Catalina
Norfolk House, Lambeth, julio de 1539
Vamos a ver, ¿qué es lo que tengo?
Tengo una cadenita de oro de mi madre, fallecida hace tiempo, que guardo en mi joyero especial, tristemente vacío a excepción de esta única cadena; pero estoy segura de que tendré más. Tengo tres vestidos, uno de ellos nuevo. Tengo un encaje francés de mi padre, que está en Calais. Tengo media docena de cintas mías propias. Y, por encima de todo, me tengo a mí. ¡Me tengo a mí, a mi esplendoroso yo! ¡Hoy cumplo catorce años, imaginaos! ¡Catorce! Catorce años de edad, joven, de noble cuna aunque marcada por la tragedia, no rica, pero enamorada, maravillosamente enamorada. Mi señora abuela la duquesa me hará un regalo de cumpleaños, estoy segura. Soy su favorita y le gusta que esté bonita. Puede que sea una seda para un vestido, acaso una moneda para comprar encaje. Ésta noche, cuando se suponga que debemos de estar durmiendo, mis amigas de la cámara de las doncellas me harán una fiesta: los muchachos llamarán a la puerta con sus golpes secretos y nosotras correremos a abrirles, y yo exclamaré: «¡Oh, no!» como si quisiera que fuera sólo una fiesta para chicas, como si no estuviera enamorada, locamente enamorada de Francis Dereham. Como si no hubiera pasado el día entero anhelando que llegue esta noche para poder verlo. Dentro de cinco horas lo veré. ¡No! Acabo de mirar el preciado reloj francés de mi abuela. Cuatro horas y cuarenta y ocho minutos.
Cuarenta y siete minutos. Cuarenta y seis. La verdad es que me sorprende la devoción que siento por él, que incluso observe cómo un reloj va descontando el tiempo que falta para que estemos juntos. El mío debe de ser un amor muy apasionado, muy entregado, y yo debo de ser una joven dotada de una sensibilidad inusual para sentir algo tan profundo.
Cuarenta y cinco; pero me resulta horriblemente aburrido esperar sin más.
No le he contado a él lo que siento, desde luego. Me moriría de vergüenza si tuviera que decírselo yo misma. Y puede que me muera de todas formas, que me muera de amor por él. No se lo he contado a nadie excepto a mi amiga íntima Agnes Restwold, a la que he hecho jurar el secreto so pena de muerte, so pena de muerte por traición. Ella dice que la ahorcarán, la ahogarán y la descuartizarán antes que decirle a nadie que estoy enamorada. Dice que antes de desvelar mi secreto está dispuesta a subir al cadalso como mi prima la reina Ana. Dice que tendrán que desmembrarla en el potro. También se lo he contado a Margaret Morton, quien asegura que ni la muerte misma la haría hablar, aunque la arrojaran al foso de los osos. Dice que podrían quemarla en la pira, que no diría nada. Eso está bien, porque significa que con toda seguridad una de ellas se lo contará a Francis antes de que acuda esta noche a la cámara, y así sabrá que yo lo amo.
Hace ya varios meses que lo conozco, media vida. Al principio sólo me fijaba en él, pero ahora me sonríe y me saluda. En una ocasión me llamó por mi nombre. Viene, con todos los demás muchachos que sirven en la casa, a visitarnos a las doncellas en nuestra cámara, y cree estar enamorado de Joan Bulmer, que tiene ojos de rana y a la que ningún hombre miraría dos veces si no fuera porque dispensa tan libremente sus favores. Pero ella es libre, muy libre; por eso soy yo a la que Francis no mira dos veces. No es justo. Es totalmente injusto. Ella tiene diez años más que yo y está casada, de modo que sabe cómo atraer a un hombre, mientras que yo aún tengo mucho que aprender. Dereham también es mayor, tiene más de veinte. Todos me consideran una niña, pero no lo soy, y pienso demostrárselo. Tengo catorce años y estoy preparada para el amor. Estoy preparada para tomar un amante, y estoy tan enamorada de Francis Dereham que me moriré si no lo veo en seguida. Cuatro horas y cuarenta minutos.
