Junio de 1483, Londres
Mi esposo, lord Stanley, es ahora el consejero de confianza del duque Ricardo, tal como lo fue anteriormente del rey Eduardo. Y así es como debe ser. Él sirve al rey, y Ricardo es ahora el lord protector del rey, hasta que el pequeño Eduardo sea coronado dentro de unas cuantas semanas. Después, Ricardo deberá renunciar a todo, al trono y al poder, y el pequeño reinará como soberano de Inglaterra. Entonces veremos quién es capaz de sobrevivir al reinado de un niño de la familia Rivers, sobre cuya cabeza descansará la corona más importante del mundo, que está completamente dominado por su madre: una bruja pagana que vive escondida. Pocos son los hombres que confiarán en ese niño, y nadie se fiará de su madre.
Pero de todos modos, ¿qué hijo de la casa de York sería capaz de renunciar al poder? ¿Qué niño de la casa de York sería capaz de ceder el trono voluntariamente? Sin duda, Ricardo no va a entregarle la corona y el cetro al hijo de una mujer que lo odia. Pero, por más dudas que alberguemos, a todos nos toman medidas para confeccionarnos los ropajes para la coronación. En la abadía de Westminster se está construyendo la pasarela que se utilizará para la procesión real; la reina viuda Isabel debe de estar oyendo el golpeteo de los martillos y el raspar de las sierras por encima de su cabeza, agazapada en su sagrado escondite, en las cámaras que hay junto a la abadía. El Consejo Privado acudió a verla formalmente y le exigió que dejara salir a su hijo Ricardo, que tiene nueve años de edad, para que fuera a reunirse con su hermano de doce en la Torre. No pudo negarse, y tampoco había motivos para que lo hiciera —excepto el odio que siente hacia el duque Ricardo—, así que tuvo que transigir. Ahora, los dos príncipes aguardan en las dependencias reales a que llegue el día de la coronación.
Yo soy la responsable del vestuario para el acto, y me reúno con la costurera y sus ayudantes para decidir qué ropajes hay que disponer para la reina viuda Isabel, para las princesas y para las demás damas de la corte. Hemos de preparar los vestidos suponiendo que la reina abandonará su refugio sagrado para asistir a la coronación y que querrá ir exquisitamente vestida, como de costumbre. Estamos supervisando el cepillado de la túnica de armiño de la reina, tarea de la que se encarga la doncella del guardarropa, y observando cómo la costurera cose un botón de madreperla, cuando de pronto la jefa del guardarropa comenta que la duquesa de Gloucester, Ana Neville, esposa de Ricardo, no ha encargado ningún traje.
—Se ha debido de extraviar la orden de encargo —observo yo—. Porque no es posible que en su castillo de Sheriff Hutton tenga la ropa que necesita para una coronación. Y tampoco puede encargar que se la hagan nueva, de ningún modo estaría terminada a tiempo.
Ella se encoge de hombros y coge un vestido ribeteado de terciopelo, le quita la tela de lino que lo protege y lo extiende para que yo lo vea.
—No sé. Pero yo no he recibido ningún encargo procedente de ella. ¿Qué debo hacer?
—Preparadle un vestido, y que sea de su talla —respondo yo como si no sintiera mucho interés. Seguidamente, paso a hablar de otra cosa.
Regreso a casa a toda prisa y busco a mi esposo. Está escribiendo las órdenes que han de hacer venir a todos los gobernadores de Inglaterra a Londres para ver coronar al joven rey.
—Estoy ocupado. ¿Qué ocurre? —pregunta sin tacto cuando abro la puerta.
—Ana Neville no ha encargado ningún vestido para la coronación. ¿Qué opináis de eso?
Mi esposo opina lo mismo que yo y con la misma rapidez que yo. Deja la pluma y me hace una seña para que me acerque. Yo entro y cierro la puerta, un poco emocionada y eufórica por estar conspirando con él.
—Ella nunca actúa por su cuenta. Su esposo ha debido de darle la orden de que no venga —me dice—. ¿Qué razones puede tener para ello?
No le contesto. Sé que está pensando a toda velocidad.
—No tiene vestido, de modo que es imposible que venga a la coronación. Él debe de haberle dicho que no acuda porque habrá decidido que no va a haber celebración alguna —dice con voz queda—. Y todo esto —señala con un ademán los montones de papeles—, todo esto tiene como fin mantenernos ocupados y engañados para que creamos que sí va a llevarse a cabo la coronación.
—A lo mejor la ha advertido de que no debe venir a Londres porque piensa que podría haber levantamientos. A lo mejor quiere que se quede a salvo en casa.
—¿Quién podría alzarse? Todo el mundo desea que el príncipe de York sea coronado. Sólo existe una persona que querría impedir que fuera rey, del mismo modo que sólo existe una persona que resultaría beneficiada con ello.
—¿El propio Ricardo de Gloucester?
Mi esposo asiente y pregunta:
—¿Qué podemos hacer con esta información tan valiosa? ¿Qué uso vamos a darle?
—Se lo voy a comunicar a la reina viuda —decido—. Si tiene previsto reclutar a sus fuerzas, ha de hacerlo ahora. Le convendría alejar a sus hijos de la custodia de Ricardo. Y si logro persuadir a la reina de York para que luche contra el regente de su casa, habrá una posibilidad para Lancaster.
—Decidle que el duque de Buckingham podría ser una persona adecuada a la que recurrir —dice mi esposo con tranquilidad cuando ya estoy a medio camino de la puerta. Me detengo al instante.
