Septiembre de 1471 Tenby, Gales

Contemplo con expresión de incredulidad las aguas resplandecientes del puerto de Tenby. Brilla el sol y sopla una brisa suave. Hace un día perfecto para navegar por placer, no para que yo esté aquí de pie, envuelta en olor a pescado y con el corazón hecho pedazos.

Esta diminuta aldea de pescadores es leal a Jasper sin dudarlo, así que sus hombres y mujeres bajan por la calle —causando un fuerte estrépito con el repiquetear de sus zuecos de madera contra los adoquines— en dirección al muelle donde cabecea el pequeño bote que aguarda a mi hijo para apartarlo de mí. Algunas de las mujeres tienen los ojos enrojecidos a causa del llanto por el destierro de su señor. Pero yo no lloro. Al mirarme, nadie podría distinguir que sería capaz de llorar durante una semana entera.

Mi hijo ha vuelto a crecer. Ya es tan alto como yo, un mozalbete de catorce años que empieza a ensancharse de hombros. Tiene los ojos a la misma altura que los míos y la piel blanca, aunque en verano le salen unas cuantas pecas en la nariz que se parecen a las marcas que tienen los huevos de codorniz. Lo observo con detenimiento, viendo tanto al niño que se ha transformado en hombre como al joven que debería ser rey. La gloria de la majestad se ha derramado sobre él. El rey Enrique y su hijo, el príncipe Eduardo, están muertos. Este joven, mi hijo, es heredero de la casa de Lancaster. Ha dejado de ser mi hijo, el niño que tenía en mi poder; ahora es el legítimo soberano de Inglaterra.

—Rezaré por ti todos los días y te escribiré —le digo en voz baja—. No te olvides de contestarme; querré saber cómo estás. Y no te olvides de rezar tus oraciones y de no faltar a tus estudios.

—Sí, señora madre —responde él, obediente.

—Yo velaré por su seguridad —me dice Jasper. Durante un instante nuestras miradas se encuentran, pero no intercambiamos nada más que la firme determinación de acabar por fin con esta separación, de dar comienzo de una vez a este exilio, de poner a buen recaudo a tan preciado niño. Supongo que Jasper es el único hombre al que he amado, acaso el único hombre al que amaré jamás. Pero no hemos tenido tiempo para palabras de amor; hemos pasado la mayor parte de nuestras vidas diciéndonos adiós.

—Los tiempos pueden cambiar —le digo a Enrique—. Eduardo parece muy seguro en el trono ahora que nuestro soberano está en la tumba y nuestro príncipe también ha muerto, pero yo no me doy por vencida. Tampoco te rindas tú, hijo mío. Pertenecemos a la casa de Lancaster, hemos nacido para gobernar Inglaterra. Ya lo dije anteriormente y tenía razón. Y volveré a tenerla. No lo olvides.

—No, señora madre.

Jasper toma mi mano y la besa; acto seguido, me hace una reverencia y echa a andar hacia la barca. Le lanza sus escasas pertenencias al patrón y seguidamente, sosteniendo su espada en alto con cuidado, sube a bordo del frágil bote de pesca. Él, que mandaba en la mitad de Gales, se marcha sin apenas nada. Esto es una verdadera derrota. Jasper Tudor abandona Gales como si fuera un convicto a la fuga. Siento que las entrañas me arden de resentimiento hacia los usurpadores de York.

Mi hijo se arrodilla ante mí y yo le pongo una mano sobre la cabeza, suave y tibia, y le digo:

—Que Dios te bendiga y te guarde, hijo mío.

Entonces él se incorpora, y en cuestión de segundos desaparece caminando con pies ligeros sobre los sucios adoquines del muelle. Salta a bordo del bote como lo haría un ciervo y de inmediato comienza a alejarse, antes incluso de que yo pueda decirle otra palabra. Mi hijo se esfuma antes de que haya podido aconsejarle acerca de cómo debe comportarse en Francia; se desvanece antes de que haya podido advertirlo de los peligros del mundo. Todo es demasiado rápido, demasiado rápido y definitivo. Ya se ha marchado.

Se alejan del muro del embarcadero y despliegan las velas; el viento hace ondear la lona y ellos se apresuran a cazarla. Se oye un crujido cuando el mástil y las drizas acusan la tensión, y entonces el bote empieza a moverse, despacio al principio, luego más de prisa. Yo siento deseos de gritar «¡Volved!». Incluso me entran ganas de decirles «¡No me dejéis! ¡No os marchéis sin mí!», como si fuera una niña. Pero no puedo hacerlos regresar al peligro, como tampoco puedo escapar yo misma. He de dejarlos marchar, dejar marchar a mi hijo, mi hijo de cabello castaño; he de permitir que cruce los mares para dirigirse al exilio sin saber siquiera si volveré a verlo alguna vez.

