Invierno de 1460
Y tengo razón en esto, y mi esposo, a pesar de que es mi esposo y está por encima de mí, se equivoca. Queda demostrado en Navidad, cuando el duque de York, que se supone que es tan inteligente, tan sagaz en la batalla, cae prisionero frente a los muros de su propio castillo de Sandal, junto con una pequeña escolta, entre la que se encuentra su hijo Edmundo, conde de Rutland. Tanto York como su hijo son brutalmente ajusticiados por nuestras fuerzas. ¡Ahí queda el hombre que iba a ser rey y a reclamar la línea de sucesión real!
El ejército de la reina se apodera de su cadáver mutilado y se mofa de él. Los soldados lo decapitan y clavan la cabeza, tocada con una corona de papel, en las puertas de York para que pueda contemplar su reino antes de que los cuervos y las aves de rapiña le arranquen los ojos. Ha tenido la muerte de un traidor, y con él mueren las esperanzas de su casa, porque ¿quién les queda? Su gran aliado, el conde de Warwick, sólo tiene hijas inútiles, y los tres varones de York —Eduardo, Jorge y Ricardo— son demasiado jóvenes como para conducir un ejército por sí solos.
No muestro mi alegría delante de mi esposo, pues hemos acordado vivir juntos en paz y estamos celebrando la Navidad con nuestros arrendatarios y nuestros criados como si el mundo no estuviera temblando de incertidumbre. No hablamos de la división del reino y, aunque él recibe cartas de comerciantes y mercaderes de Londres, no me cuenta las nuevas que traen ni me dice que su familia lo insta constantemente a que vengue la muerte de su padre. Él, pese a que sabe que Jasper me escribe desde Gales, no me pregunta por el castillo de Denbigh, del que acaba de apoderarse, ni por el valiente modo en que se ha hecho con él.
Le envío a mi hijo Enrique, como regalo de Navidad, un carro de juguete con las ruedas de madera para que pueda tirar de él. Mi esposo me entrega un chelín que he de mandarle para que compre chucherías en las ferias. Yo, a cambio, le doy una moneda de plata para que se la haga llegar al pequeño duque de Buckingham, Henry Stafford. No hablamos ni de la guerra ni de que la reina se dirige hacia el sur a la cabeza de cinco mil peligrosos escoceses asesinos, manchados con la sangre del York rebelde como ávidos cazadores; tampoco mencionamos mi convencimiento de que nuestra casa ha vuelto a triunfar y de que el año que viene alcanzará la victoria, tal como ha de ser, porque contamos con la bendición de Dios.