—¿Stafford? —repito incrédulamente. Se trata del sobrino de mi segundo marido, el niño que heredó el título cuando murió su abuelo, el que fue obligado a desposarse con la hermana de la reina. Odia a la familia Rivers desde que lo obligaron a casarse con uno de sus miembros. No los soporta. Por eso fue el primero en respaldar a Ricardo, el primero en ponerse de su parte. Estaba presente cuando apresaron a Anthony Rivers. Estoy segura de que disfrutó viendo humillado al hombre al que se vio obligado a llamar cuñado—. Pero si Henry Stafford no soporta a la reina. La odia a ella y a su hermana, a su esposa, Katherine. Lo sé. Recuerdo cuando lo desposaron. De ningún modo se volvería contra Ricardo para favorecerlos a ellos.
—Tiene sus propias ambiciones —señala mi esposo con expresión siniestra—. En su linaje hay sangre de la realeza. Creerá que si se le puede arrebatar el trono al príncipe Eduardo, también se le podrá arrebatar a Ricardo. Se pondría del lado de la reina, fingiendo defender a su hijo, y luego, cuando obtuvieran la victoria, tomaría el trono para sí.
Me pongo a pensar a toda prisa. La familia Stafford, con la excepción de mi débil y modesto esposo Henry, siempre ha sido extremadamente orgullosa. Stafford apoyó a Ricardo debido a la inquina que siente hacia los Rivers, y ahora es muy posible que reivindique su propio derecho.
—Si así lo deseáis, se lo diré a la reina —accedo—. Pero yo no lo consideraría en absoluto un individuo digno de confianza. La reina será una necia si lo acepta como aliado.
Mi esposo sonríe, más como un lobo que como el zorro que dicen que es.
—No tiene muchos amigos entre los que escoger —replica—. Yo diría que se alegrará de contar con él.
Una semana después de eso, al amanecer, mi esposo llama con el puño a la puerta de mi dormitorio y entra en él. Mi doncella deja escapar un grito y se levanta de la cama de un salto.
—Déjanos —le dice con brusquedad, y ella se apresura a escabullirse de la habitación.
Yo me incorporo en la cama y me cubro con una bata.
—¿Qué sucede? —El primer temor que me asalta es que mi hijo esté enfermo, pero en seguida veo que Thomas está más pálido que si hubiera visto un fantasma y que le tiemblan las manos—. ¿Qué os ha ocurrido?
—He tenido una pesadilla. —Se deja caer pesadamente sobre la cama—. Dios santo, ha sido un sueño terrible, Margarita, no tenéis idea…
—¿Ha sido una visión?
—¿Cómo voy a saberlo? Ha sido como estar atrapado en el infierno.
—¿Qué habéis soñado?
—Estaba en un lugar frío, oscuro, rocoso, como en plena naturaleza, un sitio desconocido. Miré en derredor y no vi a nadie, estaba solo. No había ningún pariente, ninguno de mis hombres, ni siquiera mi estandarte, nada. Me hallaba totalmente solo, no estaban ni mi hijo, ni mi hermano… ni siquiera vos.
Aguardo a que continúe. La cama se mueve a causa de su intenso temblor.
—Entonces vino hacia mí un monstruo —prosigue en voz muy baja—. Un ser terrible, horrendo, con la boca abierta para devorarme, el aliento hediondo, los ojos porcinos y enrojecidos que miraban a izquierda y a derecha, un monstruo que se acercaba a mí cruzando el campo.
—¿Qué clase de monstruo era? ¿Una serpiente?
—Un jabalí —responde Thomas quedamente—. Un jabalí salvaje, con sangre en los colmillos y en el hocico, babeante, con la cabeza agachada, buscándome. —Se estremece—. Incluso oí cómo resollaba.
El jabalí es el emblema de Ricardo, duque de Gloucester. Eso lo sabemos los dos. Me levanto de la cama y abro la puerta para cerciorarme de que la doncella se ha marchado y de que no hay nadie fuera, escuchando. A continuación, vuelvo a cerrarla bien y remuevo las ascuas de la pequeña chimenea, como si necesitáramos calor en esta cálida noche de junio. Enciendo velas, como para ahuyentar el carácter siniestro de ese jabalí cazador. Toco con un dedo la cruz que llevo alrededor del cuello. Me santiguo. Stanley ha traído consigo sus terrores nocturnos, a mi dormitorio; es como si con él hubiera penetrado en el cuarto la respiración del jabalí, como si estuviera olfateándonos aquí y ahora.
—¿Pensáis que Ricardo sospecha de vos?
Stanley me mira.
—Yo no he hecho otra cosa que demostrarle mi apoyo. Pero esta pesadilla… no puedo ignorarla. Margarita, me he despertado aterrorizado como un niño. Me he despertado pidiendo socorro a gritos.
—Si sospecha de vos, también debe de sospechar de mí —razono. Mi esposo es presa de un pánico tan intenso que me tiene atenazada a mí también—. Y además he enviado mensajes a la reina, tal como hemos convenido. ¿Puede ser que Ricardo haya descubierto que soy su enemiga?
—¿Puede ser que vuestros mensajes se hayan extraviado?
—Tengo plena confianza en el hombre que he utilizado para entregarlos. Y no es ningún necio. Pero ¿por qué iba a dudar de vos?
Stanley sacude la cabeza en un gesto de negación.
—Yo no he hecho nada excepto hablar con Hastings, que es leal hasta la médula. Desea con desesperación asegurar la sucesión del príncipe. Es su último acto de amor hacia el rey Eduardo. Tiene mucho miedo a que Ricardo actúe falsamente con el príncipe. Desde que el duque se llevó al joven Eduardo a la Torre, Hastings no ha dejado de temer que suceda algo malo. Me preguntó si estaría dispuesto a acompañarlo a una reunión del Consejo Privado para insistir en que el príncipe ha de salir para que el pueblo lo vea, para visitar a su madre, para demostrar que es libre en todos los sentidos. Creo que le ha enviado un mensajero a la reina para tranquilizarla respecto a la seguridad del pequeño y para rogarle que salga de su escondite.
