Septiembre de 1483

Por fin se me ha reconocido. He heredado el reino con el que soñaba cuando le rezaba a Juana de Arco y deseaba ser ella, la única muchacha que vio que su reino debía levantarse, la única mujer que supo, por boca de Dios mismo, lo que era preciso hacer. Mis habitaciones de nuestra casa de Londres son mi cuartel secreto para la rebelión; todos los días entran y salen mensajeros portando noticias de ejércitos que se están formando, pidiendo dinero, reuniendo armas y sacándolas de la ciudad en secreto. Mi mesa de trabajo, que antes estaba repleta de devocionarios para mis estudios, se halla ahora cubierta de mapas cuidadosamente copiados, y en sus cajones guarda códigos que se utilizan para enviar mensajes secretos. Mis damas acuden a sus esposos, sus hermanos varones o sus padres y los obligan a jurar confidencialidad y los adhieren a nuestra causa. Las amistades que poseo en la iglesia, en la ciudad y en mis tierras se unen unas a otras y se extienden por el país formando una red de conspiración. Yo juzgo en quién se ha de confiar y en quién no, y seguidamente abordo yo misma a dichas personas. Tres veces al día, me arrodillo para rezar, y mi Dios es el Dios de las batallas justas.

El doctor Lewis va y viene entre la reina Isabel y yo casi a diario. Ella se dedica a reclutar a los que todavía son leales a los príncipes de York, los personajes importantes y los fieles servidores de la antigua familia real, y sus hermanos varones y su hijo se dispersan en secreto por todos los condados de los alrededores de Londres convocando a los partidarios de su casa. Mientras, yo reúno a los que están dispuestos a luchar por Lancaster. Mi administrador, Reginald Bray, viaja a todas partes, y mi querido amigo John Morton está diariamente en contacto con Henry Stafford, el duque de Buckingham, dado que es su invitado y su prisionero. Informa al duque de nuestras labores de reclutamiento y después me cuenta a mí que los miles de hombres que Buckingham puede reunir bajo su mando se están armando en secreto. A los míos los tranquilizo diciéndoles que Enrique se casará con la princesa Isabel de York y unificará el país con su victoria. Con ello consigo ponerlos de mi parte. Pero los York y el pueblo llano no tienen el menor interés en mi hijo Enrique; lo único que ansían es liberar a los príncipes. Desean con desesperación que los dos niños queden en libertad, están unidos contra Ricardo, se sumarían a cualquier aliado —hasta al mismísimo diablo— con tal de poder liberar a los pequeños.

Por lo que parece, el duque de Buckingham actúa conforme a mi plan —aunque no dudo que cuente con otro de su propia cosecha—, y promete reunir a sus hombres y a los legalistas de Tudor cuando cruce Gales, atraviese el río Severn y penetre en Inglaterra desde el oeste. Al mismo tiempo, mi hijo desembarcará en el sur y emprenderá la marcha con sus tropas hacia el norte. Los hombres de la reina partirán desde todos los condados del sur, donde radica su fuerza. Ricardo, que aún se encuentra en el norte, tendrá que reclutar tropas a toda prisa de regreso hacia el sur, pero se encontrará no con uno, sino con tres ejércitos, y podrá escoger el sitio en que quiere morir.

Jasper y Enrique reclutan sus tropas en las prisiones y las peores calles de las ciudades del norte de Europa. Les entregan hombres que se han enfrentado en reyertas y presos desesperados que quedarán en libertad sólo para ir a la guerra bajo el estandarte de los Tudor. No esperamos que esas fuerzas aguanten más de una carga, ni que tengan lealtad, ni que les inspire el sentimiento de servir a una causa legítima; pero sólo con su número podemos ganar la batalla. Jasper ha reclutado a cinco mil hombres, a cinco mil, de verdad, y los está entrenando para hacer de ellos un contingente capaz de sembrar el terror en cualquier país.

Ricardo, que, ignorante de todo esto, se encuentra en York disfrutando de la lealtad que dicha ciudad profesa a su hijo favorito, no tiene ni idea de los planes que estamos urdiendo en el corazón mismo de su capital, pero es lo bastante sagaz como para saber que Enrique supone un peligro. Está intentando persuadir al rey Luis de Francia para que firme con él una alianza en la que se incluiría entregar a mi hijo. Abriga la esperanza de establecer una tregua con Escocia. Sabe que mi hijo debe de estar reuniendo soldados, está al corriente de su compromiso matrimonial y de que Enrique se ha aliado con la reina Isabel. Y también sabe que atacarán este año, con los vientos del otoño, o que aguardarán hasta la primavera. Está al corriente de todo eso y debe de tener miedo. No sabe cuál es mi postura, no sabe si soy la fiel esposa de un leal siervo al que él ha comprado con honores y posiciones, o si soy la madre de un hijo que tiene derecho al trono. Debe de estar observando, debe de estar esperando, debe de sentirse lleno de dudas.