Regreso a casa —embotada a causa del viaje y de las constantes plegarias que he venido musitando a lo largo del trayecto, con la espalda dolorida por el traqueteo del caballo y los ojos secos y cansados— y me encuentro al médico atendiendo a mi esposo una vez más. Ha sido un viaje largo, y llego agotada por el camino y por la pena de haber perdido a mi hijo. Me he preguntado a cada paso dónde estaría en ese momento y cuándo podré verlo, si es que vuelvo a verlo alguna vez. No encuentro ánimos siquiera para fingir interés cuando veo el caballo del médico en el establo y a su criado aguardando en el salón. Desde que regresamos de la batalla de Barnet, la presencia en nuestra casa de una enfermera o de otra —o bien la del médico, la del apotecario o la del cirujano barbero— es una constante. Imagino que habrá venido para atender las habituales quejas de mi esposo respecto al dolor que le produce la herida. El tajo de espada que sufrió en el vientre se ha curado hace mucho y le ha dejado una abultada cicatriz, pero a él le gusta exagerarlo, y habla de lo mucho que ha sufrido en la guerra, del momento en que sintió cómo lo hería la espada, de las pesadillas que sigue teniendo por las noches.

Ya estoy acostumbrada a ignorar sus quejas y a sugerirle que tome una bebida calmante y se acueste temprano, de manera que cuando el ayuda de cámara me impide que entre en el salón, lo único en lo que puedo pensar es en lo mucho que ansío lavarme y quitarme estas ropas sucias. Hago intención de acceder a la habitación de todas formas, pero él insiste con urgencia en que no lo haga, como si de verdad ocurriera algo grave. Dice que el apotecario está moliendo hierbas medicinales en la despensa y que el médico se encuentra con mi esposo; que tal vez debería prepararme para una mala noticia. Aun así, sin apenas escuchar, me siento en el sillón y chasqueo los dedos para hacer venir al paje y que me ayude a quitarme las botas de montar. Sin embargo, él prosigue, preocupado. Ahora creen que la herida fue más profunda de lo que pensaron en un principio y que no está curada, que es posible que esté sangrando por dentro. Desde la batalla mi esposo no ha vuelto a comer bien, me recuerda su criado en tono doliente —a pesar de ello, come mucho más que yo, que ayuno los viernes y todos los festivos—. Asegura que no puede dormir más que a ratos —no obstante, duerme más que yo, que me levanto dos veces por la noche, todas las noches, para rezar—. En resumen, que no es nada, como de costumbre. Lo despido con un gesto de la mano y le digo que acudiré en seguida, pero él persiste en quedarse. No es la primera vez que rodean a mi esposo pensando que le llega la muerte y luego descubren que ha comido fruta sin madurar o que ha bebido demasiado vino. Y estoy segura de que tampoco será la última.

Yo nunca le he reprochado que sacrificara su salud para sentar a un usurpador en el trono y le he prodigado todos los cuidados que debe prodigar una esposa: no se me puede acusar de haber faltado a mi obligación. Pero él sabe que lo culpo de la derrota de mi rey, y sin duda también sabe que lo culpo de la pérdida de mi hijo.

Aparto al criado a un lado y voy a lavarme la cara y las manos y a quitarme el vestido, que se me ha manchado durante el viaje. Pasa casi una hora hasta que acudo a las habitaciones de mi esposo y entro en ellas procurando no hacer ruido.

—Me alegra que hayáis venido por fin, lady Margarita, porque no creo que le quede mucho tiempo —me dice el físico en voz queda. Ha estado esperándome en la antecámara de la alcoba de mi esposo.

—¿Qué queréis decir? —pregunto. Tengo el pensamiento tan ocupado en mi hijo, los oídos tan aguzados por si capto el rumor de una tormenta que pudiera apartarlo de su rumbo o incluso, Dios no lo quiera, hundir ese pequeño barco, que no entiendo lo que quiere decir el médico.

—Lo siento mucho, lady Margarita —dice. Debe de considerar que estoy aturdida por la preocupación típica de una esposa—, pero me temo que no puedo hacer nada más.

—¿Nada más? —repito—. ¿Por qué, qué es lo que ocurre? ¿Qué estáis diciendo?

Él se encoge de hombros.

—La herida es más profunda de lo que creíamos y vuestro esposo ya no es capaz de ingerir alimento alguno. Yo diría que se le desgarró el estómago y que no se le ha curado. Me temo que no le queda mucho tiempo de vida. Sólo puede beber cerveza ligera y agua; no podemos darle nada de comer.

Lo miro durante unos instantes sin llegar a entender, y entonces me aparto de él, abro la puerta de la alcoba de mi esposo y entro en ella.

—¿Henry?

Henry tiene el rostro ceniciento en contraste con la almohada —gris sobre el fondo blanco—, y los labios de una tonalidad oscura. Reparo en lo demacrado y enjuto que se ha tornado a lo largo de las pocas semanas en que yo he estado ausente.