—¿Sabe Hastings que Ricardo le ha ordenado a su propia esposa que se quede en casa? ¿Cree que Ricardo podría retrasar la coronación, prolongar su regencia?
—Yo le dije que Ana Neville no tenía vestido para la coronación, y él juró de inmediato que es imposible que Ricardo esté planeando de verdad coronar a su sobrino. Es lo que todos hemos empezado a pensar, lo que todos estamos empezando a temer. Pero no creo que haya nada peor que el hecho de que Ricardo retrase la coronación, acaso por espacio de varios años, acaso hasta que el príncipe cumpla los veintiuno. La retrasaría para poder gobernar él en calidad de regente. —De pronto se pone en pie de un salto y, descalzo, atraviesa la habitación a grandes zancadas—. ¡Por el amor de Dios, Ricardo era el hermano más leal que Eduardo podría haber tenido! No ha dicho nada que no valga para afirmar su lealtad hacia el príncipe. ¡Su propio sobrino! Toda su animadversión ha ido siempre dirigida contra la reina viuda, no contra el hijo de Eduardo. Y en estos momentos tiene al pequeño totalmente en su poder. Coronado o no, mientras Ricardo sea capaz de mantenerlo apartado de su madre y de su familia, el príncipe Eduardo sólo podrá ser un rey títere.
—Pero ese sueño…
—He soñado con un jabalí decidido a obtener el poder y a causar la muerte. Ha sido una advertencia; tiene que ser una advertencia.
Los dos guardamos silencio. En la chimenea, uno de los troncos se mueve, y ambos damos un respingo al oírlo.
—¿Qué pensáis hacer? —le pregunto.
Él niega con la cabeza.
—¿Qué haríais vos? Vos creéis que Dios os habla y que os hace advertencias por medio de los sueños. ¿Qué haríais si hubierais soñado que un jabalí pretendía atacaros?
Titubeo un instante.
—¿No podéis pensar en la posibilidad de huir?
—No, no.
—Yo rezaría pidiendo inspiración.
—¿Y qué diría vuestro Dios? —me pregunta mi esposo con un toque de su habitual sarcasmo—. Por lo general resulta fiable a la hora de aconsejaros que busquéis el poder y la seguridad.
Me siento en el taburete que hay colocado junto al fuego y contemplo las llamas como si fuera una mujer pobre que predice la buenaventura, como si fuera la reina Isabel, con sus artes de brujería.
—Si Ricardo se volviera contra su sobrino, contra sus dos sobrinos, y de alguna manera les impidiera heredar, si él mismo se sentara en el trono en lugar de ellos… —Callo durante unos instantes—. Ya no tienen personas poderosas que los defiendan. La flota se ha amotinado contra su tío, su madre está acogida a sagrado, su tío Anthony ha sido apresado…
—Entonces ¿qué?
—Si Ricardo pretendiera tomar el trono y dejar a sus sobrinos encerrados en la Torre, ¿creéis vos que el país se sublevaría contra él y que habría otra guerra?
—York contra York. Es posible.
—En esas circunstancias habría grandes posibilidades para la casa de Lancaster.
—Para vuestro hijo, Enrique.
—Grandes posibilidades de que Enrique sea el que quede en pie cuando se destrocen unos a otros en una pelea a muerte.
Se hace el silencio en mi dormitorio. Vuelvo la mirada hacia mi esposo, temiendo haberme extralimitado.
—Entre Enrique y el trono hay cuatro vidas —señala—. Los dos príncipes de York, Eduardo y Ricardo; el propio duque Ricardo; y después el hijo de éste.
—Pero podría ser que todos lucharan entre sí.
Mi esposo asiente.
—Si deciden destrozarse entre ellos, no será ningún pecado que Enrique ocupe el trono vacío —digo yo con firmeza—. Y, por fin, la casa legítima ocupará el trono de Inglaterra y se hará la voluntad de Dios.
Lord Stanley sonríe ante mi certidumbre, pero esta vez no me siento ofendida. Lo que importa es que sepamos ver el camino que debemos seguir, y en tanto que yo sepa que es la luz de Dios, no importará que mi esposo crea que es el resplandor de una ambición pecaminosa.
—Entonces ¿iréis hoy a la reunión del Consejo Privado?
—Sí, será en la Torre. Pero voy a enviarle un mensaje a Hastings para informarlo de mis temores. Si tiene previsto actuar en contra de Ricardo, es mejor que lo haga ya. Puede obligar al duque a que enseñe sus cartas. Puede exigir ver al príncipe. El amor que le tenía al difunto rey lo convertirá en el defensor del príncipe. Yo puedo quedarme atrás y dejar que él marque el ritmo. El Consejo está decidido a que el príncipe sea coronado. Hastings puede exigirlo. Puede ser él quien soporte el grueso de la responsabilidad de mostrarle a Ricardo que sospecha de él. Yo puedo enfrentar a Hastings con Ricardo y luego dar un paso atrás a ver qué ocurre. Puedo tomar esto como advertencia, advertir a Hastings y luego dejar que él corra el riesgo.
—Pero ¿en qué posición estáis vos?
—Margarita, yo soy fiel a quien tenga más posibilidades de triunfar y, en este momento, el hombre que cuenta con el respaldo del ejército del norte, que está en posesión de la Torre y que conserva bajo su custodia al rey legítimo, que además lo obedece, es Ricardo.