Lo que no sabe todavía es que sobre sus esperanzas y sobre la seguridad de su posición se cierne una enorme sombra. Lo que no sabe es que su principal camarada y primer amigo, el duque de Buckingham, ese que lo sentó en el trono, que le juró lealtad, que iba a ser hueso de sus huesos y carne de su carne, otro hermano tan de fiar como los de su parentela York, se ha vuelto contra él y ha jurado destruirlo. El pobre Ricardo, ajeno a todo, inocente, continúa de celebraciones en York, gozando del orgullo y del afecto de sus amigos del norte. Lo que no sabe es que su peor enemigo, el hombre al que él ama como a un hermano, se ha vuelto efectivamente como un hermano: ahora es tan falso con él como cualquiera de sus envidiosos y rivales hermanos York.

Mi esposo, lord Thomas Stanley, que ha sido relevado durante tres días de los deberes que tiene para con la corte de Ricardo en York, viene a verme por la tarde, en la hora que antecede a la cena, y despide a mis damas de la habitación sin tener una palabra de cortesía ni hacia ellas ni hacia mí. Yo levanto una ceja en respuesta a su falta de educación y aguardo.

—No tengo tiempo más que para haceros la siguiente pregunta —dice con brusquedad—. El rey me ha hecho este encargo en privado, aunque bien sabe Dios que no da muchas muestras de fiarse de mí. He de regresar con él pasado mañana, y me ha mirado como si quisiera ponerme de nuevo bajo arresto. Sabe que hay una rebelión en ciernes y sospecha de vos, y por lo tanto de mí también; pero aún no sabe de quién puede fiarse. Decidme una sola cosa: ¿habéis ordenado que den muerte a los príncipes? ¿Se ha ejecutado dicha orden?

Yo lanzo una mirada hacia la puerta cerrada y me pongo de pie.

—Esposo, ¿por qué lo preguntáis?

—Porque hoy el administrador de mis tierras me ha preguntado si habían muerto. Mi caballerizo mayor me ha dicho que si me había enterado de la noticia. Y mi vinatero me ha comentado que la mitad del país tiene el convencimiento de que así es. La mitad del país piensa que los príncipes están muertos y la mayoría de ellos cree que el asesino es Ricardo.

Yo disimulo el placer que siento.

—Pero ¿cómo pensáis que yo podría hacer algo semejante?

Stanley coloca el puño cerrado debajo de mi rostro y chasquea los dedos.

—Despertad —me dice con brusquedad—. Estáis hablando conmigo, no con uno de vuestros acólitos. Tenéis decenas de espías, una fortuna inmensa a vuestra disposición, y ahora a los hombres del duque de Buckingham, además de a vuestra guardia particular. Si vos queréis que se haga, puede hacerse. Y bien, ¿se ha hecho? ¿Se acabó?

—Sí —contesto con voz queda—. Se ha hecho. Se acabó. Los príncipes han muerto.

Mi esposo guarda silencio por espacio de unos instantes, casi como si estuviera elevando una plegaria por el alma de los pequeños; después, me pregunta:

—¿Habéis visto los cadáveres?

Me escandalizo.

—No, por supuesto que no.

—Entonces ¿cómo sabéis que han muerto?

Me aproximo hasta situarme muy cerca de él.

—El duque y yo acordamos que había de hacerse, y una noche uno de sus hombres vino y me aseguró que ya estaba solucionado.

—¿De qué manera?

No soy capaz de sostenerle la mirada.

—Aquel hombre me dijo que otros dos y él sorprendieron a los niños durmiendo y los ahogaron apretándolos contra el colchón.

—¡Sólo tres hombres!

—Tres —repito yo a la defensiva—. Supongo que hicieron falta tres para… —Dejo la frase sin terminar porque me doy cuenta de que Stanley se está imaginando, como yo, a un niño de diez años y a su hermano de doce aplastados boca abajo contra el colchón—. Eran hombres de Buckingham —le recuerdo—. No míos.