Pero ahora, a partir de hoy, todo ha de ser diferente. Ahora que ya tengo catorce años, es seguro que todo va a cambiar. Tiene que cambiar, sé que cambiará. Me pondré mi cofia francesa nueva, le diré a Francis Dereham que tengo catorce años y él me verá como lo que soy en realidad: una mujer, una mujer con cierta experiencia, una mujer adulta. Entonces veremos cuánto tiempo se queda con la de los ojos de rana, cuando con sólo cruzar la habitación pueda acostarse en mi lecho.
No es mi primer amor, es verdad, pero por Henry Mannox no llegué a sentir nada parecido, y si él dice que lo sentí es que miente. Henry Mannox era adecuado para mí cuando yo era una jovencita que vivía en el campo, en realidad una niña, que estaba aprendiendo a fingir que poseía un encanto virginal y que no sabía nada de besos y caricias. Y la verdad es que la primera vez que me besó ni siquiera me gustó gran cosa y le rogué que parase, y cuando me introdujo la mano por debajo de la falda fue tal mi estupor que me eché a chillar y a llorar. Entonces sólo tenía once años, no se podía esperar que conociera los placeres de una mujer. Pero ahora los conozco todos. Después de tres años en la cámara de las doncellas he aprendido todos los juegos y las tácticas que necesito. Sé lo que quiere un hombre y sé cómo jugar con él, y también sé cuándo parar.
Mi reputación es mi dote. Mi abuela señalaría que no tengo ninguna otra —bruja amargada—, y nadie dirá jamás que Catalina Howard no sabe lo que se le debe a ella y a su familia. Ya soy una mujer, no una niña. Henry Mannox quiso ser mi amante cuando yo era una niña que vivía en el campo, cuando no sabía casi nada, cuando no había visto a nadie, o en cualquier caso a nadie de relevancia. Habría permitido que me tomase después de pasarse varias semanas sobornándome y acosándome para que realizara el acto completo, pero al final fue él quien frenó en seco por miedo a que lo atraparan. La gente habría pensado muy mal de nosotros, dado que él tenía más de veinte años y yo sólo once. Íbamos a esperar hasta que yo cumpliera los trece. Pero ahora vivo en Norfolk House, en Lambeth, ya no estoy enterrada en Sussex, y cualquier día podría pasar por delante de mi puerta el rey en persona. El arzobispo es nuestro vecino, mi tío Thomas Howard, duque de Norfolk, viene de vez en cuando con todo su enorme séquito, y en cierta ocasión se acordó de cómo me llamaba. Ahora ya he superado lo de Henry Mannox. Ya no soy una niña del campo a la que se puede acosar para que dé besos y forzar para que haga más cosas; ahora me encuentro en una posición demasiado elevada para eso. Ahora sé qué es lo que sucede en la alcoba, soy una Howard y tengo ante mí un futuro maravilloso.
Excepto —y esto es una tragedia tan grave que en realidad no sé cómo soportarla— que ya tengo edad para ir a la corte; como soy una Howard, lo natural es que mi sitio sean los aposentos de la reina… ¡pero si no hay reina! Para mí es un desastre. No hay ninguna reina, la reina Juana murió después de tener un hijo, algo que a mí me da más bien pereza, de modo que en la corte no hay sitio para doncellas que le sirvan de damas de compañía. Para mí es sumamente infortunado, creo que ninguna joven ha tenido nunca tan mala suerte como yo: celebrar mi decimocuarto cumpleaños en Londres, precisamente cuando la reina tiene que desaparecer y morir y la corte entera se sume en varios años de luto. A veces tengo la sensación de que el mundo entero conspira contra mí, como si la gente quisiera que viva y muera vieja y solterona.
¿De qué sirve ser bonita si no va a conocerme ningún noble? ¿Cómo va a ver alguien lo encantadora que puedo ser, si nadie me ve en absoluto? Si no fuera por mi amor, por mi dulce y apuesto Francis, por mi Francis, Francis, Francis, caería en la más absoluta desesperación y me arrojaría al Támesis antes de cumplir un solo día más.
Pero, gracias a Dios, por lo menos tengo a Francis para que me dé esperanza, y el mundo para jugar. Y Dios, si es que de verdad lo conoce todo, sólo puede haberme hecho tan exquisita para disfrutar de un futuro grandioso. Sin duda tiene un plan para mí. ¿Catorce años y perfecta? Seguro que, en su sabiduría, no permitirá que eso se desperdicie en Lambeth.