Aguardo a que mi esposo regrese de la reunión del Consejo arrodillada ante mi oratorio. La conversación que hemos tenido al amanecer me ha dejado inquieta y asustada, de modo que me pongo de rodillas y pienso en Juana, que debió de sentirse en peligro muchas veces y aun así partió a lomos de su caballo blanco, con su estandarte de lirios, y no tuvo que librar sus batallas ni en secreto ni en silencio.
Estoy pensando en dar por finalizadas mis oraciones cuando de pronto oigo en la calle el taconeo de muchos pies, acompañado del golpeteo metálico de las picas de un centenar de hombres que las hacen chocar contra el suelo, y, por último, unos fuertes porrazos en la enorme puerta exterior de nuestra casa.
A medio bajar la escalera, veo llegar corriendo al hijo del portero, que les dice a las doncellas que me llamen. Yo lo agarro del brazo y le pregunto:
—¿De quién se trata?
—De los hombres del duque Ricardo —farfulla él—. Vestidos de librea y acompañando a su amo, han apresado al señor, vuestro esposo. Lo han golpeado en la cara, le han manchado el justillo de sangre, sangraba como un cerdo…
Lo empujo a un lado, pues lo que dice no tiene sentido. Corro escaleras abajo, hacia la entrada, donde los guardias ya están abriendo la puerta para dejar entrar a las tropas del duque Ricardo. En el centro viene mi esposo, con paso tambaleante y sangrando por una herida que le han hecho en la cabeza. Vuelve la mirada hacia mí y reparo en que tiene el semblante blanco como la cal y una expresión estupefacta en la mirada.
—¿Lady Margarita Stanley? —pregunta el comandante de la guardia.
Yo a duras penas logro despegar los ojos del simbólico jabalí que luce en la librea. Un jabalí que enseña los colmillos, el mismo que atacaba a mi esposo en el sueño.
—Yo soy lady Margarita —respondo.
—Vuestro esposo se encuentra bajo arresto domiciliario, y ni él ni vos podéis salir de aquí. Habrá guardias apostados en todas las entradas y en el interior de la casa, y también en las puertas y en las ventanas de las habitaciones. Los criados y sirvientes necesarios pueden continuar con sus tareas, pero serán interrumpidos y registrados cuando yo lo ordene. ¿Habéis entendido?
—Sí —susurro.
—Voy a registrar la casa en busca de cartas y documentos —dice—. ¿Entendéis eso también?
En mis aposentos no hay nada que pueda incriminarnos ni a mi esposo ni a mí. Prendo fuego a todo lo que es peligroso nada más leerlo, y nunca conservo copias de las cartas que escribo. Todo lo que he hecho hasta ahora por Enrique queda entre Dios y yo».
—Entiendo. ¿Permitís que lleve a mi esposo a mi cámara privada? Está herido.
El guardia esboza una sonrisa torva.
—Cuando fuimos a detener a lord Hastings vuestro esposo se refugió debajo de la mesa y estuvo a punto de arrancarse la cabeza él mismo con la hoja de una pica. Parece más grave de lo que es.
—¿Habéis detenido a lord Hastings? —repito con incredulidad—. ¿Con qué acusación?
—Señora, lo hemos decapitado —responde el guardia sucintamente. Acto seguido, me empuja para que vuelva a mis habitaciones y sus hombres se despliegan en el patio y adoptan posiciones. Somos prisioneros en nuestra propia mansión.
Stanley y yo nos dirigimos a mi cámara privada rodeados de guardias armados con picas. Sólo una vez que han visto que la ventana es demasiado pequeña como para escapar por ella, vuelven a salir y cierran la puerta. Por fin quedamos los dos a solas.
Stanley, estremecido, arroja al suelo el justillo manchado de sangre y la camisa echada a perder y se sienta en un taburete, desnudo hasta la cintura. Yo vierto una jarra de agua en el aguamanil y empiezo a lavarle la herida. Es superficial y alargada, un rasguño asestado de refilón sin la intención de matar, pero, si estuviera un poco más abajo, mi esposo habría perdido un ojo.
—¿Qué está pasando? —le pregunto en un susurro.
—Al inicio de la reunión para determinar el orden de la coronación, Ricardo llegó todo sonriente y le pidió al obispo Morton que ordenase que trajeran unas fresas de su huerto. Empezamos a hablar de la coronación, de los asientos, de la precedencia, de los detalles de costumbre. Ricardo volvió a salir y, mientras estaba fuera, alguien debió de comunicarle una noticia o un mensaje, porque cuando regresó era otro hombre; trajo el semblante oscurecido por la cólera. Detrás de él, entró la tropa como si estuviera arrasando un fuerte, aporreando la puerta, con las armas en ristre. Arremetieron contra mí y yo me agaché; Morton dio un salto hacia atrás; Rotherham se escondió detrás de su sillón; apresaron a Hastings antes de que pudiera defenderse.
—Pero ¿por qué? ¿Qué se había dicho?
—¡Nada! No se había dicho nada. Fue como si Ricardo hubiera decidido desatar su poder sin más. Agarraron a Hastings y se lo llevaron.
—¿A dónde se lo llevaron? ¿Con qué acusación? ¿Qué dijeron?
—No dijeron nada. Vos no lo entendéis. No fue una detención, sino un acto de fuerza. Ricardo gritaba como un loco diciendo que había sufrido un encantamiento, que le estaba fallando el brazo, que Hastings y la reina lo estaban destrozando mediante hechizos…
—¿Qué?
—Se levantó la manga y nos enseñó el brazo, el de asir la espada; ya sabéis la fuerza que tiene en el brazo derecho. Pero empezó a decir que le estaba fallando, que se le estaba marchitando.
—Santo Dios, ¿es que se ha vuelto loco? —Hago una pausa en la tarea de limpiar la sangre; me cuesta trabajo creer lo que estoy oyendo.
