Ana

Palacio de Westminster, junio de 1540

Por fin mi hermano ha enviado los documentos que demuestran que efectivamente yo no estaba casada antes de venir a Inglaterra, que mi matrimonio con el rey fue mi primer casamiento y que es válido, como yo sé y como todo el mundo sabe. Han llegado hoy por mensajero, pero mi embajador no puede presentarlos; el Consejo Privado del rey se encuentra reunido casi continuamente, y no podemos averiguar de qué están hablando. Tras haber insistido en tener ese documento en su poder, ahora no se los puede molestar para que lo vean siquiera, pero lo que significa esa nueva indiferencia es algo que escapa a mi comprensión.

Sabe Dios qué estarán pensando hacer conmigo; me horroriza que me acusen de algo vergonzoso y que muera en esta tierra lejana, y que mi madre acabe convencida de que su hija murió por ser una prostituta.

Sé que se está tramando algo terrible por el peligro que se ha abatido sobre mis amigos. Lord Lisle, que me recibió con tanta amabilidad en Calais cuando me retrasé por culpa de las tormentas de invierno, ha sido detenido y nadie es capaz de decirme a qué cargos se enfrenta. Su esposa ha desaparecido de mis aposentos sin despedirse. No acudió a mí para rogarme que intercediera por él. Eso tiene que significar que va a morir sin ser juzgado —Dios santo, a lo mejor ya ha muerto—, o que su esposa sabe que yo carezco de influencia ante el rey. De un modo u otro, es un desastre para él y para mí. Nadie sabe decirme dónde se esconde lady Lisle, y la verdad es que me da miedo preguntar. Si su esposo ha sido acusado de traición, cualquier sugerencia en el sentido de que tenía amistad conmigo y de que me agrada su esposa contará en mi contra.

La hija de ambos, Anne Bassett, todavía está a mi servicio, pero afirma encontrarse enferma y está en cama. Quise ir a verla, pero lady Rochford dice que para ella es más seguro que se le permita estar sola. Así que tiene la puerta del dormitorio cerrada y las contraventanas hacia adentro. No me atrevo a preguntar si representa un peligro para mí o lo represento yo para ella.

He mandado llamar a Thomas Cromwell, quien, por lo menos, goza del favor del rey, puesto que hace apenas unas semanas le fue concedido el título de conde de Essex. Al menos Thomas Cromwell seguirá siendo un amigo mientras mis damas cuchichean a escondidas y mientras la corte entera se encamina hacia el desastre. Pero hasta el momento, milord Cromwell no me ha enviado contestación alguna. Tiene que haber alguien que me diga lo que está pasando.

Ojalá regresáramos a Hampton Court. Hoy hace calor. Me siento acorralada, igual que un halcón gerifalte en medio de un callejón abarrotado de gente, un halcón blanco, apenas de este mundo, un ave blanca como la nieve y nacida para vivir en libertad en lugares fríos y silvestres. Desearía poder encontrarme otra vez en Calais, o incluso en Dover, regresar a aquellos momentos en que el camino que se extendía ante mí llevaba a Londres y a mi futuro como reina de Inglaterra, unos momentos en los que estaba llena de esperanzas. Desearía encontrarme casi en cualquier lugar que no fuera éste, mirando el vivo color azul del cielo a través de los pequeños cristales emplomados y preguntándome por qué mi amigo lord Lisle está en la Torre de Londres, y por qué mi defensor Thomas Cromwell no responde a mi urgente petición de que acuda en seguida a verme. Bien podría venir y decirme por qué el Consejo lleva varios días reunido casi en secreto. Bien podría venir y decirme por qué ha desaparecido lady Lisle y por qué su esposo se encuentra bajo arresto. Vendrá pronto, ¿no?

En eso se abre la puerta y yo sufro un sobresalto creyendo que se trata de él; pero no es Cromwell, ni ningún sirviente suyo, sino la pequeña Catalina Howard, que trae el gesto alicaído y una expresión trágica en la mirada. Lleva sobre el brazo su capa de viajar, y nada más verla experimento una náusea de puro terror. Han detenido a la pequeña Catalina, también ella ha sido acusada de algún delito. Corro hacia ella y la tomo de las manos.