—La orden fue vuestra, y hay tres testigos de ello. ¿Dónde están los cadáveres?

—Escondidos debajo de una escalera del interior de la Torre. Cuando Enrique sea proclamado rey, podrá descubrirlos allí ocultos y declarar que fue Ricardo quien los asesinó. Podrá organizar una misa, un funeral.

—¿Y cómo sabéis vos que Buckingham no os la ha jugado? ¿Cómo sabéis que no se ha llevado a los príncipes y que no siguen vivos en alguna parte?

Titubeo un momento. De repente tengo la sensación de que tal vez haya cometido un error al encargar un trabajo sucio a otras personas. Pero yo quería que fueran los hombres de Buckingham, quería que toda la culpa recayera sobre él.

—¿Por qué iba a hacer algo así? A él le interesa que los niños estén muertos —replico—. Le interesa tanto como a nosotros. Vos mismo lo dijisteis. Y, si sucediera lo peor y me hubiera engañado, si los niños aún estuvieran vivos dentro de la Torre, alguien podrá matarlos más adelante.

—Depositáis mucha fe en vuestros aliados —replica mi esposo con tono desagradable—. Y no os mancháis las manos. Pero, si no asestáis vos el golpe, no sabréis si se ha alcanzado el objetivo. Espero que hayáis cumplido la misión. Vuestro hijo jamás estará a salvo en el trono si hay un príncipe de York oculto en alguna parte. Se pasará la vida entera mirando hacia atrás. Habrá un rey rival aguardándolo en Bretaña, igual que él ha estado esperando a Eduardo, igual que él aterroriza a Ricardo. Vuestro preciado hijo se sentirá acosado por el miedo a que exista un rival, de la misma manera en que él representa un tormento para Ricardo. Tudor no tendrá ni un solo momento de paz. Si habéis fracasado en esto, habréis condenado a vuestro vástago a sentirse atormentado por un espíritu inquieto, y la corona jamás se asentará firmemente sobre su cabeza.

—Yo hago la voluntad de Dios —replico vehementemente—. Y así se ha hecho. Y no pienso permitir que nadie me cuestione. Enrique estará a salvo en su legítimo trono, no se sentirá acosado. Los príncipes han muerto y yo no soy culpable de nada. El autor ha sido Buckingham.

—Por sugerencia vuestra.

—El autor ha sido Buckingham.

—¿Y estáis segura de que han muerto los dos?

Dudo un momento, porque me viene a la memoria aquello tan extraño que dijo Isabel Woodville: «No es Ricardo». ¿Y si envió a la Torre a un sustituto para que yo lo matara?

—Los dos —respondo con firmeza.

Mi esposo esboza su sonrisa más fría.

—Me alegrará saberlo con seguridad.

—Cuando mi hijo entre victorioso en Londres, encuentre los cadáveres, culpe a Buckingham o a Ricardo y organice un santo funeral, veréis que he cumplido con la parte que me correspondía.

Me acuesto en la cama, intranquila, y al día siguiente, nada más terminar los maitines, llega a mis habitaciones el doctor Lewis, visiblemente nervioso y angustiado. En seguida anuncio que no me encuentro bien y despido a todas mis damas. Cuando nos quedamos solos en mi cámara privada, permito que tome un taburete y se siente frente a mí, casi como si fuera un igual.

—Anoche me llamó a su presencia la reina Isabel y la encontré muy alterada —me informa en voz baja.

—¿En serio?

—Le habían comunicado que los príncipes habían muerto, y me suplicó que le dijera que no era verdad.

—¿Y qué le dijisteis?

—No sabía qué habríais querido vos que dijese. De modo que le conté lo mismo que la ciudad entera está repitiendo: que están muertos. Que Ricardo ordenó que los mataran bien el día en que fue coronado, bien el día en que se marchó de Londres.

—¿Y cómo reaccionó?

—Se quedó profundamente conmocionada, le costaba trabajo creerlo. Pero, lady Margarita, dijo una cosa terrible… —Deja la frase sin terminar, como si no se atreviera a repetirlo.

—Proseguid —le ordeno, pero noto que un escalofrío me recorre la columna vertebral. Temo que me hayan traicionado. Temo que esto haya salido mal.

—Al principio lloró, y después dijo: «Al menos Ricardo está a salvo».

—¿Se refería al príncipe Ricardo? ¿Al más pequeño de los dos?