—Sacaron a Hastings a rastras. Sin una palabra más. Se lo llevaron a la calle, aunque no dejaba de patalear, jurar y clavar los talones. Había algo de madera tirada por el suelo, de la que están usando para las obras de construcción; pues bien, cogieron un tronco, lo obligaron a inclinarse sobre él y le cortaron la cabeza de un solo tajo.
—¿Sin sacerdote?
—No había sacerdote. ¿Es que no oís lo que estoy diciendo? Fue un secuestro y un asesinato. Hastings no tuvo tiempo ni para decir una oración. —Stanley se echa a temblar—. Dios santo, creí que después iban a venir a por mí, creí que yo iba a ser el siguiente. Fue como en el sueño. El olor a sangre y nadie presente para salvarme.
—¿Lo decapitaron delante de la Torre?
—Ya os lo he dicho, ya os lo he dicho.
—Así que si el príncipe se asomó por la ventana al oír el ruido, debió de ver cómo le cortaban la cabeza encima de un tronco al amigo más querido de su padre, ¿no? Al hombre al que él llamaba tío William.
Stanley guarda silencio y me mira. Un hilo de sangre le resbala por el rostro y se lo limpia con el dorso de la mano, de forma que se mancha la mejilla de rojo.
—Nadie podría habérselo impedido.
—El príncipe considerará a Ricardo su enemigo —concluyo—. Después de esto, no podrá llamarlo lord protector. Pensará que es un monstruo.
Stanley sacude la cabeza en un gesto negativo.
—¿Qué va a sucedemos a nosotros?
Empiezan a castañetearle los dientes. Yo dejo el aguamanil y le echo una manta sobre los hombros.
—Sabe Dios, sabe Dios. Nosotros estamos bajo arresto domiciliario por traición; somos sospechosos de haber conspirado con la reina y con Hastings. Igual que vuestro amigo Morton. Y también han apresado a Rotherham. No sé a cuántos más. Supongo que Ricardo piensa apoderarse del trono y ha acorralado a todos los que, en su opinión, podrían discutírselo.
—¿Y los príncipes? —dice balbuceando a causa de la conmoción.
—No lo sé. Ricardo podría matarlos sin más, como ha hecho con Hastings. Podría allanar el refugio sagrado y asesinar a toda la familia real: la reina, las niñas, todos. Hoy nos ha demostrado que es capaz de hacer cualquier cosa. Puede que ya estén muertos.
Las noticias del mundo exterior nos llegan gota a gota por medio de las criadas que traen los chismorreos que circulan por el mercado. Ricardo declara que el matrimonio entre la reina, Isabel Woodville, y el rey Eduardo nunca fue válido, pues Eduardo se había casado con otra dama antes de desposarse en secreto con Isabel. Declara que todos sus hijos son bastardos y que él es el único heredero de York. El servil Consejo Privado, que contempla cómo depositan el cuerpo sin cabeza de Hastings al lado del de su amado rey, no hace nada para defender a su reina y a sus príncipes. En vez de eso, acuerda a toda prisa y de manera unánime que sólo existe un heredero, y que ése es Ricardo.
Ricardo y mi pariente Henry Stafford, duque de Buckingham, empiezan a propalar el rumor de que el propio rey Eduardo era bastardo, ya que era el hijo ilegítimo que la duquesa Cecilia concibió de un arquero inglés mientras estaba con el duque de York en Francia. El pueblo oye estas acusaciones —y sabe Dios qué interpretación hará de ellas—, pero no hay forma de malinterpretar la llegada de un ejército proveniente de los condados del norte, leal a nadie más que a Ricardo y deseoso de obtener recompensas. No hay forma de negar que todos los hombres que podrían haber sido leales al príncipe Eduardo son apresados o ejecutados. Todo el mundo piensa en su propia seguridad. Nadie protesta.
Por primera vez en mi vida, soy capaz de dedicar un pensamiento benévolo a la mujer a la que he servido durante casi diez años, Isabel Woodville, que fue reina de Inglaterra y una de las soberanas más bellas y queridas que haya tenido nunca este país. A mí nunca me había resultado bella ni querida hasta ahora, de forma efímera, en la hora de su derrota total. La imagino refugiada en la humedad y la oscuridad de Westminster y pienso que nunca triunfará de nuevo, así que por primera vez en mi vida puedo hincarme de rodillas y rezar por ella sinceramente. Lo único que permanece en su poder son sus hijas; la vida que ha disfrutado hasta ahora no va a volver, y sus dos hijos pequeños son prisioneros de su enemigo. La imagino derrotada y asustada, viuda y temerosa por sus dos hijos varones, y por primera vez en mi vida se me ablanda el corazón por ella: una trágica reina, derrocada sin haber cometido ninguna falta. Puedo rezarle a la Virgen María, reina de los cielos, y pedirle que socorra y reconforte a su hija, desgraciada y hundida, durante estos días de humillación para ella.
La primogénita de York, la princesa Isabel, está en edad casadera y, a sus diecisiete años, continúa soltera por culpa de la cambiante fortuna de su casa. Mientras estoy de rodillas, rezando por la salud y la vida de la reina, pienso en la hermosa princesa Isabel y en lo buena esposa que sería para mi hijo Enrique. El hijo de Lancaster y la hija de York unidos curarían las heridas de Inglaterra y pondrían fin a una lucha que ha durado dos generaciones. Si Ricardo muriese después de asumir el trono, su heredero sería un niño pequeño, un Neville enfermizo que no tendría más capacidad para defender su derecho a la corona que los príncipes de York y que, por lo tanto, sería tan fácil de abatir como ellos. Si mi hijo tomara el trono entonces y se desposara con la princesa de York, el pueblo se aferraría a él por ser el heredero de Lancaster y el esposo de la heredera de York.