—Catalina, ¿qué sucede? ¿De qué os acusan?

—Estoy a salvo —jadea ella—. No sucede nada. Estoy a salvo. Simplemente regreso a casa con mi abuela, durante una temporada.

—Pero ¿por qué? ¿Qué dicen que habéis hecho?

Su carita está distorsionada por la angustia.

—Ya no voy a ser más vuestra dama de compañía.

—¿No?

—No. He venido a despedirme.

—¿Qué habéis hecho? —exclamo. Ésta muchacha, que es poco más que una niña, no puede haber cometido ningún delito. Lo peor que Catalina Howard es capaz de hacer es pecar de vanidad y de coqueteo, y ésta no es una corte que castigue dichos pecados—. No pienso permitir que os lleven de aquí. Os defenderé. Yo sé que sois buena. ¿Qué dicen en contra vuestra?

—Yo no he hecho nada —arguye ella—, pero me dicen que es mejor para mí que permanezca alejada de la corte mientras ocurre todo esto.

—¿Todo qué? Oh, Catalina, decidme rápidamente, ¿qué sabéis?

Me hace una seña; yo me agacho un poco para que pueda susurrarme al oído.

—Ana, quiero decir, excelencia, mi amada reina: Thomas Cromwell ha sido arrestado por traición.

—¿Por traición? ¿Cromwell?

—Chis. Sí.

—¿Qué ha hecho?

—Ha conspirado junto con lord Lisle y los papistas para lanzar un maleficio al rey.

La cabeza me da vueltas y no entiendo del todo bien lo que me está diciendo Catalina.

—¿Un qué? ¿Qué es eso?

—Thomas Cromwell lanzó un encantamiento —me explica.

Al ver que yo sigo sin entender esa palabra, me coge suavemente la cara y me la acerca a la suya para volver a susurrarme al oído.

—Thomas Cromwell se valió de una bruja —me dice en tono sereno, sin inflexiones—. Contrató a una bruja para que destruyera a su majestad el rey.

Se echa hacia atrás para ver si ahora la he entendido, y el horror que refleja mi semblante le indica que así es.

—¿Lo saben con certeza?

Catalina asiente. —¿Y quién es la bruja? —pregunto en un jadeo—. ¿Qué es lo que ha hecho?

—Ha lanzado un maleficio al rey para incapacitarlo. Ha arrojado sobre él una maldición para que no pueda tener un hijo con vos.

—¿Quién es la bruja? —exijo—. ¿Quién es la bruja contratada por Thomas Cromwell? ¿Quién ha incapacitado al rey? ¿Quién dicen que es?

La carita de Catalina lleva pintado el miedo:

—Ana, excelencia, mi amada reina, ¿y si dijeran que sois vos?

Vivo casi retirada del mundo, tan sólo salgo de mis habitaciones para cenar ante la corte, y en esos momentos procuro parecer serena o, mejor todavía, inocente. Están interrogando a Thomas Cromwell y continúa habiendo detenciones, se acusa a otros hombres de traición contra el rey, se los acusa de haberse servido de una bruja para menoscabar su virilidad. Hay toda una red de conspiraciones que está desplegándose. Dicen que lord Lisle fue el foco en Calais, que ayudó a los papistas y a la familia Pole, que deseaba desde hacía mucho tiempo recuperar el trono de manos de los Tudor. Su segundo al mando en dicha fortaleza ha huido a Roma para servir a las órdenes del cardenal Pole, lo que de muestra su culpabilidad. Dicen que lord Lisle y su partido se han confabulado con una bruja para cerciorarse de que el matrimonio del rey no dé fruto, de que no se añada otro heredero más a su religión reformada. Pero al mismo tiempo se dice que Thomas Cromwell ha estado ayudando a los luteranos, los reformistas, los evangélicos. Se dice que me trajo a mí para que me casara con el rey y ordenó a una bruja que lo incapacitara, para así poder él sentar a su propio linaje en el trono. Pero ¿quién es la bruja?, se pregunta la corte. ¿Quién es la bruja que tiene amistad con lord Lisle y que fue traída a Inglaterra por Thomas Cromwell? ¿Quién es la bruja? ¿A qué mujer apuntan esas dos pesadillas del mal? Preguntémoslo una vez más, ¿qué mujer fue traída a Inglaterra por Thomas Cromwell pero es amiga de lord Lisle?

