1482
Descubro un nuevo ritmo de vida con este esposo a medida que van transcurriendo los años, pero, aunque él me enseña a ser tan buena cortesana para esta familia real como los míos y yo lo fuimos siempre para la verdadera casa de la realeza, nada cambia en mí: los desprecio en todo momento. Tenemos una gran mansión en Londres, y mi esposo dispone que pasemos la mayoría de los meses de invierno en la corte para que él pueda atender al rey a diario. Es miembro del Consejo Privado, y el asesoramiento que le presta al monarca es siempre prudente y sabio. Goza de elevada consideración por su carácter reflexivo y por su conocimiento del mundo. Siempre pone especial cuidado en cumplir su palabra. Como ya cambió de bando una vez a lo largo de su vida, desea que los York se convenzan de que no volverá a hacerlo jamás. Quiere ser imprescindible, fiable como una roca. Le han adjudicado el sobrenombre del «Zorro», como tributo a su cautela, pero nadie duda de su lealtad.
La primera vez que me llevó a la corte para presentarme como su esposa, me sorprendió descubrir que me sentía más nerviosa que cuando acudí en una ocasión anterior para conocer a un monarca verdadero. Esta reina usurpadora no era entonces más que la hija de un escudero del campo; en cambio ha dominado toda mi vida y su suerte ha ido en ascenso, imparable, mientras que la mía ha ido declinando. Hemos estado en lados opuestos de la rueda de la fortuna, y ella ha subido sin cesar mientras que yo no he parado de caer. Ella me ha eclipsado; ha vivido en palacios que deberían haber sido míos; ha lucido una corona que debería haberme pertenecido. Ella se ha vestido de armiño sin más razón que la de ser bella y seductora, pero esas pieles son mías por derecho de nacimiento. Ella tiene seis años más que yo y siempre ha ido por delante de mí. Ella estaba a la orilla del camino cuando el rey de York pasó a caballo. El mismo año en que la vio, se enamoró de ella, la desposó y la convirtió en su reina; fue el año en que yo tuve que dejar a mi hijo en poder de mi enemigo para irme a vivir con un esposo que yo sabía que no apadrinaría a mi retoño ni lucharía por mi rey. Mientras ella lucía tocados cada vez más altos y se cubría con los encajes más finos, encargaba vestidos ribeteados de armiño, oía baladas compuestas en honor de su hermosura, recompensaba a los ganadores de los torneos y concebía un hijo cada año, yo iba a mi capilla, me arrodillaba y rezaba pidiendo que mi hijo, aunque estuviera educándose en la casa de mi enemigo, no se convirtiera en un adversario para mí. Rezaba rogando que mi esposo, aunque fuera un cobarde, no se convirtiera en un renegado. Rezaba pidiendo que el poder de Juana de Arco permaneciera en mí y me proporcionara fuerzas para ser constante con mi familia, con mi Dios y conmigo misma. Durante todos aquellos largos años, mientras mi hijo Enrique crecía con los Herbert y yo estaba incapacitada para hacer otra cosa que no fuera ser una buena esposa para Stafford, esa mujer pasaba el tiempo planificando matrimonios para su familia, conspirando contra sus rivales, consolidando la influencia que ejercía en su marido y deslumbrando a Inglaterra.
Incluso durante los meses de su declive —cuando estuvo acogida a sagrado, y mi soberano regresó al trono, y navegamos río abajo hasta la corte del rey, y éste reconoció a mi hijo como conde de Richmond—, incluso en medio de aquella oscuridad, robó su momento de gloria, porque allí mismo dio a luz a su primer hijo varón, el niño al que ahora todos debemos llamar Príncipe de Gales, príncipe Eduardo, y de ese modo dio esperanzas a los York.
En todo, hasta en sus momentos de derrota aparente, ha triunfado sobre mí. Y yo debo de haber pasado casi veinte años rezando para que aprendiera la verdadera humildad de la Virgen María, que les sobreviene tan sólo a los que sufren, y en cambio nunca he visto que las penurias la hayan convertido en mejor persona.
Ahora la tengo de pie frente a mí, a la mujer que, según dicen, es la más bella de toda Inglaterra, a la mujer que obtuvo un trono gracias a su apariencia, a la mujer que inspira adoración en su esposo y admiración en todo un reino. Bajo la mirada como si sintiera reverencia y respeto. Dios mismo sabe que ella no manda en mí.
—Lady Stanley —me dice afablemente mientras yo ejecuto una profunda venia y vuelvo a incorporarme.
—Excelencia —contesto yo. Noto que la sonrisa que dibujan mis labios es tan abierta que se me está secando la boca a causa del esfuerzo.
—Lady Stanley, sois bienvenida a la corte por derecho propio, además de por el de vuestro esposo, que es tan buen amigo nuestro —me dice. Una y otra vez, recorre con sus ojos grises mi lujoso vestido, mi tocado en forma de toca de monja y mi modesta postura. Está intentando averiguar mis intenciones, y yo, de pie ante ella, estoy tratando, con todas las fibras de mi ser, de disimular el justo odio que siento hacia ella, hacia su belleza y hacia su posición. Estoy intentando parecer amable, pero noto cómo el estómago se me revuelve de celos.