Hago llamar a mi médico, el doctor Lewis de Caerleon, un hombre tan interesado en la conspiración como en la medicina. La reina lo conoce y le franqueará el paso, pues sabrá que se lo envío yo. Le pido que le prometa a la reina nuestro apoyo, que le diga que será fácil persuadir a Buckingham para que se ponga en contra del duque Ricardo, que mi hijo Enrique podría reunir un ejército en Bretaña. Y le exijo que, por encima de todo, procure averiguar qué planes tiene ella, qué le están prometiendo los que la respaldan. Es posible que mi esposo piense que a la reina no le queda ninguna esperanza, pero yo ya he visto a Isabel Woodville salir de su refugio sagrado en otra ocasión y asumir el trono con alegría despreocupada, olvidando toda la vergüenza que, con tanta razón, el Señor había hecho recaer sobre ella. Le digo a Lewis que no debe explicarle que mi esposo se encuentra bajo arresto domiciliario, pero que ha de contarle, como amigo bondadoso, lo del asesinato de Hastings, lo de la súbita transparencia de la ambición de Ricardo, lo de la conversión de sus hijos en bastardos, lo de la ruina que ha sufrido su nombre. Ha de decirle con compasión que su causa estará perdida a no ser que actúe. Tengo que conseguir que reúna a los amigos que tenga, que reclute las tropas que pueda permitirse y que lance a su ejército a batallar contra Ricardo. Si logro infundirle ánimos para que entable una batalla larga y sangrienta, mi hijo podrá desembarcar con tropas de refresco y aplastar al agotado vencedor.
Lewis va a verla un día en el que ella está desesperada por hablar con alguien amigo: el día que se había fijado para la coronación de su hijo. Dudo que alguien la haya avisado de que la ceremonia no va a celebrarse. Lewis recorre las calles llenas de puertas cerradas y ventanas cubiertas con barrotes, calles en las que la gente no se detiene a conversar en las esquinas, y regresa conmigo casi inmediatamente. Lleva puesta una máscara para protegerse de la peste —un artilugio alargado, en forma de cono, relleno de hierbas y perfumado con aceites— que le confiere un aspecto aterrador: un semblante inhumano, un rostro blanco como el de un espectro. Tan sólo se la quita cuando ya está en el interior de mi habitación y la puerta se ha cerrado a su espalda. Entonces me hace una profunda reverencia.
—Está ansiosa por recibir ayuda —me dice sin preámbulos—. Es una mujer desesperada, yo diría que tanto que se ha vuelto medio loca. —Calla unos instantes—. También he visto a la joven princesa de York…
—¿Y?
—Estaba alterada. Lanzaba profecías. —Sufre un leve escalofrío—. Me asustó, y eso que soy un médico que ha visto de todo.
Yo hago caso omiso de su jactancia.
—¿Por qué os asustó?
—Apareció en medio de las tinieblas, con el vestido empapado por el agua del río y arrastrando por detrás de ella como una cola, como si fuera la de un pez. Dijo que el río ya le había dado la noticia que yo estaba a punto de comunicarle a su madre: que el duque Ricardo había reclamado el trono para sí basándose en su legitimidad y en que los jóvenes príncipes habían sido proclamados bastardos.
—¿Ya lo sabía? ¿Es que tienen espías? No tenía idea de que estuviera tan bien informada.
—No fue la reina, ella no sabía nada. Fue su hija, y dijo que se lo había revelado el río. Dijo que el río le había hablado de una muerte sucedida en la familia, y la madre supo al momento que se trataba de la de su hermano Anthony y de la de su hijo Richard Grey. Entonces abrieron las ventanas de par en par para escuchar al río que pasa por delante. Eran como dos brujas. Cualquier hombre se habría asustado.
—¿Dice que Anthony Rivers ha muerto?
—Las dos parecían muy seguras de ello.
Me santiguo. Ya en otra ocasión se acusó a Isabel Woodville de manipular fuerzas siniestras, pero que haga profecías estando refugiada en un terreno sagrado es sin duda obra del demonio.
—Debe de tener espías trabajando para ella; debe de estar mejor preparada y armada de lo que creemos. Pero ¿cómo puede haber recibido noticias de Gales antes que yo?
—Dijo una cosa más.
—¿La reina?
—La princesa. Afirmó que estaba condenada a ser la próxima reina de Inglaterra y a asumir el trono de su hermano.
Nos miramos el uno al otro estupefactos, sin comprender.
—¿Estáis seguro?
—Resultaba terrorífica. Se quejó de la ambición de su madre y aseguró que era una maldición que pesaba sobre la familia y que iba a tener que ocupar el trono de su hermano; y que eso, por lo menos, agradaría a su madre, aunque desheredaría a su hermano.
—¿Qué pudo querer decir?
El doctor se encoge de hombros.
—No lo aclaró. Se ha transformado en una muchacha muy hermosa, pero es terrorífica. Yo me creí lo que dijo. He de decir que me creí todas y cada una de sus palabras. Era como un profeta prediciendo el futuro. Estoy convencido de que, de un modo u otro, terminará siendo reina de Inglaterra.
Cojo aire. Esto está tan en consonancia con mis oraciones que ha de ser la palabra de Dios, aunque se esté expresando por medio de una vasija tan pecadora. Si Enrique tomara el trono de Inglaterra y ella se desposara con él, efectivamente sería reina. ¿De qué otra forma podría suceder si no algo semejante?
—Y hubo algo más —añade Lewis con cautela—. Cuando le pregunté a la reina qué planes tenía para los príncipes que están en la Torre, Eduardo y Ricardo, me dijo: «No es Ricardo».