Está claro que sólo hay una. Sólo una mujer, traída a Inglaterra por Thomas Cromwell, amiga de lord Lisle, y que incapacitó al rey para que fuera impotente en la noche de bodas y todas las noches siguientes.

Nadie ha puesto nombre aún a la bruja, están recopilando pruebas.

La partida de la princesa María se ha adelantado, y tan sólo dispongo de un momento con ella mientras esperamos a que traigan los caballos de los establos.

—Vos sabéis que soy inocente de todo delito —le digo al amparo del ruido que hacen los criados corriendo de un lado para otro y los guardias de ella reclamando los caballos—. Sea lo que sea lo que oigáis respecto a mí en el futuro, os ruego que me creáis: soy inocente.

—Por supuesto —responde ella en tono calmo. No me mira a los ojos. Es hija de Enrique, y ha llevado a cabo un largo aprendizaje para no delatarse—. Rezaré por vos todos los días. Rezaré para que vean vuestra inocencia como la veo yo.

—Y estoy segura de que lord Lisle también es inocente —indico.

—Sin ninguna duda —contesta ella con la misma vehemencia.

—¿Puedo salvarlo? ¿Podéis vos?

—No.

—Princesa María, a fe vuestra, ¿no es posible hacer nada?

Ella se arriesga a lanzarme una mirada de soslayo.

—Mi queridísima Ana, nada en absoluto. No hay nada que hacer salvo guardar silencio y rezar por que lleguen tiempos mejores.

—¿Podéis decirme una cosa?

La princesa mira en derredor y ve que aún no han llegado sus caballos. Entonces me toma del brazo y avanzamos unos pasos en dirección al patio de los establos, como si quisiéramos acercarnos a averiguar cuánto van a tardar.

—¿De qué se trata?

—¿Quién es la familia Pole? ¿Y por qué teme el rey a los papistas, cuando ya los derrotó hace tanto tiempo?

—Los Pole son la familia Plantagenet, de la casa de York. Hay quien afirmaría que son los auténticos herederos del trono de Inglaterra —me explica—. Lady Margaret Pole es la amiga más querida de mi madre, fue una madre para mí y es completamente leal al trono. En estos momentos el rey la tiene presa en la Torre, junto a todos los miembros de su familia que ha podido capturar. Se los acusa de traición, pero todo el mundo sabe que no han cometido otro delito más que el de pertenecer a su sangre: la de los Plantagenet. El rey teme tanto por su trono que en mi opinión no va a permitir vivir a esta familia. Los dos nietos de lady Margaret, dos niños pequeños, también se encuentran en la Torre. No se les permitirá seguir con vida. Ni tampoco a ella, mi amada lady Margaret. Hay otros miembros de la familia que están en el exilio y que jamás podrán regresar a su hogar.

—¿Son papistas? —inquiero.

—Sí —responde la princesa en voz baja—, lo son. Uno de ellos, Reginald, es cardenal. Hay quien diría que son los verdaderos reyes de la verdadera fe de Inglaterra. Pero eso sería traición, y a cualquiera lo ejecutarían por decirlo.

—¿Y por qué teme tanto el rey a los papistas? Pensaba que Inglaterra se había convertido a la fe reformada y que los papistas habían sido derrotados.

La princesa María niega con la cabeza.

—No. Yo diría que menos de la mitad del pueblo aprueba los cambios, y que muchos desean que regresen los antiguos tiempos. Cuando el rey rechazó la autoridad del papa y destruyó los monasterios, hubo una importante revuelta en el norte del país, los insurgentes estaban decididos a defender la Iglesia y los lugares sagrados. La denominaron la Peregrinación de la Gracia, y marcharon bajo la enseña de las cinco llagas de Jesucristo. El rey envió al hombre más duro del reino contra ellos, al frente del ejército, y les tenía tanto miedo que reclamó parlamentar, les habló con buenas maneras y les prometió el perdón y un parlamento.