—Al que se llevaron a la Torre para que le hiciera compañía a su hermano.

—¡Eso ya lo sé! Pero ¿qué quería decir?

—Eso es lo que le pregunté. Le pregunté de inmediato qué había querido decir, y ella me sonrió de un modo aterrador y me dijo: «Doctor, si tuvierais dos joyas raras y muy preciadas y temierais a los ladrones, ¿las pondríais juntas en el mismo cofre?»

El médico asiente al ver mi expresión de perplejidad.

—¿Qué quiso decir con eso? —repito.

—No quiso explicarme nada más. Le pregunté si el príncipe Ricardo no se encontraba en la Torre cuando mataron a los dos pequeños, pero ella se limitó a contestar que os pidiera a vos que enviarais a vuestros propios guardias al interior de la Torre para proteger a su hijo. No quiso decir nada más. Después de eso me despidió.

Me levanto de mi asiento. Esta condenada mujer, esta bruja, no ha dejado de hacerme sombra desde que yo era pequeña, y ahora, justo en el momento en que por fin la estoy utilizando a ella, en que me estoy sirviendo precisamente de esa familia que tanto la adora y de sus fieles seguidores para arrebatarle el trono, para destruir a sus hijos, es posible que ella gane a pesar de todo, es posible que haya hecho algo que lo desbarate todo. ¿Cómo consigue vencerme siempre? ¿Cómo es posible que, habiendo caído tan en desgracia como para que incluso me sienta movida a rezar por ella, se las arregle para volver la fortuna a su favor? Debe de ser brujería; sólo puede ser brujería. Toda la vida me han atormentado su felicidad y su éxito. Sé que ha de estar aliada con el demonio, sin ninguna duda. Ojalá se la llevase al infierno con él.

—Vais a tener que volver a hablar con ella —digo volviéndome hacia el doctor Lewis.

Da la sensación de que está a punto de negarse.

—¿Qué? —lo increpo.

—Lady Margarita, os juro que me aterra hablar con ella. Es como una bruja aprisionada en la hendidura de un pino; es como un espíritu atrapado; es como una diosa del agua posada en un lago helado a la espera de la primavera. Vive en la oscuridad de su refugio sagrado, con el río fluyendo constantemente junto a ella, y le presta oídos como si fuera un consejero. Ella sabe cosas que no podría saber por medios terrenales. Me aterroriza profundamente. Y me sucede lo mismo con su hija.

—Tendréis que hacer acopio de valor —replico con brusquedad—. Sed valiente, estáis llevando a cabo la obra de Dios. Debéis volver a verla y decirle que conserve el corazón fuerte. Decidle que yo sé con seguridad que los príncipes están vivos. Recordadle que cuando asaltamos la Torre oímos cómo los guardias de la puerta los apartaban. Así que están vivos; ¿para qué iba a desear Ricardo matarlos ahora? Ha tomado el trono sin acabar con ellos, ¿para qué iba a querer ya darles muerte? Es un hombre que hace las cosas por sí mismo, y en estos momentos se encuentra a cientos de millas de aquí. Decidle que doblaré el número de guardias que tengo en el interior de la Torre y que le juro, por mi honor, que protegeré a sus hijos. Recordadle que el levantamiento se iniciará el mes próximo. En cuanto hayamos derrotado al rey Ricardo, liberaremos a los niños. Luego, cuando ya se sienta más tranquila, cuando esté disfrutando de su primer instante de alivio, cuando veáis que le vuelve el color a la cara y que la habéis convencido, justo en ese momento preguntadle rápidamente si ya ha puesto a salvo a su hijo Ricardo. Si lo tiene escondido, en alguna parte.

El doctor Lewis asiente, pero está pálido de miedo.

—¿Y están a salvo? —me pregunta—. ¿De verdad puedo asegurarle a la reina Isabel que esos pobres niños se encuentran sanos y salvos y que vamos a rescatarlos? ¿Que los rumores, incluso los que corren dentro de vuestra propia casa, son falsos? ¿Sabéis vos si están vivos o muertos, lady Margarita? ¿Puedo decirle a su madre que están vivos sin mentir?

—Están en las manos de Dios —replico con firmeza—. Como lo estamos todos. También mi hijo. Vivimos tiempos peligrosos, y los príncipes están en las manos de Dios.