—¿Qué dijo?
—Dijo: «No es Ricardo».
—¿Y qué quiso decir?
—Entonces fue cuando entró la princesa, con el vestido empapado de agua, sabiéndolo todo: la aclamación del duque, la familia desheredada. Después aseguró que sería reina.
—Pero ¿vos le preguntasteis a la reina qué había querido decir con aquella frase?
El médico niega con la cabeza. Este hombre, que ha visto de todo, no ha tenido el sentido común de formular una pregunta clave.
—¿No se os ocurrió pensar que podía ser importante? —le espeto.
—Lo lamento. La llegada de la princesa fue tan… como de otro mundo… Y después su madre agregó que en estos momentos están varadas en un terreno árido y seco, pero que pronto volverán a inundarlo todo. Daban mucho miedo. Ya sabéis lo que dicen de su antepasada, que descienden de una diosa del agua. Si hubierais estado presente, habríais creído que la diosa del agua estaba a punto de surgir del mismísimo Támesis.
—Sí, sí —afirmo sin compasión alguna—. Ya veo que son aterradoras, pero ¿dijo la reina algo más? ¿Habló de los hermanos Rivers que han logrado librarse? ¿Reveló dónde se encuentran o qué están haciendo? Ambos tienen poder para hacer que la mitad del reino se levante.
El médico hace un gesto negativo.
—No dijo nada. En cambio me oyó muy bien cuando le comenté que vos deseabais ayudar a los jóvenes príncipes a escapar. Está planeando algo, no me cabe duda. Ya lo estaba planeando antes de darse cuenta de que Ricardo iba a tomar el trono. Ahora estará desesperada.
Yo asiento con la cabeza y le hago una seña para que me deje a solas. Al momento me dirijo a nuestra pequeña capilla y me arrodillo. Necesito la paz de Dios para desenredar la maraña de pensamientos de mi cabeza. El hecho de que la princesa Isabel conozca su destino no hace sino confirmar lo que yo pensaba: que va a ser la esposa de Enrique y que asumirá el trono. En cambio, las palabras de su madre, «No es Ricardo», me llenan de una profunda inquietud.
¿A qué pudo referirse al decir «No es Ricardo»? ¿No es Ricardo su hijo, el que está en la Torre? ¿O simplemente quiso decir que no es Ricardo, el duque de Gloucester, la persona que le infunde temor? No acierto a desentrañarlo, y ese necio debería haberlo preguntado. Pero yo ya sospechaba algo parecido. Ya me preocupaba que sucediera algo así. En ningún momento he creído que la reina fuera tan tonta como para poner a otro hijo más en manos de un enemigo que ya había raptado al primero. Hace diez años que la conozco, y es una mujer capaz de prever lo peor que puede pasar. El Consejo Privado llegó en tropa para entrevistarse con ella y todos sus miembros, uno a uno, le dijeron que no tenía alternativa. Seguidamente, se marcharon llevándose consigo al príncipe Ricardo de la mano del arzobispo. Sin embargo, yo siempre he pensado que sin duda ella estaba preparada para dicha visita. Siempre he sabido que haría algo para poner a buen recaudo al único hijo varón que le quedaba en libertad. Es lo que haría cualquier mujer, y ella es una persona inteligente y decidida que ama profundamente a sus hijos. Por nada del mundo los enviaría al peligro. Por nada del mundo permitiría que su hijo pequeño fuera al mismo sitio que el mayor y corriera el mismo peligro que él.
Pero ¿qué es lo que ha hecho? Si el segundo príncipe que está en la Torre no es Ricardo, entonces ¿quién es? ¿Ha enviado en su lugar a un niño pobre disfrazado? ¿A algún pupilo poco importante dispuesto a hacer lo que sea por ella? Y lo que es peor, si el príncipe Ricardo, el legítimo heredero del trono de Inglaterra, no está en la Torre de Londres encerrado bajo llave, ¿dónde está? Si ella lo ha escondido en alguna parte, es que es el heredero al trono de York, otro obstáculo para la sucesión de mi hijo. ¿Es eso lo que pretende decirme? ¿O está fingiendo? ¿Quiere atormentarme? ¿Triunfar sobre mí mintiéndole a mi obtuso mensajero para que éste me transmita el engaño a mí? ¿Mencionó a propósito el nombre de su hijo para reírse de mí con su don de la profecía? ¿O simplemente se le escapó? ¿Está hablándome de Ricardo a fin de advertirme que, con independencia de lo que le suceda a Eduardo, todavía le queda otro heredero?
Aguardo horas enteras arrodillada a que Nuestra Señora, la Reina del Cielo, me diga qué está haciendo esta reina tan profundamente terrenal: jugar su juego, tejer su hechizo una y otra vez, como siempre, por delante de mí, triunfar sobre mí incluso ahora que pasa por un momento de intenso terror y derrota. Pero Nuestra Señora no me habla. Juana no me aconseja nada. Dios guarda silencio para conmigo, su sierva. Ninguno de ellos me dice qué está haciendo Isabel Woodville acogida a sagrado debajo de la abadía. Pero, incluso sin que ellos me ayuden, sé que volverá a salir de allí victoriosa.
No ha transcurrido siquiera un día cuando una de mis damas de compañía viene con los ojos enrojecidos a comunicarme que Anthony, conde de Rivers, el deslumbrante y caballeresco hermano de la reina, ha muerto ejecutado por orden de Ricardo en el castillo de Pontefract. Me trae dicha noticia en cuanto llega a Londres. Nadie podría haberse enterado con mayor premura. El informe oficial llega al Consejo Privado tan sólo una hora después de que yo lo haya sabido. Al parecer, la reina y su hija se lo dijeron al doctor Lewis la misma noche en que sucedieron los hechos, tal vez en el momento mismo en que Anthony murió. Pero ¿cómo puede ser eso?