—¿Quién era ese hombre? —pregunto, aunque ya lo sé.

—Thomas Howard, el duque de Norfolk.

—¿Y el perdón?

—En cuanto el ejército se dio a la desbandada, decapitó a los cabecillas y ahorcó a los seguidores. —La princesa habla con una inflexión mínima, como si estuviera quejándose de que el furgón del equipaje está mal organizado—. Prometió un parlamento y el perdón utilizando la palabra sagrada del rey. Y también les dio su palabra él mismo. Pero no significó nada.

—¿Fueron derrotados?

—En fin, ahorcó a setenta monjes de las vigas del techo de su propia abadía —cuenta con rencor—, para que no volvieran a desafiarlo nunca. Pero no, la fe verdadera no será derrotada jamás.

Damos media vuelta y continuamos paseando, esta vez de nuevo hacia la puerta. La princesa María sonríe y saluda con la cabeza a alguien que le dice «Buen viaje», pero yo no puedo sonreír al tiempo que ella.

—El rey teme a su propio pueblo —prosigue—. Teme a sus rivales. Hasta me teme a mí. Es mi padre, y sin embargo hay ocasiones en que tengo la impresión de que se ha vuelto medio loco a causa de esa desconfianza. Para él, cualquier temor que lo aqueje, por absurdo que sea, es real. Si le da por imaginar que lord Lisle lo ha traicionado, lord Lisle termina siendo hombre muerto. Si alguien le sugiere que los problemas que tiene con vos forman parte de una conspiración, corréis el mayor de los peligros. Si podéis escapar, deberíais escapar. No sabe distinguir el miedo de la verdad; no sabe distinguir las pesadillas de la realidad.

—Soy la reina de Inglaterra —digo—. No pueden acusarme de brujería.

La princesa se vuelve para mirarme por primera vez. —Eso no os salvará —me advierte—. Como no salvó a Ana Bolena. A ella la acusaron de brujería, hallaron las pruebas y la declararon culpable. Y era tan reina como lo sois vos. —De pronto rompe a reír como si yo hubiera dicho algo gracioso, y entonces me percato de que varias de mis damas han salido del salón y nos están observando. Me echo a reír como ella, pero estoy segura de que se nota perfectamente el deje de pánico que tiñe mi voz. La princesa me toma del brazo y me dice—: Si alguien me pregunta de qué estuvimos hablando mientras paseábamos arriba y abajo, diré que estaba quejándome de que iba a retrasarme y temía terminar cansada.

—Sí —acepto, pero estoy tan asustada que tiemblo como si estuviera helada de frío—. Y yo diré que vos deseabais averiguar cuándo iban a estar listos los caballos.

Me aprieta el brazo y me dice:

—Mi padre ha modificado las leyes de este país. Ahora constituye un delito de traición, castigable con la muerte, incluso pensar mal del rey. No tenéis necesidad de decir nada ni de hacer nada; ahora es traición incluso lo que penséis en secreto.

—Pero yo soy la reina —insisto, testaruda.

—Escuchad —me dice ella en tono cortante—. El rey también ha cambiado el proceso de hacer justicia. No es necesario que os condene un tribunal, podéis ser condenada a muerte en virtud de la Ley de Extinción de Derechos Civiles, que no es otra cosa que la orden del rey, apoyado por su Parlamento. Y éste jamás se niega a apoyarlo. Ya seáis reina o mendiga, si el rey desea veros muerta, ahora no tiene más que ordenarlo. Ni siquiera necesita firmar la orden de ejecución, sólo tiene que utilizar un sello.

Me doy cuenta de que estoy apretando la mandíbula para evitar que me castañeteen los dientes.

—¿Y qué creéis vos que debo hacer?

