emocionada que si estuviera aguardando una gran sorpresa. He ensayado la manera de andar al dirigirme a él y también la reverencia. He practicado la expresión de sorpresa y la sonrisa de alegría que voy a poner al enterarme de la maravillosa noticia. Me gusta estar preparada, me gusta estar ensayada, y he obligado a Agnes y a Joan a que representaran el papel de mi tío hasta que todo me saliera a la perfección, la reverencia y el gentil gritito de alegría.
Las doncellas están hartas de mí, igual de hartas que si se hubieran dado un atracón de manzanas verdes, pero yo les digo que es lo que cabía esperar, que soy una Howard, que por supuesto seré llamada a la corte, que por supuesto serviré a la reina y que, tristemente, ellas tendrán que quedarse aquí, una lástima.
Ellas me dicen que voy a tener que aprender alemán y que allí no habrá bailes. Sé que es mentira. La nueva soberana vivirá como una reina, y si es sosa y apagada, yo brillaré aún más haciendo contraste. Ellas me dicen que es cosa bien sabida que va a vivir recluida y que los alemanes no comen carne, sino queso y mantequilla todo el día. Sé que es mentira; de ser así, ¿por qué habrían pintado de nuevo los aposentos de la reina de Hampton Court, si no fuera para que ella disponga de una corte donde recibir a sus invitados? Ellas me dicen que todas sus damas ya san sido nombradas y que la mitad han partido para reunirse con ella en Calais, y que mi tío viene a decirme que he perdido esta oportunidad.
Esto último sí que me asusta. Sé que las sobrinas del rey, lady Margaret Douglas y la marquesa de Dorset, han accedido a ser las damas principales, y temo que ya sea demasiado tarde para mí.
—No —le digo a Mary Lascelles—, no puede venir para decirme que he de quedarme aquí. No puede venir para decirme que me he retrasado demasiado, que ya no hay sitio para mí.
—Y si te lo dice, que sea una lección para ti —replica ella con firmeza—. Que sea una lección para que te enmiendes. No mereces ir a la corte de la reina siendo tan ligera como lo has sido con Francis Dereham. Ninguna dama de verdad querrá tenerte en sus aposentos tras haberte comportado como una prostituta con un hombre así.
Eso es tan descortés que dejo escapar una exclamación ahogada y siento el escozor de las lágrimas. —Ahora no te pongas a llorar —me dice con cansancio—. No llores, Catalina. Sólo conseguirás que se te ponga la nariz roja.
Al instante me agarro la nariz para evitar que se desborden las lágrimas. —¡Pero si mi tío me dice que debo quedarme aquí sin hacer nada, me moriré! —exclamo con la voz ronca—. Éste año voy a cumplir los quince, y después cumpliré los dieciocho, y después los diecinueve, y cuando llegue a los veinte seré demasiado vieja para casarme y moriré aquí, sirviendo a mi abuela, sin haber ido nunca a ninguna parte, sin haber visto nada, sin haber bailado nunca en la corte.
—¡Oh, bobadas! —exclama ella con enfado—. ¿Es que no sabes pensar en otra cosa que no sea tu vanidad, Catalina? Además, hay quien opinaría que ya has hecho bastantes cosas para ser una jovencita de catorce años.
—Dada —contesto, todavía pinzándome la nariz. Entonces la suelto y apoyo los dedos fríos contra las mejillas—. No he hecho nada.
—Por supuesto que servirás a la reina —me dice Mary con desdén—. Es poco probable que tu tío deje pasar una oportunidad así para un miembro de su familia, por pésimo que haya sido tu comportamiento.
—Las muchachas dijeron que…
—Las muchachas te tienen envidia porque te vas, so boba. Si te quedases, te rodearían al momento para colmarte de fingida compasión.
Eso es tan cierto que casi me parece estar viéndolo.
—Oh, sí.
—Así que lávate la cara otra vez y ve al aposento de mi señora. Tu tío llegará en cualquier momento.