Al día siguiente, mi esposo se reúne conmigo en el desayuno.
—He sido llamado para asistir a una reunión del Consejo Privado —me dice mostrándome una orden que porta el sello del jabalí. Ninguno de los dos lo mira directamente y la carta se queda encima de la mesa entre ambos, como una daga—. Y vos debéis ir al guardarropa real para preparar los ropajes de la coronación para Ana Neville. Ropajes de reina. Vais a ser dama de compañía de la reina Ana. Nos han liberado del arresto domiciliario sin comunicarnos nada. Volvemos a estar al servicio de la casa real sin que nadie haya pronunciado una sola palabra.
Asiento con un gesto. Voy a realizar para el rey Ricardo la misma labor que he realizado durante los últimos años para el rey Eduardo. Llevaremos los mismos vestidos, pero el de oro y armiño que se preparó para la reina viuda Isabel será adaptado a la figura de su cuñada, la nueva reina Ana.
Todas mis damas de compañía y los soldados de Stanley están sentados a nuestro alrededor, de modo que mi esposo y yo no intercambiamos más que una breve mirada de triunfo por haber sobrevivido. Ésta será la tercera casa real a la que sirvo, pero cada vez que me he inclinado para hacer una reverencia he pensado en mi propio hijo y heredero.
—Para mí será un honor servir a la reina Ana —digo suavemente.
Es mi destino sonreír ante los cambios que sufre el mundo y esperar a recibir mi recompensa en el cielo, pero incluso yo hago un momentáneo gesto de renuencia ante la puerta de los aposentos de la reina cuando veo a la pequeña Ana Neville, hija de Warwick el Hacedor de Reyes, de buena cuna, casada con un miembro de la realeza, convertida en nada al enviudar y ahora elevada hasta el mismísimo trono de Inglaterra, de pie junto a la enorme chimenea, vestida con su capa de viaje y rodeada de sus damas traídas del norte. El aposento parece un campamento de gitanos de los páramos. Me ven en el umbral, y el mayordomo de su cámara exclama:
—¡Lady Margarita Stanley! —con un acento que no entendería nadie que viviera al sur de Hull.
Las mujeres se apartan a un lado para que yo pueda acercarme a su señora. Penetro en la habitación y me arrodillo, me humillo delante de otra usurpadora más y levanto las manos en un gesto de lealtad.
—Excelencia —le digo a la mujer a la que el joven duque Ricardo sacó de la desgracia y la pobreza porque sabía que teniendo por esposa a esta infortunada muchacha podría reclamar la fortuna de Warwick. Ahora va a ser reina de Inglaterra, y yo tengo que arrodillarme ante ella—. Es un placer para mí ofreceros mis servicios.
Ella me devuelve una sonrisa. Está pálida como el mármol, tiene los labios blancos y los párpados más blancos aún. Desde luego, no puede encontrarse bien. Apoya una mano en la piedra de la chimenea y se inclina contra ella como si se sintiera débil.
—Os doy las gracias por vuestros servicios. Me gustaría que fuerais mi dama de compañía principal —dice en voz baja, con la respiración un poco entrecortada—. Llevaréis la cola de mi vestido en la coronación.
Yo inclino la cabeza para ocultar mi estallido de alegría. Esto servirá para honrar a mi familia. Esto quiere decir que la casa de Lancaster va a estar a un paso de la corona cuando la sostengan por encima de una cabeza ungida. Voy a estar sólo un paso por detrás de la reina de Inglaterra y —bien lo sabe Dios— lista para subir al trono.
—Acepto con mucho gusto —respondo.
—Mi esposo habla en muy elevados términos de la prudencia de lord Thomas Stanley —me comenta.
Tan elevados que sus soldados estuvieron a punto de cortarle la cabeza y lo tuvieron una semana entera bajo arresto domiciliario.
—Hace mucho tiempo que servimos a la casa de York —señalo—. Con profunda tristeza, os hemos extrañado a vos y al duque mientras habéis estado en el norte, alejados de la corte. Me causa una gran alegría veros de nuevo en vuestra capital.
Ella hace un breve ademán con la mano y el paje le trae un taburete para que pueda sentarse junto al fuego. Yo me quedo de pie ante ella y observo cómo un acceso de tos hace que se le sacudan los hombros. Es una mujer que no va a concebir un montón de herederos para York, no es como la fecunda reina Isabel. Ésta es una mujer enferma y débil. Dudo que viva cinco años más. ¿Y después? ¿Y después?
—¿Y vuestro hijo, el príncipe Eduardo? —inquiero con gesto tímido—. ¿Va a asistir a la coronación? ¿Queréis que ordene a vuestro chambelán que le prepare habitaciones?
Pero ella niega con la cabeza.
—Su excelencia no se encuentra bien —dice—. Por el momento se quedará en el norte.
«¿No se encuentra bien?», pienso para mis adentros. Si no se encuentra lo bastante bien como para acudir a la coronación de su propio padre, es que no se encuentra bien en absoluto. Siempre ha sido un niño pálido, con la misma constitución menuda que su madre, visto en raras ocasiones por la corte; siempre lo han mantenido alejado de Londres por miedo a la peste. ¿Será, quizá, que no ha superado la debilidad de la infancia y que va a pasar de niño frágil a adulto enfermizo? ¿Será que el duque Ricardo no ha conseguido tener un heredero que le sobreviva? ¿Será que en estos momentos no queda más que un único corazón fuerte entre mi hijo y el trono?