Primavera de 1457

Tras el nacimiento de mi hijo, he de permanecer en mis habitaciones durante otras seis semanas antes de poder ir a la capilla a ser purificada del pecado del parto. Cuando regreso a mis aposentos, los postigos han desaparecido y han retirado las cortinas oscuras. Hay jarras de vino y platos con pastelillos, y Jasper ha acudido a verme y a darme la enhorabuena por el alumbramiento del pequeño. Las niñeras me dicen que Jasper va todos los días al cuarto del niño para verlo, como si él mismo fuera su embobado padre. Si lo encuentra dormido, se sienta junto a la cuna y le toca la mejilla con un dedo o le toma la cabecita, fuertemente vendada, entre las grandes manos. Si está despierto, observa cómo come o se queda de pie mientras le retiran los vendajes para admirar después lo recto de sus piernas y la fuerza de sus brazos. Me cuentan que Jasper les ruega que lo dejen unos momentos sin envolver en las telas para así poder contemplar los puños y los pies gordezuelos de Enrique. Consideran que es poco viril por su parte permanecer tanto tiempo junto a la cuna; yo estoy de acuerdo, pero todos los Tudor hacen lo que se les antoja.

Me dedica una sonrisa tímida, y yo se la devuelvo.

—¿Os encontráis bien, hermana? —inquiere.

—Sí —respondo yo.

—Me dicen que habéis tenido un parto difícil.

—Así es.

Afirma con la cabeza.

—Tengo una carta de vuestra madre para vos, y también me ha escrito a mí.

Me entrega una hoja de papel doblada en cuatro y sellada con el emblema Beaufort de mi madre, que representa un rastrillo. Levanto el sello con cuidado y leo la carta. La ha escrito en francés, y me ordena que me reúna con ella en Greenfield House, en Newport, Gwent. Eso es todo. No me envía palabras de afecto ni pregunta por mi hijo, que es su propio nieto. Me viene a la memoria que ordenó que si había que escoger entre el niño y yo debían dejarme morir, de modo que hago caso omiso de su frialdad y me vuelvo hacia Jasper.

—¿Os dice por qué debo ir a Newport? A mí no se ha tornado la molestia de explicármelo.

—Sí —contesta Jasper—. Debo acompañaros con una escolta armada, y vuestro hijo ha de quedarse aquí. Vais a reuniros con Humphrey, el duque de Buckingham. Es su casa.

—¿Y para qué he de verlo? —pregunto. Tengo un recuerdo lejano del duque, que es la cabeza de una de las familias más grandes y más acaudaladas de este reino. Somos más o menos primos—. ¿Es que va a ser mi nuevo guardián? ¿Por qué no podéis ser vos ahora mi guardián, Jasper?

Él desvía la mirada.

—No, no es eso. —Intenta sonreírme, pero su mirada revela que siente compasión por mí—. Vais a casaros de nuevo, hermana. Vais a contraer matrimonio con el hijo del duque de Buckingham en cuanto finalice el año de luto que debéis guardar. Pero el contrato y el compromiso han de celebrarse ahora. Vais a casaros con el hijo del duque, sir Henry Stafford.

Lo miro y sé que mi expresión es de horror.

—¿Tengo que casarme otra vez? —exclamo de forma impulsiva. Me acuerdo del dolor del parto y pienso en la probabilidad de que la próxima vez no sobreviva—. Jasper, ¿puedo negarme a ir? ¿Puedo quedarme aquí con vos?

Él sacude la cabeza en un gesto negativo.

—Me temo que no.