Me doy toda la prisa que puedo, y tan sólo me detengo un instante para decir a Agnes, Joan y Margaret que sé con toda seguridad que voy a ir a la corte y que en ningún momento he creído que me tengan rencor, y entonces las oigo gritar:
—¡Catalina! ¡Catalina! ¡Ya está aquí!
Echo a correr hacia la salita de recibir de mi señora abuela y lo encuentro allí, a mi tío, de pie ante el fuego, calentándose el trasero.
Sería preciso algo más que un fuego para devolver el calor a ese hombre. Mi abuela dice que es el martillo del rey: allí donde hay un trabajo sucio y difícil que hacer, es mi tío el que conduce el ejército inglés para aplastar al enemigo hasta obligarlo a someterse. Cuando hace sólo dos años, cuando yo era pequeña, el norte se sublevó para defender la antigua religión, fue mi tío el que hizo entrar en razón a los rebeldes. Les prometió el perdón y acto seguido los llevó mediante engaños a la horca. Salvó el trono del rey y le ahorró a éste la molestia de tener que librar él mismo sus batallas y sofocar una rebelión importante. Mi abuela dice que no conoce otro argumento más que la soga, que ha colgado a millares aunque en su fuero interno simpatizaba con su causa. Pero su propia fe no lo detuvo. No hay nada que lo detenga. Por su semblante veo que es un hombre duro, un hombre que no se ablanda con facilidad; pero ha venido a verme, y voy a mostrarle qué clase de sobrina tiene.
Me agacho en una profunda reverencia, tal como la hemos practicado incontables veces en la habitación de las doncellas, inclinándome un poco hacia adelante para que mi señor vea la curva tentadora de mis senos, apretados en la parte superior de mi vestido. Antes de incorporarme levanto la vista muy despacio hacia él, a fin de que me vea casi de rodillas ante sí, y también para concederle unos momentos para pensar en el placer de lo que yo podría hacer aquí abajo, con la nariz casi pegada a sus calzas.
—Mi señor tío —jadeo al tiempo que me levanto, como si le estuviera susurrando al oído en el lecho—. Os deseo un excelente día, mi señor.
—Dios santo —exclama él bruscamente, y mi abuela deja escapar una breve exclamación de diversión—. Es… un mérito para vos, señora —dice cuando me incorporo sin tambalearme y me quedo de pie ante él. Junto las manos a la espalda para lucir mis senos en todo su esplendor y también arqueo el cuerpo, para que él pueda admirar la esbeltez de mi cintura. Con los ojos modestamente entornados hacia el suelo, podría ser una colegiala, a excepción de la actitud pujante de mi cuerpo y de la breve sonrisa semioculta.
—Es una Howard hasta la médula de los huesos —dice mi abuela, que no siente demasiado aprecio por las mujeres de la familia Howard, ya que tienen fama de ser hermosas y descaradas.
—Esperaba encontrarme con una niña —dice mi tío, como si se sintiera muy complacido de verme tan crecida.
—Una niña muy espabilada. —Mi abuela me dirige una mirada intensa para recordarme que no conviene que nadie sepa lo que he aprendido al cuidado de ella.
Yo abro mucho los ojos en un gesto de inocencia. Tenía siete años la primera vez que vi a una doncella meter en su cama a un paje, y once cuando Henry Mannox me abrazó por primera vez. ¿Cómo creía que terminaría saliendo yo?
—Servirá espléndidamente —dice mi tío tras tomarse unos instantes para recobrarse—. Catalina, ¿sabes bailar, cantar, tocar el laúd y cosas así?
—Sí, mi señor.
—¿Leer y escribir en inglés y en francés, y en latín?
Dirijo una mirada de angustia a mi abuela. Soy tremendamente lerda, y lo sabe todo el mundo. Soy tan lerda que ni siquiera sé si debería mentir al respecto o no.
—¿Y para qué iba a necesitar esas destrezas? —tercia mi abuela—. La reina no habla más que flamenco, ¿no es así?
Mi tío afirma con la cabeza.