Esa noche nos llega la noticia de que se ha producido el primer levantamiento. Ha sido inoportuno, tiene lugar demasiado pronto. Los de Kent se dirigen hacia Londres con el convencimiento de que el duque de Buckingham ha de apoderarse del trono. Luego se alza en armas el condado de Sussex, seguro de que no se puede esperar ni un momento más, y después le toca el turno a Hampshire. Es como un incendio que va propagándose de un monte seco a otro. El comandante más leal a Ricardo, el recién estrenado duque de Norfolk, parte de Londres tomando el camino del oeste y ocupa Guilford; libra varias escaramuzas al este y al oeste, pero mantiene a los rebeldes a raya en sus propios condados; envía una advertencia desesperada al rey: los condados del sur se han alzado a favor de la anterior reina y de sus hijos, los dos príncipes.

Ricardo, el jefe de York, curtido en la batalla, se encamina hacia el sur avanzando a la característica velocidad de los ejércitos de York. Instala su centro de mando en Lincoln y recluta tropas en todos los condados, sobre todo en aquellos que lo acompañaron con vítores durante su viaje por el país. Se entera de la traición del duque de Buckingham cuando llegan unos hombres de Gales y lo informan de que el duque ya se ha puesto en marcha y se dirige hacia el norte a través de los pantanos galeses; va reclutando hombres y tiene la clara intención de atravesar Gloucester, o quizá Tewkesbury, para penetrar en el corazón de Inglaterra con sus propios hombres y los reclutados en Gales. Su querido amigo Henry Stafford camina bajo su propio estandarte, con gesto tan orgulloso y tan valiente como cuando acompañaba a Ricardo, pero ahora marcha contra él.

Ricardo palidece de furia y se agarra el brazo derecho, el brazo de empuñar la espada, por encima del codo, como si le temblara de pura rabia, como si pretendiera aquietarlo.

—¡Un hombre con los mejores motivos para ser fiel! —exclama—. El ser más desleal que existe en el mundo. Un hombre que obtuvo todo cuanto pidió. Jamás se ha tratado mejor a un falsario y a un traidor; un traidor, un traidor.

De inmediato envía llamamientos a filas a todos los condados de Inglaterra para exigirles lealtad, y también armas y hombres. Ésta es la primera gran crisis de su reinado. Los convoca para que den su respaldo a un rey de York; les pide la misma lealtad que le prestaron a su hermano, la que todos le prometieron a él. Advierte a aquellos que lanzaron vítores de alegría cuando tomó la corona hace menos de dieciséis semanas que honren ahora dicha decisión, pues de lo contrario Inglaterra caerá víctima de una impía alianza tramada entre el falsario duque de Buckingham, la reina bruja y el pretendiente Tudor.

Está diluviando y sopla un fuerte viento del norte. No es natural que haga este tiempo, es un tiempo propiciado por una bruja. Mi hijo ha de zarpar ya si quiere llegar mientras los defensores de la reina estén alzados en armas y Buckingham atacando. Pero si hace este clima tan horrible aquí, en el sur de Inglaterra, temo el que pueda estar haciendo en Bretaña. Mi hijo ha de llegar justo en el momento apropiado para interceptar a los agotados vencedores de la primera batalla y obligarlos a dar media vuelta y luchar de nuevo mientras aún estén cansados de pelear. Sin embargo, de pie ante mi ventana contemplando el intenso aguacero y el vendaval que azota los árboles de nuestros jardines, me doy cuenta de que no puede zarpar con este tiempo, de que el viento sopla en dirección al sur. No creo que siquiera pueda salir de puerto.

Al día siguiente el temporal empeora y el río comienza a crecer. Ha anegado los escalones del embarcadero que hay al pie del jardín, así que los remeros se ven obligados a arrastrar la barcaza de Stanley hasta el huerto mismo para sacarla del agua, pues temen que la corriente pueda arrancarla de las maromas que la sujetan. Me cuesta creer que Enrique pueda zarpar con este panorama y, aunque lograra salir del puerto, me costaría creer que pudiera cruzar el canal sano y salvo y dirigirse a la costa sur.

Los miembros de mi red de informadores, espías y conspiradores se sienten aturdidos por la ferocidad del aguacero, que actúa contra nosotros como una arma. Los caminos que llevan a Londres están casi impracticables; resulta imposible enviar mensajes. Un hombre a caballo no puede viajar de Londres a Guilford, y, a medida que va aumentando la crecida del río, llegan noticias de lugares que se han inundado y de gente que se ha ahogado tanto corriente arriba como corriente abajo. Las mareas alcanzan una altura que no es natural, y todos los días y todas las noches el caudal crecido del río se suma a la marea entrante y se forma un remolino de aguas bullentes que se lleva por delante las casas situadas en la ribera, los muelles, los embarcaderos y las escolleras. Nadie recuerda que haya sucedido esto jamás, que una tormenta haya durado varios días, que los ríos se hayan desbordado de su cauce en toda Inglaterra.