—Mi esposo es feliz sirviendo a su rey y a vuestra casa —contesto, y trago saliva con la boca seca—. Lo mismo que yo.
La reina se inclina hacia adelante y, por su predisposición a escucharme, me percato de pronto de que quiere creer que he cambiado de bando y que estoy dispuesta a serles leal. Veo su deseo de ser mi amiga y, por detrás de eso, el miedo a no estar nunca completamente a salvo. Sólo contando con amigos en todas las casas de Inglaterra podrá tener la seguridad de que dichas casas no se levantarán nuevamente en su contra. Si es capaz de enseñarme a amarla, la casa de Lancaster pierde un gran líder: yo, la heredera. Seguro que mientras estuvo acogida a sagrado se le rompió el corazón y perdió el buen juicio. Cuando su esposo tuvo que huir para salvar la vida y mi rey se sentó en el trono, debió de asustarse tanto que ahora ansia la amistad de cualquiera, incluso la mía, sobre todo la mía.
—Me alegrará contaros entre mis damas y mis amigas —me dice con amabilidad. Cualquiera pensaría que nació para ser reina y no una viuda pobre de solemnidad; tiene todo el estilo de Margarita de Anjou y mucho más encanto—. Me alegra ofreceros un puesto en la corte como una de mis propias damas de compañía.
Me la imagino como una joven viuda, de pie, junto al camino, esperando a que pase un rey lujurioso, y durante un instante temo que el desprecio que siento se me note en la cara.
—Os doy las gracias.
Inclino la cabeza y ejecuto otra profunda venia; seguidamente, me retiro de su presencia.
Se me hace extraño sonreír e inclinarme ante mi enemigo procurando que no se me note el resentimiento en los ojos. Pero durante los diez años que paso a su servicio aprendo a hacerlo tan bien que nadie se percata de que le ruego a Dios en susurros que no se olvide de mí ahora que estoy en la casa de mis adversarios. Aprendo a hacerme pasar por una leal cortesana. Y, en efecto, la reina va tomándome cariño y me trata con la confianza que se deposita en una dama de compañía que se sienta con ella durante el día, que cena por la noche en la mesa de sus damas, que baila delante de la corte y que la acompaña a sus lujosas dependencias. Jorge, el hermano de Eduardo, conspira contra la pareja real, y ella se aferra a nosotras, sus damas, cuando en la familia de su esposo surge la división. Vive un momento desagradable cuando la acusan de brujería y una mitad de la corte se parte de risa y la otra mitad se santigua al ver aparecer su sombra. Me tiene a su lado cuando Jorge va a la Torre a morir, y noto cómo la corte tiembla de miedo al ver una familia de la realeza rota a causa de las divisiones internas. Le sostengo la mano cuando traen la noticia de la muerte de Jorge y ella cree que por fin está a salvo de su enemistad. Me susurra:
—Alabado sea Dios, por fin ha desaparecido.
Y lo único que yo puedo pensar es «Sí, ahora que ha desaparecido, su título, que antes perteneció a mi hijo, vuelve a estar libre. A lo mejor logro persuadirla de que se lo devuelva…».
Cuando nació la princesa Cecilia, yo no hacía más que entrar y salir de la cámara de confinamiento para rezar por la vida de la reina y de la criatura; y después fue a mí a quien pidió que ejerciera de madrina de la nueva princesa, y fui yo quien llevó a la recién nacida en brazos hasta la pila bautismal. Yo, la favorita de todas sus damas de la nobleza.
Por supuesto, los constantes alumbramientos de la reina, que tienen lugar casi todos los años, me recuerdan al hijo que yo tuve pero que nunca me permitieron criar. Y, una vez al mes, a lo largo de todos y cada uno de estos diez largos años, recibo una carta de él, ya convertido en un muchacho y más tarde en un hombre, hasta que al final me doy cuenta de que ha alcanzado la mayoría de edad. Ya tiene la edad suficiente para hacer valer su derecho de ser rey.
Jasper me escribe para decirme que no ha interrumpido los estudios de Enrique y que éste continúa asistiendo a los oficios de la iglesia, tal como yo ordené. Participa en justas, caza, monta a caballo, practica el arco, el tenis, la natación… todos los deportes que le sirvan para conservar un cuerpo sano y fuerte, preparado para la batalla. Jasper lo obliga a estudiar relatos de guerras, y ningún veterano que los visite se marcha sin que Jasper lo haga conversar con Enrique acerca de las batallas que ha presenciado y de lo que podría haberse hecho para ganarlas o para librarlas de otro modo. Contrata a preceptores que le enseñen la geografía de Inglaterra para que conozca el país en el que sus naves van a desembarcar; estudia la ley y las tradiciones de su hogar para poder ser un rey justo cuando llegue el día. Jasper jamás dice que instruir a un joven que se encuentra exiliado de un país que posiblemente no vuelva a ver nunca, que prepararlo para una batalla que es probable que no llegue a tener lugar, sea trabajar en balde; pero cuando el rey Eduardo de Inglaterra celebra el año veintiuno de su reinado con una Navidad fastuosa en el palacio de Westminster —acompañado de su guapo y robusto hijo, el príncipe Eduardo de Gales—, los dos tenemos la sensación de que se está haciendo un trabajo para el que no existe un propósito, una tarea que carece de posibilidades de éxito, que no tiene futuro.