—Alemán. Pero al rey le gustan las mujeres cultas.
La duquesa esboza una sonrisa. —En efecto, antaño —replica—. La Seymour no era precisamente una filósofa. En mi opinión, ha perdido el gusto por establecer conversaciones intelectuales con sus esposas. ¿Os gustan a vos las mujeres cultas?
El duque deja escapar un breve resoplido. El mundo entero sabe que él y su esposa llevan años separados porque se odian profundamente. —Sea como sea, lo más importante es que agrade a la reina y a la corte —sentencia mi tío—. Catalina, vas a ir a la corte y serás una de las damas de compañía de la reina.
Le respondo con una sonrisa radiante.
—¿Estás contenta de ir?
—Sí, mi señor tío. Os estoy muy agradecida —me acuerdo de añadir.
—Has sido colocada en dicho puesto de importancia para dejar en buen lugar a tu familia —dice en tono solemne—. Tu abuela, aquí presente, me ha dicho que tienes buen carácter y que sabes comportarte. Cerciórate de hacerlo así, y no nos decepciones.
Yo asiento con la cabeza. No me atrevo a mirar a mi abuela, que está sobradamente enterada de lo sucedido con Henry Mannox, que en una ocasión me sorprendió en el salón superior con Francis, con la mano apoyada en la parte delantera de sus calzas y la marca de un beso suyo en el cuello, y me llamó futura cortesana y ramera idiota, y me propinó una bofetada que hizo que me silbaran los oídos, y de nuevo en Navidad me advirtió que debía dejar de verme con él.
—Allí habrá jóvenes que tal vez se fijen en ti —me avisa mi tío, como si yo nunca hubiera visto a un joven. Dirijo una mirada fugaz a mi abuela pero ella sonríe con placidez—. Recuerda que no hay nada que sea más importante que tu reputación. Tu honra debe conservarse sin mácula. Si llega a mis oídos algún comentario inadecuado acerca de ti, y me refiero a cualquier tipo de comentario, y puedes tener la seguridad de que yo me entero de todo, te sacaré de la corte de inmediato y te enviaré no aquí de vuelta, sino a la casa que posee tu abuela en el campo, a Horsham. Y te dejaré allí para siempre. ¿Lo has entendido?
—Sí, mi señor tío —contesto en un susurro de terror—. Lo prometo.
—En la corte te veré casi a diario —dice. Casi empiezo a desear no ir—. Y de vez en cuando mandaré que te conduzcan a mis aposentos para que me cuentes qué tal te va con la reina y demás. Serás discreta y te mantendrás al margen de los chismorreos. Tendrás los ojos abiertos y la boca cerrada. Harás caso de los consejos de tu pariente Juana Bolena, que también se encuentra en las habitaciones de la reina. Procurarás hacerte íntima de la reina, serás su amiga. Del favor de los príncipes procede la riqueza. No lo olvides nunca. Esto puede ser lo que te consagre, Catalina.
—Sí, mi señor tío.
—Y otra cosa —agrega en tono de advertencia.
—¿Sí, tío?
—Modestia, Catalina. Es la mayor arma de una mujer.
Me hundo en una reverencia inclinando modestamente la cabeza, como una monja. La carcajada de burla de mi abuela me dice que ella no está convencida. Pero cuando levanto la vista veo a mi tío sonriendo.
—Convincente. Puedes irte —me dice.
Tras otra reverencia, huyo de la habitación antes de que mi tío pueda decir algo peor. Llevo mucho tiempo anhelando ir a la corte por el baile y por los jóvenes muchachos, y él lo describe como si fuera a ir a la guerra.
—¿Qué ha dicho? ¿Qué ha dicho? —Están todas esperándome en el gran salón, desesperadas por conocer la noticia.
—¡Me voy a la corte! —exclamo—. Y voy a tener vestidos nuevos y cofias nuevas, y mi tío dice que voy a ser la joven más bella de los aposentos de la reina, y habrá baile todas las noches, y es muy posible que nunca vuelva a veros a ninguna de vosotras.