20 de agosto de 1485

Más avanzado el día, con el ejército nuevamente en marcha —arrastrando los pies por el polvo seco del camino y quejándose del calor—. Jasper sitúa su caballo de guerra al costado del de Enrique.

—Excelencia, necesito que me deis licencia —le dice.

—¿Qué? —pregunta Enrique como despertando de una ensoñación. Está pálido y aterra las riendas con fuerza. Jasper repara en la tensión que revela su semblante y se pregunta, no por primera vez, si este muchacho será lo bastante fuerte como para llevar a la práctica el destino que su madre ha previsto para él.

—Deseo regresar sobre nuestros pasos para cerciorarme de contar con casas seguras a lo largo de la ruta y dejar varios caballos preparados en los establos. Puede que incluso llegue hasta la costa y contrate un barco que nos espere…

Enrique se vuelve hacia su mentor.

—No irás a abandonarme…

—Hijo, me resultaría más fácil abandonar mi propia alma. Pero quiero asegurarte una vía de escape.

—Para cuando perdamos.

—Si perdemos.

Es un momento doloroso para el joven.

—¿No te fías de Stanley?

—Ni lo más mínimo.

—Y si no acude a nuestro lado, ¿entonces perderemos?

—Decidirán los números —dice Jasper con voz queda—. El rey Ricardo tiene un ejército que es, quizá, el doble que el nuestro, y nosotros en estos momentos contamos con unos dos mil hombres. Si Stanley se suma a nosotros, tendremos un ejército de cinco mil. Con eso es probable que ganemos. Pero si Stanley se une al bando del rey, y su hermano con él, nuestro ejército será de dos mil hombres y el del rey de siete mil. Puede que seas el caballero más valeroso de toda la caballería y el rey más legítimo que haya habido nunca, pero si te lanzas a la batalla con dos mil hombres frente a un ejército de siete mil, lo más probable es que pierdas.

Enrique asiente.

—Lo sé. Estoy seguro de que Stanley me demostrará lealtad. Mi madre jura que así será, y ella no se ha equivocado nunca.

—Estoy de acuerdo. Pero yo preferiría saber que podemos escapar si todo sale mal.

Enrique asiente otra vez.

—¿Volverás en cuanto puedas?

—No me lo perdería por nada del mundo —replica Jasper con su media sonrisa—. Adiós, excelencia.

Enrique hace otro gesto de asentimiento y procura no experimentar un terrible sentimiento de pérdida cuando el hombre que apenas se ha apartado de su lado a lo largo de los veintiocho años de su corta existencia hace girar su caballo y se aleja al galope hacia el oeste, hacia Gales.

Cuando el ejército de Enrique se pone en marcha al día siguiente, mi hijo se sitúa a la cabecera del mismo sonriendo a izquierda y derecha, explicando que Jasper ha ido a reclutar más tropas, un ejército entero, para llevarlas a Atherstone. Los galeses y los ingleses voluntarios lanzan vítores al oírlo, convencidos de que lo que dice el joven lord al que han jurado seguir es verdad. Los oficiales suizos se muestran indiferentes: ellos son los que han entrenado a estos soldados, y es demasiado tarde para entrenar a más; servirá de ayuda contar con más hombres, pero, al fin y al cabo, ellos luchan por la paga, y si son más habrá que dividir el botín en porciones más pequeñas. A los convictos franceses, que luchan únicamente para obtener la libertad y por el botín que puedan llevarse, les da todo igual. Enrique observa a sus tropas con una sonrisa de valentía y percibe la terrible indiferencia que muestran hacia él.