—Escapad —me dice—. Escapad antes de que venga a por vos.

Una vez que se ha ido, me quedo con la sensación de que ha abandonado la corte el último amigo que tenía. Vuelvo a mis aposentos, donde mis damas están preparando una mesa para jugar a los naipes. Las dejo iniciar el juego y a continuación hago venir a mi embajador y me lo llevo hasta el nicho de la ventana, donde no nos oigan, para preguntarle si alguien lo ha interrogado respecto de mí. Me contesta que no, que todo el mundo lo ignora, que se siente aislado por todos, como si tuviera la peste. Yo le pregunto si podría alquilar o comprar dos caballos veloces y tenerlos preparados frente a los muros del castillo, por si yo los necesitara súbitamente. Él me responde que no tiene dinero para alquilar ni comprar caballos y que, en cualquier caso, el rey tiene guardias apostados junto a mi puerta día y noche. Los hombres que yo creía que estaban ahí para mantenerme a salvo, para abrir las puertas que conducen a mi sala de recibir, para anunciar a mis invitados, ahora son mis carceleros.

Estoy muy asustada. Intento rezar, pero hasta el texto de las oraciones constituye una trampa. No puedo dar la impresión de estar volviéndome papista, una papista como dicen que es ahora lord Lisle, y, en cambio, no debo dar la impresión de haberme aferrado a la religión de mi hermano, ya que los luteranos son sospechosos de haber tomado parte en la conspiración urdida por Cromwell para hundir al rey.

Cuando veo a Enrique, procuro comportarme de forma agradable y tranquila ante él. No me atrevo a desafiarlo, ni siquiera a clamar que soy inocente. Lo más atemorizante de todo es la actitud que muestra conmigo, que ahora es cálida y amigable, como si fuéramos dos conocidos a punto de emprender juntos una corta excursión. Se comporta como si el tiempo que hemos pasado juntos hubiera sido un agradable interludio que ahora toca a su fin de manera natural.

No va a despedirse de mí, eso ya lo tengo claro. La princesa María me ha advertido de ello. No merece la pena esperar a que llegue el momento en que me diga que he de enfrentarme a una acusación. Sé que una de estas noches, cuando me levante de la mesa de la cena y le haga una reverencia y él me bese cortésmente la mano, será la última vez que lo vea. Es posible que salga del comedor seguida de mis damas y al llegar a mis habitaciones descubra que están repletas de soldados, que mi equipaje ya está preparado y que mis joyas han sido devueltas al tesoro. El trayecto que va del palacio de Westminster a la Torre es corto, me llevarán por el río en medio de la oscuridad, y entraré por la puerta que da al agua y saldré junto al tajo que hay en la explanada central.

El embajador ha escrito a mi madre para decirle que estoy profundamente aterrorizada, pero no abrigo ninguna esperanza de recibir una respuesta. A William no le importará que esté muerta de miedo, y para cuando les llegue la noticia de las acusaciones que pesan contra mí será demasiado tarde para salvarme. Además, puede que William ni siquiera desee salvarme; dado que ha permitido que se abatiera sobre mí este peligro, debía de odiarme más de lo que pensaba.

Si alguien ha de salvarme, tendré que ser yo misma. Pero ¿cómo puede una mujer salvarse a sí misma de la acusación de brujería? Si Enrique le dice al mundo que es impotente porque yo lo he incapacitado, ¿cómo voy a demostrar yo lo contrario? Si le dice al mundo que puede acostarse con Catalina Howard pero conmigo no, su causa queda demostrada como cierta, y que yo la niegue se considerará otro ejemplo más de astucia satánica. Una mujer no puede demostrar su inocencia cuando un hombre testifica en contra de ella. Si Enrique desea verme estrangulada por bruja, no hay nada que pueda salvarme. Afirmó que lady Ana Bolena era bruja, y eso la llevó a la muerte. En ningún momento se despidió de ella, y eso que la había amado apasionadamente. Un día vinieron a buscarla, sin más, y se la llevaron.

Ahora yo estoy esperando a que vengan a buscarme a mí.

La trampa dorada
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