No sé por qué, pero a lo largo de mis diez años de matrimonio con Thomas Stanley, la causa de mi hijo se ha transformado en una esperanza vana incluso para mí. En cambio, Jasper, en la lejana Bretaña, conserva la fe; él no puede hacer otra cosa. Y yo también la conservo, porque me quema las entrañas la obsesión de que en el trono de Inglaterra ha de haber un Lancaster y de que mi hijo es el único heredero que le queda a la casa, a excepción de mi sobrino, el duque de Buckingham. Pero el duque está dentro de la familia Woodville por casamiento, y por lo tanto adherido a York, mientras que Enrique, mi hijo, conserva la fe. Aunque tiene veinticinco años, ha sido educado para conservar la esperanza, por muy débil que sea, y, aunque ya es un hombre hecho y derecho, todavía no tiene la independencia de pensamiento necesaria para decirnos a su querido guardián Jasper o a mí que quiere renegar de nuestro sueño, el sueño que le ha costado la infancia y que aún lo tiene fascinado.
Un día, justo antes del banquete de Navidad, mi esposo Thomas Stanley viene a la habitación que tengo en los aposentos de la reina y me dice:
—Tengo una buena noticia. He arreglado el regreso de vuestro hijo.
La sagrada Biblia se me cae de las manos, pero consigo sujetarla antes de que se me resbale del regazo.
—¿El rey ha dado su consentimiento?
—Así es.
Es tal la dicha y el alivio que me embargan que hablo tartamudeando:
—Jamás imaginé que fuera a…
—Está empeñado en hacerle la guerra a Francia. No quiere que vuestro hijo esté en la frontera haciendo ruido como si fuera un monarca rival, o un rehén, o lo que sea. Va a concederle permiso para que vuelva a casa, e incluso va a permitirle recuperar el título. Será conde de Richmond.
Yo apenas puedo respirar.
—Alabado sea Dios —digo en voz baja. Ardo en deseos de hincarme de rodillas y dar las gracias al Señor por haber insuflado en el rey un poco de clemencia y de sentido común—. ¿Y sus tierras?
—No le permitirá recuperar Gales siendo un Tudor, eso es seguro —me espeta lord Stanley sin contemplaciones—. Pero tendrá que darle algo. Vos podríais entregarle una parte de las tierras de vuestra dote.
—Debería tener las suyas propias —replico yo con súbito rencor—. Yo no debería tener que compartir mis tierras. El rey debería darle lo que le pertenece.
—Tendrá que desposarse con una joven escogida por la reina —me advierte mi esposo.
—No va a casarse con una York insignificante —protesto yo irritada.
—Tendrá que casarse con quien le escoja la reina —me corrige lord Stanley—. Pero ella os tiene afecto. ¿Por qué no habláis con ella y le comentáis qué joven os gusta? El muchacho ha de casarse, pero no van a consentirle que elija a alguien que refuerce el linaje de Lancaster. Tendrá que ser alguien de York. Si centrarais todos vuestros esfuerzos en ello, podría ser con una de las princesas. Bien sabe Dios que las hay de sobra.
—¿Podrá venir de inmediato? —pregunto jadeante.
—Después del banquete de Navidad —responde mi esposo—. Necesitarán que los tranquilicemos, pero la labor principal ya está hecha. Se fían de vos, y también de mí, y están convencidos de que no deseamos introducir a un enemigo en su reino.
Ha pasado tanto tiempo desde que conversamos por última vez sobre esto que no estoy segura de que mi esposo siga compartiendo mi secreto deseo.
—¿Se han olvidado de que Enrique podría ser un rey rival? —pregunto. Estamos en mi propia habitación, pero aun así bajo el tono de voz hasta convertirlo en un susurro.
—Naturalmente que es un rey rival —me contesta lord Stanley con seguridad—. Pero mientras viva el rey Eduardo, no tiene ninguna posibilidad de ascender al trono. No hay nadie en toda Inglaterra que quiera darle la espalda a Eduardo para obedecer a un desconocido. Y cuando muera el monarca, estará su hijo, el príncipe Eduardo, y, si a éste le sucediera algo, después vendría el príncipe Ricardo. Todos ellos son hijos de una fuerte casa gobernante. Cuesta imaginar que vuestro Enrique pueda llegar a sentarse en un trono vacante; tendría que pasar por delante de tres ataúdes, tendría que ver morir a un gran rey y a dos pretendientes. Sería preciso que se diera una desgraciada serie de accidentes. O él mismo tendría que tener la sangre fría necesaria para fingirlos. ¿La tendríais vos?