—Margarita —dice al tiempo que hace un esfuerzo por sonreír—. Cuánto me alegro de que por fin hayáis vuelto a casa.

—Henry…

—¿Vuestro hijo se ha marchado sin sufrir contratiempos?

—Sí —respondo.

—Estupendo, estupendo —dice—. Estaréis contenta de saber que se encuentra a salvo. Y más adelante podréis solicitar que regrese. No serán poco generosos con vos, cuando sepan que yo…

Guardo silencio unos instantes. De repente comprendo con claridad que se refiere a que voy a ser una viuda que solicita un favor al rey cuyos servicios han costado la vida a su esposo.

—Habéis sido una buena esposa —me dice sir Henry con bondad—. No deseo que sufráis por mí.

Yo aprieto los labios. No he sido una buena esposa, y eso lo sabemos los dos.

—Y debéis casaros de nuevo —me dice con la respiración entrecortada—. Pero esta vez elegid un marido que os sirva en el gran mundo. Vos necesitáis grandeza, Margarita. Deberíais desposaros con un hombre que goce de una alta posición en el favor del rey, de este rey, el de York… no con uno que ame su hogar y sus tierras.

—No habléis de eso —susurro.

—Sé que os he decepcionado —prosigue él con la voz rasposa—. Y lo lamento profundamente. No fui hecho para los tiempos que vivimos. —Esboza su sonrisa ladeada y triste—. Pero vos sí. Vos deberíais haber sido un gran comandante; deberíais haber sido una Juana de Arco.

—Descansad —digo débilmente—. Tal vez os repongáis.

—No, me parece que he llegado al final. Pero os bendigo, Margarita, a vos y a vuestro hijo, y estoy convencido de que lo haréis regresar sano y salvo. Si existe alguien capaz de hacerlo, sois vos. Haced las paces con los de York, Margarita, y podréis traer a vuestro hijo a casa. Ése es el último consejo que os doy. Olvidaos de vuestros sueños de convertirlo en rey; eso se ha acabado, lo sabéis. Conformaos con verlo en casa sano y salvo, eso es lo mejor para él y para Inglaterra. No lo traigáis para que libre otra batalla más, traedlo para que viva en paz.

—Rezaré por vos —afirmo en voz baja.

—Os lo agradezco —responde él—. Creo que ahora voy a poder dormir.

Lo dejo para que duerma, salgo de la habitación sin hacer ruido y cierro la puerta. Les digo que me llamen si empeora o si pregunta por mí, y voy a la capilla para arrodillarme ante el altar, sobre la fría piedra del suelo. Ni siquiera uso un reclinatorio. Le pido a Dios que me perdone por los pecados que he cometido contra mi esposo y que lo reciba en su reino celestial, donde no hay guerras ni reyes rivales. En ese preciso momento oigo tañer la campana de la torre, doblando repetidamente, y entonces me doy cuenta de que ya ha amanecido y de que he pasado la noche entera de rodillas. Y de que el hombre que ha sido mi esposo durante trece años ha muerto sin pedir que acuda a su lado.

Sólo unas semanas después, durante las que a diario se han oficiado misas por el alma de mi esposo en nuestra pequeña capilla, llega un mensajero procedente de la casa de mi madre. Lleva una cinta negra en el sombrero y me da la noticia de que su señora ha fallecido. De pronto caigo en la cuenta de que ahora estoy completamente sola en el mundo. La única familia que me queda es Jasper, que está en el exilio, y mi hijo, que se encuentra con él. Ahora soy huérfana y viuda, y mi hijo está muy lejos de mí. El viento los desvió de su rumbo, y en lugar de desembarcar en Francia, como habíamos previsto, tocaron tierra en Bretaña. Jasper me escribe y me dice que por fin tenemos la suerte de nuestro lado, pues el duque de Bretaña los ha visto y les ha prometido que en su ducado gozarán de seguridad y hospitalidad. Y porque es posible que estén más seguros en Bretaña que en Francia, país con el que, con toda certeza, Eduardo firmará un tratado de paz, ya que la concordia es lo único que desea en este momento y no le importa nada el honor de Inglaterra. Yo le contesto de inmediato:

Mi querido hermano Jasper:

Os escribo para deciros que mi esposo, sir Henry Stafford, ha muerto a causa de sus heridas, de manera que ahora soy viuda. Recurro a vos, por ser el jefe de la casa Tudor, para que me aconsejéis qué he de hacer.

Reflexiono durante unos instantes. Luego escribo: «¿Queréis que acuda a vuestro lado?» Pero a continuación lo tacho y tiro el papel. Escribo de nuevo: «¿Me permitís que vaya a ver a mi hijo?» agrego: «Os lo ruego, Jasper…» Al final añado: «Quedo a la espera de vuestra respuesta» y envío la carta mediante un mensajero.

¿Mandará a alguien a buscarme? ¿Accederá por fin a que estemos juntos, en compañía de mi hijo?