Yo no tengo a nadie con quien hablar excepto a mi Dios, y no siempre me resulta posible oír su voz; es como si la lluvia me impidiera ver su rostro y el viento se llevara sus palabras. Por eso sé con seguridad que este vendaval ha sido provocado por una bruja. Paso el día junto a la ventana que da al jardín contemplando cómo hierve el río al otro lado de la tapia, cómo la salta y va mojando el huerto, poco a poco, hasta que incluso los mismos árboles parecen estirarse en dirección a los nubarrones pidiendo socorro. Cada vez que se acerca una de mis damas, o que llega a mi puerta el doctor Lewis, o que cualquiera de los conspiradores que tengo en Londres pide ser recibido, es porque quieren saber qué está pasando, como si yo tuviera más información que ellos cuando en realidad no oigo más que la lluvia; como si yo fuera capaz de predecir el futuro mirando al cielo trastornado por la galerna. Yo no sé nada, ahí fuera podría estar sucediendo cualquier cosa, a escasa distancia de aquí podría estar teniendo lugar una masacre bajo la tormenta y ninguno de nosotros nos enteraríamos, no oiríamos voz alguna en medio del estruendo de la lluvia, ninguna luz conseguiría filtrarse a través de esta manta de agua.

Paso las noches en la capilla rezando por la seguridad de mi hijo y por el éxito de nuestra empresa, pero no recibo respuesta de Dios, tan sólo oigo el constante repiqueteo de la lluvia sobre el tejado y el aullido del viento que levanta las tejas de pizarra. Al final pienso que este viento de brujas ha apartado al propio Dios de los cielos de Inglaterra y que no volveré a oírlo jamás.

Por fin me llega una carta de mi esposo, que se encuentra en Coventry.

El rey ha exigido mi presencia, y temo que dude de mí. También ha mandado llamar a mi hijo, lord Strange, y adoptó una expresión muy grave cuando se enteró de que éste ha salido de su casa con un ejército de diez mil hombres. Pero mi hijo no le ha revelado a nadie adonde se dirige, y sus sirvientes se limitan a jurar que dijo que se proponía reclutar a sus hombres a fin de luchar por la causa legítima. Yo le aseguro al monarca que mi hijo pretende sumarse a nosotros, que es leal al trono; pero todavía no ha llegado aquí, al castillo de Coventry, que es nuestro centro de mando.

Buckingham está atrapado en Gales debido a la crecida del río Severn. Vuestro hijo, creo, debe de haber quedado retenido en puerto por culpa de la tormenta que se abate sobre el mar. Los hombres de la reina no podrán avanzar por los caminos anegados, y el duque de Norfolk está esperándolos. Me parece que vuestra rebelión ha tocado a su fin; os han vencido la lluvia y la crecida de las aguas. Ya lo llaman el Aguacero del duque de Buckingham. Se ha llevado al infierno al duque, su ambición y vuestras esperanzas. Nadie había visto una tormenta como ésta desde que la reina Isabel provocó la niebla que ocultó al ejército de su esposo en la batalla de Barnet, o desde que hizo que soplara el viento para que Eduardo llegara a casa sano y salvo. Nadie duda de que es capaz de hacer algo así, y la mayoría de nosotros sólo abrigamos la esperanza de que le ponga fin antes de que nos engulla a todos. Pero ¿por qué? ¿Es posible que esté actuando ahora en vuestra contra? Y si ése es el caso, ¿a qué se debe? ¿Sabe, gracias al don de la visión que posee, lo que les ha sucedido a sus hijos y quién ha sido el autor? ¿Piensa que ha podido ser obra vuestra? ¿Piensa ahogar a vuestro hijo a fin de cobrarse venganza?

Destruid todos los papeles que conservéis en vuestro poder y negad todo lo que hayáis hecho. Ricardo se dirige a Londres y mandará construir un cadalso en la explanada de la Torre. Si da crédito a lo que ha oído decir, os subirá a vos a él y yo no podré salvaros.

STANLEY